sábado, 8 de diciembre de 2007

Anunciación

Amanecía. El rayo de luz hendió la suave penumbra de cal y adobe y se posó sobre su cabello. Ella se arrodilló.

Abrió las manos y cerró los ojos ante el ventanuco estrecho, por donde el cielo asomaba, un retazo de azul. Respiró hondo. Cada mañana Dios la saludaba así, con su beso de sol sobre la frente. Pero aquel día había algo más.

Sintió el soplo a su lado, y un susurro al oído la estremeció. Abrió los ojos y se volvió.
-¿Quién eres?
-Soy la voz de Dios.
Leve temor la hizo temblar. Dios sólo hablaba a los santos y a los profetas. Al menos, con palabras. Ella tan sólo necesitaba adivinarlo en el Sol.

Miró de nuevo a su lado. Hermosa y cálida presencia, susurrante. Dulce como el sol sobre las flores de almendro.
-¿Por qué vienes a mí?
-Porque Dios se ha enamorado de ti. Te ama, tan locamente, que quiere venir a alojarse en tu interior.
-¿En mí...? ¿Por qué en mí?
La sonrisa la turbó.
-Porque eres virgen sin hollar, como la hierba tierna del paraíso; porque eres transparente como el agua de un manantial; porque eres nueva y audaz como la aurora.
-Mi corazón es un pobre desierto… ¿cómo puede desearlo?
-Porque está entero. Desnudo y vacío, como un santuario sin velo. Y lo quiere, todo, para él. Inundará tu desierto y lo convertirá en un vergel. Anidará en tu cuerpo, y tu piel será para él más rica que todas las sedas. Tú eres su lirio de Sarón, su rosa los valles. Te amará, y tú florecerás.

Ella abrió las manos, de nuevo. Y el rubor de la aurora cubrió sus mejillas. Ahora él estaba delante. El rayo de sol atravesaba su cuerpo iridiscente. Extendió sus manos. Y sus dedos de luz se posaron en ella.
-Esa semilla que germina en tu interior será un hombre, y será Dios. Desde este instante, toda la raza humana será estirpe de Dios.

Ella levantó los ojos. Y el cielo se prendió en ellos.
-El Señor engendró el universo. Y tú serás su amada. Él será tu gozo y tú lo colmarás de alegría. Porque en ti ha encontrado su paraíso.

El aliento de Dios sopló entre sus cabellos y se deslizó sobre su piel. Estaba sola. Y se llevó las manos al vientre liso de doncella virgen.

No estaba sola. Una simiente minúscula llameaba, palpitando en sus entrañas.

domingo, 11 de noviembre de 2007

Curar los sentimientos negativos

En este texto basé la presentación de mi libro Cómo curar los sentimientos negativos, el pasado día 30 de octubre en la librería Excellence, de Barcelona.

Los sentimientos

¿Qué son los sentimientos? Todos sabemos qué son, pues los sentimos, íntimamente ligados a nuestra existencia. Quizás en palabras nos es más difícil definirlos. Pero sabemos reconocerlos. Los sentimientos son potentes fuerzas que nos impulsan y nos motivan. Tienen mucho que ver con la intuición, la sensibilidad y el instinto, en contraste con la razón. Los sentimientos dan color y pasión a nuestra vida. Una existencia apática, sin pasión, sin sentimientos, sin duda sería árida y muy vacía.

Si comparamos nuestra vida con un vehículo, podríamos decir que el cuerpo es la carrocería, la mente es la dirección y los sentimientos son el motor. Sin motor, el coche no avanza. Pero un motor sin dirección es una fuerza incontrolada. Un motor bien alimentado, potente, con una buena dirección, nos llevará allá donde queramos.

A menudo identificamos sentimientos con emociones. Son conceptos muy similares que, en nuestro hablar cotidiano, se funden. Sin embargo hay una diferencia. Las emociones, podríamos decir, son reacciones a estímulos. Algo que sucede nos puede suscitar alegría, dolor, tristeza, risa… Eso son emociones. Saltan como chispazos ante situaciones exteriores o también ante ideas y pensamientos.

En cambio, los sentimientos, no surgen de afuera adentro, sino al revés: son algo que sale de dentro, que cultivamos y vamos incubando. Los sentimientos se pueden alimentar, se pueden matar… y se pueden modificar.

Dicen los antropólogos que los sentimientos son mecanismos de supervivencia. Sentir afecto, por ejemplo, contribuye a crear lazos y relaciones duraderas. De alguna manera, cohesiona al grupo humano. El cariño despierta actitudes de cuidado, de mimo, de atención. Otros sentimientos, como la tristeza o la añoranza, acompañan un periodo necesario de pérdida y duelo. Otros, como la culpa, despiertan una conciencia ética sobre nuestros límites. El miedo es sumamente útil para alertar nuestro instinto de supervivencia en situaciones peligrosas. La alegría añade valor a las experiencias en grupo y estimula la creatividad y la cooperación. Y así, podríamos ver que múltiples sentimientos tienen sus “utilidades”, efectivamente.

Pero la psique humana es tremendamente rica y versátil. No todos los sentimientos son útiles o necesarios. O pueden serlos, sólo hasta cierto punto. Y ahora es cuando pasamos a hablar de “sentimientos negativos”.

¿Qué entiendo por “negativo”?

Por negativo entiendo aquello que niega, aniquila, destruye. Negativo, por tanto, será equivalente a destructivo. Así como hay sentimientos que nos ayudan a vivir mejor, otros tienen el efecto contrario. No sólo no ayudan, sino que nos perjudican, dañan nuestras relaciones con los demás, nos aíslan y pueden incluso enfermarnos.

En el peor de los casos, los sentimientos negativos pueden llegar a causar mucho daño a las personas que nos rodean, a nuestro entorno. El ejemplo más extremo sería el de los criminales que actúan movidos por pasiones extremadamente agudas o perversas. Pero hay otros muchos ejemplos, más leves y más cotidianos, que todos podemos encontrarnos en la vida diaria. ¿Quién no ha abrigado alguna vez sentimientos de culpa o autocompasión exagerados? ¿Cuántas cosas nos impide hacer el miedo patológico? ¿Cuántos problemas laborales o familiares vienen derivados por las envidias?

Los sentimientos, en sí, no son “buenos" ni "malos”, no podemos juzgarlos así. Son potencias que tenemos las personas, tremendamente efectivas. Bien canalizados, los sentimientos son como el agua de una catarata: producen una energía inmensa que se puede convertir en un torrente de beneficios.

A veces, un sentimiento negativo es un sentimiento que se ha exagerado, se ha llevado a un extremo o se ha retorcido. Es un sentimiento “enfermo”.

Y este sentimiento enfermo se puede curar. En mi libro hablo de siete: envidia, autocompasión, ira, menosprecio de sí mismo, tristeza, culpa y miedo. Y añado un capítulo más, dedicado a las mujeres, donde trato sobre esa tendencia al excesivo afán de control e hiperresponsabilidad que solemos tener las mujeres y que, muchas veces, más que ayudar, resulta un obstáculo en el crecimiento de los demás.

Curar

Curar, por definición, es sanar lo que está enfermo. Es fortalecer, enderezar, cuidar. Consiste en tratar aquello que está débil, poco firme, herido, maltrecho para reforzarlo y devolverle su salud óptima.

Un sentimiento negativo puede curarse convirtiéndose en otro positivo que nos ayude a vivir mejor, con más calidad de vida física, anímica y espiritual.

En el libro he abordado la curación como un proceso de sanación, con tres fases principales: diagnóstico, conocimiento a fondo y tratamiento.

