sábado, 19 de diciembre de 2009

Entusiasmo

En el evangelio de hoy, san Lucas nos transmite la alegría exultante de Isabel, al ser visitada por su prima, y de María. Ambas son mujeres que viven una realidad extraordinaria. Isabel era mayor y estéril; de María tampoco se esperaba que estuviera encinta. Las dos representan la pequeñez y el dolor de la mujer infértil, que en aquella época y cultura era poco menos que nadie.

Isabel y María son imagen de la humanidad que tantas veces parece seca, agotada, sin sentido. Hablan por los pequeños, los olvidados, aquellos que nadie quiere o valora. Pero, de pronto, su vida da un vuelco y quedan embarazadas. En su interior, no sólo albergan unos niños, sino que han dado entrada a Alguien mucho mayor: al mismo Dios.

Cuando Dios penetra en nuestras vidas, convierte el desierto en un paraíso. De ahí sale el estallido de alegría y alabanza que mueve a las dos mujeres a cantar y a abrazarse, compartiendo su gozo. De ahí sale su entusiasmo.

¿Somos los cristianos de hoy entusiastas? Nuestra presencia, ¿logra contagiar alegría, vida, luz? La palabra entusiasmo viene del griego, y significa literalmente “estar lleno, empapado de Dios”. Entusiasmarse es dejarse embriagar por Dios, dejar que Él llene a rebosar nuestra vida. Y de lo que está llena el alma, cantan los labios y grita el rostro, la mirada, los gestos, la vida entera. Es fácil reconocer a una persona entusiasmada, enamorada, apasionada. Entusiasmémonos, como Isabel y María. Tenemos a Dios muy cerca… ¡Llenémonos de Él!

lunes, 7 de diciembre de 2009

El valor del crucifijo

En el 32 aniversario de nuestra Constitución, es oportuno reflexionar sobre la polémica que se ha desatado en torno al crucifijo en los lugares públicos.

Es oportuno porque el tema de fondo que se debate aquí es la libertad religiosa y el papel de la fe cristiana en nuestra cultura occidental.

Lo que dice la Constitución

Nuestra Constitución establece que el estado español es laico y aconfesional. Esto quiere decir que el poder público no se vincula a ningún credo y que se respeta la libertad de conciencia de los ciudadanos. Es un principio que establece la separación del poder político y la religión, y esto es muy correcto y acorde con el Cristianismo. Recordemos que Jesús mismo dijo: «Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Pero el hecho de ser aconfesional no excluye que el estado pueda colaborar con las instituciones religiosas, especialmente si éstas cumplen una importante labor social, educativa y asistencial, como es el caso de la Iglesia Católica. (Ver cap. II, artículo 16 de la Constitución)

Otro concepto diferente es “laicista”. La Constitución española no es laicista. Por laicismo se entiende la doctrina que propugna la eliminación de toda manifestación religiosa en público, quedando la fe relegada a lo privado. Con lo cual se está vulnerando el derecho a la libertad religiosa, que es poder creer, expresar y manifestar públicamente la fe de cada cual.

El laicismo radical ha sido propio de dictaduras y regímenes autoritarios, como el comunismo soviético, el nazismo y otros, aún vigentes en algunos países del mundo. Un estado democrático no puede negar el hecho religioso ni impedir que los ciudadanos creyentes lo expresen en público, se reúnan, se asocien y comuniquen su fe. Tampoco puede prohibir o reducir a espacios privados las celebraciones y eventos propios de la fe, como las procesiones.

Símbolo de una cultura y de una historia

El crucifijo es un símbolo, no sólo del Cristianismo, sino de los valores que han contribuido al nacimiento de la cultura occidental. La cruz de Cristo simboliza el hombre que abraza la humanidad, la vida que se entrega, la libertad humana ante el poder injusto. La cruz significa la victoria del amor frente a la muerte. Es una bofetada moral al poder autoritario y represivo. Tal vez por eso resulte molesto.

La cruz también encarna el perdón, el amor incondicional, la atención a los pobres, a los desvalidos, a los que no tienen voz. Valores como la igualdad, la protección de los pobres, de los más débiles… han sido puntales de la fe cristiana y han configurado nuestra cultura europea. Occidente es lo que es porque el cristianismo añadió el valor de la vida humana y del amor a un sustrato muy rico. La cristiandad supo recoger y desarrollar la tradición clásica, griega y romana, la tradición germánica y céltica de los pueblos centroeuropeos y la semítica del pueblo judío. De estas culturas, integradas por el Cristianismo, se gesta Europa durante ese periodo fascinante que es la Edad Media y florece con fuerza en el Renacimiento y la Edad Moderna.

Querer eliminar la cruz como símbolo de nuestra cultura es borrar una parte imprescindible de nuestra historia. Es cierto que toda historia es dura y muchas veces sangrienta. Nuestro pasado está lleno de claroscuros, de errores, pero también de aciertos. Conocer y aceptar la historia tal como fue nos ayudará a vivir el presente y a proyectar el futuro. El pasado no es sólo una herencia o un lastre que se nos ha cargado a las espaldas: el pasado son nuestras raíces. Y sabido es que la raíz, aunque oculta, alimenta y sostiene el árbol. ¿Qué será de una sociedad que renuncia a sus raíces o quiere cortarlas?

La huella humanizadora del Cristianismo

Incluso para los no creyentes, la cruz es una raíz potente de nuestra historia, a la que no podemos renunciar alegremente. Muchos filósofos y pensadores reconocen los valores humanos y antropológicos que el cristianismo ha aportado al mundo. ¿Cómo se explica que otros pueblos de enorme riqueza cultural no hayan llegado a la situación de libertad, democracia y protección social que disfrutamos en Occidente? La herencia de Grecia y Roma también llegó a tierras no europeas, y también fue estudiada por sus sabios y eruditos. Las culturas de Oriente son riquísimas en todos los sentidos. Pero si buscamos, hoy, naciones donde existan amplias libertades, donde se hable de igualdad, donde la mujer tenga acceso a las mismas oportunidades que el varón; donde se proteja a los niños y se cuide a los ancianos y a los enfermos; donde los ciudadanos puedan elegir democráticamente a sus gobernantes y cada cual tenga libertad de conciencia, expresión y asociación, encontraremos que son justamente los países que han recibido la herencia cristiana y que la mantienen viva hasta hoy. Son los países que han crecido a la sombra del crucifijo.

Leer otro interesante artículo sobre el tema en Forum Libertas.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Las ideologías y el progreso humano

Algunos pensadores sostienen que uno de los grandes cambios que ha traído la Modernidad es la sustitución de la religión y la fe en una vida más allá por las utopías agnósticas o ateas. Se ha pasado “del paraíso a la utopía”. De un buscar la vida eterna se ha pasado a perseguir un cielo terrenal, basado en ideas que proponen una sociedad igualitaria, justa y con bienestar, pero sin religión y sin Dios.

Sin embargo, la historia nos ha mostrado como estas utopías, a la hora de ser puestas en práctica, terminaban en regímenes autoritarios y en grandes genocidios. La caída del muro de Berlín, cuyo 20 aniversario hemos recordado hace poco, es una muestra rotunda del fracaso de esas ideologías.

En su encíclica Caritas in Veritate, Benedicto recuerda los avisos de sus antecesores y advierte de los peligros de las ideologías que niegan la trascendencia y quieren barrer literalmente a Dios del mundo y de la historia. Dice en el capítulo 14: «Pablo VI trató el peligro que representan para la política las visiones utópicas e ideológicas que comprometen su cualidad ética y humana. […] Ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática, hoy particularmente arraigada».

Y más adelante (cap. 17) afirma: «Los mesianismos prometedores, pero forjadores de ilusiones, basan siempre sus propuestas en la negación de la dimensión trascendente del desarrollo. Esta falsa seguridad se convierte en debilidad, porque comporta el sometimiento del hombre, reducido a un medio para el desarrollo».

Es así: cuando se niega la parte espiritual de la persona, aquella que da un sentido a su existencia, aquella que hace que toda vida sea sagrada, el ser humano se convierte en un objeto más, en un número, en un instrumento para unos fines. Y esto es lo que el Cristianismo no puede consentir: jamás la persona puede ser un medio, ni un objeto, ni un elemento más dentro de la trama social. ¿Cómo sostener la dignidad del ser humano sin una visión trascendente? ¿Cómo llevar a cumplimiento los derechos humanos sin un respeto absoluto por la persona como algo único, maravilloso, hecho a imagen de Dios? Una visión meramente mecanicista, biológica o evolucionista del ser humano no es suficiente para justificar los derechos y las libertades por los que la humanidad ha luchado durante siglos.

Las ideologías, dice Benedicto XVI, «con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad». La pasan por el tamiz de sus principios, la fuerzan a encajar en unos esquemas mentales o filosóficos y generan unos postulados y creencias que luego se inoculan en las gentes a través de los medios de comunicación, el arte, el cine y la propaganda política. De esta manera, se va conformando un pensamiento colectivo, “políticamente correcto”, que va empapando a la sociedad y adormece su capacidad de crítica y de raciocinio. Cuando alguien se opone a este pensamiento inculcado a las masas, es tachado de reaccionario, de anticuado o de cerrado de mente.

Concluye el Papa (cap. 21): «El mundo necesita una profunda renovación cultural y el redescubrimiento de valores de fondo sobre los cuales construir un mundo mejor».

