domingo, 12 de noviembre de 2006

Oración

Hace poco recibí un e-mail de una persona amiga. Era un texto de tantos que circulan por Internet, pero éste tenía una profundidad especial. Llevaba por título "ten un tiempo para Dios" y era una invitación cálida y vehemente a la oración.

Respondí a esta persona agradeciéndole el texto con unas frases que me salieron casi a borbotones. ¿Cómo no vamos a tener un tiempo para Dios? El es el amor que nos ha engendrado. ¿Qué sería de nosotros, si nos desarraigáramos del manantial que nos ha hecho existir?

Para las personas creyentes, la oración se convierte en uno de los pilares de nuestra vida espiritual. Bebemos de ella y en ella se renueva nuestro espíritu. Creo que, especialmente las mujeres, le damos una significación especial, quizás porque nuestro talante nos lleva a buscar espacios de soledad e intimidad, tendentes a la profundidad y a la quietud. Pero en nuestra ajetreada vida de hoy a casi todas nos cuesta muchísimo encontrar esos momentos de paz y de silencio, y son cientos las excusas para dejar de lado ese tiempo precioso para la oración.

Pero no es tan complicado encontrar un tiempo para Dios. De hecho, ¡todo el tiempo es suyo! Para aquellas personas que amamos siempre tenemos –o deberíamos tener- minutos y horas para estar en su compañía. No resulta tan difícil priorizar nuestros compromisos y apartar muchas cosas que sobran, banales, para buscar esos lugares de encuentro con Dios.

La oración de quietud es importante, pero hay muchas otras formas de orar que, sin quitar un tiempo a ésta, podemos practicar a diario.

Santa Teresita decía que, en su oración, no hacía nada, ni decía nada especial. Simplemente estoy, y me dejo amar por El. ¿Sabemos estar ante la mirada de Dios, todas las horas de nuestros días? ¿Sabemos trabajar, vivir, amar, descansar y esparcirnos en nuestro ocio, conscientes de que nos envuelve su mirada amorosa? Sin duda, vivir así, conscientes de su presencia, cambia nuestra vida entera.

Otra forma de oración es el trabajo, como muchos santos han expresado. Dios está entre pucheros, decía la otra Santa Teresa. Todo trabajo hecho con amor es oración. Una gran mujer y cristiana decía que podemos contemplar a Dios en la naturaleza, o en el silencio de una plegaria, pero también podemos contemplar su maravilla en nuestro propio trabajo, puesto que es Dios quien nos da las fuerzas y el talento para ser creadores y contribuir a mejorar el mundo. Nuestro quehacer diario, sea cual sea, si se hace como ofrenda de amor, se convierte en una maravillosa oración contemplativa. Y, como decía otro santo: todo aquello que se hace con amor es bello y da sus frutos.

Es importante que sepamos ir un poco a contracorriente de este mundo vertiginoso y luchemos por otra forma de trabajar y vivir, sin frenesí, con calma, con una laboriosidad pacífica, intensa pero sosegada. Es básico encontrar nuestros espacios de soledad y encuentro con Dios, ¡jamás son tiempo perdido!

La oración nos llevará a separar el grano de la paja y a quitar de nuestra vida muchas cosas superfluas que nos roban el tiempo. Dejemos que Dios invada todos los rincones de nuestra existencia. Una nueva manera de vivir transmitirá luz y paz a un mundo sediento y agotado, que sufre absurdamente por querer alcanzar ídolos de barro y falsos paraísos. Tal vez el mejor apostolado y testimonio que podamos dar será nuestra forma de vivir, en la cotidianidad, en lo ordinario y en lo simple, la presencia hermosa y callada, ¡pero tan elocuente!, de Dios.

domingo, 29 de octubre de 2006

Semillas de eternidad

La humanidad ante la muerte

En vísperas de las fiestas de Todos los Santos y los Fieles Difuntos, me vienen a la memoria diversas conversaciones que he mantenido y preguntas con las que muchos niños, a quienes doy catequesis, me asaltan a menudo. Es increíble de qué manera la muerte es un tema que llama a los niños y despierta su curiosidad. Puede ser en parte porque vivimos en una cultura empapada de violencia, tanto en la calle como en los medios de comunicación. Pero creo que en sus preguntas, que retarían a los más afamados teólogos, hay algo más que esto. Tal vez en los niños se hace patente, de forma todavía muy pura, una de las inquietudes más genuinas y antiguas del ser humano. ¿Qué es la muerte? ¿Realmente acaba todo con ella? ¿Qué hay más allá?

Decían algunos filósofos griegos, ya muy de vuelta de sus enrevesadas mitologías, que el miedo engendra a los dioses, y la incerteza ante la muerte suscita su invención por parte de la mente humana. Así lo sostienen muchos intelectuales, antropólogos y pensadores. Afirman que Dios, o la idea de un ser superior, de un cielo o más allá, no son más que recreaciones del ingenio humano para vencer el pánico ante el vacío y la aniquilación de la muerte. Esta tesis no carece de argumentos. Las más antiguas manifestaciones religiosas de la humanidad siempre se relacionan con el misterio de la muerte. La idea de un más allá, de otros mundos y otras vidas posteriores a la terrenal, es consustancial a todas las culturas y religiones del mundo. El cómo es este cielo, paraíso o lugar, varía según los diversos credos. Pero la fe en su existencia es un poderoso motivador que aporta a la vida humana dos cosas, fundamentalmente. La primera es una esperanza en que no todo acaba aquí, en que el ser humano tiene algo de eterno que perdura. La segunda es el despertar de una conciencia ética. En el más allá siempre se da un proceso de “juicio” o depuración del espíritu, para poder acceder a un estado de santidad y felicidad suprema. Este proceso de depuración comienza ya en la vida mundana, y da lugar a los primeros códigos éticos y normas morales. En las diversas civilizaciones se va viendo una progresiva evolución hacia valores, virtudes y actitudes que se caracterizan, casi siempre, por su respeto hacia la dignidad del ser humano, el amor, la compasión, la equidad, la paz, la protección del más débil, la justicia, etc.

Una intuición muy honda

Como sostienen diversos teólogos, creo que la fe en una vida eterna y sus consecuencias no puede ser meramente una invención humana para conjurar miedos e incertidumbres, sino algo más. El hecho de que se dé en todas las culturas del mundo, desde los albores de la humanidad, revela una intuición muy certera del ser humano. Anhelamos una vida perdurable porque en nosotros mismos ya hay una semilla de eternidad. Dios nos ha hecho de su misma estirpe, como dice San Pablo, llevamos inscritos en nuestro ser los genes divinos, y la naturaleza de Dios es eterna.

Para alguien que ha vivido una experiencia de fe, el amor mismo de Dios, probado tantas veces en nuestra historia, ya es una prueba de ese cielo que nos espera. El amor es más fuerte que la muerte. En el caso de los cristianos, la resurrección de Jesús es la mejor prueba. No hay maldad ni muerte violenta que pueda resistirse ante el soplo amoroso de Dios, que es Vida.

La novedad cristiana ante el cielo y la muerte

La creencia en un Dios personal que cuida y se preocupa de cada una de sus criaturas fundamenta esa esperanza. Quizás la novedad de Jesús respecto a otras religiones es que él acercó ese cielo, ese Reino de Dios, trayéndolo desde las alturas hasta llegar a ras de tierra. “El Reino de los Cielos está cerca”. No hay que esperar a morirse para saborear un poco de su gloria. El Reino comienza en nuestro corazón. Allí donde dos o más personas se aman, allí está Dios. Allí comienza el cielo. Es en estos pequeños cielos terrestres, empapados de amor y de la presencia hermosa y callada de Dios, de donde arrancan las pasarelas hacia el otro cielo eterno y definitivo, más allá de la muerte.

En cuanto a la idea de la reencarnación… ¿qué decir de ella? Como toda creencia, es muy respetable, aunque choca abiertamente con la idea de un Dios personal que nos ama personalmente, a cada uno, como ser único y precioso. En una ocasión, un niño me preguntó: Cuando yo me muera, ¿Dios me convertirá en otra cosa? La misma pregunta y cómo la formuló me hizo venir una rápida respuesta, casi sin pensar. No sé si estoy en lo cierto o no, pero me salió del alma, con honda convicción. "Dios te ama tal como eres, ¿por qué va a convertirte en otra cosa? El te quiere así, para siempre."

Acabaré con unas palabras muy hermosas que escuché de boca de un sacerdote durante un funeral: “Dios nos ama tanto, tanto, que no se resigna con nuestra muerte, y nos ha dado una vida eterna para no dejar nunca de amarnos.”

domingo, 22 de octubre de 2006

¿Por qué un Dios personal?

La paradoja de un Dios que se hace pequeño

Una de las grandes críticas al Cristianismo es su creencia en un Dios personal. Más concretamente, en un Dios que se hace hombre en la figura de Jesucristo.

Dios es mucho más grande que una persona, argumentan muchos. ¿Por qué reducir Dios a un ser personal? ¿No sería mucho más acertado concluir que Dios está por encima de la humanidad? Dios es una fuerza, una energía, un hálito que lo llena todo. Dios lo es todo, dicen incluso algunos, con tendencia panteísta. Todo es Dios. ¿Por qué reducirlo a la talla humana?

Ciertamente, el Cristianismo es el primero en reconocer que Dios va más allá de toda figuración humana. En el judaísmo, incluso se le llama el innombrable. No hay palabras que puedan definir a Dios.

Y, sin embargo, este Dios inconmensurable, eterno, infinito, misterio inabarcable, tiene una gran pasión: ama a sus criaturas y anhela su amor. Tanto, que se hace pequeño para poder amarlas y recibir su respuesta amorosa, si así lo quieren.

Esta es la mística que distingue el Cristianismo y su fundamento. Dios, siendo perfecto e inmenso, se hace minúsculo y limitado para poder entrar en el corazón de su criatura. En el Cristianismo, no es el hombre quien busca a Dios, por un camino de ascesis y perfección espiritual. Es Dios quien se agacha para arrebujarse en los brazos de sus criaturas humanas, buscando, mendigando, su amor. Ese es el misterio incomprensible y entrañable de la fe cristiana.

Que Dios se encarne en un bebé, que llora en brazos de una mujer, es algo tan revolucionario que aún hoy, dos mil años después, la idea resulta asombrosa y provoca rechazo en muchas personas religiosas. Ya en su tiempo, San Pablo aludía al mensaje cristiano como "escándalo" para griegos y judíos. ¿Cómo iba Dios, el creador, el ser supremo, el motor primero y la energía universal, a rebajarse de ese modo?

¿Qué quiere decir Dios personal?

En pleno siglo XXI, muchas personas, incluso de cultura cristiana, se sienten confundidas ante esta idea o bien rechazan que Dios pueda ser “tan” humano. Para otros, la historia de Jesús y la encarnación de Dios es un hermoso mito, un tanto pintoresco e increíble. “Dios es más que eso”. Reducir a Dios de esa manera es encerrarlo en cuentos para mentes crédulas y sentimentales.

El Dios Padre del Cristianismo es, por supuesto, mucho mayor. Ni siquiera tiene género, va más allá de las dimensiones humanas. No podemos imaginarlo tal como es. Con la expresión “un Dios personal”, sin embargo, los teólogos y los místicos nos están diciendo muchas cosas.

Un Dios personal es alguien a quien se puede hablar, a quien se puede sentir y a quien se puede amar. Decir que Dios es persona no es otra cosa que decir que Dios se acerca. Dios es un ser próximo, involucrado en nuestra vida. Desea nuestra amistad. Siendo tan grande, puede alojarse en nuestro yo más íntimo. Siendo tan poderoso, se hace frágil para dejarse cuidar. No necesitando palabras, busca el diálogo con nosotros. Dios está muy cerca, está dentro, tan entremezclado con nuestro ser como la sangre que corre por nuestras venas. “Dios está más próximo a ti que tu yugular”, reza un dicho judío. Late dentro de nosotros.

La novedad del Cristianismo

Esta es la novedad y el hallazgo del Cristianismo. El ser humano no tiene que hacer ningún esfuerzo titánico por buscar a su Dios. Es Él quien llama a su puerta para albergarse en su interior. El cristiano es aquel que se deja amar por Dios. Y ese amor lo transforma. La palabra “cristo”, del griego “ungido”, no significa otra cosa. Es el hombre que se ha dejado “untar”, empapar, acariciar por Dios, hasta identificarse totalmente con él.