Todos sabemos que para que se dé una curación física son necesarias, al menos, tres cosas: reposo, para que el cuerpo encuentre las fuerzas y defensas de sí mismo; un tratamiento adecuado que fortalezca el organismo, si es necesario; y finalmente, lo más importante quizás, voluntad de sanar.

La voluntad de sanar es básica en toda curación. Va más allá de todo tratamiento y de toda lógica. Una persona que lucha por salir adelante tendrá muchas más posibilidades de superar la enfermedad, pese a sus limitaciones. Su motivación y su empuje serán clave.

En la curación de los sentimientos la voluntad es especialmente importante, puesto que los sentimientos, como hemos dicho, pueden ser dirigidos por la mente. En nuestro símil del automóvil –carrocería, volante, motor- no he mencionado aún un elemento imprescindible: el conductor.

El conductor es nuestra dimensión más elevada, podríamos decir que es la espiritual. Es la dimensión que nos lleva más allá de nosotros mismos, a trascender de nuestra realidad y a ser creativos con nuestra existencia. En este nivel encontramos dos alas impresionantes que nos ayudan a superar cualquier enfermedad, obstáculo o dificultad: la voluntad y la libertad.

Creo firmemente que las personas nacemos con la capacidad de ser libres y de ejercer nuestra voluntad. Muchos afirman que nuestro destino está escrito, ya sea por la genética, el entorno social o los astros… La experiencia real, la historia, nos muestran que esto no tiene por qué ser así. Nuestra vida no está predeterminada por nada ni por nadie. Todos tenemos las capacidades suficientes para, un buen día, levantarnos y decidir cómo queremos vivir y hacia dónde queremos ir. Todos podemos marcarnos metas en la vida y girar el rumbo de nuestro pasado. Achacar nuestros males presentes a lo que hicieron nuestros padres, a nuestra infancia o a la educación que recibimos es una forma de abdicar de nuestra responsabilidad y de nuestro poder personal. Siempre podemos plantarnos y decir: voy a cambiar. Comienzo de nuevo. Por supuesto, para dar este paso se necesita un proceso interior y tiempo. Es un camino que cada persona ha de recorrer y para el que necesitará ayuda. Algunas personas no encuentran esa ayuda, otras la rechazan o no la buscan. Pero la posibilidad de superarnos existe. Y tenemos muchísimos ejemplos, de personas vivas, conocidas incluso, que lo demuestran.

Para sanar, recordemos, hay que recorrer un camino de tres fases: el diagnóstico, el conocimiento y la curación en sí.

El diagnóstico es el primero y, a veces, el más difícil, como en el caso de la envidia. Se trata de reconocer que estamos enfermos, que tenemos un sentimiento enfermo y necesitamos sanar. La consciencia es clave para iniciar el proceso de curación.

Conocer a fondo significa lo que llamo aprender las tretas del “enemigo”. Dónde, cómo, cuándo y por qué actúa, de qué forma se manifiesta, cuáles son sus estrategias… Conocer implica también autoconocimiento, es un paso más allá de la consciencia. No sólo soy consciente de, sino que me adentro para profundizar en mi realidad. Es un proceso que puede ser largo y durar años, ¡tenemos toda la vida! Lo importante es no detenerse y avanzar con calma. Y, de nuevo, a veces nos produce miedo o reparo este autoconocimiento profundo. No sabemos qué vamos a encontrar. Baste saber que las personas no somos tan diferentes unas de otras. No nos juzguemos como jueces implacables. Somos humanos, ni peores ni mejores que los demás.

Finalmente, el tratamiento llegará cuando ya tenemos un buen diagnóstico y un conocimiento de la situación. Analizado el sentimiento a fondo, podemos emprender una campaña para superarlo.

En el proceso de curación es cuando deberemos tomar una actitud más activa. Se trata de pasar del pensamiento y la reflexión a la acción. Y también cuesta un poco, porque es muy fácil pensar y ser consciente, ¡la mente trabaja muy aprisa! Pero ponerse manos a la obra requiere de voluntad y disciplina. Pide perseverancia y tiempo. Una vez más, la libertad y un buen puñado de pensamientos y sentimientos positivos nos pueden ayudar en esta fase.

Cómo –el cómo es importante

Finalmente, no me olvido de la primera palabra de este título. ¿Cómo curar? El “cómo” es más importante de lo que parece. Pues, aunque tengamos muy clara nuestra meta, a dónde queremos llegar, y aunque pensemos que “todos los caminos llevan a Roma”, en la práctica esto no es siempre así. Hay caminos más largos, otros más directos, otros que dan vueltas… y otros que nunca llegan.

En el cómo están incluidos todos esos pasos que he ido describiendo para alcanzar la curación. Pero no sólo los pasos. Falta algo muy importante: la actitud.

En una excursión o una carrera, el deportista deberá entrenarse físicamente y tener su equipo a punto. Pero algo tan importante o más que todo eso es su actitud. La actitud mental adecuada es la que nos llevará a la victoria.

Para recorrer este camino de sanación de los sentimientos, creo que son indispensables tres actitudes: la aceptación, la paciencia y el amor.

Aceptar cómo somos, aceptar nuestros sentimientos, incluso los negativos, es un primer paso fundamental para caminar hacia la curación. Abrazar nuestra realidad, con afecto, con profunda comprensión, allanará increíblemente nuestro camino.

La aceptación comporta una buena dosis de paciencia. Tengamos paciencia, aprendamos a ser pacientes con nosotros mismos. Si lo conseguimos, nos costaré mucho menos ser pacientes y comprensivos con los demás.

Un dicho reza: los dos guerreros más poderosos son la paciencia y el tiempo…

Y el amor, ¡cómo no! es la fuerza que todo lo resiste, todo lo vence y todo lo embellece. El amor es la gran medicina, no sólo de los sentimientos, también del cuerpo. Cuántas enfermedades físicas tienen su origen en heridas emocionales. Cuántas dolencias no son otra cosa que hambre, hambre de afecto, de cuidado, de amor. El hambre de amor mata tanto como el hambre físico…

El amor no es un sentimiento. Comporta, eso sí, muchas emociones bellas y gratificantes, muchos sentimientos positivos… Pero es mucho más que eso. ¡Podríamos llenar libros hablando del amor! Como dice el refrán, “obras son amores, y no buenas razones”. El amor es acción. El amor se traduce en actos, gestos, palabras, actitudes… A veces el amor vendrá en forma de una carta, un abrazo, una palabra de ánimo. Otras, será simplemente una presencia: estar ahí. El amor, y esto no es un secreto para nadie, es esa fuerza que nos hace vivir, crecer y entregar lo mejor de nosotros. El amor completo es generoso y recíproco. El amor no entiende de barreras ni de condiciones. Tampoco entiende de sentimientos negativos. El amor los supera.

Todos podemos llenar nuestra vida de amor. Aunque nos parezca que no tenemos, que nadie nos lo da… Hay una fórmula que nunca falla: da amor, y tendrás amor a manos llenas.

domingo, 14 de octubre de 2007

El coraje

Continuando con la reflexión de la semana pasada, comentaba que dos virtudes son esenciales para forjar una comunidad: el coraje y la confianza.

El coraje

Para tener confianza, es necesario tener valor. El coraje es la virtud que nos empuja a salir de nosotros mismos, a confiar, a comprometernos. Es imprescindible para entregarnos y amar. Sin coraje, el amor no encuentra apoyo. Dicen que lo contrario del amor no es el odio, sino el miedo. El coraje aúpa y da alas al amor.

