sábado, 31 de diciembre de 2016

Volar o caer



A las personas que soñamos, tenemos proyectos y una visión de futuro a menudo se nos llama idealistas. Se nos dice que tenemos buena voluntad, que somos soñadores y buena gente pero, al final, siempre hay quienes nos miran con un poco de lástima o incluso desprecio. Y dejan caer los comentarios. Vuelan. Están en las nubes. No tocan de pies a tierra. Les falta realismo.

Creo que esta visión es muy simplista y bastante errónea. Una cosa es volar, otra flotar. Una cosa es perderse en las nubes y otra caer. Una cosa es tener ideales y metas, otra muy distinta es ignorar la realidad. Una cosa es luchar por un sueño y otra evadirse del mundo cotidiano.

Es verdad que hay quienes flotan y se pierden en sueños irrealizables. Es verdad que hay quienes hablan mucho, planean mucho y hacen las cuentas de la lechera, pero a la hora de tocar madera, se pierden o se desaniman. Pero a esto yo no lo llamaría volar, sino más bien fabular. Otros se escudan en un pretendido realismo y olvidan que la vida es un viaje. Se limitan a sobrevivir como pueden, sin plantearse mejoras o cambios en sí mismos. A eso lo llamaría flotar, navegar a la deriva o caer. 

Volar no es caer. Quien cae, siempre cae hacia abajo. La gravedad lo arrastra. Quien flota a la deriva se deja bandear por el oleaje. Pierde el control de su rumbo y se le van las fuerzas. Como los astronautas que flotan en el espacio, se debilita. Quien cae cada vez se hunde más. Una persona que cae o flota ha perdido la esperanza. Es víctima del miedo, la inseguridad y la tristeza. Caerá en la rebeldía estéril, la resignación estoica o el fatalismo. Se cree juguete de un destino ciego. Llama destino a la falta de metas y de norte. Quizás se considere muy realista... Pero el fatalismo no es realismo. 

Volar requiere un esfuerzo y una energía enormes. No se puede volar improvisando. Volar pide disciplina, perseverancia, esfuerzo. Antes de volar hay que pasar un periodo de entrenamiento y maduración. Para volar hay que tomar carrerilla, coger impulso, hacer acopio de fuerza y coraje. Y una vez estás en vuelo, hay que estar en alerta constante, con los seis sentidos bien despiertos. Volar es controlar la gravedad. Quien vuela planea, asciende, se mantiene, no cae. 

El vuelo pide atención, concentración, dosificar la energía, observar el entorno, aprovechar las corrientes de aire, tener vista de águila y prever los movimientos que vas a realizar. Quien sabe despegar también sabe aterrizar.

Volar no es caer. Quien vuela no se deja llevar por el viento. No se deja arrastrar por las circunstancias. Capea los temporales, aprovechando la fuerza del viento si puede, evitando el choque frontal si no tiene otra opción. Quien vuela no duerme ni sueña entre nubes: está más despierto que nadie. No se mece en los laureles ni en los ideales: tensa sus alas y vuelca toda su energía. No flota a la deriva: tiene un destino, una meta, y va a por ella. Mientras tanto, ¡disfruta! Saborea la vida con una intensidad inimaginable.

El vuelo da también una visión panorámica, mucho más rica y completa del mundo. Desde lo alto se ve mucho más que pegado en tierra. A ras de tierra se ven árboles, sombras y luces, un caos. Desde el cielo se ve el bosque y el paisaje completo.

Volar, en fin, no es una huida, sino un compromiso con la vida en su máxima plenitud. Volar pide valor y requiere esperanza. 

Dejarse llevar es fácil. Ser pesimista o fatalista tampoco cuesta mucho. Por otra parte, soñar y hablar sin hacer nada también es fácil. Ser idealista es fácil. Trazarse una meta y poner los medios para alcanzarla cuesta, y pocos lo hacen. 

Para un ave de corral quizás no sea muy agradable ver volar a las águilas. Por eso la tendencia es a despreciarlas. Sueñan. No tocan. Vuelan. Para una persona con visión gallinácea de la realidad la visión de un águila puede ser muy incómoda. Es mejor tachar a las águilas de ilusas, locas, ingenuas o soñadoras.