Sí, es un misterio. Pero para quien se ha sentido amado por Dios, es un misterio luminoso y comprensible. El mensaje de Jesús era tan diáfano que los niños, los pobres y los sencillos de corazón lo entendían antes que los eruditos y los letrados. Porque para dejarse amar, aún por Dios, es preciso tener una gran dosis de humildad y sencillez. Cuando alguien se ha sentido pequeño y amado, puede comprender el misterio del Dios personal que susurra al oído y entra como una brisa suave capaz de transformar una vida entera.

domingo, 8 de octubre de 2006

Religiones a la carta

La Iglesia católica previene sobre los riesgos de fabricarse una religión a la carta. ¿Por qué motivos? Muchos argumentan así: Si las religiones son puentes y lenguaje entre Dios y la humanidad, ¿qué tiene de malo fabricarse otra nueva, con elementos de aquí y de allá, quitando lo que "estorba" y tomando lo más conveniente o atractivo de una u otra?

La macedonia mística

En un cuento espiritual que leí alguien comparaba el sincretismo espiritual a una gran macedonia, donde el practicante toma un pedacito de fruta de aquí, otro de allá, y compone su propia sinfonía religiosa a su gusto y voluntad. El cuento concluye diciendo que la macedonia resulta atractiva a la vista, dulce al paladar pero terriblemente flatulenta cuando entra en el cuerpo y es digerida. Pues tal mezcolanza de frutos y sabores diversos, acaba resultando en una combinación química un tanto nefasta para el pobre y confundido organismo.

Otro cuento oriental habla del maestro que alecciona a su discípulo, previniéndolo ante la multitud de guías espirituales y maestros que el joven toma como referentes en su camino. Si tomas un maestro, y luego otro, y luego otro, y así sucesivamente, tu vida será como una mezcla de tierras de colores. Separadas, cada cual tiene su color: roja, dorada, parda o blanca. Juntas, todas se revuelven y resultan en un indefinido color gris. Así será tu vida, gris, acaba diciendo el maestro, si pasas toda tu existencia recogiendo migajas de aquí y de allá.

Creo que las dos parábolas no necesitan más explicación. Reflejan perfectamente la situación de muchas personas que, con un afán muy honesto y bello, están buscando vivir la espiritualidad y se dejan influenciar por muy diversas tendencias un tanto confusas. Por desgracia, en el mercado espiritual del momento no faltan embaucadores dispuestos a vender su producto a toda costa, sin escrúpulo alguno y empleando las técnicas más seductoras del marketing psicológico. El resultado no siempre resulta en un beneficio para la persona, sino en una dependencia o en un estado anímico que acentúa su fragilidad psíquica y su desorientación mental.

Mercantilizar la religión

Son muchos los autores que ven en la llamada New Age una voluntad de crear o diseñar una religión universal, cuyos postulados toman muchos elementos de las religiones tradicionales y los fusionan para formar una filosofía propia. Aspectos como la ecología, la salud, la armonía con el universo, el valor de lo femenino, el pacifismo, la estética, la música y el arte... Son elementos altamente motivadores que atraen continuamente a nuevos adeptos. Las religiones de diseño conocen bien las necesidades y carencias de las sociedades opulentas de hoy y saben cómo atraer a las personas con hambre de trascendencia.

Lo que resulta sorprendente y paradógico, tal como una conocida escritora inglesa comenta en uno de sus sabrosos ensayos, es que toda esta nueva ola espiritual tiene su origen en aquellos lugares del mundo donde se vive con mayor abundancia y donde los valores máximos, aunque inconfesados, son el dinero, el lujo y el culto al cuerpo, o mejor dicho, a la cirugía estética. Lo cual no deja de ser sospechoso. Y entonces surge la duda. El espíritu mercantilista ha llegado al terreno espiritual y ha comprendido que se puede generar un inmenso negocio creando religiones o seudo-religiones con millones de seguidores en todo el mundo. Estas creencias "light" o hechas a medida del consumidor parecen satisfacer de forma temporal y superficial los anhelos humanos. Pero, ¿realmente sacian el hambre de trascendencia? ¿Pueden substituir a Dios?

Sinceramente, aunque es mi humilde opinión, lo dudo mucho.

domingo, 1 de octubre de 2006

María y el femenino sagrado

Feminismo espiritual

Uno de los temas que, desde hace años, es de candente actualidad, es la espiritualidad femenina y el llamado "femenino sagrado", o principios sagrados de la feminidad. Posiblemente esta es la última oleada del movimiento feminista, que arrancando en los principios del siglo XIX con los movimientos intelectuales y obreros llega al siglo XXI inmersa en una cultura cosmopolita y sincrética, ávida de religiosidad y de nuevas formas espirituales.

Muchos intelectuales sitúan este gran interés por la figura sagrada de la mujer dentro de las corrientes de la New Age. El interés por el femenino sagrado invade la literatura, el cine, el arte, la política y los medios de comunicación. Baste ver la ola mediática levantada con el famoso "Código da Vinci", como botón de muestra. Otros muchos ven o utilizan esta tendencia como una forma de reclamar la igualdad para la mujer en el campo de la jerarquía eclesiástica.

El siglo XXI ha sido llamado por muchos autores como el "siglo de la mujer". Ciertamente, el gran reto de la sociedad humana es que esa media humanidad, que en su gran parte vive marginada, explotada y bajo condiciones infrahumanas, emerja con todo su potencial. De lo contrario, nuestro futuro se encuentra gravemente amenazado. La humanidad no puede volar sin sus dos alas, más aún cuando el "ala femenina" aporta valores inmensos y, pese a su sometimiento, está sosteniendo la vida allí donde es más difícil hacerlo.

La importancia del papel de la mujer lleva a muchas de nosotras a hacernos preguntas de índole teológica y fronteriza. Las controversias mediáticas también nos hacen reflexionar. En el caso de las mujeres creyentes, imagino que surgen muchos interrogantes. ¿Cómo responder a los retos que se nos plantean? ¿Realmente la Iglesia es una defensora de la mujer? ¿O más bien la oprime y la margina? ¿Por qué la doctrina oficial de la Iglesia rechaza o parece rechazar las teorías del femenino sagrado o de la "Gran Diosa"? ¿Es el Dios cristiano un símbolo de la supremacía masculina o patriarcal? ¿Qué debemos pensar ante esto las mujeres cristianas?

Son muchas preguntas para un solo escrito. En éste, sólo voy a poner sobre la mesa una, un razonamiento que me hicieron hace poco.

Una pregunta difícil

Jesús es hombre y a la vez es Hijo de Dios, y decimos que es Dios. Pues bien, si decimos, y creemos, que María es la Madre de Dios, ¿por qué ella no es Dios? ¿No puede ser María una imagen de la "Diosa" o lo femenino sagrado? ¿Por qué Jesús es Dios y María no? ¿No es esto prueba del machismo de la Iglesia

Estas son las respuestas que he obtenido. De todas ellas, he llegado a una conclusión. Nos falta mucha, mucha formación, y también claridad de ideas. La teología cristiana nos ofrece ambas, si sabemos adentrarnos en ella, preguntar y escuchar sin miedo y con mente abierta y despejada.

1. En primer lugar, el Dios cristiano no es varón ni mujer. Dios no tiene género. Está más allá de los dos sexos. Por tanto, el concepto de lo femenino o lo masculino sagrado no tiene cabida en la fe cristiana. Si Jesús llama a Dios "Padre" no es por su género, sino por su cercanía, por su vinculación entrañable, por la intimidad de la relación entre Dios y su criatura. La novedad de Jesús es descubrir que entre Dios y la familia humana se da una relación muy estrecha, de filiación y paternidad-maternidad. Dios no es indiferente ni lejano a sus hijos. Esta imagen de Dios ya se atisba en diversos escritos del Antiguo Testamento. Algunos profetas afirman que Dios es una madre tierna y cariñosa, y compara su amor al de una mujer hacia su retoño.

2. ¿Por qué Jesús es Dios y María no?

En Jesús se da una particularidad que no se da en otros profetas. Las grandes religiones tienen sus profetas o enviados, personas puente entre la divinidad y la humanidad. Algunas, como el Judaísmo y el Islam, se asientan en la Ley de la Torah o en un libro, el Corán, como mediadores sagrados ante Dios.

La innovación cristiana es que su fe no se fundamenta en un libro o en una ley, sino en una persona concreta: Jesús. Y Jesús siente a Dios tan adentro que se llega a identificar con él. En algunos pasajes de los evangelios lo explica: “Quien me ve a mí, ve a Dios”. “La Luz estaba en él y él era la Luz”, dice San Juan, en el prólogo de su evangelio. Jesús desplaza a todos los mediadores o profetas. No se llama a sí mismo profeta, sino que se iguala a Dios. “Habéis visto a algo más que un profeta”, dice, en otro momento. “El Padre está en mí y él me ha enviado”. En Jesús se da, como en ninguna otra persona, una estrechísima vinculación con Dios. Es tanta la unión, que acaba incorporándose a su naturaleza divina. “El Padre está en mí, y yo en El”. Son palabras que sólo encuentran paralelo en las expresiones de los enamorados, cuya pasión los une tanto que se sienten vibrando al unísono, como un solo ser. Sin perder su identidad, y sin dejar de ser dos personas.

3. María, una historia de amor

María es el paradigma de una bella relación entre Dios y la humanidad. Representa el resplandor de la feminidad que se deja penetrar por el amor de Dios. Tanto la ama, que la toma como Madre y se acoge en su seno. María es signo vivo de la ternura inmensa de Dios y de su amor hacia sus criaturas. Es un modelo de ser humano transformado por la acción de Dios en su vida. “Él ha hecho en mí maravillas”, canta en el Magníficat. Y lo ha hecho porque ella, como niña en brazos de su Padre, se ha dejado querer: “ha mirado la pequeñez de su hija” y ha querido complacerse en ser espléndido y generoso con ella.

Esta actitud y esta experiencia profundamente mística, de sentirse penetrada y transformada por Dios, inundada de su gozo, es la actitud genuinamente cristiana. Los teólogos lo explican: la primera cristiana es María. Una mujer que se sintió inmensamente amada por Dios y dejó que éste la guiara. Sólo de una mujer así podía nacer un hombre extraordinario que podía identificarse al mismo Dios.

Cada persona puede seguir el itinerario de María en su experiencia mística. Muchos santos y santas lo han hecho. María Magdalena es igualada a ella, llamada "inmaculada" por la penitencia (ver mi escrito del día 23 de julio en este blog).

Podemos llenarnos de Dios, pero no somos Dios. Esta es la diferencia.

Continuaré con las otras cuestiones sobre este tema en las semanas próximas.

domingo, 24 de septiembre de 2006

Religión y tolerancia

La controversia surgida recientemente entorno al Cristianismo y el Islam nos sitúa ante una cuestión crucial: ¿son tolerantes las religiones?

Creo que no hay religión cuya historia no cuente con episodios oscuros y cruentos. Como instituciones humanas y limitadas, las estructuras religiosas se adaptan a tiempos y culturas, se entremezclan con asuntos políticos y juegos de poder y, en muchas ocasiones, son instrumento para propiciar guerras o represiones.

El Cristianismo lo conoce bien. Las críticas constantes nos recuerdan, una y otra vez, a menudo con machacona insistencia, las realidades de la Inquisición y de las Cruzadas. El Papa Juan Pablo II hizo al respecto dos gestos audaces y honestos: por un lado, pidió perdón por los abusos y crímenes cometidos en nombre de la Iglesia Católica (gesto que ningún político o líder de otras corrientes ha imitado). Y, esto es menos conocido, el Papa también ha alentado un estudio minucioso y riguroso de todo cuanto hizo la Inquisición, sus procesos, condenas y estadísticas, para conocer y divulgar con transparencia cuál fue el alcance real de su actuación. Los resultados de estos estudios, poco conocidos, dan lugar a una reflexión que merece capítulo aparte.

Pero no es la Iglesia Católica la única que ha pecado en este sentido. Un estudioso imparcial del Islam, del Budismo o de cualquier otra confesión encontrará en ellas episodios muy similares a las persecuciones, a las cruzadas y a las olas represivas del cristianismo.