¿Cuáles son estos valores de fondo? Pues son los valores que en todo tiempo y en toda cultura han prevalecido, resistiendo las modas, las ideas del momento y los avatares históricos. Son esos valores que defienden prácticamente todas las civilizaciones y todas las religiones: los valores que apoyan la vida, que la hacen plena y auténtica y que defienden la integridad y la dignidad de toda persona y su verdadera esencia, como ser libre, con voluntad y capacidad de amar.

sábado, 7 de noviembre de 2009

La dignidad

En el capítulo 15 de Caritas in Veritate, el Papa recuerda la encíclica Humana Vitae de su antecesor, Pablo VI, y la cita: «No puede tener bases sólidas una sociedad que, mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz, se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada».

Con esto, llama la atención sobre la hipocresía de una sociedad que se reviste de valores humanos cuando, en el fondo, se muestra despiadada con los más débiles. Esta es nuestra sociedad: creemos ser más avanzados que los países del llamado tercer mundo porque disfrutamos de regímenes democráticos, de libertades y derechos, de un alto grado de bienestar económico y material. Pero somos capaces de tolerar realidades como la pobreza, en las calles de nuestras mismas ciudades; como el aborto provocado, despreciando los derechos del no nacido, y aún consideramos que acelerar la muerte de los enfermos incurables o los discapacitados profundos es un acto de humanidad.

En definitiva, detrás del mito de la igualdad, se esconde un hecho: resulta que hay unas personas que valen más que otras. Hay vidas que valen más que otras. Si no se da cierta calidad, no vale la pena. Tras esta forma de pensar late un gran materialismo. ¡Los cristianos no podemos aceptar sin más este criterio! No hay vidas dignas o vidas indignas: toda vida, por el hecho de serlo, es valiosa y merece ser respetada. Tanto la vida de un bebé indefenso, como la de un enfermo o un moribundo. ¡Qué lección nos dio la Madre Teresa de Calcuta, lanzándose a atender a los que ya no tenían ni esperanza, ni futuro, ni posibilidad de recuperación! Nuestra sociedad es utilitaria y busca resultados, incluso en el plano humano y social. ¡Qué bofetada moral, iniciar una obra con el único afán de dar unas últimas gotas de amor a los que van a morir!

Y, sin embargo, a la hora de la verdad, en el momento de enfrentarnos a aquello que ha valido la pena en nuestra vida, encontraremos que justamente eso es lo único que merecía nuestro esfuerzo: amar, sin otra recompensa que la alegría de dar.

Si defendemos la vida, defendamos toda la vida; si queremos la justicia, que ésta sea para todos los seres humanos, sin excepción; si valoramos los derechos, que no haya una sola persona que se vea despojada de ellos. Si nos llamamos cristianos, trabajemos para que toda vida que nos rodea sea bella y llena de sentido.

sábado, 31 de octubre de 2009

La inteligencia del amor

En su encíclica Caritas in Veritate, el Santo Padre une la razón y el corazón con palabras muy bellas y certeras. Nos muestra esa inteligencia del amor que aprendieron y practicaron muchas personas que hemos conocido y que hoy son santos, felices junto al Padre Creador, en el cielo.

Dice el Papa en el capítulo 30 de la encíclica:

«La caridad no excluye el saber, más bien lo exige, lo promueve y lo anima desde dentro.

El saber nunca es sólo obra de la inteligencia.

Si el saber quiere ser sabiduría capaz de orientar al hombre ha de ser sazonado con la sal de la caridad.

Sin el saber, el hacer es ciego, y el saber es estéril sin el amor.

El que está animado por la caridad es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios de combatirla, para vencerla con intrepidez.

Las exigencias del amor no contradicen las de la razón.

Las ciencias no pueden indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Hay que lanzarse más allá.

Ese ir más allá nunca significa prescindir de la razón, ni contradecirla. No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor

Con estas reflexiones, podemos ver que las polémicas, tan actuales, que quieren enfrentar fe y razón, ciencia y religión, no tienen mucho sentido.

La razón y la inteligencia, para un creyente, son dones de Dios que nos estimulan al conocimiento y al saber. Son instrumentos que también nos pueden ayudar a amar más. Decía santa Teresa: “quien ama mucho, piensa mucho”. El verdadero amor es mucho más que sentimiento. Es voluntad, es lucidez, es sabiduría.

De la misma manera, es el amor el que nos empuja al conocimiento. Los grandes científicos no sólo han sido personas inteligentes y metódicas: han sido apasionados de sus respectivas ramas del saber.

Aplicando esto a la realidad, vemos cómo el Papa hace una llamada a los creyentes: si queremos mejorar el mundo, hemos de poner en marcha nuestra inteligencia y nuestra razón para saber cómo mejor actuar. El amor nos mueve, pero la razón nos ayuda a conducir nuestros esfuerzos de manera eficaz.

domingo, 25 de octubre de 2009

¿Es posible el desarrollo sin Dios?

Dice el Papa en el capítulo 29 de Caritas in Veritate: «El ser humano no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre. Si el hombre sólo fuera fruto del azar o la necesidad, o si tuviera que reducir sus aspiraciones al horizonte angosto de las situaciones en que vive, si todo fuera únicamente historia y cultura, y el hombre no tuviera una naturaleza destinada a trascenderse en una vida sobrenatural, podría hablarse de incremento o evolución, pero no de desarrollo».

Estas frases son contundentes y nos hablan de una forma de pensar muy extendida entre las personas no creyentes. Atribuyen la existencia del universo, del mundo y del ser humano a una serie de casualidades, al azar o a la necesidad. Le quitan todo sentido, toda dimensión trascendental. Pero entonces, ¿qué queda? Un mundo absurdo e inexplicable y una ciencia sin horizontes. Si nada tiene sentido, ¿qué puede motivar a las personas a superarse, a mejorar, a crecer?

Continúa diciendo el Papa: «Cuando el Estado promueve, enseña o impone formas de ateísmo, priva a sus ciudadanos de la fuerza moral y espiritual para comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar en un compromiso hacia una respuesta humana más generosa al amor divino. Este es el daño que el “superdesarrollo” produce al desarrollo auténtico, cuando va acompañado por el “subdesarrollo moral”».

He aquí otros dos conceptos clave: puede haber un gran desarrollo científico, tecnológico, económico. De hecho, tras la revolución industrial, ha sido así. En cambio, moralmente, el desarrollo moral es aún deficiente y, a veces, incluso es frenado. Este abismo entre el crecimiento material y el espiritual es la causa profunda de los grandes desequilibrios que fracturan la humanidad. La brecha entre países pobres y ricos, las diferencias sociales, las injusticias, son fruto de ese pobre desarrollo moral, que ha reducido a la persona a un simple ser biológico y material, desprovisto de valor. Por eso, la vuelta a Dios y el reconocimiento de una realidad trascendente es necesaria para rescatar la dignidad humana y poder cimentar un desarrollo humano verdadero.

viernes, 16 de octubre de 2009

Dios, garante del desarrollo humano

Dice el Papa en el cap. 23 de Caritas in Veritate: “No basta progresar sólo desde el punto de vista económico y tecnológico. Salir del atraso económico no resuelve la problemática compleja de la promoción humana”.

Y así es. Lo vemos en el mundo: el aumento de la riqueza no ha evitado que crezcan los desequilibrios y las diferencias. De nuevo el Papa insiste en que se necesita una visión trascendente del desarrollo para que éste no se convierta en explotación sin escrúpulos de los recursos y las personas: “Dios es el garante del verdadero desarrollo humano. Habiéndolo creado a su imagen, funda su dignidad trascendente y alimenta su anhelo de ser más.” (cap. 29)

Para las ideologías ateas, el ser humano es fruto del azar o la necesidad. Esta filosofía causa un gran daño al auténtico desarrollo, pues “priva a los ciudadanos de la fuerza moral y espiritual para comprometerse en el desarrollo humano integral y les impide avanzar en un compromiso hacia una respuesta humana más generosa al amor divino” (cap. 29) Un desarrollo económico y tecnológico sin Dios lleva a un “subdesarrollo moral” y, al final, a la injusticia y a las desigualdades.

El Papa nos recuerda que el ser humano “no es un átomo perdido en un universo casual, sino una criatura de Dios, a quien Él ha querido dar un alma inmortal y al que ha amado desde siempre”. Esa dignidad de ser hijos de Dios es la que nos empuja a los creyentes a luchar por un auténtico desarrollo de toda persona.

sábado, 10 de octubre de 2009

Desarrollo humano y evangelio

Este es uno de los temas en los que más insiste el Papa en su encíclica, por eso le dedicaré varias reflexiones. El Papa reconoce con claridad que, ante las contradicciones del progreso humano, surgen dos posturas opuestas: por un lado, la de quienes creen ciegamente en el progreso sin límites, apoyando su fe en la ciencia y en la tecnología. Por otro, la de quienes reniegan del progreso y piensan que sería mejor para el hombre regresar a su “paraíso original”, a formas más naturales y primigenias de civilización. Pero ambas formas, dice el Papa, “son dos modos de eximir al progreso de su valoración moral y de nuestra responsabilidad” (cap. 14). Es decir, son posturas fáciles que evitan afrontar el tema de forma madura y plenamente responsable.