Necesitamos coraje para salir fuera de nuestras casas, que no sólo son los espacios físicos, sino ese caparazón que hemos construido a nuestro alrededor, formado por nuestras ideas, nuestras seguridades, nuestras formas de hacer… Metidos en esa concha, nos sentimos seguros y confortables. Pero, a veces, en lugar de protegernos, la coraza nos aísla. Nos pertrechamos en nuestra torre de marfil y acabamos solos y centrados en nosotros mismos. Es la torre del egoísmo, que nos cierra al mundo. Y en ese pequeño universo cerrado ya no puede entrar la luz. El infierno comienza ahí dentro, en ese caparazón endurecido.

Para romperlo y salir afuera precisamos valor. Y salir afuera quiere decir ponerse en camino para ir hacia los demás. Salir es ir al encuentro de los otros. Aprender a comunicarnos, a dar y a recibir, a confiar en ellos… Es cierto que no podemos ser ingenuos y confiar en cualquier persona, sin conocerla. Pero en aquellas personas que sabemos de cierto que nos aman, que nos quieren bien, que no pueden hacernos daño, porque desean lo mejor para nosotros, ¡en ésas hemos de confiar! Es muy triste ver cómo algunas personas desconfían de quienes los aman. Cuando los hijos desconfían de sus padres, o los padres de los hijos, o los cónyuges… o cuando los amigos dejan de darse mutua confianza, o la traicionan, entonces se producen rupturas muy dolorosas y heridas hondas que tardan mucho en cicatrizar. Sin dejar de ser lúcidos, sin perder de vista la cordura, hemos de aprender a salir de nosotros mismos y confiar.

También se necesita coraje para abrir nuestro corazón. A veces nos aferramos a nuestros viejos criterios y somos incapaces de cambiar. Sepamos abrirnos y dialogar. Eso no quiere decir renunciar a nuestros valores y a nuestra identidad, sino tener el valor de contrastarlos y enriquecerlos con otros. Sin una mente y un corazón abierto, no recibiríamos el alimento espiritual e intelectual que necesitamos para crecer como personas. Especialmente necesitamos abrir nuestro corazón a la palabra de Dios, que puede sacudir intensamente nuestro interior.

Finalmente, necesitamos coraje para perseverar. Los inicios de un camino, de una relación, de un compromiso, siempre son apasionantes. Como en un enamoramiento, nos invade la euforia y desbordamos de entusiasmo y fuerza. Pero al cabo de los años, vemos que ese fuego inicial no se mantiene solo; necesita que lo vayamos alimentando, a menudo con esfuerzo y trabajo por nuestra parte. Por eso es necesario ser constante, no desistir jamás. Una vez iniciamos un camino, hemos de seguir adelante, venciendo la desgana, los altibajos emocionales, el cansancio, incluso las enfermedades… Necesitamos coraje para seguir y no abandonar, para recorrer nuestro camino, haciendo acopio de fuerzas, hasta la meta final.

Muchas personas prefieren cambiar de camino. Como todos los comienzos son motivadores, pasan la vida probando y comenzando nuevos caminos. Es la manera de no llegar nunca a ninguna parte. Quien vive así experimenta mucho, pero avanza poco. Requiere mucho más valor elegir un camino y perseverar en él hasta el final. A tramos corriendo, otros más despacio, a veces superando enormes obstáculos… cuestas arriba. Pero siempre avanzando, hasta el final. Y los cristianos sabemos cuál es nuestra meta. Nuestra meta es el Cielo, el abrazo con Dios.

domingo, 7 de octubre de 2007

La confianza

Dos virtudes son esenciales para forjar una comunidad: el coraje y la confianza. Hoy hablaré de la confianza.

Confiar en Dios

Confianza es tener fe en alguien. Los cristianos decimos que tenemos fe en Dios. Nos fiamos de él. Sabemos que es grande, todopoderoso, que nos ama inmensamente y siempre está ahí… No cuesta mucho confiar en un Dios Amor.
Pero quizás nos cuesta más confiar en los demás. Y he aquí que Dios nunca nos habla ni se manifiesta directamente a nosotros, sino a través de las personas. ¿Por qué? Así lo ha querido. El evangelio lo dice: “A Dios nadie lo ha visto jamás”. Pero Jesús lo ha manifestado entre los hombres.

Los discípulos de Jesús creyeron en él y confiaron en él. Jesús, siendo Hijo de Dios, era perfecto y sin pecado alguno. Pero también era humano. Su manera de ser y sus acciones no eran del agrado de todos y tuvo muchos críticos y detractores. Para algunos, se relacionaba demasiado con pecadores, publicanos, gente de mala fama, prostitutas. Para los fariseos, celosos observantes de la ley, era un mal cumplidor de los preceptos. Otros encontraban sus palabras excesivamente rigurosas y exigentes. Hubo momentos en que las multitudes seguían a Jesús, pero hubo otros momentos de abandono y deserción. En una de esas ocasiones, el evangelio dice que “muchos lo dejaron”. Es entonces cuando Jesús pregunta a Pedro: “Y vosotros, ¿también queréis iros?”. Y Pedro, lleno de fe, responde: “¿A quién iremos, Señor? Sólo tú tienes palabras de vida eterna”. Esa respuesta vehemente, llena de convicción, responde a la fe del discípulo incondicional. Pedro confía en Jesús. Ha sabido ver el rostro de Dios reflejado en él. Y, con Pedro, los restantes discípulos también confían en él. Creen que es verdaderamente el Hijo de Dios. Uno sólo entre ellos desconfió de Jesús. Y las consecuencias de esta desconfianza llegarían a ser trágicas. La traición de Judas se explica, entre otras cosas, a raíz de una profunda desconfianza hacia su maestro.

Los cristianos de hoy podemos gozar de la presencia de Jesús sacramentado, en la eucaristía y en el Sagrario. Sabemos que él siempre está con nosotros… pero no lo vemos físicamente. ¿Quién es para nosotros el rostro de Jesús?

Confiar en la Iglesia

La respuesta la hallamos en la Iglesia. De la misma manera que los apóstoles confiaron en Jesús, los cristianos estamos llamados a confiar en nuestros pastores, en la enseñanza de la Iglesia, en los sacerdotes, en los demás miembros de la comunidad. Si no confiamos en ellos, ¿cómo podemos pretender confiar en Dios? Es cierto que la Iglesia, formada por personas humanas, tiene muchas imperfecciones. Pero en los sacerdotes y en los hermanos no debemos limitarnos a ver los defectos humanos, pues todos los tenemos; los mismos apóstoles fueron personas con muchas limitaciones y defectos. Hemos de ver en ellos a hombres de Dios, llamados a una misión que compartimos todos. Los sacerdotes han recibido un don muy especial, y es esto lo que debemos considerar más importante. Confiemos en la Iglesia y en los sacerdotes. Trabajemos a una con ellos. Son los pastores que nos han sido enviados a las comunidades. No los hemos elegido, ni ellos nos han elegido a nosotros. Pero nos une algo más fuerte que nuestra voluntad: Dios. Si en una comunidad todos caminan unidos, confiando unos con otros, con una misma meta y un espíritu de servicio, esa comunidad será un trozo de Reino de Cielo. Avanzará y cumplirá su misión en el mundo.

La confianza es clave para que los grupos, las familias, las comunidades, se fortalezcan y crezcan. Allí donde entra la desconfianza, se quiebran las amistades y se acaban rompiendo las relaciones. La desconfianza agrieta y destruye. En cambio, la confianza es la amalgama que todo lo une y lo fortifica. Donde hay confianza, se pueden construir proyectos sólidos.

domingo, 1 de julio de 2007

Levadura en la masa

Recientemente celebramos en la parroquia una jornada donde los feligreses pudimos dialogar sobre la Iglesia y el futuro de las comunidades parroquiales. La preocupación por el futuro de las parroquias era muy evidente. Quedamos poquitos, somos muy mayores y las nuevas generaciones de jóvenes no parece que vayan a tomar el relevo de la fe. ¿Qué sucederá, dentro de unos años?