Sería injusto juzgar y valorar una creencia por los errores históricos de sus seguidores sin conocer su auténtico espíritu original. Si regresamos a sus orígenes, veremos que la mayoría de religiones abogan por la paz. “La paz sea con vosotros”, es la primera frase que Jesús dirige a los suyos después de resucitado. “Vengo a traeros la paz”, dice en otra ocasión. Islam es una palabra que se traduce por “salvación”, y cuya raíz es la palabra “salam”, o “paz”. El judaísmo, pese a su tinte guerrero, también defiende la paz y la buena convivencia, como lo reflejan los mismos Diez Mandamientos, que condenan el matar, y muchos escritos del Antiguo Testamento y de la Torah.

En sus raíces, las religiones buscan la paz y la tolerancia. Y es sobre esa base donde se puede asentar un diálogo interreligioso fructífero. En el caso del Cristianismo, podemos encontrar bien documentada esa voluntad de paz, tolerancia y respeto hacia los no creyentes o creyentes de otras confesiones.

Jesús mismo dice a sus discípulos, cuando éstos se enojan al ver a otros predicando en su nombre: “No los estorbéis, pues quien no está contra mí, está conmigo”. San Pedro, en su primera carta a los romanos, un texto precioso que vale la pena leer en profundidad, exhorta a los fieles a ser defensores de su fe, con un gran respeto y delicadeza hacia quienes no la comparten: “estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo que sois calumniados queden confundidos los que denigran vuestra buena conducta en Cristo” (1 Pe 3, 14-16). Vemos cómo en los mismos orígenes de la fe cristiana la tolerancia es una actitud básica del buen creyente.

El mismo Mahoma, en los inicios del Islam, propugna una actitud similar. En su controvertido discurso en Ratisbona, Benedicto XVI cita también una de las primeras suras del Corán, en la cual el profeta afirma que “en las cosas de la fe, no debe haber constricción alguna”. Por supuesto, esta afirmación contradice la posterior defensa de una guerra santa, de igual modo que las afirmaciones de los primeros apóstoles son totalmente contrarias a las cruzadas que se libraron siglos después.

Las religiones siguen vivas porque su espíritu sigue vivo. Y las cosas vivas crecen y evolucionan. Hoy la Iglesia Católica se esfuerza por dialogar con el mundo y por promover la paz y la justicia. Recordemos que el Papa Juan Pablo II fue uno de los primeros líderes mundiales en condenar pública y rotundamente la guerra de Irak y el concepto de “guerra preventiva”. Decididamente, la Iglesia apuesta por el diálogo y el encuentro de culturas. Es de esperar que las otras grandes religiones del mundo también respondan a esta necesidad y sigan evolucionando para hacer revivir su mensaje originario de paz y de benevolencia.

domingo, 17 de septiembre de 2006

Sobre las palabras del Papa y el Islam

La reciente polémica sobre unas supuestas palabras del Santo Padre ofensivas para el Islam me ha llevado a investigar un poco. He ido directamente a la página del Vaticano (http://www.vatican.va/) y he descargado y leído el discurso en cuestión. Y lo que he encontrado es una espléndida conferencia sobre fe y razón, en absoluto un ataque dirigido hacia la fe musulmana.

Como en tantas otras ocasiones, se trata, una vez más, de una noticia tergiversada y totalmente fuera de contexto.

En primer lugar, el discurso del Papa no es un comunicado político ni dirigido a los gobernantes de ningún país, sino una conferencia sobre fe, ciencia y universidad, pronunciada en la Universidad de Regensburg ante los profesores y científicos.

En segundo lugar, las palabras del Papa no son suyas, sino que el Santo Padre está comentando un texto del siglo XV, el diálogo entre un emperador bizantino, Manuel II Paleólogo, y un erudito persa, sobre la verdad en las tres religiones, cristiana, judía y musulmana. Las polémicas palabras son las que pronuncia dicho emperador. El Papa las utiliza como punto de partida del tema de su charla sobre fe y razón.

Pero, ¿qué dicen esas frases? Voy a transcribirlas, literalmente: “El emperador se dirige a su interlocutor con rotundidad, interpelándolo acerca de la relación entre religión y violencia en general, diciendo: “Muéstrame qué novedad aporta Mahoma, y si no es algo malvado e inhumano ordenar difundir la fe por la espada”. ... y continúa explicando las razones por las que expandir la fe mediante la violencia es algo irrazonable. La violencia es incompatible con la naturaleza de Dios y del espíritu. “Dios no se complace en el derramamiento de sangre y actuar irracionalmente es contrario a la naturaleza de Dios”.

Este es el fragmento que ha desatado tantas reacciones violentas en el mundo islámico y ha hecho derramar tinta en la prensa internacional. Las palabras del Papa, repetimos, no son suyas, sino un comentario a un diálogo pronunciado en el siglo XV sobre violencia y religión.

Por otra parte, esas palabras, ¿no nos resultan tremendamente actuales? Creo que casi todos nosotros, y cualquier gobernante democrático de nuestros países occidentales podrían hacerlas suyas. Rechazar la violencia y la guerra santa como medio para difundir la fe es algo que toda persona tolerante y democrática acepta. Cualquier ciudadano progresista que se precie podría decir lo mismo: la fe nunca se puede imponer y, menos aún, por las armas.

Estas son las palabras que, sacadas fuera de su contexto, han provocado tanto escándalo en los medios de comunicación y en una parte del mundo islámico. Las reacciones han sido violentas y desproporcionadas. ¿Realmente los periodistas y la sociedad se han molestado en conocer el contenido del discurso y su significado? ¿Por qué se han centrado en estas cuatro frases, sacándolas de contexto, y no se han fijado en el tema de la charla del Papa, mucho más interesante para la sociedad de hoy? A mi ver, la relación entre fe, razón y ciencia es un tema mucho más trascendente que esas trifulcas y rencillas fundamentalistas.

Por otro lado, la reacción de ciertos ambientes musulmanes es preocupante. Las imágenes de violentas manifestaciones contra el Papa aparecidas en TV dan que pensar. Destilan odio. No se puede evitar tener la sensación de hallarse ante grandes masas de gentes desinformadas y manipuladas, azuzadas por alguien que fomenta en ellas el rencor y la ira. ¿Es esto lo que queremos? Algunos dicen que, para atacar a la Iglesia, todo vale. Pero aliarse con el fundamentalismo, ¿no es arrojar piedras al propio tejado? Quienes protestan tan acaloradamente no tienen en cuenta que en Occidente existe la libertad de pensamiento, de expresión y de religión. Quizás por esto se han ofendido tanto. Porque, sin pretenderlo, con su comentario de su lectura, el Papa ha puesto el dedo en la llaga de una de las cuestiones más discutibles de la cultura islámica: la apología de la guerra santa y el uso de la violencia para implantar su fe.

Hubo un tiempo en que el Cristianismo también empleó la fuerza para imponer su credo. Afortunadamente, esas épocas han pasado y la Iglesia ha evolucionado mucho. Hoy, nadie pone en cuestión que la fe es un proceso personal y libre, que no debe obligarse. Para que se dé un diálogo entre religiones, así como entre civilizaciones, como propone nuestro presidente de gobierno, es necesario que éstas depongan las armas y afronten las cuestiones del mundo con mente abierta y receptiva. Es necesario, como dice el Papa en su magnífico discurso, que la fe y la razón se abracen y no se excluyan.

domingo, 10 de septiembre de 2006

¿Todas las religiones llevan a Dios?

¿Todas las religiones llevan a Dios?

En ciertos ámbitos he oído la siguiente afirmación: "Todas las religiones son caminos hacia Dios". Desde perspectivas diferentes, con medios distintos, todas conducen hacia una misma meta: el encuentro con la divinidad, con Dios. Por tanto, es indiferente el camino que elijas, mientras lo recorras de buena fe, pues todos te llevarán al mismo lugar. ¿Es realmente así?

Como escribí hace unas semanas, las religiones transmiten una experiencia mística trascendente. Son puentes hacia una realidad sagrada. Pero, ¿todas conducen a un mismo fin? Si las estudiamos en profundidad, veremos que no.

Para comenzar, algunas religiones son ateas. Esta afirmación puede resultar chocante, la intentaré explicar. Juan Pablo II, en su libro "Cruzando el umbral de la esperanza", ofrece una clase magistral sobre algunas religiones orientales y explica por qué el budismo, por ejemplo, es una religión sin Dios.


Religiones sin Dios

Ciertas religiones se constituyen como auténticos sistemas filosóficos, con valores que pueden ser muy loables, como la paz, la armonía con la naturaleza, la compasión, el ensalce de la humanidad… El fin de estas, como en el caso del budismo, es alcanzar un estado elevado de conciencia, la iluminación. Como consecuencia, se llega al llamado nirvana, donde el yo se disuelve en el infinito y se funde con toda la realidad existente. No hay lugar en estas religiones para un Dios, y mucho menos para un Dios personal con rostro humano. Sí se admite la existencia de una fuerza o energía creadora que llena todo el universo y de la cual todos los seres formamos parte. La divinidad está difusa y presente en todo, pero no es una persona a la cual podamos hablar. La conclusión final es que todo es una sola cosa, con mil diversas facetas, que se transforman. La diversidad y la personalidad no son más que espejismos. Todo forma parte de una sola entidad.

Estas religiones tienen mucho éxito hoy día por varios motivos. En primer lugar, porque su bagaje filosófico contiene valores y prácticas muy acordes con nuestra civilización individualista, estresada y amante del bienestar. Se trata de religiones que se viven mayoritariamente en el ámbito privado, personal, individual. Sus prácticas (meditación, relajación, yoga y otras) inducen estados de placidez y de calma que contrarrestan el estrés y las tensiones de la vida diaria. Sus valores son ampliamente aceptados y reconocidos: la misericordia, el amor, la paz, el retorno a la naturaleza… Es innegable que muchas personas se benefician de su práctica y esto explica su buena acogida en occidente. Dichas religiones, ya sean antiquísimas o ya sean nuevas corrientes surgidas de la llamada New Age, tienen una gran aceptación y a menudo se contraponen con otras religiones tradicionales a las que se acusa de dogmáticas o moralistas.


Riesgos de ciertas creencias

Es importante profundizar en estas filosofías para descubrir riesgos un tanto velados. Resulta paradójico que una religión que conduce a la disolución del yo encaje tan bien en una sociedad individualista, donde el ego personal se convierte en dios. Esto genera una sospecha hacia sus sistemas filosóficos. ¿Son tan sólidos y claros como aparentan?

El “panteísmo” que entrañan estas tendencias puede llevar a una deificación de la persona. Si todo es divino y yo formo parte de esta realidad, la conclusión fácil es esta: yo también soy dios. Como consecuencia de esta adoración de uno mismo la persona acaba ensimismándose en su nirvana ateo, sumergiéndose en su globo personal y alejándose cada vez más del mundo real que le rodea. Es una buena forma de escape ante una realidad a menudo incómoda y que nos desafía. La religión puede haber servido como terapia para aislarse y protegerse, pero, ¿hará que la persona sea realmente feliz y se desarrolle plenamente, en todo su potencial? Uno nunca puede vivir totalmente aislado y el choque con la realidad puede llegar a ser traumático. La persona que vive en sí misma corre el grave riesgo de tornarse asustadiza, huidiza ante la realidad, dependiente de sus prácticas o de sus gurus religiosos e incluso presentar patologías psíquicas.

Soy muy consciente de que estas reflexiones pueden causar inquietud e incomodar a muchas personas. Pero creo que la dimensión espiritual del ser humano necesita de un alimento que la haga crecer. Y para ello necesita abrirse al mundo y a los demás. Necesitamos del otro. El verdadero misticismo no busca un mundo ideal ni se eleva sobre la realidad, sino que se arraiga hondo en ella. Abrazando la realidad, tal como es ahora, es posible dignificarla y elevarla.

domingo, 27 de agosto de 2006

Aciertos y riesgos de las religiones

Aciertos de las religiones

Como lenguaje místico y puente entre el trascendente y lo terreno, las religiones tienen grandes ventajas pero también peligros. La historia nos lo muestra.