Benedicto XVI eleva un canto de esperanza en esta frase: “Es un grave error despreciar las capacidades humanas para controlar las desviaciones del desarrollo o ignorar que el hombre tiende constitutivamente a «ser más».” (Cap. 14) Nos está apelando a tomar las riendas: el mundo puede mejorar, y está en nuestras manos humanizar el progreso y reconducirlo. No caigamos en fatalismos fáciles ni en pesimismos que sólo conducen a la crítica y al desánimo.

Ese “ser más” al que tiende el ser humano es la vocación a desarrollarse. Para los cristianos, florecer y desplegar nuestro potencial es una llamada trascendente, que viene de Dios, y así lo recuerda el Papa: “Decir que el desarrollo es vocación equivale a reconocer que éste nace de una llamada trascendente, y que es incapaz de darse significado por sí mismo” (cap. 16).

Desde esta perspectiva, entendemos el papel de la fe y de la Iglesia en el desarrollo humano: “El evangelio es un elemento fundamental del desarrollo, porque en él, Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre” (cap. 18). Así es: la vida de Jesús nos muestra qué la mayor belleza del ser humano. Él nos da las pistas del desarrollo auténtico. La clave no está en la consecución del poder, sino en el servicio; no está en la gloria o en la riqueza económica, sino en el amor a los demás, traducido en obras. De ahí que el evangelio sea la base para un “humanismo trascendental que da al hombre su mayor plenitud” (cap. 18).

domingo, 4 de octubre de 2009

Sobre el desarrollo humano

Uno de los grandes temas de Caritas in Veritate es el desarrollo humano. ¿Qué es desarrollo, y qué es humano? En el capítulo 11, el Papa nos dice que “El auténtico desarrollo del hombre concierne a la totalidad de la persona, en todas sus dimensiones”. Es decir, que no podemos reducir el desarrollo al crecimiento económico o al bienestar material. Esas serían las posturas extremas del marxismo y del capitalismo, donde el ser humano es una pieza física del engranaje del mundo: un trabajador, un consumidor.

La persona no solo necesita satisfacer las necesidades físicas, sino también las emocionales, intelectuales y espirituales. A menudo nos centramos en las dos o tres primeras y olvidamos la dimensión espiritual, que es la que da sentido y trascendencia al ser humano, la que sostiene y anima las otras.

Y aquí el Papa dice algo novedoso que nos despierta: “el desarrollo humano es ante todo vocación”. Es decir, que la persona está llamada, por su naturaleza, a crecer y a desplegar sus capacidades. Pero este crecimiento no será armónico ni sano sin una visión trascendente de la persona: “necesita a Dios. Sin él, o se niega el desarrollo, o se deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la autosalvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado”.

Estas palabras tan lúcidas retratan la situación de nuestro mundo. El hombre autosuficiente que ha querido prescindir de Dios ha sido artífice de un desarrollo grande, es cierto, pero con lacras crueles. La ciencia avanza a la par que el hambre y las guerras. ¿Por qué este contrasentido? ¿Qué sucede? Tal vez el ser humano ha olvidado su auténtica identidad y ha perdido su genuina vocación.

Esta vocación no puede realizarse sin libertad. La libertad permite a las personas elegir y optar responsablemente, sin coacción y con compromiso. El Papa señala que quizás hemos confiado demasiado en las instituciones. Nos hemos apoyado demasiado en las leyes y las estructuras que hemos creado, pensando que éstas solas ya podían garantizarnos el bienestar, y hemos aparcado el esfuerzo diario y continuo por construir nuestra libertad y nuestra vocación. Dice Benedicto XVI: “A lo largo de la historia, se ha creído que las instituciones bastaban para garantizar a la humanidad el derecho al desarrollo. En realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos”.

Finalmente, ¿qué es el ser humano? Para el cristiano, toda persona tiene una dimensión trascendente que la vincula con Dios. “Sólo el encuentro con Dios permite no ver en el prójimo solamente al “otro”, sino reconocer en él la imagen divina, llegando así… a madurar un amor que es ocuparse del otro y preocuparse por el otro” (Caritas in Veritate, 11)

Con estas palabras, el Papa da la clave del humanismo cristiano: nace del sentirse hijo de Dios y hermano de los demás. Es a partir de la experiencia religiosa de donde puede brotar el amor. Un amor no idealista ni sentimental, sino práctico y traducido en obras: ese amor “que se ocupa y se preocupa por el otro”.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Justicia y caridad

En el primer comentario, hablábamos del amor y de la verdad como dones, procedentes de Dios, y pilares del desarrollo humano. Esta vez vamos a centrarnos en la justicia.

Dice el Papa en el capítulo 6 de la encíclica:
"Ante todo, la justicia.
La justicia es inseparable de la caridad.
La justicia es la primera vía de la caridad, su “medida mínima”.

Y así es. Si queremos amar, no podemos saltarnos ese mínimo exigible, que es la justicia humana: dar a cada cual lo que le corresponde.

Durante muchos años, se ha criticado a la Iglesia por querer ejercer la caridad de forma paternalista o poco eficaz. Y se ha querido sustituir por la justicia social, por los derechos, por la ley.

El Papa nos muestra que tampoco podemos separar justicia y caridad. Pretender ser caritativo sin ser justo sería hipócrita; ésa sí que sería una caridad desviada. Pero quedarse en la mera justicia es muy poco. El ser humano está llamado a más.

La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo “mío” al otro, pero nunca carece de justicia, que lleva a dar al otro lo que es “suyo”, lo que le corresponde.

La caridad incluye la justicia, la completa y la sobrepasa. La caridad auténtica es amor gratuito, que da sin límites y sin esperar nada a cambio. Es la justicia de Dios: la que da a todos y a cada cual, no según se merezcan, sino según la magnificencia de Dios.

El amor es generoso y da porque quiere, esa es su libertad. Y el amor sostiene la justicia. Hemos visto en la historia de la humanidad que las leyes solas no son suficientes para garantizar la justicia y el bienestar de las personas. Falta algo, y ese algo es un don gratuito que todos podemos dar y recibir: la caridad, el amor.

Así, en el capítulo 38, Benedicto XVI nos dice: "Mientras antes se podía pensar que lo primero era alcanzar la justicia y que la gratuidad venía después como un complemento, hoy es necesario decir que sin la gratuidad no se alcanza ni siquiera la justicia".

domingo, 20 de septiembre de 2009

Caridad en la Verdad

Durante las próximas semanas, iré comentando algunos párrafos de la encíclica Caritas in Veritate, un documento de gran trascendencia y muy oportuno para los tiempos que vivimos.

Caridad en la verdad

La caridad en la verdad es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad.

Con esta frase, Benedicto XVI comienza su encíclica Caritas in Veritate y resume en ella el alma y la raíz de este documento.

En estos tiempos de crisis a escala global que vivimos, la carta del Papa es un mensaje de esperanza y realismo, una llamada a los cristianos a profundizar en nuestra fe y a trabajar por la mejora del mundo.

En los primeros capítulos de la encíclica, nos habla del amor —la caridad— y de la verdad, y nos muestra cómo ambas realidades son inseparables. A menudo hemos tendido a divorciarlas con nuestra mentalidad analítica. Vinculamos el amor con los sentimientos y las pasiones, mientras que la verdad nos lleva a la racionalidad, fría y cerebral. El poso ilustrado y romántico en nuestra cultura ha tendido a contraponerlas. Con rotunda lucidez, el Papa nos explica que el amor auténtico y la verdad no pueden existir si no están unidos.

El amor

¿Qué es el amor? "El amor —caritas— es una fuerza extraordinaria que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta". (Caritas in Veritate, 1) Por tanto, nos alejamos de la idea sentimentalista y efímera del amor para acercarnos a su fuente y a su propia identidad. El amor no es algo que nace en nosotros mismos, sino un don que recibimos de Dios, como la misma vida: "Todos los hombres perciben el impulso de amar de manera auténtica: amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano". (Caritas in Veritate, 1)

Así, este don se convierte en vocación: todo ser humano es llamado a desarrollar el amor; en él está su plenitud.

La verdad

Y, ¿qué es la verdad? Esta pregunta, que un escéptico Poncio Pilato formuló ante Jesús, resuena por doquier en nuestra cultura de hoy. Muchos son los que rechazan su existencia o niegan que sea posible conocerla. Otros muchos optan por la postura relativista: “no hay verdades absolutas, cada cual tiene su verdad”.

En contraste con esta filosofía, Benedicto XVI dice que "la verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz procede simultáneamente de la razón y de la fe". (Caritas in Veritate, 2)

Y en este párrafo constata una realidad impresionante: "Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario". (Caritas in Veritate, 2)

Es así. Cuando hablamos de esos malos amores, que dañan y que queriendo hacer un bien se equivocan, posiblemente se trata de afectos despojados de la verdad, pasiones mal enfocadas y desenraizadas, que acaban por herir y destruir a las personas. Un amor sin verdad puede convertirse fácilmente en egoísmo, narcisismo, megalomanía y hasta en sadismo y afán de dominación sobre los demás.

Benedicto XVI insiste en la necesaria unión entre razón y fe. Nuestra cultura occidental se empeña en separarlas y enfrentarlas, pero esto sería tan disparatado como intentar separar, en una persona, sus pensamientos de sus emociones, cuando lo que realmente cohesiona al ser humano es encontrar esa unidad interna entre todas sus potencias y dimensiones.

