sábado, 11 de febrero de 2017

Dios no es como mamá



En las últimas décadas, con la eclosión del feminismo místico y teológico, se ha venido a subrayar que Dios, más que padre, es madre. La Biblia nos da muchas expresiones del amor materno de Dios: águila que lleva a sus polluelos, clueca que protege a sus pollitos en sus alas, madre que amamanta a su bebé, leona que protege a sus crías… 

También se dice que el amor del padre siempre es más condicional, porque el padre educa y prepara al niño para que se amolde a su sociedad. Por tanto, el amor paterno es más exigente, da pero pide a cambio, estira, corrige, orienta. En cambio, el amor materno, más nutridor, se dice que es incondicional. La madre ama a sus hijos sean como sean, tanto si se portan bien como si no, tanto si responden a sus expectativas como si salen originales, rebeldes o bichos raros

El feminismo, que ha asociado la imagen de Dios con una sociedad patriarcal y autoritaria, también busca esa imagen femenina de Dios para promover una sociedad más maternal y solidaria, donde los valores femeninos ―cuidado, ternura, cooperación― primen sobre la lucha y la competitividad. Si Dios es el ser supremo que crea por amor, ¿no sería más adecuado hablar de una Madre, antes que de un Padre? Si es compasivo y amoroso, ¿no sería mejor hablar de la Diosa? 

El amor incondicional es básico para vivir. Todos los niños necesitan ser amados y aceptados. Pero a medida que crecen también necesitan un amor educador, no represor, pero sí orientador, que sepa exigir en la medida justa para que el niño acepte retos y pueda desarrollarse. Si el amor paternal educador corre el riesgo de caer en el autoritarismo y la represión, el amor maternal corre otro riesgo: el de no cortar jamás el cordón umbilical y convertirse en una eterna dependencia.

Los padres pueden proyectar su ideal y sus frustraciones en sus hijos. Pero las madres también pueden proyectar en ellos sus carencias y su necesidad de ser amadas y valoradas. Si la madre se convierte en una diosa nutridora y se aferra a su papel, dificultará que sus hijos se independicen y vuelen fuera del nido. El padre puede pecar por autoritario; la madre puede pecar por posesiva y devoradora de sus hijos. Ambas tendencias hacen daño e impiden crecer. En ambas los padres, quizás inconscientemente, están utilizando a sus hijos para compensar sus traumas y vacíos.

Por supuesto, este cliché sobre los padres y las madres, aunque muchas veces se aproxima a la realidad, no deja de ser un patrón. En la vida real, a veces son ambos progenitores los que se muestran exigentes; otras veces es el padre quien ama incondicionalmente, y quizás la madre presione a sus hijas para que sean copias de ella misma, o de su ideal femenino. A muchas madres les cuesta admitir que no poseen a sus hijos. Llegará un momento en que los hijos ya no las necesitaremos. Podemos quererlas con gratitud, como mujeres y amigas, pero ya no como eternas nutridoras. 

No hay dos historias familiares iguales, ni dos padres ideales, y es difícil encontrar una persona que nos ame perfecta e incondicionalmente. Con todo este bagaje, todos nacemos, crecemos, nos educamos y vamos abriéndonos paso en la vida como podemos. Algunos mejor, otros peor. 

Y llega un momento, en la adolescencia o quizás en la edad adulta, en que nos cuestionamos todo: nuestra educación, nuestra familia, nuestra religión, nuestra sociedad y a nosotros mismos. En el fondo, es una llamada acuciante que surge de nuestro interior más íntimo: el anhelo de ser plenamente nosotros mismos.

En ese anhelo por florecer, por desplegarnos según nuestra naturaleza, necesitamos apoyo. Solos no crecemos; solos no nos desarrollamos ni somos nosotros mismos. Necesitamos amigos, compañeros, mentores que nos amen incondicionalmente y nos ayuden a ser quienes somos. Personas que, en algún momento, también nos dirán lo que no queremos escuchar. ¡Porque las verdades a veces duelen, y mucho!

¿Qué pinta Dios en todo este proceso? 

Dios Padre creador no es hombre ni mujer, pues es espíritu puro. Por tanto, compararlo con los padres tiene limitaciones. Convertirlo en una imagen patriarcal y tirana es absurdo, pero tampoco podemos reducirlo solamente a una imagen maternal y provisora. Sí, Dios es provisor y maternal, pero es mucho más. Y Dios, a diferencia de muchas madres, sabe cortar el cordón umbilical.

Dios nos quiere como él. ¿Y cómo es él? Libre. Creador y creativo. Desbordante de amor. Es él mismo. Sin trabas, sin miedos, sin complejos. Sin límites. Nosotros tenemos unos límites ―espacio, tiempo, cuerpo―, y no somos omnipotentes, pero también somos libres, creativos y capaces de entregarnos por amor. Tenemos un potencial inmenso por nacimiento, y estamos inclinados, como las plantas, a crecer siempre y a dar fruto.

Dios no nos quiere modelar ni esculpir conforme a un cierto canon. Dios solo quiere que florezcamos. En ese proceso, Dios es el sol dador de vida, la nube que llueve agua bienhechora, la tierra que nos sustenta y nos alimenta, el aliento que infunde vida en nuestra carne. Y es mucho más. Por eso su amor, infinitamente más tierno y grande que el de una madre, es al mismo tiempo respetuoso de nuestra libertad. No nos educa a golpes, sino a besos. No nos castiga con cuartos oscuros, sino que nos envía luz para atisbar nuestro camino. No nos deja abandonados, pero tampoco nos sobreprotege ni nos ata, como esas mamás que llevan a sus niños de una brida para que no se pierdan entre la multitud urbana. No nos enseña inyectándonos conocimientos, sino mostrándonos el esplendor de la verdad. No nos llama a gritos, nos enamora invitándonos. Y espera. Confía. Tiene paciencia. Perdona siempre. Olvida siempre. Ama siempre.

Las madres son maravillosas. La mayoría de ellas nos han amado. Como sabían, con sus defectos y sus traumas. Con sus carencias y necesidades. Muchas de ellas nos enseñaron a rezar y nos abrieron la mente al infinito. Nos han dado lo mejor y lo peor que tenían. De ellas venimos y es bueno amarlas, perdonarlas, respetarlas… y también liberarlas. Y después, liberarnos nosotros. Ojalá muchas madres, como las águilas y las golondrinas, nos empujaran con decisión fuera del nido. Después del vértigo inicial, descubriríamos que ¡sabemos volar!