Sin buscar culpables ni abrigar resentimientos, es importante meditar por qué hemos llegado a esta situación. La situación de la Iglesia en nuestro país, concretamente, es consecuencia en buena parte de los acontecimientos de las últimas décadas.

Durante muchos años, la religión y la fe han sido un hecho cultural y la práctica cristiana ha sido obligada. En especial, hoy se tiende a asociar cristianismo con conservadurismo y con el régimen político autoritario que vivimos durante cuarenta años. Es una lástima, pues fue justamente en las parroquias y en algunos ámbitos eclesiales donde se fraguaron buena parte de los movimientos obreros y muchos otros movimientos sociales que contribuyeron a la transición hacia la democracia que hoy disfrutamos.

Estamos recogiendo la cosecha que en su día fue sembrada. En una época de masiva práctica religiosa se sembró abundantemente y sobre terreno bien abonado. Pero esas semillas crecieron muy frágiles. No fueron cuidadas –los fieles creyentes tenían una formación cristiana muy precaria- y, además, en muchos casos la fe se reducía a un conjunto de obligaciones y cumplimiento de los ritos. Posteriormente, con la llegada de las libertades democráticas, desaparece también la obligatoriedad de la práctica religiosa. Y esto supone un vendaval que ha barrido las parroquias. Ahora, como bien señalan muchos, siguen viniendo aquellos que de verdad quieren cultivar su fe, porque quieren, sin coacción alguna. Deberíamos valorar que este hecho, en realidad, es positivo, pues la fe de los que aún practican es auténtica y fuerte. Pero no sólo la ausencia de obligación ha aventado esa cosecha. Diversas ideologías y corrientes de pensamiento se han abatido sobre las frágiles espigas, tan poco cuidadas, que fueron sembradas. Son los pájaros, las plagas, la sequía y los caminantes que pisotean los brotes, como leemos en la parábola del sembrador. Así, los creyentes que hoy seguimos practicando y proclamando convencidos nuestra fe somos los supervivientes de esa cosecha devastada. Y seguimos en pie, firmes, no por nuestras propias fuerzas, sino porque Dios lo ha querido.

Muchos místicos y pensadores analizan el fenómeno de la crisis religiosa de hoy. Y la mayoría señalan que, lejos de ser la oposición social externa, el principal problema de la Iglesia lo tenemos dentro. Y no dentro de la institución, siquiera, sino dentro de nosotros mismos.

Tal vez hemos olvidado que lo esencial del Cristianismo es Jesús.

Tal vez hemos olvidado que Jesús es más que un hombre bueno, o que un santo entre otros tantos. Que es el mismo Dios, hecho hombre. Que vive entre nosotros. Que se aloja en nuestro corazón, si se lo permitimos…

Tal vez hemos querido hacer demasiado, llevados por el celo activista, y nos hemos olvidado de la oración.

Hemos confiado demasiado en nuestras propias fuerzas y nos hemos olvidado de la fuerza de Dios.

Quizás hemos querido hablar demasiado y hemos desplazado el silencio. Hemos aprendido a elaborar bellos discursos, pero aún no hemos aprendido a escuchar.

Se nos ha llenado la boca de palabras, pero nuestras manos están vacías y nuestro testimonio es mudo.

O tal vez es porque tenemos miedo… Miedo a ser tachados de reaccionarios, de fanáticos, de políticamente incorrectos, de extraños, de intolerantes, de anticuados o antipáticos.

Nos ha preocupado demasiado quedar bien ante el mundo y nos hemos olvidado de agradar a Dios. Y Dios nos pide bien poco. Tan sólo que trabajemos con él. En sus manos. Desde su corazón.

Nos hemos centrado en el número. “Hemos de llenar nuestras parroquias”. Nos hemos dejado deslumbrar por lo espectacular: llenemos los templos de jóvenes, hagamos cosas nuevas para atraerlos…

Hemos olvidado que Jesús nos dijo: “el Reino de Dios es como un grano de levadura en medio de la masa”. Un grumo pequeño, insignificante, pero capaz de esponjar y hacer crecer una enorme cantidad de harina.

Tal vez ése sea el futuro de las comunidades cristianas: ser levadura en la masa. Grupos reducidos, quizás, pero con una enorme vitalidad y una fe imbatible y entusiasta. Nuestra fe es exigente, y Jesús mismo vio cómo muchos de sus seguidores se echaban atrás. “Duras son esas palabras, ¿quién puede seguirlas?”. Sí, seguir a Jesús supone coherencia de vida y una ética no de mínimos, sino de máximos. Implica no conformarse con “el mal menor”, sino buscar “el bien mayor”. Nos empuja a donar, no ya nuestros bienes, sino el mayor bien, nosotros mismos. Nuestro tiempo, nuestro ser, con todas sus capacidades.

No es una religión cómoda, no, aquella que nos pide amar completamente, hasta dar la vida, incluso al enemigo. No es una religión de ritos ni de doctrinas, sino de enamorados. De enamorados, apasionados, entregados al amor de Dios.

Justamente ese mismo amor le da una fuerza extraordinaria. Porque la Iglesia no es una mera institución fundada por el ser humano, sino una familia querida por el mismo Dios. Y esta familia, que en sus inicios contó con apenas doce hombres y un puñado de mujeres, y que hoy cuenta con millones de seguidores, ¿acaso no podrá resurgir con fuerza, para ser levadura en la masa? Nuestra misión no es ser muchos ni hacer cosas espectaculares, sino fecundar la humanidad, fecundar el corazón de cada persona, para que crezca en ella todo aquello que puede llegar a ser. Desde adentro, con humildad y fe, nuestra misión es revitalizar y encender de amor a la sociedad.

lunes, 18 de junio de 2007

Evangelizar con la ternura

La fuerza delicada

Mucho se habla de la nueva evangelización, como necesidad de la Iglesia de buscar formas y cauces para transmitir su mensaje en un lenguaje entendedor para el mundo de hoy. También son muchos los que señalan que el mejor lenguaje, más allá de las palabras, es el testimonio cristiano. Otros sostienen que la acción es más efectiva que las palabras, “obras son amores…” Y, muy a menudo, llevados por el celo activista, los cristianos caemos en un frenesí de actividades que nos equiparan a tantas otras ONG y movimientos sociales que brotan a nuestro alrededor.

Hace poco escribí sobre la belleza. La nueva evangelización se abrirá camino empleando ese lenguaje universal que todos entienden, y que a todos sensibiliza. Pero hay todavía otro medio, más potente, si cabe, que entraña otro tipo de belleza más honda. Es el lenguaje de la ternura.

Mario Mercier ha escrito un librito maravilloso, rebosante de poesía, sobre la ternura. Rescato algunas de sus ideas, uniéndolas a un poso de experiencia que a buen seguro es similar en casi todas las personas. Quien ha experimentado la ternura y la ha dispensado sabe que es una delicada fuerza, mucho más poderosa que todas las armas del mundo.

La ternura, dicen, es el perfume del amor. Si el amor no brota, no emanará perfume. Sin amor no puede darse. Pero si el amor no desprende ternura, tampoco florecerá en su plenitud.

La ternura es como una llama, luminosa y ardiente, pero al mismo tiempo frágil y delicada. Una ráfaga helada la puede apagar, pero un soplo suave la acrecienta. Así, la ternura puede ser destruida por la violencia, pero también puede ser reforzada ante las adversidades. La ternura pide la compañía de la inteligencia y la claridad de corazón.