Todos los seres humanos estamos hechos para volar. Todos podemos buscar ayuda, aprender, entrenarnos y practicar. Todos tenemos oportunidades para iniciar el vuelo. Y si las tormentas nos abaten, siempre podemos aterrizar, curarnos, recuperar fuerzas y volver a desplegar las alas.

Volando seremos más nosotros. Volando, entregándonos, dando el máximo y lo mejor de nosotros, seremos felices. ¿Se puede ser feliz en medio de la brega, mientras estás esforzándote, mientras te mantienes con los seis sentidos alerta? ¡Sí! Y cuando aterrices, en tu meta, gozarás de esa sensación de plenitud que conoce la persona que está creciendo, que está viva.

Recuerda: volar no es caer. Soñar no es flotar. Planear no es divagar. Desplegar las alas es la acción más auténtica y realista que puedes emprender.

domingo, 25 de diciembre de 2016

Un niño envuelto en pañales



Navidad. Leemos los evangelios de Juan y de Lucas y estamos tan acostumbrados a oírlos que ya no reparamos en la maravilla que nos comunican.

Nace un niño. Perdido en un establo de Belén, en el último rincón del imperio romano. Sus padres vienen de otro pueblo, Nazaret, y se han refugiado en un corral para que la madre, una jovencita recién casada, pueda dar a luz. Nadie se entera... o muy pocos.

¡Pero el cielo está de fiesta! Dios nace como niño. Los ángeles cantan, las estrellas resplandecen como nunca. Y su alegría debe ser comunicada. ¿A quién? Nada menos que a un puñado de pastores andrajosos. Las gentes más pobres y peor consideradas. Los que velan de noche en el trabajo que nadie quiere: cuidando ganado en la fría intemperie. 

Nace Dios... ¡y qué publicidad tan extraordinaria! No sólo nace pobre, en un lugar mísero y en el seno de una modesta familia. Resulta que solo se enteran unos pocos, gente que no es “importante”, ni sabia ni especialmente espiritual. Gente que quizás tienen a Dios muy lejos de sus preocupaciones diarias. No están para misticismos ni teologías, sino para sobrevivir en el día a día. ¿Cómo se enteran? Por un mensajero del cielo. Después de llevarse un susto, los pastores reciben un curioso mensaje: Esta es la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Esta es la señal de Dios: un bebé recién nacido. ¡Nada más! Una señal de Dios ¿no debería ser algo extraordinario, sobrenatural y espectacular? ¿No debería anunciarse con trompetas celestiales, resplandores prodigiosos o algún tipo de anuncio más solemne y festivo? No. La señal es un bebé, envuelto en pañales. Ver un bebé recién nacido es maravilloso... pero sucede miles de veces cada día, en el mundo. ¿Qué tiene de extraordinario?

Lo bueno es que los pastores buscan al niño. Lo encuentran. Ven y creen. Captan el sentido de la señal. Ese niño es más que un niño. Es Dios-con-nosotros. Un Dios que, de pronto, ya no es una idea lejana, sino una realidad íntima y presente en sus vidas. Tan tierno y hambriento de amor como un bebé de pecho. ¡Dios en nuestras manos!

Los pastores han sabido ver el misterio tras el tapiz de lo cotidiano, lo milagroso tras lo natural, lo divino escondido en lo humano. Podríamos pensar que esta lucidez, esta sutileza, es más propia de mentes refinadas y espirituales. ¿Quién puede ver la belleza de lo ordinario, sino un artista de sensibilidad cultivada? ¿Quién intuye lo sagrado en lo profano, sino un asceta o un místico? ¿Quién tiene tales intuiciones, sino un sabio?

Pues no es así. Son los pastores, gente rústica, iletrada, sin aspiraciones intelecuales ni místicas, los que reciben y comprenden el mensaje de Dios. Por eso se alegran, como los ángeles. Cantan, como los ángeles. Y comunican lo que han visto, como los ángeles mensajeros. Los pastores se han convertido en sabios, profetas y místicos, sin saberlo. Y son los primeros misioneros del amor de Dios.

¿Por qué ellos? Jesús, ese niño hecho hombre, diría años más tarde: Te doy gracias, Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a los sencillos... Es así. Las verdades de Dios no son tan “elevadas” que queden reservadas para unos pocos sabios e iniciados. La verdad de Dios la puede entender un niño, un analfabeto, una mente simple y una persona pegada de pies a tierra. Es más, si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino...