"La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal". (Caritas in Veritate, 2)

Dimensión social del amor

Es la verdad la que ayuda al amor a salir de sí mismo y le da una dimensión social: "En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez “ágape” y “logos”, Caridad y Verdad, Amor y Palabra". (Caritas in Veritate, 3)

"Llena de verdad, la caridad puede ser comprendida, compartida y comunicada. La verdad es logos que crea diá-logos, y por tanto, comunicación y comunión". (Caritas in Veritate, 4)

Y concluye afirmando que "la adhesión a los valores del cristianismo no sólo es un elemento útil, sino indispensable en la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Sin verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos para construir un desarrollo humano de alcance universal".

Así es como vemos que el amor y la verdad son fundamentales para construir un mundo más justo donde el desarrollo sea verdaderamente humano. Nuestra fe no se queda encerrada en nuestro ámbito privado ni en nuestros templos, sino que está llamada a salir al mundo, porque esa es su vocación. "Los hombres destinatarios del amor de Dios se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y tejer redes de caridad". (Caritas in Veritate, 5)

Y no sólo la caridad se proyecta, sino que cohesiona los grupos humanos: "Al ser un don recibido por todos, la caridad en la verdad es una fuerza que funda la comunidad".

"La unidad del género humano, la comunión fraterna más allá de cualquier división, nace de la palabra de Dios-Amor que nos convoca". (Caritas in Veritate, 34)

Más allá de las ideologías o de las leyes, derechos y deberes, vemos que el amor es la fuerza que realmente puede unir a las personas.

Y, finalmente, esta caridad es la que contribuye al progreso humano: "Lo que nos precede y constituye ―el Amor y la Verdad subsistentes― nos indica qué es el bien y en qué consiste nuestra felicidad. Nos señala el camino hacia el verdadero desarrollo". (Caritas in Veritate, 52)

domingo, 30 de agosto de 2009

Como Cristo ama a su Iglesia

Hermanos, someteos unos a otros por reverencia a Cristo. Que las esposas se sometan a sus maridos como todos nos sometemos al Señor, porque el marido es cabeza de su esposa como Cristo es cabeza y salvador de la Iglesia, que es como su cuerpo (… )
Y vosotros, maridos, amad a vuestras esposas, tal como Cristo ama a su Iglesia. La ama tanto, que se ha entregado a la muerte por ella…
Ef 5, 21-32

Este pasaje de la carta de San Pablo es quizás uno de los más controvertidos, que muchas personas utilizan para achacar al apóstol actitudes machistas y misóginas. También puede suscitar rechazo su expresión “someterse a”. En fin, es un texto polémico que, sin embargo, contiene verdades que vale la pena conocer y profundizar, con una lectura serena y libre de prejuicios. Para los cristianos, es un texto fundamental.

En primer lugar, los textos religiosos no deben leerse sin más, fuera de contexto y sin comprender su intención. Hay que situarlos en su momento histórico y cultural, en las circunstancias del personaje que los escribió y en su finalidad. También ayuda el conocer las imágenes y metáforas propias del autor para explicar una realidad espiritual que trasciende las meras comparaciones.

En segundo lugar, hay que separar el componente cultural del religioso; la cáscara, por así decir, el envoltorio que es propio de una época, para descubrir la médula del mensaje, que es atemporal y válida para todos los tiempos.

¿Misógino o defensor de la mujer?

San Pablo es hijo de su tiempo. En su época, los matrimonios eran contratos acordados entre las familias donde el amor y el romanticismo no tenían lugar. En todo caso, venían después. Las mujeres, tanto en la cultura hebrea como en la refinada griega o en la avanzada romana, que tanto valoramos, eran poco más que objetos, “reses” de ganado, propiedad que pasaba del padre al esposo. Sólo en casos excepcionales podían ser dueñas de propiedades y casas y gozar de una relativa libertad. Que San Pablo utilice la analogía de la sumisión de la esposa al marido se puede explicar, pues formaba parte de las costumbres sociales de su época. Si Pablo hubiera vivido hoy, seguramente no hubiera empleado esa imagen y tal vez se hubiera servido de otra, como la lealtad de un empleado a su empresa, o de un afiliado a su partido o a su club.

Pero justamente cuando habla del matrimonio humano, es donde San Pablo rompe con los moldes de la época y se muestra extraordinariamente avanzado a su tiempo. Les está diciendo a los maridos que amen a su esposa, con entrega, con pasión, hasta dar la vida por ella. Les insiste que la amen como a su propio cuerpo. Esto, en el siglo I de nuestra, ¡era muy novedoso! De cosa poseída, la esposa, según san Pablo, pasa a ser persona amada. Está transformando la concepción del matrimonio: de una relación de propiedad y posesión se pasa a una relación de amor y entrega mutua. En medio de las culturas de su época, esto era una auténtica revolución. De ahí no ha de sorprendernos que san Pablo tuviera a tantas mujeres entre sus seguidores y que les confiara a éstas importantes responsabilidades en las comunidades. Los estudiosos de los primeros siglos del Cristianismo recogen muchos testimonios de autores paganos: la impresión desde fuera es que la nueva fe era una religión de mujeres. Y no es de extrañar, pues fue la primera que equiparó la dignidad de la mujer con la del hombre, tal como ya apunta el Génesis.

¿Sumisión o adhesión?

Con la expresión “someterse unos a otros” y que la “Iglesia se somete a Cristo”, Pablo, que tanto predicó la libertad, tampoco puede referirse a esclavitud y obediencia ciega.

Ese sometimiento, en términos espirituales, debe leerse como docilidad y comunión de voluntades. Cuando una persona ama, no le importa ceder o adaptarse al ritmo del otro, del más débil, del que más lo necesita. En una comunidad cristiana, el poder no es la fuerza ni la imposición, sino el amor. Jesús lo mostró en la última cena, lavando los pies a sus discípulos, un gesto de servidumbre, y con su frase: “el que quiera ser primero, sea último y servidor de todos”. Con esta expresión Pablo nos explica que la dinámica en la Iglesia no ha de ser el afán de poder ni de sobresalir, sino el servicio a los demás.

Las personas que aman lo saben bien: no les importa posponer su propia voluntad o su deseo por el bien de aquellos que quieren. Y no es obligación ni abnegación exagerada. El amor hace ágiles los corazones y cualquier sacrificio o esfuerzo resulta llevadero.

Cristo y su Iglesia

Pero el gran tema que aflora en esta lectura, de principio a fin, es la relación entre Jesús y la Iglesia. Pablo recoge el significado de la pasión y la resurrección de Jesús: ama tanto a su Iglesia que se ha librado a la muerte por ella. ¿Quién tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos?

Amor es lo que une a Jesús a la Iglesia. Hoy, muchas personas dicen que creen en Jesús, pero no en la Iglesia. Consideran a Jesús un gran personaje, pero rechazan la Iglesia por su historia humana, tan llena de sombras. Incluso las modas, la literatura y algunos autores se empeñan en afirmar que la Iglesia fue un invento de San Pablo o de los apóstoles, que Jesús jamás quiso fundar algo así.

¡Qué error tan grande! Si la Iglesia, después de dos mil años de historia agitada y plagada de errores, continúa viva hoy, es porque no se trata de una invención humana ni de un montaje de cuatro judíos exaltados. La Iglesia es obra amada de Dios, es su familia. San Pablo va más allá: es cuerpo de Cristo. Él la fundó en sus inicios, cuando apenas era más que un grupo de doce galileos y unas cuantas mujeres. En ella volcó todo su amor, hasta dar la vida. Como humana, es pecadora y padece de todos los fallos y errores que aquejan a la humanidad. Pero como familia fundada por Jesús, es imperecedera y rebosa vida, porque su cabeza, su fundador, es el mismo Cristo, y su amor vence toda muerte, todo crimen, toda aberración humana. Si lo meditamos fríamente, es un milagro que la Iglesia naciera. Y lo es que siga viva. Pero, precisamente porque su existencia se arraiga en Dios, ese milagro continuará dándose cada día, y en cada nueva generación.

Por tanto, no podemos separar a Jesús de la Iglesia, por más que a muchos les pese. Es cierto que muchas personas han tenido experiencias negativas con algunos representantes de la Iglesia y es normal que a raíz de estas vivencias renieguen de la institución y desconfíen de ella. Pero hay que saber distinguir entre la parte humana y falible y entre la voluntad de Dios de formar una comunidad universal. ¿En qué grupo no hay problemas y conflictos? Todos tenemos defectos y podemos cometer errores. La Iglesia posiblemente es un cofre viejo y destartalado, pero el tesoro que contiene es luz de valor incalculable. Quizás ha sido infiel en muchas ocasiones, pero, pese a todo, ha transmitido hasta hoy un mensaje que renueva las culturas y da sentido pleno a la existencia humana. Es la barca desvencijada de Pedro, que, pese a todo, sigue albergando al mismo Cristo.

Un misterio muy grande

Sí, Pablo mismo lo dice, consciente de que la Iglesia, ya en sus orígenes, en sus primeras comunidades, era una familia conflictiva, diversa, a veces vacilante y pecadora: “Es un misterio muy grande, me refiero a Cristo y la Iglesia”.

Y, sin embargo, en ella podemos encontrar a Jesucristo. No a un Jesús complaciente, un poco esotérico e ideal, que no nos compromete, sino al Jesús que nos golpea con su dolor en la cruz, al Jesús que nos despierta del ensueño y nos dice: ¡Sal fuera! Déjalo todo, ven y sígueme. Ve y anuncia el evangelio. Al Jesús que dice: olvídate de ti mismo. Ama a tus enemigos. Amaos como yo os he amado.