Evangelizar con ternura

¿Cómo evangelizar con ternura? Impregnando todo cuanto hacemos y decimos, todos nuestros gestos, nuestra mirada, nuestro ser, de esa delicadeza suave, ese respeto y un profundo amor hacia todo lo creado. Ser tierno no significa sólo ser efusivo en el afecto. Tierno es quien acaricia todo cuanto toca. Acaricia al mirar, sus palabras son caricia, ama su trabajo y se entrega a su labor con pasión y respeto a la vez.

Existe un camino, el camino de la suavidad, que no es otra cosa que sumergir nuestra vida en un baño de ternura y avanzar, con suave firmeza, hasta el final. Poner paz en nuestras relaciones, cordialidad en el trato, dulzura en las tareas, comprensión ante los conflictos, respeto en nuestras conversaciones, calma en las decisiones, escucha atenta a quien se siente solo, herido, olvidado… Todas estas son formas de expresar la ternura que nace de dentro. Y son luz y aire fresco en un mundo inmerso en la violencia y en la prisa.

La ternura es la única fuerza capaz de cambiar el mundo. Es más poderosa una palabra dulce que cien gritos, reza un dicho popular. Los cristianos, llamados a proclamar un mensaje preñado de amor, no podríamos elegir mejor lenguaje que éste. ¿Cómo proclamar el amor de Dios sin ternura? Una palabra tierna no deja por ello de ser fuerte. La dureza, como el cristal, es frágil y se rompe. Los corazones duros y cerrados son más proclives a despedazarse, porque no es esa su naturaleza. En cambio, un corazón tierno, de carne y de sangre, es resistente y siempre se regenera.

Rescatemos la ternura. Aprendamos a ser maestros de ternura. Y no la limitemos a un solo aspecto de nuestra vida. Hablemos el lenguaje de la ternura. El mundo que ya no pasa hambre de pan está sediento de cariño. En medio de la guerra, la flor de la ternura siempre nos recuerda que el amor y la vida son más fuertes que la destrucción y la muerte.

domingo, 10 de junio de 2007

Ser custodias vivas

La fiesta del Corpus Christi me ha llevado a hacer una reflexión sobre la hermosura de esta celebración y cuánto más deberíamos valorarla los cristianos.

Tras la procesión, acompañando la custodia, cantando al “Amor de los amores”, ese Amor con mayúscula que se nos da incansablemente, nuestro párroco nos ha invitado a vivir con hondura el sentido de esta festividad. Y nos ha exhortado a convertirnos, cada uno de nosotros, en custodias vivas, llevando a Cristo dentro de nuestro pecho, grabado a fuego su amor por nosotros.

Llevamos a Dios dentro. ¡Qué tremenda realidad entrañan estas palabras, y qué poco reparamos en ello!

Vivimos en un mundo falto de amor, sediento de ternura. Las personas languidecen, carentes de afecto, y lo buscan de una y mil maneras. De ahí la enorme fama de una conocida mujer india, Amma, que recorre todo el mundo dispensando sus abrazos y llena estadios olímpicos con miles y miles de gentes deseosas de probar un pedacito de cariño.

Esos millares de personas pagan dinero y hacen cola para recibir un abrazo. Un gesto de un instante que, en muchas de ellas, provoca un gran impacto interior.

¿Qué deberíamos sentir los cristianos, que recibimos, no un abrazo humano, sino al mismo Dios, al mismo Amor, que se mete dentro de nosotros, que se deja comer, hasta formar parte de nuestras mismas entrañas? ¿Cómo es posible que esto no transforme de arriba abajo nuestra existencia? ¿Tan endurecido tenemos el corazón?

Si lo pensamos despacio, cada comunión que recibimos es un regalo cuya inmensidad nos sobrepasa. Es un instante milagroso: Dios penetra dentro de nosotros. Y no sólo se queda allí unos segundos. Permanece siempre. Quiere empapar toda nuestra vida. No sólo podemos recibirlo una vez, sino muchas. Y siempre gratuitamente. Esa generosidad desbordante rompe los esquemas de nuestra mezquindad espiritual y quizás por eso no llegamos a valorar merecidamente su don.

Sentir y vibrar con la eucaristía pide mucha delicadeza espiritual y a menudo estamos un tanto saturados y entorpecidos, con la mente llena de nuestras preocupaciones y el corazón disperso. Hacer el pequeño esfuerzo, tan sólo, de pensar, de ser conscientes de lo que vamos a recibir, puede ser motivo de una gran alegría interior. Quien ama mucho piensa mucho, decía Santa Teresa. Seamos conscientes al menos de un atisbo de ese gran amor que Dios derrama en nosotros. Una sola gota puede cambiar nuestra vida.

No ocultemos ese gozo que nos llena. Serenamente, pero sin esconderlo, llevamos a Cristo en nuestro pecho, impreso en nuestros días y en nuestras obras. Como custodias humanas, no lo lanzamos como arma arrojadiza, ni pretendemos jactarnos de él, ni queremos imponer su amor a nadie. Pero tampoco podemos tapar esa luz. Pues son muchas las personas que la buscan y se dejarán iluminar por ella.

lunes, 14 de mayo de 2007

ONG, solidaridad y transparencia

La honestidad de las ONG

Las últimas noticias sobre supuestos escándalos financieros que pesan sobre conocidas ONG han provocado reacciones diversas entre la ciudadanía. Por un lado, rebrota la desconfianza hacia estas iniciativas solidarias; por otro, en seguida han saltado voces muy cualificadas defendiendo el mundo de las ONG en general y señalando que estos casos son excepciones desafortunadas en el amplísimo campo de la solidaridad.

Desde la perspectiva de las ONG, y como miembro fundador de una entidad del llamado “tercer sector”, estas situaciones me hacen reflexionar y meditar en la importancia, no sólo de mantener nuestra labor, sino de saber demostrar nuestra honestidad y comunicar con transparencia los resultados de nuestra gestión.

En primer lugar, destacaría que, tal como han señalado representantes de importantes ONG, como Interpón Oxfam o la Fundación Lealtad, estos casos, aunque llamativos, son excepcionales. La gran mayoría de ONG son honradas y trabajan haciendo maravillas con recursos muy limitados, consiguiendo una rentabilidad social altísima, muy por encima de los gobiernos y administraciones, con unos fondos mucho menores.

De cara a los ciudadanos, conviene remarcar que todas las ONG estamos obligadas a rendir cuentas ante nuestros socios, ante la administración y las instituciones que nos apoyan, por lo cual una gestión clara y limpia se impone, no sólo como imperativo moral, sino como obligación legal. Por tanto, nada más seguro que invertir en solidaridad, puesto que las entidades estamos muy controladas y fiscalizadas en este sentido. La cultura de la calidad y una gestión cada vez más profesional se está extendiendo cada vez más en el tercer sector.

Conocer la historia

En segundo lugar, creo que los bien intencionados ciudadanos que deciden apoyar una causa solidaria, o apadrinar un niño, o hacerse socios de una gran ONG, deberían informarse un poquito y conocer bien la entidad a la que van a ayudar. Conocer la historia es más importante de lo que parece. Porque en esa historia, en los orígenes de una organización solidaria, subyacen los valores claves, la motivación y todo el potencial de lo que puede llegar a ser. No es lo mismo, por poner dos ejemplos extremos, una ONG que nace como iniciativa de un grupo de misioneros, con unos valores humanitarios muy claros, que una ONG creada por una empresa o un grupo de empresarios, con una intención muy buena, seguramente, pero cuyos criterios de fondo y últimas intenciones pueden ser diferentes.

Tampoco podemos comparar las pequeñas ONG locales, que surgen de la iniciativa de grupos de ciudadanos y vecinos sensibles, asociados para resolver las necesidades de su entorno, con las macro instituciones que operan a gran escala y que, a menudo, funcionan como órganos para-gobierno, con estructuras y métodos totalmente empresariales.