Los creyentes nos hemos vuelto muy complicados. Hemos querido engrandecer tanto a Dios... quizás porque nosotros nos pasamos la vida intentando elevarnos, ser grandes, respetables y admirados. Y resulta que Dios se rebaja. Se empequeñece. Queremos ser muy espirituales y resulta que Dios se hace material. Queremos elevarnos hasta las nubes y Dios aterriza en nuestra tierra. Queremos ver signos prodigiosos y sobrenaturales, y Dios solo nos da una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.

Jesús era un niño. Un niño y a la vez Dios. Pero en todos los niños que nacen en el mundo podemos ver reflejada la gloria de Dios, el milagro de la vida, un destello del cielo que se está gestando, hoy, ahora.

Esta es la señal. No busquemos el cielo lejos, en las alturas. En Navidad, el cielo ha bajado a la tierra. El cielo envuelve y abraza la tierra, la humanidad, la carne y la sangre. Si Dios se hace niño es para enseñarnos que podemos ser divinos. El cielo late en nuestras venas y el cielo respira en aquel que está a nuestro lado: esposo, hijo, hermano, vecino que nos molesta o amigo al que nos confiamos. El cielo comienza en el bebé indefenso, el anciano frágil, el enfermo y el mendigo, el rico odiado y el pobre endeudado; en el famoso envidiado y el mediocre anónimo que sobrevive en el hastío. El cielo comienza en nosotros. 

Pero ¿cómo vivir todo esto? ¿Qué nos falta? Escuchar, como los pastores. Seguir la llamada y ponernos en camino. Ver y creer. Y para escuchar hay que velar en la noche fría... Si sabemos escuchar, si salimos de nosotros mismos, abandonando la cómoda hoguera junto al rebaño, también veremos y creeremos. Sabremos ver, como los pastores, la gracia invisible detrás de la realidad visible; la presencia divina trasparentándose en la carne humana; el Dios creador, infinito e insondable, metido en la pequeñez, tan vulnerable, de un niño envuelto en pañales.

Navidad 2016

sábado, 17 de diciembre de 2016

Padre de Dios



Santa Teresa decía con humor que San José era un intercesor infalible en el cielo: no en vano había sido el único hombre al que obedeció Dios, puesto que fue su padre en la tierra. Y si lo pensamos bien, ¡qué gran verdad es esta!

Solemos pensar en María como la madre de Dios. Pero no se habla tanto de san José como «padre» de Dios, al menos padre adoptivo. Y es que Dios, cuando se hizo hombre, no se saltó ninguna de las condiciones que vivimos todos los mortales. Fue en todo igual a nosotros ―salvo en el pecado, como recuerda san Pablo―. Nació como todos los niños del mundo, vivió en familia, jugó con otros niños, creció, aprendió un oficio y obedeció a su padre. En su vertiente humana, Jesús tendría mucho de María… ¡y mucho de José! 

Pero ¿cómo era José? Hay dos evangelios que relatan algo de la infancia de Jesús: Mateo y Lucas. Lucas nos cuenta el nacimiento de Jesús desde la perspectiva femenina, de María, la virgen llena de gracia. Mateo nos lo cuenta desde el punto de vista de José, el padre adoptivo que acoge a la madre encinta y a su hijo, fruto del Espíritu Santo (Mateo 1, 20). Si María era llena de gracia ante Dios, José es descrito como hombre justo, y más que justo. Es tan bueno que ante el embarazo incomprensible de María, aún sin saber nada de lo que ocurre, intenta buscar una solución que no la perjudique a ella, tragándose todo su desconcierto y su dolor. Solo esto ya nos dice mucho de cómo era José.

Obediente


En el evangelio vemos que José es un hombre obediente. Por tres veces obedece el mandato de un ángel: recibe en su casa a María y la desposa. Se va a Egipto cuando Herodes quiere matar al niño. Regresa a su tierra cuando Herodes ha muerto. ¿Hemos de pensar con esto que José era meramente un hombre sumiso, con poca personalidad? Nada de eso.