Al Jesús exigente por su coherencia, al que muchos abandonaron y que se quedó solo en la cruz. Al Jesús que ama con tal fuerza que ni la misma muerte lo pudo matar definitivamente. Al Jesús que nos promete que quien se alimente de su palabra, tendrá la vida eterna, y no sólo después de la muerte, sino ya aquí, sobre la tierra.

Es un misterio. Y con misterio no hemos de pensar en algo enigmático, oculto o sólo accesible para iniciados… La Iglesia siempre descubre sus verdades. La unión de Jesús con su Iglesia es un misterio porque rebasa nuestra capacidad de comprensión. ¿Puede el amor sin límites explicarse con razonamientos lógicos?

No es necesario analizarlo todo con demostraciones científicas o matemáticas. Muchas realidades sobrepasan lo que podemos comprender. Pero sí podemos aceptarlas, porque están dentro de nosotros mismos. El amor es un misterio. La unión entre Cristo y la Iglesia lo es. Sólo puede entenderse si se comprende ―y se acepta― una donación tan grande que lleve a morir por amor, incluso cuando las personas por las que mueren parece que no lo merecen. San Pablo lo explica en otra carta: podemos encontrar a quien esté dispuesto a morir por un hombre o una causa justa. Pero, ¿quién morirá por un desgraciado, por un hombre injusto o un criminal? Jesús lo hizo. Si podemos entender este misterio con la inteligencia del corazón, entenderemos ese otro misterio, de Jesús y su Iglesia.

domingo, 16 de agosto de 2009

Cuando la pobreza es libertad

Santa Clara, luz en la Iglesia

El 11 de agosto celebramos la fiesta de santa Clara, una mujer que destaca, luminosa como su nombre, en la historia de la Cristiandad.

La historia de Clara y su vocación es hermosa y ha merecido muchas páginas, canciones e incluso películas de cine. La intrépida jovencita que huye de su casa, en medio de la noche, para abrazar la vida religiosa y seguir el ejemplo de pobreza evangélica de San Francisco, inspira y arroja un soplo de brisa fresca para nuestra fe. Pero, más allá de ofrecernos una historia bonita y ejemplar, Clara con su vida nos transmite un mensaje excepcionalmente actual, a las mujeres y a los cristianos de hoy.

El mundo que conoció Clara era un mundo inestable, sacudido por la guerra y las pugnas de poder entre señores feudales. También era un mundo culto —ella pertenecía a la nobleza de Asís—, un mundo que buscaba la belleza en la poesía trovadoresca y en el arte, en el refinamiento y en la cortesía. La Iglesia de la época era una institución poderosa, rica e involucrada en las luchas entre reinos y ciudades; muchas comunidades religiosas, lejos de ser ejemplo para los fieles, eran ostentación de lujo y poder. El evangelio de Jesús parecía quedar muy lejos de la realidad que envolvía a Clara… Y, sin embargo, en ella había una inquietud muy honda. Un día, escuchando predicar a Francisco, el joven que había abandonado su casa y sus bienes para lanzarse a vivir una experiencia insólita de pobreza evangélica, se dejó tocar el corazón.

Llevada por su amor a Jesús, fundó una comunidad, que con el tiempo sería la orden de las Clarisas, las damas pobres, como las llamaban Francisco y los suyos. En sus monasterios, la regla era vivir el evangelio cada día, amando y practicando la caridad entre todas las hermanas. Clara supo dirigir esta primera comunidad con firmeza y a la vez ternura, dando ejemplo con todas sus acciones al resto de mujeres que siguieron su camino. Viviendo en la pobreza, confiando tan sólo en la Providencia y con un talante muy humilde, llegó a ser consejera de obispos, sacerdotes e incluso papas, que la visitaron y quedaron impresionados ante la autenticidad de su vocación.

Qué nos dice Clara, hoy

El mundo del siglo XXI es muy diferente, pero comparte ciertas características con la Italia medieval en que vivió Clara. Por un lado, en Occidente estamos acostumbrados a gozar de la opulencia y de toda clase de comodidades. El dios de nuestras sociedades, sin duda, es el dinero. El paraíso, es el bienestar económico. Por otro lado, la crisis global que se ha desencadenado, las guerras y el terrorismo, han convulsionado el mundo. La Iglesia sigue navegando contra viento y marea, depurada de muchos lastres del pasado, pero recibe frecuentes ataques y es desprestigiada sistemáticamente por el poder mediático y político. El evangelio es una realidad muy remota y ajena a la mayoría de ciudadanos occidentales. Al igual que en tiempos de Clara, el miedo y la inseguridad estremecen la sociedad entera. Ante la amenaza de la pobreza, la posesión de dinero y bienes materiales es más valorada que nunca. ¿Qué mensaje nos aporta la santa de Asís?

En medio del miedo y la zozobra, ella nos anima a tener coraje y fe.

En medio de una sociedad que rinde culto al dinero, ella nos demuestra que la pobreza es la libertad. No es una pobreza fruto de la miseria, sino una opción de vida que implica dejar a un lado todo cuanto nos ata y nos impide amar. La pobreza franciscana de Clara es el desapego, la liberación de dependencias y afanes materiales; es desprendimiento, sobriedad, generosidad.

A una juventud hambrienta de amor, angustiada por su futuro y falta de horizontes, Clara le señala un camino que no ofrece seguridades, pero sí una vida bella, intensa y en plenitud. Fue una adolescente que lo tenía todo, pero renunció a todo por un amor mucho más grande y ganó una vida apasionada y llena de sentido.

A una cultura cínica, escéptica y pesimista, Clara grita ¡esperanza!, construida cada día en el trabajo callado, en el amor incansable, en la palabra suave y en la mirada que acaricia el alma.

En medio de un mundo donde nada es para siempre y las relaciones se hacen y se rompen como las olas, Clara demuestra que un sí valeroso dura para siempre, y que el amor, si se arraiga en Dios, resiste todas las tempestades.

Esgrimir a Cristo bien alto

Una de las imágenes más conocidas de santa Clara la representa sosteniendo una custodia en alto. Se dice que, cuando un ejército de sarracenos marchó sobre Asís dispuesto a tomar la ciudad, Clara salió a las puertas del convento esgrimiendo la Sagrada Forma. La tropa enemiga se detuvo y abandonó el ataque, quedando la ciudad salvada.

Sea leyenda o historia engrandecida, este gesto de Clara también es iluminador. Ante los ataques del miedo, la incerteza y el mal que parece cundir en el mundo, los cristianos tenemos una defensa que nunca falla: el mismo Cristo. Enarbolemos a Cristo en nuestro corazón, aferrémonos a él y mostrémoslo al mundo, sin temor. Y Cristo, el mismo Dios que se ha dado por nosotros, nos protegerá y hará retroceder el mal. Es nuestra única —y grande— esperanza.

sábado, 25 de julio de 2009

Marta, mujer de fe

El día 29 de julio celebramos otra gran santa de la Iglesia, santa Marta. El evangelio nos cuenta que los hermanos Marta, María y Lázaro eran amigos íntimos de Jesús. Lo acogían en su casa de Betania y mantuvo con ellos largas conversaciones. Lázaro fue el amigo ante cuya tumba lloró. De María, que le escuchaba sentada a sus pies, Jesús dijo que “había elegido la mejor parte”, elogiando su actitud de escucha al lado del trajín obsequioso de Marta. En las lecturas que mencionan a estos tres hermanos de Betania podemos atisbar la humanidad de Jesús, su trato igualitario con hombres y mujeres, su afecto hacia los amigos.

Mucho se ha hablado de Marta y María, comparando el talante de ambas. Pero no quiero detenerme hoy en la Marta afanosa a la que Jesús reprende con afecto por preocuparse en exceso de los detalles y por perder de vista, en medio del trabajo, lo que es realmente importante.

La Marta en la que quiero fijarme es la mujer de fe que dialoga con Jesús. La mujer que sale corriendo a su encuentro cuando Lázaro ha muerto y que, venciendo su dolor y su tristeza, se aferra a la esperanza.

El diálogo entre Jesús y Marta es impresionante. Jesús la calma: “Tu hermano resucitará”. Marta responde que ella ya cree en la resurrección de los muertos. Pero Jesús va más allá y sondea su fe. “Yo soy la resurrección y la vida y todo aquel que cree en mí no morirá. ¿Crees esto?”. Ya no le pregunta si cree en la vida eterna: le pregunta directamente si cree en él. Y el evangelio pone en labios de Marta unas palabras rotundas, casi idénticas a las que pronuncia el apóstol Pedro el día de su profesión de fe: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir”.

Con esta declaración, Marta manifiesta sin dudar su confianza en Jesús. Ya cuando sale a recibirlo, lo expresa con vehemencia: “Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá”. Tras este diálogo breve e intenso, la fe de Marta en Jesús queda confirmada.

Marta, como Pedro, conversa con Jesús y lo reconoce como Hijo de Dios. ¿Qué nos puede enseñar este diálogo a los cristianos de hoy?

Por tradición y por cultura, creemos en nuestra religión, profesamos una fe y aceptamos las verdades que nos han enseñado. Quizás sea relativamente fácil creer en una doctrina o una filosofía acorde con nuestros valores y con aquello que conocemos. Pero el Cristianismo, como no cesan de repetirnos el Papa y los teólogos, no es adhesión a una doctrina o a un ideal, sino a una persona. Jesús nos pregunta, hoy también: “¿Creéis en mí?”