Sus aciertos han sido:
- crear un código, una mitología y unos símbolos con los que traducir una experiencia divina en signos palpables
- la tradición mítica puede ser comunicada y compartida por una cultura o un pueblo, uniendo a sus habitantes y otorgándoles cierta identidad
- su mensaje, preñado de poesía y de paradojas, es vivo, puede suscitar nuevas experiencias religiosas en los que lo reciben y está abierto a continuas interpretaciones y actualziaciones
- una religión también entraña unos valores humanos, que pueden mejorar la cultura de la que forma parte
- son un instrumento único de comunicación de ideas, con una estética capaz de conmover y motivar a las personas

Riesgos históricos

Los riesgos que corren las religiones son:
- al ser un lenguaje humano y limitado, pueden limitar y acotar la experiencia inefable que expresan
- los mitos y los símbolos, a copia de repetirse y expandirse, pueden ritualizarse y convertirse en normas rígidas vacías de sentido
- las múltiples interpretaciones que permiten pueden convertirlas en instrumentos de corrientes de pensamiento contrarias al espíritu original
- corren el riesgo de reducirse a un mero código de conducta moral desprovisto de una auténtica espiritualidad
- por el hecho de ser una gran herramienta comunicativa y de transmisión de valores, las religiones han sido un vehículo único que ha sido aprovechado por los grandes tiranos de la historia, que se han apropiado de su lenguaje y de sus símbolos para justificar su poder

Parece que todos estos riesgos sean propios del Cristianismo. Pero si estudiamos la historia de Oriente, veremos que otras grandes creencias, como el Islam y el Budismo, han sido instrumento de poder utilizados por dirigentes y emperadores. En su nombre se han emprendido guerras, se han ordenado matanzas y se han justificado toda clase de atropellos y persecuciones. La historia más oscura del Cristianismo, con episodios como las cruzadas o la Inquisición, tiene sus paralelos en otras grandes religiones que han sido utilizadas con fines políticos y económicos.

La necesidad de una mirada más imparcial

Decir que las religiones provocan guerras es simplificar y faltar a la justicia. Un determinado credo puede emplearse como propaganda de guerra. Pero el espíritu original de esa religión posiblemente defienda la paz. Es el mal uso de las religiones lo que causa conflictos, y no la fe en sí. A nadie se le ocurre achacar a la ciencia la causa de todas las guerras. En cambio, gracias a los avances científicos se han podido fabricar armas destructivas en todos los tiempos.

Después de muchos años durante los cuales la religión ha sido una parte de nuestra cultura, asimilada a un conjunto de normas morales rígidas e impuestas, es natural que hoy se dé una tendencia social de rechazo, como contrapunto, y sólo se aprecien sus aspectos negativos. Pero insistir en un solo aspecto de la realidad, ignorando el otro, es insensato y revela una enorme miopía mental, que puede llevarnos a visiones distorsionadas de la realidad y faltas de toda perspectiva.

En una sociedad como la de hoy, que idolatra la ciencia, el raciocinio y el positivismo, resulta una actitud muy impropia juzgar las religiones sólo por su vertiente oscura y negativa, sin escuchar a la otra parte y sin consultar la opinión y los conocimientos de pensadores y teólogos cualificados que las conocen muy a fondo, desde dentro.

Una actitud coherente y científica pide escuchar los argumentos a favor y en contra, profundizando en ellos y en sus motivos para poder extraer conclusiones bien fundamentadas.

domingo, 20 de agosto de 2006

¿Qué sentido tienen las religiones?

La religión como lenguaje

Religión viene del latín religare, establecer lazos y vínculos con una realidad más allá, trascendente. No es sinónimo de jerarquía, doctrina o sistema de leyes impuestas. En realidad, toda religión es un lenguaje. Su fin es intentar traducir en palabras humanas una experiencia mística que sobrepasa toda expresión (inefable). Esto, por supuesto, no se da sin limitaciones ni paradojas. De ahí que el lenguaje religioso sea “místico” o misterioso, pues no puede entenderse con el auxilio de la razón sola (aunque no es irracional), sino que debe entenderse a la luz de una experiencia vivida y pasada por el corazón. En el origen de toda religión hay una honda vivencia mística, experimentada por una o más personas, que se transmite a un colectivo.

Por tanto, la religión forma parte de la cultura humana desde sus mismas raíces, pues la humanidad, desde sus orígenes, ha entrado en diálogo con una realidad trascendente, más allá de la pura experiencia terrena. No hay cultura que no esté teñida y empapada de una determinada religiosidad y sistema de creencias.

Si toda religión es un lenguaje, ciertamente el lenguaje puede velar o revelar; puede aclarar o confundir, puede enseñar o mentir. Pero, ¿acaso no necesitamos un lenguaje para expresar cualquier realidad? Somos humanos, seres de carne y hueso, y precisamos de signos palpables y palabras materiales para expresarnos.

La religión como puente

El hecho de negar las diversas doctrinas, o de apelar a una fe universal, o a una síntesis de todas ellas, ya es un intento de construir un nuevo sistema de creencias. Incluso el ateísmo o el agnosticismo, el considerar la ciencia como máximo valor y las leyes científicas como motores del universo, son en cierto modo nuevas formas de religión. Pues todo son credos donde hay algo –idea o realidad –que se erige en valor absoluto. El mismo relativismo, que rechaza que nada sea absoluto o totalmente cierto o veraz, erige lo relativo en absoluto (valga la paradoja casi absurda, pues cuando lo relativo deviene absoluto, ¡ambos conceptos se están contradiciendo!). Muchas personas que niegan las religiones tradicionales, en realidad están fabricando su propia religión a la carta.

Lo queramos o no, necesitamos un medio para hablar de Dios y del trascendente. El ser humano es comunicativo por naturaleza y está en sus mismos genes el impulso de comunicarse. Las religiones en su más genuino sentido no deben ser entendidas como estrictas listas de normas morales, sino como poema, lenguaje, música, que expresa la experiencia divina vivida por la humanidad. No son barreras, sino puente. No imponen fronteras, sino que abren puertas a una realidad metafísica.

Religión y valores humanos

Por ello, antes de inventar nuevas fórmulas, vale la pena conocer las religiones que existen en profundidad y descubrir sus tesoros escondidos. En las grandes religiones de la historia encontraremos sólidos valores que fundamentan la dignidad de todo ser humano.

Nuestra cultura occidental, hija y heredera de una rica tradición religiosa, no debería renunciar a sus orígenes, hondamente arraigados en la religión judeocristiana. Pues si profundizamos con espíritu científico y sincero, seguramente encontraremos en ella los cimientos de muchos de los valores humanos que hoy nos distinguen y que intentamos llevar a todo el mundo. No me refiero al capitalismo ni a la globalización económica, sino a otros valores, como la igualdad, la fraternidad, la dignidad de la mujer y la defensa de los más débiles. Son los valores base de nuestra sociedad actual del bienestar que tantos pueblos del mundo anhelan conseguir.

En el próximo capítulo: Aciertos y riesgos de las religiones.
Si queréis proponer algún tema, escribid a montse@arsis.org.

domingo, 13 de agosto de 2006

Preguntas en la frontera

Tras finalizar una serie de artículos sobre las mujeres de la Biblia iniciaré a partir de la próxima semana otra serie de escritos sobre las preguntas candentes y límites que se plantean hoy a las religiones y, en especial, a la Iglesia Católica.

Son muchas las personas que, hoy, buscan vivir su espiritualidad fuera de las religiones tradicionales. El rechazo a una religiosidad impuesta y asimilada con estrictas normas morales se une al afán, tan humano, de buscar un sentido trascendente a la vida. Esto ha provocado una gran efervescencia espiritual mezclada con muchas otras tendencias culturales. En medio de estas corrientes, se levantan múltiples voces cuestionando ciertas creencias y verdades que la Iglesia siempre ha defendido.

Preguntas como:

- ¿para qué sirven las religiones?
- ¿favorecen las religiones el fundamentalismo?
- ¿fomentan la división y los conflictos?
- ¿es la Iglesia una institución jerárquica de poder?
- ¿fue Jesús realmente un hombre y a la vez Dios?
- Dios, ¿Padre o Madre?
- ¿tiene sentido hablar de un Dios personal?
- ¿dónde está la feminidad sagrada?
- ¿todos los caminos llevan a Dios?
- ¿existe una única Verdad o sólo la verdad de cada cual?
- ¿qué es el gnosticismo?
- ¿quién fue María? ¿podemos hablar de ella como una divinidad?
- ¿cómo explicar el misterio de la Trinidad de Dios?
- ¿oculta algo la Iglesia al mundo de hoy?
- el esoterismo y la revelación, dos perspectivas muy diferentes
- ¿necesitamos guías espirituales?

...y otras, asaltan a los creyentes de hoy, así como a muchas personas que buscan respuestas a sus inquietudes trascendentes.
Con estos interrogantes, me he lanzado a preguntar a diversas personas, teólogos y estudiosos entendidos en la materia. Las respuestas que he obtenido, algunas las intuía; otras han sido esclarecedoras. Serán el tema de mis próximas anotaciones.

domingo, 23 de julio de 2006

María Magdalena

Inmaculada

La publicación del Código da Vinci y varios reportajes televisivos han hecho correr ríos de tinta sobre este personaje femenino que siempre ha fascinado y que ha suscitado encendidas y apasionadas polémicas.

Quisiera ofrecer aquí otra visión de María Magdalena, muy modestamente y a partir de la simple lectura y profundización de los evangelios y de la vivencia de una mujer que se siente amada por Dios.

María Magdalena es una de las mayores santas de la Iglesia. Junto con María, la Madre de Jesús, es llamada "inmaculada", es decir, pura, sin mancha. Son las únicas santas que reciben este apelativo. Ambas resplandecen y son modelos para la mujer creyente de hoy. De dos maneras diferentes, ambas tienen un protagonismo especial en la historia de Dios y la humanidad.

La denominación de inmaculada aplicada a las dos Marías no es algo reciente, sino que se remonta a los padres de la Iglesia, allá por los siglos V y VI de nuestra era. Así como María de Nazaret es inmaculada desde su misma concepción, por la gracia, como explican los teólogos, María de Magdala es inmaculada "por la penitencia". Y por penitencia no debemos entender castigo o mortificaciones sin fin. Penitencia, en su sentido etimológico, significa limpieza. María Magdalena fue limpia porque, como cuentan los evangelios, "amó mucho". Ese amor y la confianza en Jesús hicieron posible que éste, en palabras bíblicas, "sacara de ella siete demonios". También debemos interpretar esta frase. Por demonio se designa el mal, todo aquello que puede causarnos daño y alejarnos de Dios. Siete es el número de la plenitud, de la totalidad. Decir que le fueron sacados siete demonios significa que María Magdalena había quedado totalmente limpia de cualquier mal que pudiera albergar en su interior. Así, por un camino diferente, llega a un estado de gracia similar al de la Virgen María. Ambas son nítidas y transparentes y su corazón está abierto para recibir a raudales todo el amor que Dios quiere depositar en ellas. Con ese amor, también llegará una gran misión.

La familia de Jesús

Los evangelios son narraciones sobrias y sumamente poéticas, llenas de simbolismos que deben interpretarse sin frivolidad. No entran en muchos detalles en cuanto a las vidas de sus personajes, pero dejan entrever mucho. Todos los historiadores y teólogos serios que han estudiado a fondo los evangelios y su contexto coinciden en señalar que Jesús fue un hombre célibe. De haber estado casado y haber tenido hijos, como la mayoría de rabinos judíos, este hecho hubiera sido inmediatamente destacado y mencionado en los evangelios. No hubiera tenido sentido ocultar una verdad tan evidente, cuando el celibato era, en aquella época, una opción de vida minoritaria y no muy bien considerada.

Pero Jesús no vivía aislado. En un conocido pasaje evangélico su parentela acude a buscarlo. Jesús señala a sus discípulos, aquel grupo de amigos que lo seguía a todas partes y a quienes, seguramente, a menudo acompañaban también algunas mujeres. Dice: "Estos son mi padre, mi madre y mis hermanos". La concepción de familia de Jesús va más allá de los vínculos de sangre. Alude a la familia espiritual, no menos sólida que la natural, unida por un mismo espíritu. Y en esta familia espiritual, Jesús no discrimina a nadie, elevando a la mujer a la misma altura que el hombre en valor y dignidad. Son muchos y diversos los episodios evangélicos en que Jesús rompe con los tabúes que marginan a la mujer en la sociedad hebrea.