Ser obediente requiere dos cosas: escuchar y hacer. Puedes escuchar, pero no hacer nada, o hacer lo contrario de lo que te dicen. O puedes no escuchar a nadie y actuar según tu propio criterio o impulso, y entonces te puedes equivocar y chocar con los demás una y otra vez. Escuchar: así comienza el Shemá, la plegaria de todo buen israelita. Escucha, Israel… Previo a todo, escuchar.

Escuchar y luego actuar en consecuencia es una actitud de sabios. Y, como lo vemos en José, no es nada pasivo. Obedecer implica audacia y creatividad. José tuvo valor para emprender el camino, buscar sustento y espabilarse en tierras extrañas. Al regresar no fue a su pueblo, Belén, sino a Nazaret, donde la tradición dice que era carpintero o artesano. Esto quiere decir que no tenía tierras ni propiedades, así que su economía debía pasar épocas más boyantes y otras de más precariedad. María y José tuvieron que ahorrar y administrarse. Quizás no eran pobres de solemnidad pero tampoco eran ricos.

¡Cuántas cosas debió aprender Jesús de su padre en la tierra! Hablar, rezar, trabajar. De sus labios quizás escuchó la historia de su pueblo, las leyes básicas, las oraciones diarias. Con él debía ir a la sinagoga los sábados y participar, con los otros hombres y muchachos, de las festividades judías. De él aprendió a tratar con los demás, y posiblemente aprendió las artes de la buena convivencia, las leyes no escritas de la amistad, la lealtad familiar, la misericordia hacia los pobres. Con él pisó, por primera vez, el umbral del templo de Jerusalén, la casa de su otro padre, el del cielo.

Cuántas cosas podemos aprender los cristianos del padre terreno de Dios. En especial esta obediencia que tanto nos cuesta y que es tan poco popular en nuestro mundo de hoy, porque se confunde con sometimiento o falta de libertad.

Jesús aprendió la obediencia de José. Se presenta a sí mismo obediente al Padre: mi alimento es cumplir la voluntad del que me envía (Juan 4, 34). Cuando se dirige a las gentes, agobiadas por las cargas del día a día, abrumadas por la pobreza, la enfermedad y las dificultades; cuando se dirige a nosotros hoy, estresados, angustiados, faltos de energía y esperanza, nos dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz (Mateo 11, 29). Mansedumbre de corazón. Docilidad. Escucha. Y después, acción serena, confiada, obediente. No deberíamos lanzarnos a hacer nada sin antes, como José, ponernos en manos de Dios y, en el silencio del alma, escuchar. De esta manera, toda obra que hagamos estará bendecida y, llegado el momento, será fecunda.

Ver la mano de Dios


María y José, aparte de estos mensajes del ángel, vivieron unas vidas muy sencillas. Nada en su existencia fue espectacular ni grandioso. Pero ellos supieron ver la mano de Dios tras los acontecimientos diarios. No dudaron, aunque tenían motivos. ¿Cómo adivinar lo que está haciendo Dios tras los acontecimientos ordinarios, o tras las situaciones dolorosas e incomprensibles? La historia de la humanidad es un inmenso tapiz, o un gran mosaico, al modo de un puzzle, y nosotros sólo vemos los pequeños fragmentos que forman nuestra vida y los que podemos conocer escuchando a otros o estudiando historia. Aparentemente, cuesta encontrar el significado de todo el cuadro. Por eso quizás hay tantos que ven la vida como una sucesión de azares y casualidades, sin sentido alguno. Lo único que cabe es ir capeando temporales y disfrutando de las bonanzas tal como vienen, sobreviviendo y sacándole el jugo a la vida lo mejor que podamos. Pero esta visión es muy chata y muy desesperanzada. 

Personas como María y José supieron ver en lo cotidiano la inmensidad de un relato muy hermoso: una historia de amor protagonizada por Dios. Una historia no exenta de dolores, guerras y muertes absurdas, como la matanza de los inocentes. Una historia donde se entabla un feroz combate por la vida y donde Dios quiere hacernos coprotagonistas. Por eso todo cuanto hagamos, aunque nos parezca insignificante, tiene sentido y tiene relevancia. Todo cuanto hacemos en la tierra queda escrito en el cielo. Nada se pierde, aunque quede en el secreto escondido de un alma silenciosa, o en la oscuridad de un hogar humilde. Nada es banal, nada es inútil. Cada pequeña obra, por rutinaria que sea, hecha por amor, no cae en saco roto. Esta es la artesanía de José, la que todos podemos cultivar allí donde estemos, en el trabajo o en las circunstancias que sean. Es la artesanía de convertir cada gesto que hacemos en un pequeño bloque que va edificando el reino de Dios.

jueves, 8 de diciembre de 2016

Ser inmaculados



Celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se nos enseña que María, por ser madre de Cristo, ya nació sin huella alguna del pecado original. Como casa de Dios, fue limpia, inmaculada, siempre, desde que fue concebida.