Por eso a los donantes y cooperantes les conviene conocer la historia, el cómo y el porqué nació esa institución, y cuáles son su misión y sus valores. Algunos expertos en marketing de ONG insisten en que los donantes, del mismo modo que cuidan no ser engañados en la compra de un producto, deberían ser más exigentes en cuanto a sus aportaciones y tomarse el tiempo para comprobar que, realmente, aquella organización cumple su cometido.

En cuanto a la honradez e integridad en la gestión de una organización, es cierto que una ONG con grandes recursos puede falsificar su contabilidad e incluso vender una imagen magnificada e irreal de su obra. Pero también existen recursos para comprobarlo. Algunas ONG ofrecen la posibilidad de viajar a los países donde cooperan, e incluso de conocer a los niños apadrinados. Estas ocasiones, para quien tiene la posibilidad, son excelentes para comprobar el cumplimiento de los fines de la organización.

El valor de las pequeñas ONG locales

Finalmente, quisiera romper una lanza a favor de las pequeñas y medianas ONG (aquellas cuyo presupuesto no sobrepasa el millón de euros anuales y, en la mayoría de los casos, ni siquiera llega al medio millón). Aunque pequeñitas, son la mayoría, en número. En cambio, reciben una mínima parte de los fondos de los gobiernos destinados a solidaridad y aún menor porcentaje de ayuda privada. Hablo de muchas asociaciones locales, agrupaciones vecinales con vocación solidaria, iniciativas agrícolas, culturales, sociales, diseminadas por la geografía de muchos países en vías de desarrollo. Grupos de mujeres, de campesinos, cooperativas rurales, artesanales, iniciativas surgidas de parroquias, de misiones, de escuelas, de comunidades locales… Todas estas, que nunca llegan a las pantallas de televisión ni a las grandes vallas publicitarias, que no pueden permitirse campañas mediáticas para captar a miles de socios y padrinos, que sobreviven haciendo auténticos milagros con escasísimos recursos y enorme riqueza de creatividad, entrega y entusiasmo, todas estas, merecen nuestra atención, y quisiera recalcarlo en estas líneas.

Uno de mis trabajos dentro de la Fundación ARSIS es el de profesora on line. Imparto cursos a través de Internet y he tenido la gran suerte de contactar con alumnos de muchos lugares y países, de toda clase de ONG. La mayoría de ellos pertenecen a estas pequeñas ONG, que me gusta llamar con cariño las “ONG David” frente a las grandes “ONG Goliat”, que acaparan toda la atención pública y gran parte de los recursos económicos destinados a la cooperación. A mis alumnos los animo a ser como el David bíblico: valientes, entusiastas y perseverantes. Los animo a moverse en su entorno, a salir a la calle y comunicar su misión y lo que están haciendo. A darse a conocer y a demostrar a los ciudadanos solidarios que ayudar a éstas entidades vale la pena, porque son serias en su trabajo, están beneficiando a muchas personas y, además, son “cercanas”. Cualquiera puede visitarlas y conocer su gran labor.

Por esto, como final de este artículo, y sin menoscabo de la gran labor que hacen esas grandes organizaciones, multinacionales de la solidaridad, quiero lanzar un cabo a las pequeñas ONG locales y llamar la atención sobre ellas. Casi todos nosotros conocemos o tenemos referencias de alguna. Ayudar a quienes tenemos cerca puede llegar a ser mucho más efectivo y gratificante. La solidaridad comienza en casa, con aquellos que conocemos.

martes, 1 de mayo de 2007

Trabajar con amor

Recojo estas reflexiones del P. Alfredo Rubio. Me parecen muy hermosas y totalmente apropiadas para la fiesta de hoy, San José Obrero, fiesta del trabajador.


No podemos limitarnos a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios, no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo así es oración, acción de gracias, porque nos sabemos amados por Dios.

Estas palabras deberían escribirse en letras de oro, impresas en nuestras paredes y en nuestro corazón. A menudo creemos que la contemplación es sentarnos, contemplar y no hacer nada. Y no nos damos cuenta de que contemplar también es mirar y reconocer lo que hace Dios a través de nuestro trabajo.

Trabajar como autómatas, por obligación o porque toca hacerlo, no es propio del Reino de Dios. La fe no es una industria. El trabajo verdadero nace del amor. Un amor que no impulse al trabajo es tan sólo un puñado de palabras vacías. Si uno ama, trabaja. El trabajo es la prueba de que ese amor es auténtico, fructífero, fecundo. Por sus frutos lo conoceréis.

Por otra parte, el fin del trabajo no es fabricar objetos o ganar dinero. El objeto último del trabajo es el amor. Si fabrico algo, es por amor. Porque si no es por amor, ¿para qué lo hago?

Reconocemos a Dios, no sólo en el espectáculo de la naturaleza, contemplando una noche estrellada o la belleza de las flores, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. ¿Por qué? Porque esa tarea, esos frutos, no salen de nosotros mismos. Brotan de un hontanar más hondo que nuestra pura naturaleza, siempre inclinada al egoísmo y a la vagancia. Este trabajo, fruto del amor, revela que existe una fuente maravillosa en nuestra esencia, en nuestras mismas raíces. Somos criaturas hechas por el amor de Dios.

El trabajo hecho con amor y por amor es oración. Es una oración sin necesidad de decir una palabra. Y es una oración, además, de acción de gracias al Dios, que me ha hecho ser por amor. Desde mis raíces sube esta savia del amor que me hace existir. Si no le pongo obstáculos, el trabajo fructificará en mí, convirtiéndose en una acción de gracias por existir, fruto del amor de Dios. Es una acción de gracias porque nos sabemos amados por Dios.

P. Alfredo Rubio

domingo, 29 de abril de 2007

Evangelizar con la belleza

No hace mucho leí una entrevista a un conocido experto en publicidad y marcas corporativas. Afirmaba que una de las marcas más potentes del mundo, que él ponía como ejemplo en sus seminarios, es la de la Iglesia Católica. La Iglesia, decía, ha sabido crear una poderosa imagen corporativa a través de sus catedrales, su iconografía visual, su música –el órgano, los cánticos gregorianos…-, sus olores –el incienso-, y así iba citando una sucesión de elementos que, a sus ojos de entendido en marketing, han difundido una marca propia a lo largo y a lo ancho de todo el mundo.

La entrevista me dio que pensar. Hoy, ciertamente, la imagen de la Iglesia ha cambiado mucho y nos resulta mucho más familiar y sencilla. Basta ver cualquier parroquia de barrio. Tampoco faltan los detractores que lamentan que la Iglesia ha perdido el criterio artístico, su amor a la belleza y aquellos elementos que la caracterizaban. Es cierto que, hoy día, la Iglesia vive otro contexto y no puede permitirse ser mecenas de los mayores artistas y levantar edificios como las catedrales góticas o San Pedro del Vaticano. Conserva su gran patrimonio artístico y sus tesoros como herencia del pasado histórico.

Las parroquias de hoy pueden ser muy sobrias y austeras. Pero no tienen por qué dejar de ser bonitas. En el hogar más sencillo de un barrio modesto el ama de casa se afana por aromatizar el ambiente, por pintar las paredes con colores agradables, por añadir elementos decorativos. La estética no tiene por qué estar reñida con la sencillez. ¿Qué hacemos las mujeres cristianas de hoy por adecentar y embellecer nuestras parroquias

De la misma manera que buscamos la belleza y el confort en el hogar, ¿no merece la casa de Dios nuestro mimo y desvelos?