Quizás nuestra fe cristiana palidece y vacila en medio de las oleadas adversas porque hemos perdido de vista lo más importante: que nuestra fe se sustenta, no en un catecismo ni siquiera en la Biblia, sino en el mismo Jesús. Y es en él, como persona, como hombre y como Dios al mismo tiempo, en quien debe centrarse nuestra fe, porque él solo es la fuente donde bebemos alegría, sacamos fuerzas, encontramos la paz.

Una bella oración sería hacer nuestras las palabras de Marta: “Jesús, creo que tú eres el Mesías, el hijo amado de Dios que nos salva. Y sé que todo cuanto le pidas al Padre, te lo concederá”. Pronunciémoslas despacio, con el corazón, con la mente y con toda nuestra atención. Son palabras de fe luminosa que pueden transformarnos y hacer brotar en nosotros el amor y la confianza.

sábado, 18 de julio de 2009

María Magdalena

En estas próximas semanas celebramos la fiesta de dos santas: santa María Magdalena y santa Marta. Fueron dos mujeres muy cercanas a Jesús, que tienen un papel destacado en los evangelios y sobre las que me gustaría reflexionar.

Comenzaré con María Magdalena. De ella he escrito en este blog y en mi librito, Mujeres de Dios. Es un personaje atractivo, para creyentes y no creyentes, que ha inspirado miles de páginas, ensayos y novelas. Alrededor de esta santa, la única, después de María Virgen, que la Iglesia llama inmaculada, se han levantado controversias y leyendas. Incluso han surgido hipótesis muy curiosas, que la rodean de un halo esotérico y mitológico.

Yo quisiera aproximarme a la realidad de esta gran mujer desde una óptica muy sencilla: intentando comprenderla como mujer fiel “que ama mucho” y a la luz de lo que nos cuentan ―y lo que no cuentan, pero sugieren― los evangelios, especialmente el de Juan. En una reciente entrevista en Cataluña Cristiana me preguntaron con qué personaje femenino de la Biblia me sentía más identificada. Y mencioné a María Magdalena, porque, después de la madre de Jesús, es, sin duda, el modelo más hermoso y cercano para todas las mujeres cristianas.

Sanada por el amor

Ninguna mujer puede ser inmaculada desde la concepción, como María de Nazaret, pero sí podemos aspirar, algún día, a alcanzar la limpieza interior y la transparencia de María Magdalena, que fue sanada de cuerpo y espíritu por el perdón y por amar mucho, como dice el evangelio. El amor es fuego que arde y no quema; es la única fuerza que puede lavarnos por dentro y borrar las heridas del mal.

María Magdalena es ejemplo de mujer seguidora de Jesús. Le escucha, se deja curar por él ―dicen los evangelios que le sacó siete demonios―, aporta recursos económicos para el sostenimiento del grupo de los discípulos, le sigue en sus viajes, está presente al pie de la cruz y es la primera a quien se aparece Jesús, ya resucitado. La escena de la aparición es hermosa, pero es mucho más profundo lo que podemos leer entre líneas. Cuán grande debió ser la fidelidad de María Magdalena a su Maestro para ser, ella, la primera en conocer la noticia que cambiaría la historia.

Liderazgo silencioso

Junto con María de Nazaret, María Magdalena es modelo para las mujeres cristianas de hoy. ¿Cuál ha de ser nuestro papel en la Iglesia? Mirémosla a ella: estamos llamadas a apoyar a los sacerdotes en su misión, a participar en las tareas pastorales, colaborando en parroquias y movimientos; a buscar, también, dinero y medios materiales para sostener las obras de la Iglesia; a organizar y aglutinar grupos y comunidades, a lanzar obras humanitarias… ¡Hay tantas cosas que podemos hacer! De hecho, siempre ha sido así. La Iglesia no se podría entender sin el enorme trabajo de mujeres de todas las épocas que la han sostenido y alentado. Han ejercido un liderazgo que algunos, imbuidos por ciertas ideologías, quisieran transformar en instrumento de poder. Yo diría que ha sido un liderazgo quizás silencioso, pero no menos real y auténtico. Porque, en clave cristiana, liderar no es mandar ni dominar, sino servir.

No podemos olvidar otro valor inmenso que la mujer ha sabido aportar de manera especial, no sólo a la Iglesia, sino a la humanidad: la oración. María Magdalena, rezando y llorando ante el sepulcro, es imagen que nos ha de animar a permanecer fieles y a confiar en Dios en medio de las dificultades y tormentas que sacuden nuestra vida. Su llanto es sed de Dios; su presencia allí es esperanza. Y nadie que espera en Dios es defraudado.

La sensibilidad de María Magdalena es estímulo que nos impulsa a amar a los demás, con pasión y con ternura. Su fe, firme como una roca, nos ha de brindar coraje para ser fieles y valientes, como ella lo fue.

domingo, 12 de julio de 2009

Él nos ha destinado a ser sus hijos

Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables ante él por el amor. Él nos ha destinado… a ser hijos suyos.
Ef 1, 3-14


En el inicio de su carta a los Efesios, Pablo alaba a Dios, con alborozo, admirando una vez más la bondad de un Creador que ha querido que sus criaturas fueran hijas suyas. Y habla de Cristo. Con él la humanidad ha podido ver el rostro de Dios, y gracias a él ha recibido su amor. Pablo no podría escribir estas palabras sin haber vivido en propia carne la experiencia de sentirse profundamente amado y salvado por Jesús.

En la expresión “él nos eligió” no hay que ver señales de preferencia o de elitismo. No hay una casta de elegidos frente al resto de la humanidad. Con estas palabras, Pablo recalca que es Dios, y no el hombre, quien da el primer paso para amar. Se suele decir que las religiones y la espiritualidad son caminos de búsqueda del hombre que tiende hacia la divinidad. El Cristianismo es el camino de Dios que va hacia el encuentro del hombre.

Pablo continúa diciendo que “El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia, ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad”. De nuevo encontramos aquí una gran diferencia entre el Cristianismo y las religiones esotéricas. No es el hombre quien ha de iniciarse, pasando una serie de pruebas y adiestramiento para llegar a conocer a Dios, sino que es Dios mismo quien se muestra, sin enigmas, sin tapujos, porque quiere revelarse así.

¿Y cómo se ha mostrado Dios? De la manera más transparente, más clara y más fácilmente comprensible: a través de su Hijo, Jesús. Con la vida de Jesús nos ha hablado de su bondad; con su muerte nos ha mostrado que el amor no tiene límites; con su resurrección nos ha abierto las puertas de una vida eterna. Jamás el camino hacia el cielo fue tan corto, tan directo y tan seguro. Pero es verdad que muchas personas, ya en su tiempo, no quisieron verlo, y aún hoy son muchos los que rechazan esa imagen, tan nítida, de Dios. Nuestro mundo angustiado y aquejado de vacío vital, trágicamente rechaza la vida plena y gozosa que se le ofrece.

Por eso Pablo quiere subrayar, en su carta a los Efesios, el gozo de ser cristiano, de saberse hijo de Dios, “marcado por Cristo y por el Espíritu Santo”. Esta alegría no ha de servir para ensoberbecernos, sino para espolearnos a vivir imitando a Jesús. Escuchar el evangelio pide algo más que oídos atentos. Requiere, si queremos ser auténticos, seguir los pasos del que hace todo según la voluntad del Padre. Nos exige llevar ese tesoro que hemos recibido a los demás.

sábado, 27 de junio de 2009

Sed generosos

Distinguíos también ahora por vuestra generosidad. Porque ya sabéis lo generoso que fue nuestro Señor Jesucisto; siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza. Pues no se trata de aliviar a otros pasando vosotros estrecheces, se trata de igualar. 2 Co 8, 7-15.

Estas palabras del apóstol contienen una auténtica doctrina social. Hoy, que vivimos tiempos de crisis y vemos que la pobreza amenaza a muchas personas, es el momento de reflexionar sobre nuestra generosidad.

Sabemos que en el mundo hay suficientes bienes para todos. Los expertos dicen que, por primera vez en la historia, se producen alimentos como para saciar a toda la humanidad. El problema, siempre, es una cuestión de reparto. Y el reparto igualitario no puede basarse solamente en leyes.

La verdadera igualdad no es tratar a todo el mundo igual, sino dar a cada cual aquello que necesita, y algunos necesitan más ayuda que otros. La verdadera justicia no parte de la ley ni las imposiciones, sino de la generosidad del corazón humano. Por compasión, por amor, por espíritu de servicio, las personas podemos trabajar para combatir la pobreza. A los cristianos, en especial, debería dolernos profundamente saber que cerca de nosotros hay familias y personas que sufren. No podemos permitirlo. ¡Seamos coherentes!

sábado, 20 de junio de 2009

El amor de Cristo nos apremia

El amor de Cristo nos apremia... Cristo murió por todos para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. 2 Co 5, 14-17.

Estas frases son casi un eco de aquellas otras palabras de San Pablo: ya no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí.

¿Cómo es posible configurarse de tal modo con otra persona? Sólo por amor. Pablo ha comprendido; ha sentido en su propia carne, el amor de Jesús, que muere por él, y por cada persona. Y ese amor lo transforma.