Las primeras apóstolas

María Magdalena era una entre las mujeres que seguían a Jesús en sus viajes. A buen seguro, todas ellas formaban un grupo extraordinario. Valerosas, entregadas y sumamente providentes, posiblemente muchas de ellas contribuían a sostener económicamente el grupo de los apóstoles y los ayudaban en su labor, cada una como podía. Algunas de ellas eran parientes de Jesús y de sus discípulos –su propia madre, una tía de Jesús, la madre de los Zebedeos… Otras eran incluso señoras de buena posición, como la esposa de Cusa, un administrador de Herodes. Posiblemente María Magdalena era también una mujer bien situada y con recursos. El valor de estas seguidoras de Jesús se ve patente en los momentos más críticos. Cuando los discípulos lo abandonan, a las puertas de la muerte, y huyen por temor a las represalias de judíos y romanos, ellas ignoran todo riesgo y siguen a su maestro hasta el pie de la cruz. La Iglesia nace sostenida por el valor de un puñado de mujeres.

Un amor nuevo y libre

Entre todas ellas, María Magdalena brilla con una luz especial. Posiblemente porque, como aquel discípulo "a quien Jesús amaba", también ella había amado mucho. Es la primera a quien se aparece Jesús resucitado. La escena del huerto, junto al sepulcro, es comparada por algunos autores con el Cantar de los Cantares. María busca a su maestro. "Me levantaré, y daré vueltas por la ciudad, y buscaré por calles y plazas al amado de mi alma", reza el Cantar. Cuando ve a Jesús, sin reconocerlo, pregunta: "¿Dónde lo has puesto? Si te lo has llevado tú, muéstrame dónde está, que me lo llevaré?". Resuenan como un eco las palabras de la Amada en busca del Amado: "Lo anduve buscando y no lo encontré… ¿No habéis visto al amado de mi alma?"

Y Jesús le abre los ojos llamándola por su nombre: "María". Ella se arroja a sus pies y lo abraza con fuerza. "Cuando a pocos pasos me encontré con el que adora mi alma, le así, y no le soltaré…", dice la esposa del Cantar de los Cantares. Jesús le responde con unas palabras que pueden resultar incomprensibles. "Déjame, que aún no he ido al Padre".

Con este gesto, Jesús no la está rechazando, ni rechaza el amor humano. Está dando un paso más allá hacia un amor enaltecido. El amor verdadero no posee, no agarra ni sujeta a nadie. El amor, antes que de nadie, es de Dios. Pasado por Dios, como metal forjado al fuego, ese amor se libera, se despoja de todo poder, de toda ansia de dominación, y se fortalece hasta el infinito. En ese encuentro, después de la resurrección, María Magdalena aprende el amor gratuito y libre de los que se sienten hijos amados de Dios.

La mujer, santuario

Es llamada "apóstola de los apóstoles", y esta denominación es muy antigua, aunque poco conocida y difundida. Es extraordinario que un texto, escrito hace casi dos mil años, en una época y en una cultura patriarcal donde la mujer era menospreciada, señale a las mujeres como las primeras en ver a Jesús, Dios hecho hombre, resucitado. Esto no es algo trivial. Su mensaje es muy claro. Dios siempre ha confiado en la mujer. Confió su humanidad a sus entrañas, confió el anuncio de la resurrección a su corazón, abierto y sensible. Y confió en ella el gozo de una vida inmarcesible.

María Magdalena es un espejo maravilloso donde cualquier mujer puede verse. Amada por Dios, tan sólo le basta un corazón tierno y abierto, un corazón que ha amado mucho para recibir a torrentes el gozo que lava toda tristeza y toda sombra. Toda mujer creyente de cualquier estado y condición está llamada, invitada, diría yo, con ternura, a ser inmaculada y a albergar dentro de sí al mismo Dios. La mujer es santuario. No necesita nada más. El mismo amor que la invade hará resplandecer su interior.

domingo, 9 de julio de 2006

Volver a la esencia femenina

Me han enviado comentarios muy hermosos y profundos sobre Eva, así que voy a reproducirlos aquí, pues dan pie a otras meditaciones sobre la realidad de la mujer en el mundo. Agradezco a Elena de Paz estas aportaciones.

La inocencia y la sabiduría

La razón por la que Eva fue tentada, y no Adán, fue posiblemente porque ella era quien tenía la capacidad para engendrar vida humana. La serpiente sabía que, caída ella, toda la humanidad caería.

La caída de Eva fue dejar de confiar en Dios y en sí misma. Ella fue creada a imagen de Dios. No es Dios, pero parte de su esencia viene de Él. En cada ser humano hay una llave que nos abre una puerta hacia Dios. Por esto los pueblos de todo el mundo podemos sentirnos hermanados y la comunión es tan importante, puesto que la fuerza de muchas puertas juntas, abiertas, crea una corriente que puede provocar auténticos vendavales. Y, a menudo, unos nos convertimos en llaves para otros, ayudándonos mutuamente a abrirnos camino a nuevas oportunidades, conocimientos y experiencias.

Eva no tiene vergüenza proque sabe que entre ella y Dios no hay muros. Él lo conoce todo de ella, y ella es inocente, no tiene nada que ocultarle y tiene todo el conocimiento que desee siempre a su alcance. Tan sólo debe abrir su puerta interior para obtenerlo.

El demonio-serpiente quiere envenenar a esta mujer, libre y feliz, confiada en Dios –tal vez esto es lo que reconcome al diablo, puesto que él, en su momento, también desconfió... Así que decide separarla de Dios para ver cómo se espabila.

La ruptura y el dolor

La tienta con la manzana como símbolo de un conocimiento total, divino, externo y prohibido. Ella duda de sí misma y de Dios. Ah, ¿será que necesito esto para conseguir un conocimiento que aún no poseo, al que no tengo acceso? Al comer la manzana se da cuenta de que el conocimiento no está en el fruto, sino en el día a día en el jardín, en su unión con el hombre, su compañero, y con Dios... Entonces ve su error. El pecado no fue buscar el conocimiento, sino pensar que estaba fuera de su alcance y que Dios se lo guardaba celosamente para sí. En realidad, Dios lo compartía con ella siempre que ella quisiera. La totalidad, simbolizada por el árbol de la vida, sólo es accesible a Dios porque sería demasiado para nosotros. Pero a través de él tenemos lo necesario en cada momento. Querer tener todo el conocimiento del mundo sería como querer comer en un día lo que ingerimos en un año entero. Nos saturaríamos y moriríamos de empacho.

Eva se viste por vergüenza, porque ya no se siente una con Dios ni con el hombre. Es entonces cuando se le profetiza que parirá con dolor. El gozo y el éxtasis de la unión, con Dios y con el hombre, se convierte en separación y ruptura. Y esta separación provoca sufrimiento. Eva es el paradigma de este gran dolor.

Sí, la desconfianza fue la raíz de la ruptura, pero la consecuencia no sólo ha sido una lucha incesante de la mujer contra el mal.

Saber, opresión y liberación

Una lectura peculiar de este texto ha generado corrientes filosóficas y religiosas que asocian la traición y la separación de Dios con la búsqueda del conocimiento, con lo cual se asume que esta búsqueda es peligrosa. Así es como la ciencia se ha llegado a presentar como enemiga de la fe, cuando, en realidad, deberían hermanarse. Muchas culturas han alejado a la mujer del acceso a la cultura y al saber. Se las ha tachado –y ellas lo han creído –indignas del conocimiento, faltas de discernimiento e incapaces de ejercer su libertad. Se ha inculcado en las mujeres un sentimiento de culpa, y ese sentimiento ha sido el punto débil sobre el que muchos hombres se han aupado para justificar la opresión de la mujer de manera muy efectiva, durante generaciones.

Una cierta interpretación del Génesis explicaría la situación de la mujer durante muchos siglos en las sociedades judeocristianas y musulmana. Sometida al hombre, insegura de su conocimiento y de su naturaleza, sintiéndose culpable. Aún hoy, en el mundo occidental, la mujer tiene que luchar para que sus condiciones, libertades y derechos, igualen plenamente las del hombre. Por ejemplo, trabajar y ser madre puede llegar a ser muy difícil en ocasiones. Una mujer que quiere ocupar altos cargos debe jugar y adaptarse a las reglas masculinas. Los talentos femeninos, como la intuición, la empatía y la cooperación, sólo tienen cabida en ámbitos como el de la solidaridad y el altruismo, aunque algunas valientes pioneras poco a poco comienzan a introducir cambios en otros entornos.

Si las mujeres recuperan su seguridad en si mismas y aplican sus conocimientos en todos los campos, seguramente el mundo cambiará. En un plano más íntimo, creo que las mujeres hemos de recordar constantemente que tenemos en nosotras la llave del conocimiento a través de nuestra puerta, siempre que esté abierta a Dios. El siempre ha estado a nuestro lado, hemos sido nosotras las que nos hemos vestido y ocultado a sus ojos, tontamente. Es el momento de llamar a la puerta de nuevo... Grandes mujeres, como Santa Teresa (recordemos la hermosa metáfora de Las Moradas) no han escapado al conocimiento y han abierto su puerta a Dios. En estos tiempos de cambios e incertidumbre las mujeres tenemos la oportunidad y la necesidad imperiosa de regresar a nuestra esencia primigenia, la mujer en armonía con Dios, con el hombre y con toda su creación.

Elena de Paz

sábado, 24 de junio de 2006

Sara, la que creyó

Esposa de un hombre de fe

Como tantas otras grandes mujeres de la Biblia, Sara vive a la sombra de su tienda y de su esposo, Abraham, el patriarca del pueblo judío.

La historia de Sara y Abraham es azarosa. Se va desarrollando entre las tierras de Palestina y Egipto, siguiendo el periplo de Abraham y su tribu en su vida nómada de rico propietario ganadero. La Biblia nos resalta en todo momento una relación muy especial de Abraham con Dios, a quien habla de tú a tú, y con quien le une, no sólo la veneración debida a un Dios poderoso, sino una confianza que llega a ser entrañable.

El drama de Sara, esposa de un hombre importante, era la esterilidad. La promesa de Dios a su marido: “serás padre de un gran pueblo”, hacía aún más absurda y dolorosa su situación. Como relata la Biblia, Abraham tomó a su esclava Agar para tener descendencia con ella. Fruto de esta unión nació Ismael, padre, según la tradición, de los futuros pueblos arábigos, hermanos del pueblo judío.

Pero las cosas iban a cambiar para Sara. Siendo ya de edad madura, ella y su esposo reciben una visita un tanto especial.

El huésped

Tres hombres embozados se acercan al campamento de Abraham y piden su hospitalidad. Éste los acoge solícito e inmediatamente reconoce que es una visita extraordinaria. Es Dios mismo, en forma humana, quien acude a visitarlo. Abraham pide a su esposa que les prepare los manjares más selectos para comer.

Acabado el banquete, los visitantes misteriosos llaman a Sara y le hacen una promesa: al cabo de un año, tendrá un hijo. Sara ríe. ¿Cómo creer esas palabras, si es estéril y ya ha dejado atrás la edad reproductiva? Pero la promesa se cumple. Y Sara engendra a Isaac, el joven a quien su padre amaría entrañablemente. El mismo que Dios le ordenaría poner en sus manos, años después.

Como la de Abraham, la de Sara es una historia de fe. Ante las palabras de Dios, a veces incomprensibles, absurdas o alejadas de nuestra lógica humana, la primera reacción es de incredulidad, hasta de risa. La Biblia cuenta que Sara soltó la carcajada cuando oyó las palabras de sus invitados. Sí, el designio de Dios puede parecernos un tanto increíble, aunque éste sea bueno. Al menos, Sara ha hecho una cosa: ha acogido a Dios, ha sido hospitalaria. Y las palabras divinas se han abierto paso en su corazón, muy a su pesar. ¿Acaso tener un hijo no es lo que más desea en el mundo?

Dios conoce lo que desea nuestro corazón

Dios sabía lo que más anhelaba Sara. Así ocurre con todo ser humano. Dios conoce los secretos y los deseos más recónditos de nuestro corazón. Ni una lágrima, ni un anhelo, le es indiferente. Si estas aspiraciones nos llevan a la plenitud, ¿cómo dudar que nos las va a conceder? ¡El no desea otra cosa! Somos nosotros quienes, a veces desconfiamos. No creemos que Dios pueda ser tan magnánimo, tan generoso o tan conocedor de los entresijos de nuestra alma. Poner aquello que deseamos en sus manos es la manera más segura de conseguirlo, siempre que esto contribuya realmente a nuestro bien.