De hecho, son muchas las feligresas que, en todas partes, colaboran en la limpieza y ornamento de las iglesias. Siempre lo han hecho. Creo que toda la comunidad cristiana debería valorar y contribuir a este esfuerzo, comenzando por los propios sacerdotes. E incluso se podría pedir la ayuda de artistas o personas entendidas en arquitectura y diseño. A buen seguro que hay excelentes profesionales cristianos que pueden contribuir a crear espacios agradables, bien diseñados y modernos, que a la vez transmitan la espiritualidad del lugar y logren crear el ambiente de recogimiento deseado.

La belleza es un lenguaje que todos entienden. La Iglesia nunca debería olvidarlo. Los cánones estéticos varían, pero hay un buen gusto básico que todo el mundo puede apreciar. Para acoger a Dios, no hay edificio lo bastante bello. No escatimemos esfuerzos en cuidar la imagen de nuestras iglesias.

Al igual sucede con el lenguaje. El mensaje de la Iglesia es un tesoro riquísimo que merece la mejor campaña publicitaria, valga la expresión. El evangelio, preservando la pureza de su contenido, debe ser traducido al lenguaje de hoy, debe ser explicado con palabras entendedoras y llanas, con imágenes expresivas, con entusiasmo, con lirismo. Esta es la gran tarea de la pastoral de la palabra, encomendada a los sacerdotes, a los teólogos… pero también extensiva a los catequistas, a los formadores de grupos, a todos aquellos cristianos que deseamos comunicar la Buena Nueva.

Otro ámbito donde cuidar la estética es la liturgia. Nuestras celebraciones, sin caer en ritualismos excesivamente rigurosos, deben ser bellas y cuidadas. La eucaristía es una fiesta donde no sólo intervenimos las personas, sino el mismo Dios. Jesús es nuestro anfitrión, él nos invita. Ante este encuentro que nos sitúa en el umbral del cielo, cada detalle, cada cántico, cada frase, reviste una importancia especial. Nada hay superfluo y nada carece de un profundo sentido. En la eucaristía debe arder el calor humano y debe resplandecer la alegría, al tiempo que ha de vibrar el fervor y el esmero con que participamos en cada gesto, en cada momento.

Busquemos la belleza en la expresión. Busquemos la belleza en el entorno de la Iglesia. Para un mensaje tan grande, no podemos prescindir del más universal de los lenguajes, que llega directo al corazón: el lenguaje de la belleza. En un mundo saturado de mensajes contradictorios, donde escuchar se hace difícil y la voz de la Iglesia resulta demasiado suave en medio del griterío, la belleza es un grito que clama con la evidencia. Recordando el título de una de las encíclicas de Juan Pablo II, el lenguaje de lo bello traduce el esplendor de la verdad.

domingo, 22 de abril de 2007

un libro y una rosa

El día de Sant Jordi es una fiesta que reviste una belleza singular. Es un día con aroma de rosa y de libro, con frescor primaveral y sabor de buena lectura. Por Sant Jordi se regalan dos cosas, tal vez las mejores que podemos regalar a los seres amados.

Regalamos rosas, que son signo de la vida y de la alegría. La primavera en su esplendor nos recuerda que la vida sigue, que tras el invierno la naturaleza estalla y que vivir es un don que recibimos cada nuevo amanecer. Y regalamos libros, esos amigos que siempre nos acompañan, nos distraen y nos enseñan. ¿Qué mejor podemos regalar? Una flor, símbolo del gozo vital, y un libro, compañero y maestro de nuestra consciencia.

Decía Confucio, el sabio chino, que para ser feliz tan sólo pedía dos cosas: una casa llena de libros y un jardín lleno de flores. ¡Cuánta sabiduría encierra este deseo! Es un deseo de alegría, de disfrute; y, por otro lado, es un deseo de sabiduría y de serenidad.

Pero aún podemos regalar algo mejor. Estos dos símbolos de la fiesta de Sant Jordi nos pueden impulsar a ser generosos y a regalar lo mejor que tenemos: nosotros mismos. Nuestra alegría, nuestra compañía, nuestra creatividad, nuestro buen humor. Aquello que atesoramos dentro.

En un día como hoy, quizás el mejor regalo es uno mismo.

lunes, 9 de abril de 2007

Resurrección


Yo duermo, pero mi corazón vela. Es la voz del amado que llama.
En mi lecho, por la noche, busqué al amado de mi alma. Le busqué, y no lo hallé
.


Mucho antes que rompiera el alba, su corazón se había desvelado. Se levantó del agitado lecho, se inclinó sobre la jofaina y se lavó las manos y la cara. Se cepilló el cabello, larguísima cascada de ébano ondulado, y abandonó la alcoba.


La idea había sido suya. Con el apresuramiento y la víspera inminente de la Pascua, apenas había habido tiempo. José de Arimatea y Nicodemo habían sepultado al Maestro, envuelto en la sábana, sobre un lecho de aromas. Pero nadie había lavado y ungido el cuerpo. Y había sido ella, Miriam de Magdala, quien había salido a comprar los vasos de perfumes, casi a deshora, infringiendo el reposo del sábado. En el umbral la esperaban María de Cleofás y Salomé, la mujer de Zebedeo, con lienzos limpios y el pequeño capazo con los óleos fragantes.


Salieron caminando ligeras. La aurora teñía de arreboles el cielo diáfano de abril. La ciudad parecía desierta, sus pasos resonaban en las sinuosas callejas de adobe y cantos. Salieron por la puerta de Efraín, la de los mercaderes. A sus espaldas, el sol naciente besaba la orla de los muros de Jerusalén.


Avanzaban presurosas, cubiertas con sus velos. Miriam echó un vistazo furtivo a la colina de la Calavera. Las tres cruces seguían allí, descarnadas, rayando el cielo del alba.


Me levanté y di vueltas por la ciudad, por las calles y las plazas,
buscando al amado de mi alma.


Llegaron a la quebrada donde almendros y olivos crecían entre cicatrices de roca. Allí estaba el sepulcro. Como un bostezo en la peña, enorme y vacío. Esperándolas.


El corazón les dio un vuelco. La piedra de la entrada había sido corrida.


Se acercaron, con el alma en vilo. Y se asomaron a la boca. El grito murió en sus gargantas. El cuerpo había desaparecido.


Y un viento se agitó a sus espaldas. Alguien hablaba con ellas.


-¿A quién buscáis?
Se volvieron, sobresaltadas. Era un muchacho alto, vestido de blanco. La luz de la mañana relumbraba en su túnica.
- ¿Dónde está el Maestro?
- No está aquí. Ha salido, y os espera.
¿Cómo comprender sus palabras? Transidas de dolor, heridas por loca esperanza, las tres mujeres emprendieron el regreso.


Me levanté para abrir a mi amado. Pero mi amado, desvaneciéndose, había desaparecido. Mi alma salió por su palabra. Le busqué, mas no lo hallé.
Le llamé, mas no me respondió
.


Los hombres se habían reunido entorno a la mesa. María de Nazaret había servido el pan, y ahora escanciaba vino en una jarra. Desayunaban en silencio, sin osar hacer ruido. El temor a represalias los había mantenido allí, aprisionados en aquella casa, durante dos días.


Las vieron llegar, agitadas. Simón Pedro se levantó al punto.


- Se lo han llevado –anunció María, la de Cleofás.
Ante el silencio incrédulo, habló de nuevo.
- No está en el sepulcro. Ha desaparecido.
-¡Estáis locas! –exclamó Pedro, indignado-. ¿Cómo van a habérselo llevado? ¡Había vigilancia! ¿No quedaron un par de legionarios?
-Han perdido el juicio, pobres mujeres –decía Tomás, entre desdeñoso y compasivo.
-¡No! –era la madre de los Zebedeos quien hablaba ahora. Fogosa como sus hijos, vehemente-. Nadie se lo ha llevado. Y no había rastro de los soldados. Se ha ido, ¡se ha ido! ¡Así nos lo ha dicho su ángel!
Varios ahogaron las risas, dolorosas y mordaces.
-¡Sí! Ahora resulta que habéis visto ángeles del cielo bajar y subir sobre su tumba…
Salomé iba a replicar, pero Miriam la detuvo, moviendo la cabeza con tristeza.
- Sea lo que sea –dijo Andrés, siempre práctico-. El Maestro no está en su tumba. Hay que averiguar lo que ha ocurrido.