Si hay algo que puede cambiarnos a las personas, desde nuestra raíz, es el amor verdadero. No un amor humano, frágil y voluble, cargado de intereses y necesidad, sino el amor inmenso, gratuito e incondicional de Dios. El amor de Cristo. Por eso Pablo dice que “el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”. Los cristianos, que nos reunimos cada domingo y recibimos a Jesús en la eucaristía, no tenemos excusa. Si su amor no nos cambia, es porque hemos cerrado las puertas de nuestra alma y no dejamos que penetre en nosotros. Si la comunión no nos sacude y no nos empuja a entregarnos al mundo por amor, como el mismo Cristo, es porque estamos endurecidos, impermeables a su don. Quien se siente bañado por el amor de la cruz resucita. Pablo nos está hablando de su experiencia, y nos está llamando a vivirla como él.

sábado, 13 de junio de 2009

Una alianza nueva

…la sangre de Cristo, que en virtud del Espíritu Eterno se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, llevándonos al culto del Dios vivo. Hb 9, 11-15

En esta lectura, san Pablo nos ofrece una clara catequesis sobre la diferencia entre el Cristianismo y las religiones antiguas. Frente a una religiosidad pagana y mágica, que ofrecía holocaustos y ofrendas materiales para contentar a la Divinidad, el apóstol nos habla de Cristo, el hombre libre que se ofrece a sí mismo como sacrificio.

Con las palabras “nueva alianza”, Pablo nos está revelando una nueva forma de relacionarnos con Dios, muy distinta a la de los cultos antiguos. Siguiendo la tradición de los profetas, nos explica que Dios no pide sacrificios, sino misericordia. Los rituales y los holocaustos son “obras muertas”. En cambio, él nos habla de un “culto al Dios vivo”. En esta fe, la mayor ofrenda es la donación de uno mismo.

Continuando el paralelismo, Pablo explica cómo Jesús se convierte en el sacrificio definitivo. Su cuerpo y su sangre son las mejores ofrendas ante Dios. Los sacrificios antiguos tenían como finalidad purificar al oferente; pero Cristo no se purifica a sí mismo, sino que su entrega limpia y libera del mal a toda la humanidad.

Esto celebramos hoy: ya no necesitamos sufrir y afanarnos por ganar méritos ante Dios. Lo que nos purifica no son nuestros méritos, sino recibir su amor.

La entrega de Jesús va más allá de un ofrecimiento hasta la muerte. No es un simple martirio. Quien imita a Jesús y entrega su vida, no queda agotado; no muere, no es aniquilado, como los animales de los holocaustos. Dios no anula a las personas que se entregan, ¡todo lo contrario! Quien se da a sí mismo, como Jesús, resucita a una vida nueva. Una vida que, en palabras del apóstol, es “promesa de la herencia eterna”. Este es el mensaje que la fiesta del Corpus Christi puede transmitirnos a los cristianos de hoy: quien vive entregándose a sí mismo por amor ya ha comenzado a vivir el cielo en la tierra.

sábado, 30 de mayo de 2009

Diversidad de dones, un solo Espíritu

Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor… En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común…
1 Co 12, 3b-7.12-13

Estas palabras de san Pablo están motivadas, seguramente, por los problemas y cuestiones que día a día surgían en las comunidades cristianas. Para construir reino de Dios no basta con la fe y con las cualidades propias, sino que es necesario algo que una a las personas, sin anularlas ni ahogar su capacidad creativa. ¿Qué puede unirnos a las comunidades, parroquias y grupos de fieles? Pablo lo dice bien claro: somos muchos, y muy diversos, pero uno solo es el Señor. Las personas tenemos carismas y habilidades diferentes, pero el Espíritu es el mismo. Lo que nos une es Cristo y su espíritu. Es el amor, y no la imposición, lo que une a las personas y las hace crecer y avanzar.

En esta lectura, Pablo también hace una llamada a la humildad. No podemos enorgullecernos de nuestras cualidades, por muy buenas que sean. No brillamos con luz propia. Todo cuanto tenemos es un don recibido.

Cuando recibimos un carisma o habilidad como don, crece en nosotros la gratitud. Y esta gratitud nos lleva a compartirlos, a entregarlos para un servicio más grande que nuestra propia vanidad o complacencia. De esta forma, se da una bella paradoja: cuando nos olvidamos de nosotros mismos y damos todo cuanto tenemos pensando en los demás es cuando realmente nos encontramos y desarrollamos todo nuestro potencial. Dios no nos quita, sino que nos da, y nos hace crecer.

Con su metáfora del cuerpo, Pablo recuerda que en toda comunidad no hay un solo miembro inútil. Todos tenemos una misión que cumplir. Si cada persona actuara sin tener en cuenta a los demás y fuera por su lado, el resultado sería similar a un cuerpo deslavazado, maltrecho y sacudido por movimientos inconexos, incapaz de valerse. En cambio, si todos se mueven con un mismo fin, en sintonía con el resto, la comunidad se moverá como un cuerpo armonioso que crece sano y avanza.

domingo, 24 de mayo de 2009

Un solo Señor, una sola fe

Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu… Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.
Ef 4, 1-13

Estas palabras del apóstol Pablo podrían ser muy bien su testamento, su voluntad última. Son una llamada a las comunidades cristianas. Son un toque de atención a los cristianos de hoy.

Amar, ser comprensivos con los demás y buscar por encima de todo la unidad: esta es la gran tarea del cristiano. El mundo corre movido por el individualismo, el yo-mismo, la autoafirmación ante los demás. Pablo nos dice que lo más importante es permanecer unidos. Y esa unión nunca podrá ser forzada, sino alimentada con mucha paciencia, con caridad y ternura, con verdadero amor.

¿Qué nos puede mantener unidos? Ser conscientes de que Dios es Padre de todos. Él nos une. Y su Hijo, Jesucristo, nos tiende una mano. No podemos vivir la fe privadamente, como algo personal y aislado. La fe que no se vive en comunidad se empobrece y se reduce a un estado de bienestar personal, muy frágil y voluble. Pero la fe cristiana es otra cosa. Creemos y tenemos esperanza porque estamos enraizados en el amor. Estamos unidos a Jesús, como sarmientos de una viña. No son las grandes ideas las que nos salvan, sino su amor.

domingo, 17 de mayo de 2009

Dios es amor

Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
1 Jn 4, 7-10


Dios es amor. No hay definición más sencilla, más completa y más honda de quién es Dios. Pero, ¿qué es el amor? A veces tenemos ideas equivocadas o impresiones muy subjetivas de lo que es realmente el amor. Pensamos que es un sentimiento, una atracción o un cúmulo de sensaciones agradables que arden en nuestro corazón y nos impulsan a querer o a emprender buenas obras.

Pero el amor es mucho más que eso. Si Dios es amor, no podemos reducirlo a un estado psicológico o a una emoción placentera. ¿Qué ocurre cuando el amor nos hace sufrir? ¿Hay amor cuando sentimos aridez interior, cuando nos forzamos a nosotros mismos a trabajar por los demás, aunque en ese momento no nos apetezca? ¿Puede haber amor cuando vencemos las antipatías y somos generosos, aunque no sintamos regocijo dentro de nosotros?

Sí, puede haberlo. Porque el amor es mucho mayor que nuestros sentimientos e impulsos. San Juan lo explica muy claro: el amor no es que nosotros hayamos amado antes, sino que Dios nos ha amado primero, hasta entregar a su Hijo por nosotros. Quien ha experimentado este amor inmenso, derramado sobre su alma, puede retornarlo y amar, a Dios y a los demás.

Todo el que ama conoce a Dios, dice San Juan. Así, podríamos decir que incluso las personas que se dicen no creyentes, si aman de verdad, en cierto modo conocen a Dios: tienen algo de Dios en su interior. Ese amor que profesan los hace acercarse al Creador, aunque no sean conscientes de ello y su historia personal o sus convicciones los lleven a rechazar la fe.

Pero, ¡cuánto más hermoso es, no sólo amar, sino ser consciente de que somos inmensamente amados! Nuestra voluntad puede fallar. Nuestro pobrecito amor humano puede quemarse, gastarse, desfallecer… En cambio, el amor de Dios es manantial que siempre nos está renovando y fortaleciendo. Él no desfallece, no se cansa, no se agota.

El evangelio de Juan es hermoso por su constante insistencia en el amor. Nos habla de un amor que se prodiga en humanidad, que se materializa, se hace corpóreo y presente en la relación entre las personas: “amaos los unos a los otros”. Pero es un amor que sobrepasa lo natural, porque su origen es el corazón magnificente de Dios, y no tiene fin. Esa es la fuente de la auténtica alegría. Juan recoge las palabras de su maestro, que insiste: “Os he hablado esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

domingo, 10 de mayo de 2009

Amar de verdad y con obras

Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras… éste es el mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros. 1 Jn 15, 4b.

Estas palabras de san Juan resumen muy bien el corazón de nuestra fe cristiana: creer y amar. La autenticidad de nuestra fe quedará probada con la confianza y con las obras.

Muchas veces estamos lejos de tener paz interior. Los problemas nos angustian, las inquietudes nos asaltan y nos remuerde la conciencia porque quizás no somos coherentes con lo que decimos creer. “Dios es mayor que nuestra conciencia”, dice Juan. Para obtener esa preciada paz interior necesitamos ponernos ante él, sin disfraces, sin escondernos. Y poner en sus manos todo lo que nos perturba. Podemos engañarnos a nosotros mismos, pero a él nunca lo engañaremos. ¡Es inútil intentarlo! Sólo si tenemos confianza total en Dios podremos abrir nuestra alma y dejarnos curar y aliviar por él. Juan nos insiste: esa confianza nos dará la paz. Si confiamos, Dios nos dará todo cuanto necesitamos. En ocasiones nos quejamos porque nos parece que Dios no nos escuche. Y lo que sucede, en realidad, es que nos falta confianza en él.