Así lo hizo con Sara, contra todo pronóstico. Lo que para las fuerzas y capacidades humanas es imposible, no lo es para Dios. ¿Puede ser imposible para quien ha creado la naturaleza humana producir en ella un pequeño cambio? Sólo el artista es capaz de retocar su obra para perfeccionarla.

Esta historia nos proporciona un poderoso aliciente ante los obstáculos que impiden nuestra felicidad o bienestar. Tal vez algunos de ellos son fácilmente solucionables. Otros nos parecerán imposibles. ¿Cómo cambiar nuestro carácter, nuestra propia naturaleza, nuestros defectos, nuestra historia? No es necesario. Dios puede hacer milagros y hacer brotar flores hasta del desierto. Sí, también en nosotros Dios puede hacer maravillas. De lo estéril, Dios puede sacar fruto abundante. Con Dios, nuestras miserias y debilidades pueden producir actos de nobleza y heroísmo humano. Nadie está excluido. Pero Dios es un huésped sumamente gentil y educado. Si no lo invitamos a pasar, como hicieron Abraham y Sara, si no lo dejamos entrar en nuestro hogar, jamás forzará la entrada ni nuestra respuesta. Dios sólo intervendrá en nuestra vida si se lo permitimos. Sólo fecundará nuestro jardín interior si le abrimos la cancela. Eso sí, una vez esté dentro, nos asombraremos ante lo que pueda ocurrir. Pues nosotros pedimos favores y gracias con medida humana, y él da con medida de Dios: inabarcable, inesperada, magnificente.

El cambio de nombre

En la historia de Abraham y Sara se da un hecho que vale la pena explicar. Ambos personajes eran llamados, inicialmente, Abram y Saray. Desde el momento en que comienza su relación más estrecha con Dios, éste mismo les cambia los nombres por los nuevos de Abraham y Sara. El nombre, en la cultura hebrea, es importante. No sólo distingue a una persona de otra: el nombre expresa su identidad y su mismo ser. El cambio de nombre equivale a cambio de persona. Es decir, después de que Dios pase por sus vidas, Abram y Saray ya nunca serán los mismos. Serán un hombre y una mujer nuevos. Así sucede con todo aquel cuya vida se ve sacudida por el soplo de Dios. Su aliento, como dice un hermoso salmo, renueva la vida y la faz de la tierra. También renueva y hace renacer por dentro a la persona que se abandona en sus manos y confía en su amor.

martes, 13 de junio de 2006

Rebeca, la astuta

Rebeca, como tantas mujeres bíblicas, nos puede resultar sorprendente y contradictoria. Rebeca ha pasado a la historia por ser la esposa de Isaac, el hijo de Abraham, y también por ser madre de los hermanos Esaú y Jacob. Su proeza consistió en una célebre triquiñuela que empleó para engañar a su esposo y conseguir que su hijo favorito, Jacob, el pequeño, fuera elegido heredero de su padre y recibiera su bendición. La historia de Rebeca está íntimamente ligada a un famoso plato de lentejas.

El ardid

Resumiendo el episodio, la Biblia nos cuenta que el matrimonio de Isaac y Rebeca tuvo dos hijos. Esaú, el mayor, robusto y velludo, cazador y temperamental, era el preferido de su padre, mientras que Jacob, el menor, más delicado, lampiño de cuerpo, inteligente y de carácter suave, era el predilecto de su madre.

Un día, regresando de cazar y con hambre de lobo, Esaú encontró a su hermano menor guisando una cazuela de lentejas. Tan hambriento estaba, que le prometió darle lo que fuera a cambio de un plato de aquel suculento guiso. Jacob, ladino, le pidió el derecho de primogenitura, a lo que Esaú, un tanto ligeramente, accedió, mientras daba cuenta de las lentejas. Y se olvidó del asunto.

Pero Rebeca había oído lo sucedido entre ambos hermanos. Dispuesta a asegurar un buen porvenir para Jacob, aprovechó que su esposo era viejo y estaba casi ciego para engañarlo. Mientras Esaú estaba ausente, cazando para ofrecer una buena presa a su padre, Rebeca ordenó a Jacob cubrirse los brazos con un vellón de carnero. A instancias de su madre, y fingiendo ser Esaú, el joven Jacob guisó un buen estofado para su anciano progenitor y éste, agradecido, le ofreció su bendición y el derecho de primogenitura. Pero al oír su voz dudó. “Es la voz de Jacob”, decía Isaac. Entonces Jacob tendió hacia él sus brazos cubiertos de la piel de carnero. Al palpar el vello, Isaac cayó en la trampa. “Los brazos son de Esaú”. Y lo nombró su heredero y le dio su bendición. Cuando Esaú llegó del monte con su botín, ya era tarde para él. Este fue el inicio de una azarosa etapa de persecuciones y huidas entre ambos hermanos, hasta su reconciliación final, muchos años más tarde. Como todos sabemos, Jacob conservó sus derechos y, cuenta la Biblia, fue padre de doce hijos que darían origen a las doce tribus de Israel. Después de Abraham, Jacob es el gran patriarca del pueblo judío.

La madre astuta

Rebeca se nos presenta como modelo de madre astuta que no vacila en emplear sus ardides a fin de conseguir lo mejor para su hijo predilecto. Vemos cómo estas cualidades de la madre son heredadas por su hijo, Jacob, quien también las empleará durante su vida para salir adelante, enriquecerse y llegar a ser un hombre notable en medio de su pueblo. La historia de Rebeca nos muestra cómo la acción de las madres es decisiva en la vida de los hijos. Dicen los pedagogos entendidos que las mayores cualidades que heredan los hijos suelen ser las virtudes de la madre.

Moralmente, la actuación de Rebeca es muy cuestionable. Pero su resolución debería, cuando menos, hacernos reflexionar. La astucia en si no es nada malo, si se emplea para un buen fin. No se trata de justificar los medios por el fin, sino de rescatar una cualidad del ser humano que a menudo nuestra cultura ha hermanado más con los vicios y los defectos que con las virtudes.

La astucia, léase aquí, la capacidad de tramar un plan con inteligencia, evitando los enfrentamientos violentos, debería ser una cualidad a recuperar, debidamente depurada de cualquier interés dañino o egoísta. Cuántas veces se producen rupturas, discusiones, situaciones violentas y distanciamiento entre las personas por no haber sabido tratar con tacto y perspicacia un asunto. La astucia, que Jesús elogia en el evangelio, debería ser una clase de diplomacia, delicadeza y saber hacer que evitara el dolor y las fricciones entre las personas, cuando esto sea posible.

Conjugar inteligencia y corazón

Rebeca nos hace presente una frase de Jesús que deberíamos recordar con frecuencia: “sed mansos como palomas y astutos como serpientes”. Muy a menudo nos concentramos en la primera parte, es decir, en la ingenua mansedumbre, que llega a ser pánfila y corta de miras, y no reparamos en la segunda.

La astucia, la capacidad de raciocinio, la inteligencia, son dones de Dios. Como talentos, hemos de emplearlos y desarrollarlos. Bien usados, también contribuyen a nuestro bienestar. La persona puede ser bondadosa, leal, de trato amable y magnánimo, sin que esto signifique que deba ser ingenua o boba. La astucia no está reñida con la bondad. Es más, la bondad sola y simple, sin inteligencia, puede llevarnos a chocar una y otra vez con los demás, causando incluso un daño que no pretendemos. En cambio, si empleamos la inteligencia –el cerebro, la mente –y la conjugamos sabiamente con el corazón, es posible que las cosas nos vayan mejor, a nosotros y a quienes nos rodean.

Un apunte sobre las lentejas

El episodio de las lentejas también tiene una profunda carga pedagógica. Los dos hermanos, Esaú y Jacob, representan dos actitudes diversas ante la vida, como algunos filósofos y literatos han hecho notar. Esaú es el hombre que vive el presente, la inmediatez, el disfrute de lo rápido. Es el hombre del “lo quiero ya, ahora, pronto”. Sin duda, es una imagen de nuestros tiempos acelerados. En cambio, Jacob, como su madre Rebeca, es el hombre que sabe esperar, con paciencia. Traza sus planes y aguarda el momento para actuar. Es el hombre racional, que piensa y actúa de acuerdo con un plan. Esaú vive el instante. Jacob se propone una meta y la persigue hasta alcanzarla.

La actitud de Esaú nos resulta muy familiar e incluso podemos simpatizar con ella. Personifica la filosofía del carpe diem hasta el extremo. Vive el ahora, no te preocupes por el futuro, porque, ¡Dios dirá! Pero las consecuencias de su despreocupación serán enormes. Esaú perderá lo más valioso que podía tener y la angustia y el resentimiento lo acompañarán durante largos años. En cambio, el paciente Jacob, cuya vida no parece sino una sucesión de esperas y de trabajo largo e ingrato (recordemos la historia de Raquel, ¡Jacob tuvo que esperar siete años para casarse con la mujer que amaba!), finalmente alcanzó la plenitud, colmando sus aspiraciones y su vida.

El vitalismo de Esaú, en realidad, es trágico. Al carecer de visión de futuro, se convierte en existencialismo que lo lleva al vacío. Por el contrario, la actitud serena y reflexiva de Jacob lo conduce a una vida intensa y plena.

Sin dejar de disfrutar el presente –lo único que tenemos –esta historia apela al equilibrio necesario entre el goce vital y la necesidad de orientar la vida hacia un norte, trazando un plan básico que dé sentido a la existencia de cada cual. El recorrido de ese camino, disfrutando de cada paso, pero sin perder la meta de vista, puede convertir nuestra vida en una aventura gratificante y motivadora.

Se dice que estamos entrando en una era histórica donde los valores femeninos ganan cada vez mayor protagonismo. Rebeca es un símbolo de estos valores. Es propio de la mujer pensar, meditar y aguardar que las cosas sigan su proceso, sin precipitación. La obsesión del corto plazo, del “ya mismo”, no es propia de una cultura auténticamente femenina. Una mujer sabe esperar muy bien. Sabe que la vida humana requiere de nueve meses para gestarse y salir a la luz. Sabe que una persona requiere de mucho más que nueve años para hacerse adulta… Sabe, intuye y tiene grabados en su sangre los ritmos vitales de la naturaleza, con sus vaivenes y sus aparentes pausas. Unos ritmos que poco tienen que ver con el frenesí y la loca precipitación de la vida contemporánea. Si nuestra civilización quiere ensalzar los valores femeninos deberá apelar a un ritmo más sosegado y paciente. Y también deberá rescatar la astucia, la intuición, la capacidad de meditar, de planear a medio y largo plazo y de soñar para el futuro.

martes, 16 de mayo de 2006

Raquel, una historia de amor

Un amor más allá de la razón

La historia de Raquel está íntimamente ligada con la de Jacob, padre de doce hijos de quienes descenderían las doce tribus de Israel. Raquel es una mujer muy femenina y hermosa, tal como nos la describe el Génesis, y no siempre virtuosa en sus sentimientos y actitudes. Pero hay algunos rasgos en su historia que merece la pena destacar.

Raquel, con Jacob, protagoniza una hermosa historia de amor. Por ella, Jacob trabaja siete años para su padre, Labán. Pero Labán lo engaña en la misma noche de bodas y sustituye a su hija Raquel por su hermana mayor, Lía, alegando que en su tierra no es correcto dar en matrimonio a la hija menor antes que a la primogénita. Para conseguir desposarse con Raquel, a Jacob no le importa trabajar siete años más en la hacienda de Labán. Tan enamorado está, que los años “aún se le hacen pocos días”. Este romance es una bonita flor que brota en las páginas bíblicas, sobrepasando las convenciones de una sociedad patriarcal arraigada en sus costumbres.

El deseo de maternidad

La relación entre ambas hermanas, Lía y Raquel, una amada y la otra desposada por la fuerza, no será fácil. Lía concebirá muchos hijos, mientras que Raquel tardará años en hacerlo. Los celos estallarán entre ambas hermanas, que rivalizarán durante años por dar descendencia a su esposo. Finalmente, también Raquel tiene hijos. El primero de ellos es José, que más tarde sería vendido por sus hermanos e iniciaría la aventura del pueblo de Israel en Egipto.