Discutieron entre sí. La única que parecía ajena a todo era María, la madre. Serena y silenciosa, Miriam no podía entender cómo podía permanecer tan tranquila ante tal noticia. En su rostro sin edad apenas se adivinaba el tormento que había sufrido, tan sólo dos días antes. Había visto morir a su hijo, crucificado como un bandido, escarnecido como un farsante, vapuleado sin piedad. Y había recogido su cadáver al pie de la cruz. Ella recordaba bien cada instante. María había mecido a su hijo contra su pecho, aquel cuerpo hermoso y largo, roto y ensangrentado. Y lo había estrechado en sus brazos mientras clavaba la mirada al cielo, muda de dolor. Y ella, Miriam de Magdala, había besado sus pies, aquellos pies que tantas veces había lavado y ungido, enjugándolos con sus cabellos. Aquellos pies amados que había seguido con pasión, ahora taladrados. Y los había acariciado de nuevo, deseando envolver con su amor, como sudario, el cuerpo del hombre que la había hecho renacer.


Y ahora la contemplaba, tan queda, tan mansa. Diligente, con voz suave, instó a los hombres a sentarse y a acabar su almuerzo antes de decidir qué hacer. Al punto se calmaron y retomaron asiento. Miriam se acercó y su mirada se cruzó con la de la madre. María de Nazaret no recelaba de ella, como las otras, y en su rostro no se leía el desprecio. Casi, pensó con estremecimiento, casi podía atisbar una sonrisa. En los ojos de María anidaba el alba.


- Voy a ver lo que ha ocurrido –dijo Pedro, resuelto. Era el único que no se había sentado.
- Yo voy contigo –saltó Juan el impetuoso, el hijo del Trueno.


Pedro accedió con un leve gruñido y ambos tomaron los mantos. Pedro se ciñó la espada, y Miriam lo contempló un instante. Tampoco él había dormido en dos días, pensó. La rabia y el dolor arañaban su rostro. Pedro era un bravucón. Tanto se había jactado ante su maestro… y lo había abandonado, cobarde, temeroso como los demás. Sólo las mujeres lo habían seguido hasta la colina de la Calavera, hasta el suplicio final. Sólo ellas no habían temido y habían pasado entre soldados brutales y saduceos hostiles, ignorando el odio, desafiando el miedo. Ellas y el joven Juan.


- Os acompañaré –dijo Miriam, acercándose.


Pedro la miró frunciendo el ceño y se volvió, contrariado. ¿Cuándo dejaría de mirarla como a una mujer de la vida y la miraría, simplemente, como a una mujer? Juan también la observó detenidamente. Él no la desdeñaba. El amado, pensó Miriam. Ella era la amada.


¿A dónde fue tu amado, oh tú, la más hermosa de las mujeres?
¿Qué dirección ha tomado, para ir en busca de él
?


La angustia les daba alas. Juan apretó el paso, Pedro se esforzaba en seguirle. Miriam caminaba, más atrás, cubriéndose la cabeza con el velo.


Cuando llegaron a la quebrada, Juan echó a correr, ágil como un gamo. Pero se detuvo junto a la roca y esperó que Pedro llegara. Miriam vio cómo ambos se agachaban y entraban en la sepultura.


Salieron con los rostros trasmudados. Miriam aguardaba, junto al tapial de piedra, bajo un almendro. Las flores habían caído hacía lunas, y las hojas ya verdeaban. Un manojo de lirios estallaba al pie del bancal. Podía sentir su levísima fragancia.


- No está –dijo Pedro, sin salir de su asombro. Miriam vio las lágrimas juguetear en sus pestañas. Lágrimas de hombre duro, pensó. Hombre duro que, sin embargo, en los dos últimos días había llorado por toda una vida.


- Hemos de avisar a los demás –exclamó Juan, súbitamente animado. Y Miriam tembló al oírlo. En sus ojos vio la luz, tan similar a la que había visto en María, la madre. Leyó el mismo mensaje en su rostro. Ellos creían.

Se alejaron presurosos. Miriam permaneció allí. Aturdida y desolada. Se acercó al sepulcro y entró. Silencio pétreo la envolvió, en la dura matriz de roca.


La sábana yacía, tal como la habían dejado, doblada en dos, envolviendo su cuerpo. Pero estaba aplanada. Y el lienzo para la cabeza había sido enrollado, apartado a un lado. Miriam respiró hondo. La fragancia de la mirra flotaba en el aire denso.


Dios mío… Dios mío.


Sólo le respondió el vacío.


Salió al pequeño huerto y cayó de bruces. Su frente rozó la tierra, las briznas de hierba tierna. El velo se deslizó por su espalda y el cabello se desparramó, cubriendo sus hombros, como manto de luto. Y rompió a llorar.



Me encontraron los centinelas, que hacen ronda en la ciudad.
¿Habéis visto al amado de mi alma?


La tierra crujió bajo los pasos. Alguien se acercaba. Se incorporó de golpe y lo vio. Un hombre alto, con túnica clara y el rostro cubierto por un manto.


- Señor…
Se acercó a ella. Iba descalzo.
- Señor… ¿Eres tú quien se lo ha llevado? Si has sido tú… por favor, dime dónde lo has puesto, que me lo llevaré. Te lo imploro.
Él no respondió y dio un paso más hacia ella. Entonces el manto cayó de su cabeza.
- Miriam.

El sol la inundó por dentro. Y el grito alborozado escapó de su garganta.



…hallé al amado de mi alma. Le así para no soltarlo. Le así, y no lo soltaré…


Arrodillaba como estaba, le asió las piernas con fuerza y besó los pies, aquellos pies adorados. Sus labios se posaron sobre las llagas, cerradas. Y lloró de nuevo, mientras lo aferraba con fuerza. Con el ansia de un náufrago agarrándose a un madero.


- ¡Maestro! Mi maestro…




Yo soy para mi amado, y mi amado para mí, el que pastorea entre azucenas.


Él se inclinó y le tomó las manos. Y la hizo ponerse en pie. No os he llamado siervos, sino amigos. Ella tampoco era su esclava. Era su amada. Y la abrazó. Ella lo envolvió en sus brazos, estrechándolo hasta sentir su pecho, apretado contra su seno. Hasta sentir su latido. Estaba vivo. Vivo.


Pasaron unos instantes, que ella deseó eternos. Por fin, él se apartó, suavemente. Le tomó las manos de nuevo.


- Déjame, Miriam. Aún debo encontrarme con el Padre…
Ella asintió, entre lágrimas. Él tampoco era suyo, sino de todos.
- Ve y avisa a los demás. Nos encontraremos en Galilea.


De nuevo Miriam asintió, sobreponiéndose. Galilea era tierra luminosa. Allí donde todo había comenzado. Junto al lago, entre trigales y olivos, montecillos salpicados de encina y barcas de pescador. Lejos del horror y la vergüenza de los muros de Jerusalén.


La besó. Y se deslizó de entre sus brazos. Ella cerró los ojos y se llevó las manos al rostro, aspirando, bebiendo, el aliento del hombre amado. Cuando los abrió de nuevo, él había desaparecido.


Pero ahora sabía dónde encontrarlo.


Y, esta vez, Miriam corrió gozosa.