La otra gran prueba de fe son los frutos, las obras. Un cristiano convencido no se distingue por su discurso, ni siquiera por sus prácticas religiosas, sino por aquello que hace y por el amor que desprenden todas sus acciones.

domingo, 12 de abril de 2009

Nuestra vida está escondida en Dios

Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, y no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está con Cristo, escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en la gloria.
Col 3, 1-4

Aunque Pablo no conoció a Jesús en su vida mortal, como los demás apóstoles, sí experimentó en sí mismo la fuerte sacudida de su encuentro con él, resucitado.

Ese encuentro es la raíz de su vida, a partir de entonces. Por eso, a la luz de una realidad tan grande, todos los bienes del mundo le parecen despreciables. “Buscad los bienes de allá arriba” es una invitación a descubrir la vida auténtica, plena, eterna. A no perderse en minucias y frivolidades y a buscar lo que realmente importa, lo que de verdad nos hace vivir intensamente y nos anima.

Esa vida plena Pablo la ha encontrado en Jesús. Es una vida íntima, secreta y profunda. “Está escondida en Dios”, nos dice, con una expresión que nos evoca calidez, ternura, proximidad. Está envuelta en el amor.

Finalmente, Pablo nos explica su identificación estrecha con Cristo: es una unión a la que todos estamos llamados. Por eso dice que, cuando Cristo se manifieste, nosotros también lo haremos. Y al revés, la presencia de Jesús surge en el mundo cada vez que alguien, en su nombre, encarna su vida, se entrega a los demás y sigue sus pasos con fidelidad.

El apóstol no habla de otra cosa que el encuentro con el amor inmenso de Dios. Ese encuentro, que transformó su vida, es el momento que todos podemos vivir, cada domingo, y muy especialmente hoy, en la eucaristía de Pascua.

domingo, 5 de abril de 2009

El universo se inclina ante el amor

Cristo, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo…
Fl 2, 6-11

Estamos tan acostumbrados a celebrar la Pasión y la muerte de Jesús, que quizás ya no nos sentimos impactados por esa tremenda realidad: Dios muere por nosotros. Y muere de puro amor, con el corazón desgarrado, derramando su vida hasta el último instante. Si lo pensamos detenidamente, la idea nos rebela. ¿Por qué Dios deja morir a su hijo a manos de un grupo de hombres desalmados y ambiciosos? Nos invade la misma rabia que cuando pensamos en el mal que azota el mundo. ¿Por qué Dios permite todo esto?

Pero la fe cristiana no se fundamenta en la muerte y en la cruz, sino en la resurrección. La celebración de Semana Santa, en realidad, es la celebración del amor extremo de Dios. Un amor que, pese a la crueldad humana, vence a la misma muerte. Esto es lo que significan las palabras de Pablo. “Toda rodilla se dobla al nombre de Jesús”. La violencia humana puede matarlo, pero el amor benevolente de Dios podrá resucitarlo. Todo el universo se acaba inclinando ante una donación tan grande. Estos días en que rememoramos la Pasión y acompañamos a Jesús sufriente, no lo olvidemos: estamos celebrando la fuerza infinita y arrebatadora del Amor. Dejemos que ese fuego prenda en nosotros.

domingo, 29 de marzo de 2009

Obediencia hasta morir

Cristo, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna. Hb 5, 7-9

Estas palabras del apóstol son una alusión clara a la pasión de Jesús. La palabra obediencia no es sumisión ciega, ni servidumbre, sino adhesión por amor. Es la unión al Padre la que lleva a Jesús a obedecerle. Es esto lo que queremos decir cuando, en la oración del Padre nuestro, decimos: “hágase tu voluntad”. Pero, ¡cómo nos cuesta obedecer! Nuestra cultura ensalza la rebeldía y desprecia la docilidad. No entiende que obedecer es secundar por amor. No entiende que la verdadera obediencia cristiana no tiene nada que ver con el poder, sino con el amor. No es esclavitud, sino unión de voluntades. Esa obediencia de Jesús sería imposible si no amara incondicional y apasionadamente a su Padre del cielo.

Pero Jesús es muy consciente de que su fidelidad le acarreará consecuencias. Por esa obediencia a Dios, los hombres lo condenarán. Por su unión con el Padre lo matarán. La muerte de Cristo es el rechazo violento de aquellos que niegan a Dios y lo quieren apartar de sus vidas.

Como humano, Jesús quisiera apartar el sufrimiento de sí. ¡Es muy comprensible! También nosotros queremos ser fieles a Dios pero sin sufrir. Y llegará el momento en que tendremos que decidir: si queremos ser fieles, deberemos afrontar nuestra pasión con coraje.

Pero los cristianos tenemos un gran apoyo, y una esperanza. Dios no nos abandona jamás. Jesús sufrió antes que nosotros, y Dios lo resucitó. Su resurrección es una promesa que también nos aguarda a nosotros.

domingo, 22 de marzo de 2009

Nos salva la gracia

Estáis salvados por la gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios, y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. (Ef 2, 4-10)

Estas palabras del apóstol tocan un tema clave y polémico en la fe cristiana. El valor de la fe y las obras siempre ha sido tema de discusión: ¿cuál tiene más importancia? Está claro que obrar bien es una consecuencia de la fe. Si creemos en Dios, que es amor, nuestra manera de actuar ha de ser coherente. Trabajar por el bien de los demás es la prueba de que realmente creemos en él.

Pero Pablo alerta contra el orgullo de las obras. Podríamos caer en la soberbia de pensar que, cuanto más hagamos, más méritos ganaremos en el cielo. O incluso podemos pensar que Dios nos recompensará en la medida de nuestros esfuerzos. Pero si Dios paga… ¿dónde está su amor gratuito? ¿Dónde está la gracia?

La gran novedad del Cristianismo es que Dios no paga, sino que da gratis. Nos salva a todos, de entrada. Basta que creamos en su bondad y la aceptemos. Es un Padre bueno que se muestra generoso con todos sus hijos porque quiere. Nunca haremos lo bastante como para merecer tantos dones. Esta convicción nos hace humildes y agradecidos, y nos cura de la tentación de creernos superiores a los demás por nuestras prácticas religiosas.

domingo, 15 de marzo de 2009

Escándalo para los hombres, sabiduría de Dios

Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres, pero para los llamados, sabiduría de Dios. 1 Co 1, 22-25

Un Dios tan humano, que no sólo vive como los demás hombres, sino que muere, clavado en una cruz, resulta un escándalo incomprensible aún hoy día. Son muchas las personas que no entienden como Dios puede dejar morir a su Hijo, o como un ser todopoderoso puede entregarse en manos de hombres movidos por el odio y los celos. ¿Puede Dios ser tan débil? El rechazo de los judíos y la extrañeza de los griegos son muy actuales.

Pero Pablo responde: la sabiduría de Dios es muy distinta a la nuestra. Para él, amar hasta el extremo no es insensatez. Morir por amor no es debilidad. Cristo nos da la prueba: su muerte no será un final, sino un renacimiento a una vida resucitada, eterna e invencible. Jesús no fue el Mesías guerrero, ni el político justiciero, ni el líder religioso de masas que dominaba las conciencias de su pueblo. Su fuerza fue el amor, su poder el servicio, su reino era el mismo Dios. Con su resurrección, Jesús nos ha demostrado que su aparente fragilidad ha sido la mayor fuerza. “Lo débil de Dios es más fuerte que los hombres”, dice Pablo. ¡Frase tremenda! Si la interiorizamos, comprenderemos que si estamos en manos de Dios, el mal no puede dañar nuestra alma. Nuestra fe no se fundamenta en los prodigios o milagros –los signos que reclamaban los judíos– ni en la filosofía, ni en las razones. Nuestra fe sólo puede arraigar en la certeza de ser amados por Dios.

domingo, 8 de marzo de 2009

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?

Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a u propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?

Rm 8, 31-34

La lectura de Pablo hoy es tremendamente fortificante para nuestra fe. ¿Qué es lo que nos da fuerza, coraje y alegría más allá de todo límite? Sólo una cosa: el amor de Dios. Es un amor que rebasa el universo, un amor sin medida que debería hacernos vibrar profundamente y saltar de gozo.

Pablo nos hace reflexionar sobre cuán grande es este amor. Por nosotros, Dios ha sido capaz de dejar morir a su propio hijo, su amado.

Todo nos lo da. No sólo la vida mortal, sino la vida eterna. Por eso, Pablo nos alienta para que no tengamos miedo del mundo. La gente puede acusarnos, criticarnos, incluso atacar a la Iglesia y a los cristianos. Pero Pablo dice: si Dios, que es el más poderoso y justo, no nos condena, ¿quién podrá hacerlo? Pablo rompe con la imagen del Dios castigador. Dios nos ama, nos salva y nos perdona. Su amor es más grande que el daño que nos puedan hacer las personas.

Y este amor nos hace fuertes y nos ha de empujar a imitar a Pablo, en su entusiasmo evangelizador. Sin temor, hemos de buscar la manera de llevar la palabra de Dios a un mundo sediento de luz.