Así, vemos cómo la gran pasión de la vida de Raquel fue la maternidad. En su contexto histórico, ser madre era lo que más valor daba a la vida de una mujer. Su último hijo, Benjamín, fue alumbrado en un parto difícil, que le causó la muerte. Raquel lo llamó Ben-Omi, hijo del dolor, aunque posteriormente su padre lo renombró Ben-Iamin, el hijo de la dicha, en recuerdo de la felicidad que había disfrutado junto a su esposa. Hoy día en algunos países se ha extendido un movimiento llamado “el apostolado de Raquel”. Consiste en ayudar a aquellas mujeres que, a pesar de las dificultades y los riesgos para su salud, deciden ser madres y llevar adelante su maternidad. Y esto me lleva a la segunda reflexión.

La actitud de estas madres, que para muchos es heroica, ciertamente puede ser discutible. ¿Por qué arriesgar la vida, sin necesidad, para tener un hijo? ¿No resulta absurdo e imprudente? Tal vez una mujer con dificultades o peligro para engendrar debería buscar otras opciones. Pero, en el supuesto de que esté ya embarazada y peligre su vida, ¿quién puede erigirse en juez e impedirle que opte por la vida de su hijo? Hoy día, el aborto es permitido y legal en muchos países, con o sin restricciones. En España, si la madre corre un riesgo para su salud, física o anímica, se considera lícito. La elección de las madres que prefieren continuar adelante con su embarazo y tener su criatura no puede menos que ser admirada, del mismo modo que admiramos el heroísmo de quienes se arriesgan altruistamente para salvar la vida de otros, aún sabiendo que pueden perder la vida en el intento.

Dar la vida, algo intrínseco al ser humano

Muchos podrían alegar insensatez o locura en la disponibilidad para dar la vida por los demás. Hoy día, incluso podría tacharse de fanatismo religioso. Algunos aseguran que estas actitudes van en contra de la verdadera naturaleza e instinto humano, que son enfermizas y neuróticas, casos de psiquiátrico y no muestras de grandeza moral. Quienes afirman esto quizás tengan una pobre imagen de lo que es la naturaleza humana.

Es propio del instinto humano luchar por la supervivencia y por la propia preservación. Pero, incluso en los animales, se dan otras tendencias que a veces pueden contradecir estos primeros impulsos y superarlos. Se ha observado que muchas hembras de mamíferos son capaces de arriesgar su vida y de atraer a los depredadores hacia sí mismas para proteger a sus crías. Si esto se da en los animales, ¿cómo podemos pensar que sea extraño a la especie humana? El amor abnegado, el amor que no necesita razones, sin límites, sin miedos y sin reparos, es tan connatural al ser humano como su capacidad de sobrevivir. Dar la vida por amor es algo que se hunde en las mismas raíces de nuestro ser. No se trata de una actitud extraña o ajena a nuestra verdadera naturaleza, sino de un reflejo del mismo Amor que nos hizo existir: ese aliento sagrado de Dios que aletea sobre el universo y palpita tras la vida de todos los seres de la Creación.


lunes, 1 de mayo de 2006

Más sobre Eva

Un preludio de la igualdad de géneros

La mayoría de gentes se refieren al relato de la Creación que refiere cómo Eva fue creada de la costilla de Adán. Tal vez muchos ignoran que el Génesis ofrece dos relatos paralelos de la creación del ser humano. El más conocido es el que acabo de mencionar. Es el más antiguo y, en realidad, recoge mitos comunes a diversas religiones orientales. El otro relato, escrito en época más reciente, nos dice sucintamente que Dios creó al hombre (hombre en sentido genérico), e inmediatamente precisa: hombre y mujer los creó. No dice que creara al uno antes que al otro, sino que, simultáneamente, Dios creó al hombre y a la mujer. Es decir, que el ser humano tiene, desde su mismo origen, un doble género: masculino y femenino. La sexualidad está en las mismas raíces y forma parte de la esencia más profunda y genuina del ser humano. Las personas somos seres humanos, sí. Pero no podemos serlo sin ser, al mismo tiempo, hombre o mujer. Al reconocer que la dualidad de sexos es consubstancial al ser humano, el Génesis está reconociendo su igualdad y equipara su valor ante Dios. La mujer, al igual que el hombre, también es creada a imagen y semejanza de Dios. Es imagen de Dios. Por tanto, Dios está por encima de una imagen masculina, propia de las culturas patriarcales, y también de una imagen femenina de las Diosas Madre, de la fecundidad. Ambos aspectos se contienen en Dios. “Dios es Padre y Madre”, afirmó el Papa Juan Pablo I. Y esta afirmación recoge, en realidad, lo que ya habían afirmado varios profetas del Antiguo Testamento: Dios es entrañable y cariñoso como una madre con sus criaturas.

El Génesis asienta una base para los futuros derechos humanos y la igualdad de géneros. Ambos, hombre y mujer, son imagen de Dios y seres humanos de pleno derecho. Aunque el peso antropológico de las diversas culturas –a menudo machistas e influyentes sobre las prácticas religiosas -no siempre lo ha reconocido así, en las mismas raíces de la religión cristiana esta igualdad es reconocida y proclamada. Como todo hecho encarnado en el mundo, las religiones pueden ser manipuladas y mal utilizadas, contaminándose con ideologías totalmente ajenas a su espíritu original.

El relato del Génesis se convierte, así, en preludio de la igualdad de género. Algo insólito en otras religiones coetáneas del judaísmo antiguo. Tal vez por esto no sea de extrañar que los países de cultura cristiana y judía sean los que, con el paso de los siglos, han propiciado en mayor medida la emancipación de la mujer y su progresivo avance hasta equipararse, con justicia, al hombre.

lunes, 20 de marzo de 2006

Eva, la primera

Hoy me atrevo a abordar el personaje de Eva, la primera mujer, co-protagonista de uno de los primeros y más célebres episodios bíblicos. Lo hago a sabiendas que se trata de un personaje controvertido que para muchos, desde los más conservadores hasta las más avanzadas feministas, dista mucho de ser un modelo.

Es mucha la literatura que ha suscitado Eva. Encontramos las interpretaciones de muchas abanderadas del feminismo postmoderno, que comparan a la victimizada y sometida Eva con la mucho más sutil y emancipada Lilith. De otra índole es toda la tinta vertida en torno al mito de la mujer fatal, nacido de un pensamiento decadente con raíces mucho más antiguas, que considera a la mujer como fuente de todo mal y perversión, poco menos que un diablo seductor con garras escondidas, que atrae a los hombres hasta su perdición.

Víctima o rebelde, seductora o engañada, compañera del hombre y madre, Eva se presenta como un símbolo de la feminidad. Quisiera dar un enfoque sobre ella inspirándome en diversos teólogos y pensadores cristianos que, en consonancia con la encíclica Mulieris Dignitatem, de Juan Pablo II, han dado una interpretación original y poco difundida sobre su figura.

El primer ser humano

Dicen muchos teólogos que Eva es el arquetipo de la humanidad. Es más, yo añadiría que se erige en el prototipo de la humanidad que despierta a la conciencia. Eva es creada por Dios. Como Adán, su compañero, dialoga con él y es a ella a quien el diablo se dirige para ofrecerle una alternativa al paraíso que Dios les ha brindado. ¿Por qué es a ella a quien escoge el maligno? No es porque sea la más débil o la más ingenua, sino porque sabe que ella es inteligente, sabe razonar y tiene mayor poder para decidir, por encima del hombre. Por ello Eva se presenta como símbolo de la humanidad libre, capaz de discernir.

Por otra parte, el nombre Eva, en hebreo significa Vida. Eva personifica la vida humana sobre la tierra.

Una actitud muy humana

La serpiente, muy sibilina, sabe cómo tentar a la mujer. Le ofrece sabiduría, poder y libertad sin límites. Eva recoge en sí aspiraciones muy profundas del corazón de la persona. Su actitud, de curiosa y atenta escucha a las proposiciones del diablo, es sin duda muy humana. El afán de saber y de poseer cada vez más parece que es algo connatural al ser humano. Pero algo viene a torcerlo todo.

La Biblia nos relata que, en el paraíso, Adán y Eva tenían todo cuanto necesitaban. Podían vivir felices, despreocupados, desnudos en una limpia inocencia, alimentados y cuidados por la mano providente de Dios. Nada les faltaba. Ni siquiera la compañía, su amor mutuo y la amistad, entrañable, con su mismo Creador. Dios paseaba con ellos y conversaba, a la caída de la tarde, por los vergeles del paraíso…

No obstante, aún en medio de la plenitud, algo viene a turbar esta paz. El diablo no puede negar que Eva disfruta de muchos bienes. Pero le ofrece algo que no posee: el poder ilimitado. ¿Por qué Dios les prohíbe tocar los frutos del árbol de la ciencia? ¿Por qué Dios les impone una limitación? Ni Eva ni Adán son dioses. No han creado el mundo ni se han creado a si mismos. Pero el demonio les hace creer que, sin ser Dios, pueden obtener su mismo poder.

De pronto, Eva pierde la perspectiva, inducida por las palabras dulces y astutas de la serpiente. Ésta la aturde, la confunde y le hace creer que es lo que no es: una diosa, autosuficiente y omnipotente. Es la dulce embriaguez del ser humano que, consciente de su valía y ensoberbecido ante su saber y su potencial, cree no tener límites y se equipara al mismo Dios. La actitud del hombre endiosado es muy frecuente, y hoy especialmente es alentada por el progreso científico y tecnológico.

La desconfianza, raíz de la caída

Para tentar a Eva, el diablo recurre a la más sutil de las armas: la desconfianza. Es ese sutil veneno que va infiltrando en el corazón de Eva, la mujer, imbuida por promesas de una mayor plenitud y fascinada ante la posibilidad de rivalizar con el mismo Dios. ¿Cómo lograr que Eva escuche al tentador? Provocando su recelo. Tal vez Dios te engaña. Tal vez no desea tu bien, sino tu sumisión. Tal vez te está prohibiendo algo para evitar que crezcas, que seas mayor, que seas más tú misma… Finalmente, el maligno consigue que Eva desconfíe de aquel que más la ha amado, de aquel que la ha creado y le ha dado la existencia, con todo su amor y ternura. La desconfianza es la raíz de la ruptura. Brota en el corazón de Eva, después en el de Adán, y acaba resquebrajando la amistad entre ellos y Dios.

El relato bíblico no hace más que reflejar una realidad constante en la historia de la humanidad. Allí donde anida la sospecha se rompen las relaciones, se desvirtúa la amistad, se pervierte el amor. Se quebrantan los vínculos y surgen los conflictos, la guerra y la muerte. Tal vez el primer pecado, o el primer error de Eva, no fuera otro que éste: la desconfianza.

Desconfiar de aquellos que nos quieren bien nos conduce a una situación trágica de dolor, de ruptura y de temor. Así lo vivieron, según el relato bíblico, Adán y Eva, una vez cayeron ante la invitación de la serpiente. El pecado no fue comer la manzana en si, sino llegar a desconfiar del mismo Dios que les había dado la vida. Golpearon de muerte una bella amistad. Por esto la Biblia dice que Adán se sintió avergonzado y tuvo que cubrirse, consciente de haber perdido la inocencia, que no era otra cosa que la confianza total e incondicional en su Creador.

La fuerza que sobrevive

Pero Dios siempre es mayor que el mal. Y la mujer, criatura de Dios, tiene una fuerza en si capaz de vencer el mal, aunque deba arrastrar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. Así, Dios se dirige a Eva y la advierte. Conocerá el dolor y sufrirá para alimentar a los suyos. Su vida se convertirá en una lucha constante contra el mal. A pesar de todo, la mujer se levantará una y otra vez y seguirá luchando. Es en el breve final del episodio bíblico cuando Eva –la mujer –se nos presenta con mayor fuerza dramática. La serpiente te morderá y tú la herirás con el talón. El mal siempre acechará a la humanidad, como vemos cada día. Pero la mujer siempre levantará su mano, su voz y su corazón, para luchar por la vida. Eva se convierte en emblema de la mujer luchadora que, día tras día, persiste en su empeño para sobrevivir a la muerte y la destrucción. Y Dios, pese a su alejamiento por desconfianza, nunca dejará de estar a su lado, peleando con ella. Esta figura de la mujer combatiente preludia la imagen de María, la salvadora, junto a su hijo Jesús. Eva es la mujer que agoniza en la contienda, sin rendirse. María se convertirá en el signo de la mujer victoriosa, porque, a diferencia de Eva, ella sí ha confiado en Dios y ha puesto su vida en sus manos.

viernes, 24 de febrero de 2006

Abigail

Tener el valor de afrontar las culpas de otros

La historia de Abigail forma parte de la azarosa vida del rey David. En una época en que David y su ejército campaban por el desierto de Maón, junto al monte Carmelo, éste pidió ayuda y provisiones a un rico hacendado, Nabal, cuyos rebaños pastaban en la región. El relato cuenta que los hombres de David habían respetado en todo momento a los pastores y a su ganado, sin causarles daño. En cambio Nabal, del que se dice era hombre ambicioso y necio, despidió a los enviados de David con cajas destempladas, despreciándolos y negándoles alimento alguno. La reacción de David no se hace esperar. Enfurecido, decide lanzar a sus guerreros contra Nabal y sus posesiones, dispuesto a exterminarlo a él y a toda su gente. Es entonces cuando interviene la esposa de Nabal, Abigail, a escondidas de su marido.

Abigail sale al encuentro de David y su tropa con una comitiva cargada de alimentos. La Biblia nos cuenta que era una mujer hermosa y que actuaba con prestancia. Su gesto y sus palabras consiguen aplacar la ira del futuro rey. David queda admirado ante la serena firmeza de Abigail, quien le ruega disculpe a su marido y le suplica que respete sus tierras y sus propiedades. Y así lo hace, en atención a esta mujer hospitalaria y valerosa. Años más tarde, Abigail se quedaría viuda y pasaría a ser una más de las esposas del rey David.

Como tantas historias bíblicas, hay en ésta muchos aspectos polémicos e interpretables de modos contradictorios. No podemos juzgar el relato con nuestros criterios y valores actuales. De Abigail, mujer que la Biblia ha distinguido como admirable, destacaría dos cualidades especialmente valiosas para las mujeres de hoy.

La hospitalidad

Dejando a parte el temor ante la amenaza de David y sus hombres armados, en Abigail encontramos una actitud diametralmente opuesta a la de su esposo. Nabal es el hombre rico, celoso de sus posesiones y desconfiado. No se apiada de los forasteros que le piden ayuda. Abigail actúa de modo diferente. No sólo responde a la amenaza de David, sino que se muestra generosa y espléndida. La suya es la actitud de la mujer acogedora y hospitalaria, compasiva ante los de afuera. Es la actitud tan propia de muchas mujeres que siempre están dispuestas a acoger y ayudar, sin temer perder nada de sus posesiones. Justamente por su generosidad, Abigail salva su hacienda y las pertenencias de su esposo.

Trasladando este gesto a un plano espiritual, Dios siempre responde con magnanimidad ante cualquier gesto desprendido y compasivo que mostramos hacia los demás. Su medida es el ciento por el uno. La generosidad nunca queda sin recompensa.

Saber asumir los errores ajenos

Este punto es más polémico. Abigail asume la culpa de su marido y su actitud reprobable. Consciente de ello, intenta paliarla y resarcir a los perjudicados por su desplante. Hoy muchos podríamos decir: ¿Por qué cargar con las culpas de otros? ¿No es algo contraproducente e insensato, cuando bastante tenemos con intentar liberarnos de las propias? Muchos psicólogos dirían que hemos vencer el constante sentimiento de culpa que nos oprime. ¿Cómo va a ser loable asumir los defectos de la otra persona? ¿No corremos el riesgo de convertirnos en víctimas y perder toda nuestra autoestima?

Abigail, en realidad, no nos llama a culpabilizarnos ni a caer en una neurosis. La suya es la actitud del que se responsabiliza de las personas que tiene a su cargo y que forman parte de su vida. No es víctima, sino responsable. Vemos que Abigail diverge radicalmente de su esposo: ella no comparte su forma de pensar ni de actuar. Pero no se desentiende de él ni de las consecuencias de sus actos, y toma medidas. Así ocurre con tantas madres, esposas, compañeras de trabajo, amigas… que, por pura lealtad y libremente, aceptan que trabajar y convivir con otros supone también asumir sus errores. Llegado el momento, tienen el coraje de recoger las equivocaciones de los demás, aceptarlas e intentar recomponer tantas situaciones rotas o tantos malentendidos. Abigail es mediadora y reconciliadora. Y en esto demuestra no sólo que es una buena persona, sino que sigue siendo leal a su esposo, aunque sea un cretino avaricioso.

Ser responsables y apoyar a los que están a nuestro alrededor, aunque se equivoquen, requiere una gran madurez humana. Y asumir sus errores con ellos, intentando compensar el daño causado, no debe confundirse con el victimismo o con las actitudes resignadas y mártires. Es, en realidad, un acto de valor y de profunda fidelidad. Las personas que practican esta virtud, como Abigail, saben hacerlo con elegancia y compostura, sin perder un ápice de su dignidad.

domingo, 29 de enero de 2006

Judith, ir de cabeza al problema

A la hora de sentarme a escribir sobre Judith, se me plantea todo un reto. ¿Qué nos puede decir a las mujeres de hoy una mujer judía, que vivió hace tres mil años, que se introdujo en medio de un campamento militar enemigo, sedujo a su capitán y, una vez en su tienda, le cortó la cabeza de un tajo, a sangre fría? La historia es tan sobrecogedora y brutal que Judith se nos aparece como un personaje mítico y lejano, con tintes heroicos, pero muy alejada de toda mentalidad civilizada que rechaza la violencia.

Pero Judith, pese al paso de los siglos y al cambio de mentalidad, sigue siendo un modelo de mujer fuerte y admirable para muchos. En un momento de desánimo del pueblo judío, acosado por sus enemigos y sin fuerzas para liberarse, una mujer, sola, en compañía de su sirvienta, reúne el valor y la audacia para atacar al enemigo. Y lo hará empleando sus armas más sibilinas: la astucia, las artimañas femeninas, el engaño y, finalmente, el golpe a traición. Su actuación es definitiva. Descabezado el enemigo, Israel reúne las fuerzas –físicas y morales –para combatir a sus adversarios y logra la victoria sobre ellos.

La mujer intrépida
Al menos dos cosas podemos aprender de esta mujer extraordinaria. En primer lugar, su intrepidez. Judith es una mujer intrépida –palabra cuyo significado es que no tiembla. No se tambalea ni vacila ante el peligro, pues sabe que su misión y la salvación de los suyos están ante todo. Así defienden las madres a sus hijos y a su familia, a uñas y dientes. Así las personas coherentes con sus valores defienden lo que más aman. Aunque todo el mundo las abandone, ellas cuentan con su fuerza interior –en este caso, la fe en Dios –que las hace enfrentarse a cualquier peligro. Judith no espera el apoyo de los suyos. Pero traza sus planes cuidadosamente, tampoco es una insensata. Prepara su ataque y cuida cada detalle para asegurar, al máximo, el éxito en su sangrienta misión. Por tanto, Judith es una luchadora, llena de coraje pero también reflexiva. Actúa movida por el corazón, pero utilizando la cabeza.

Ir a la raíz del problema
La segunda cosa que podríamos tomar como lección no es, por supuesto, el hecho de asesinar cruelmente a un enemigo. La vida de cualquier persona es sagrada y jamás la consecución de nuestras metas debería suponer la muerte o la desgracia de nadie. Pero, haciendo una lectura simbólica del gesto de Judith, vemos en ella a la mujer que va directa al problema y lo ataca de cabeza. Como reza el dicho popular, “ataca al toro por los cuernos”. Judith nos enseña a mirar cara a cara los problemas que nos embisten cada día y que, muchas veces, como al pueblo de Israel, nos abruman y nos deprimen. Nos encogemos ante ellos y preferimos vivir aplastados bajo las dificultades. Judith no teme contemplar al enemigo a los ojos. Sabe discernir la situación con lucidez y se decide a atajar el mal de raíz, de forma contundente y definitiva. Ante un problema o dificultad, esa es una manera sabia de actuar. Se trata de saber verlo con claridad, sin temor, estudiarlo con detenimiento y planear con fría serenidad la manera de resolverlo definitivamente, aunque a veces la mejor solución no siempre es la más cómoda y fácil.

Hoy día, muchas personas vivimos en un estado de relativo bienestar y comodidad que aletarga nuestra capacidad de reacción y nuestra inteligencia natural. Cualquier dificultad o problema añadido a la complejidad diaria de nuestra vida nos hunde y nos desconcierta. Judith es un revulsivo que nos hace reaccionar. Su ejemplo nos puede impulsar a encarar los retos que nos presenta la vida con decisión y sin vacilar, para resolverlos de la mejor manera posible.

sábado, 14 de enero de 2006

Ana, o la maternidad generosa

Ana, la madre de Samuel, uno de los grandes profetas de la Biblia, es un personaje discreto cuya historia refleja la de otras muchas mujeres: las madres que consagraron a sus hijos a Dios.

La mujer estéril que se torna fértil

La historia de Ana es común a otros personajes bíblicos. Como Isabel, la madre de Juan Bautista, o la madre de Sansón, Ana era estéril y veía con desesperanza el transcurrir de los años sin experimentar el gozo de la maternidad.

Ana pone su angustia y su deseo en manos de Dios. Y él la escucha. Jamás Dios hizo oídos sordos a una súplica sincera. Pero Ana añade algo más: si tiene un hijo, lo consagrará al mismo Dios que se lo ha dado. Esta mujer sabe que, por encima de la paternidad biológica, existe otra paternidad mucho mayor, la del Dios que otorga la vida.

Ana engendra un niño, Samuel, que con los años será el profeta y consejero del rey David. Ella lo cría durante sus primeros años pero no olvida su promesa y, cuando tiene una edad suficiente, lo lleva al templo, donde lo deja al cuidado del sacerdote Helí, quien educará al niño hasta su adultez. Durante los años de crecimiento del niño, Ana no dejará de velar por su hijo, visitándolo y enviándole ropa. Pero lo hará discretamente, sin interferir en su formación como futuro sacerdote y profeta de su pueblo.

El magníficat de Ana

Ana no sólo tuvo un hijo. Después de Samuel vendrían otros cinco hijos, con lo cual su maternidad se vio colmada. Después de concebir a Samuel, la madre que era estéril eleva un cántico alborozado a Dios, que recuerda vivamente el Magníficat de María ante su prima Isabel:

Mi corazón salta de gozo en el Señor y mi frente se eleva a Dios...
Nadie es santo, como lo es el Señor: Nno hay otro fuera de ti, nadie es fuerte como tú.
No multipliquéis vuestras palabras altaneras, la arrogancia no salga más de vuestra boca.
El arco de los fuertes se ha quebrado y los flacos han sido revestidos de vigor.
El Señor empobrece y enriquece, levanta del polvo al mendigo y del estiércol ensalza al pobre, para que se siente entre los príncipes y ocupe un trono de gloria...


Así, Ana reconoce a un Dios magnánimo que ejerce justicia y es capaz de elevar al ser más pobre –no sólo pobre físicamente, sino al abatido, al humillado y al que se siente nada entre el polvo. Es decir, Dios enaltece y dignifica a todo ser humano, incluso a los que se sienten pequeños y a los que el mundo margina y considera inferiores –como muchas veces ha sucedido con la mujer. Dios enaltece a la mujer estéril, que en aquellos tiempos equivalía a ser despreciada como algo inútil.

Gratitud y desprendimiento

Pero Ana no se aferra al hijo que tanto deseaba. No lo retiene junto a sí ni lo considera una posesión suya. En su gesto desprendido y generoso brilla su madurez espiritual: sabe que lo ha recibido como un regalo, y así lo ofrece ella, como un don a su Dios. Ana sabe que su hijo no le pertenece. Cuántas madres dejarían de sufrir en vano si fueran conscientes de lo que Ana supo ver con tanta lucidez. Los hijos no son sólo de los padres. Son del mundo, de la vida, de Dios. Y Ana ofrece a su hijo a Dios para que cumpla su papel en el mundo.

Los sentimientos pueden ser de dulce añoranza, pero una madre adulta sabe aceptar que su nido se vacía y se alegra cuando ve volar a sus hijos, con fuerza y decisión. La auténtica maternidad es aquella que, después de volcar todo su amor en los hijos, los sabe entregar al mundo, soltándolos para que vuelen en libertad.