Pero esa atribución de María no es exclusiva suya. La tradición de la Iglesia reconoce a otra mujer como inmaculada: María Magdalena. Jesús, dice el evangelio, sacó de ella siete demonios. Es una forma metafórica de decir que sacó de ella todo mal. Por esto y por su amor también quedó inmaculada, aunque no lo fuera desde el principio, como María de Nazaret. Pero su blancura brilla junto con la de la Madre de Jesús. Ambas mujeres, al pie de la cruz, son pilares de la Iglesia naciente.

La cualidad de ser inmaculada no se reduce a estas dos mujeres. Todos los cristianos estamos llamados a ser inmaculados. Dios nos ha creado para una vida plena y gloriosa, como la suya. Ser inmaculado significa que nuestra existencia esté libre de pecado y de mal. Pero… ¡qué poco entendemos estos conceptos!

Qué es pecado


De entrada, los cristianos ―y también los no cristianos― entendemos fatal esto del pecado. A lo largo de los siglos se han inculcado una serie de nociones desviadas que han acabado siendo grandes errores. Por eso los detractores de la fe y los psicoanalistas atacan a la Iglesia. Dicen que fomenta en los fieles un sentimiento de culpa enfermizo, que vuelve a la gente neurótica. Fomentando la culpa y la vergüenza, la Iglesia ha conseguido dominar las conciencias de millones de personas, y sigue haciéndolo. Tanto los detractores como los mismos cristianos hemos cometido un error: confundir el sentimiento de culpa con la conciencia de pecado.

Primero hay que saber qué es pecado. El papa Francisco lo define muy bien: un pecado es una herida que nos daña y que lesiona nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y con Dios. No es un mero sentimiento, es un hecho ―ya sea pensado, hablado o realizado―. El pecado está ligado a una intención que no es positiva ni benevolente. Siempre que pretendemos atacar a alguien, o menospreciarlo, o rebajarlo, o utilizarlo para nuestros fines, estamos pecando. Incluso aunque hagamos cosas aparentemente buenas. 

El pecado divide, separa, aísla y enferma. El pecado merma la vida. Al contrario de lo que suele divulgarse, el pecado no es divertido, ni sano, ni natural. Cosas que decimos que antes eran pecados hoy se presentan como atractivas y deseables. ¡Todo es confusión! Porque el pecado, disfrazado o no, siempre acaba dañando. Es como la adicción al dulce o a la bebida. Puede ser satisfactorio en los primeros momentos, pero causa amargura y muchas penalidades después. Y acaba destruyendo nuestra vida.

Todos pecamos. El pecado no es ignorancia, como tantas veces se quiere vender. Tampoco es un simple error. No confundamos los términos. El pecado es intencionado y deliberado, aunque muchas veces queramos engañarnos diciéndonos que eso no es malo para cometerlo tranquilamente. Pero nuestra conciencia no nos engaña… Eso sí, podemos anestesiarla. La repetición y la costumbre hacen que la herida parezca menos herida, y el daño menos daño. 

La conciencia es como el sistema inmune del alma. Si recibe ataques continuamente le sucede igual que al sistema inmunitario: se adormece o se descontrola. El resultado de una conciencia deformada es que acabamos creyéndonos las excusas mentales y las justificaciones que nos fabricamos, una auténtica distorsión de la realidad. De ahí vienen las ideas equivocadas sobre el pecado, o la actitud, tan frecuente, de negarlo. Eso del pecado es un invento de los curas para controlarnos. No existe el pecado. No hay daño. No hay heridas. El mal es una ilusión.

¿Es realmente así? Basta echar una mirada al mundo para comprobar que en estas afirmaciones hay algo que falla…

Qué es culpa


La culpa no es un hecho objetivo, como el pecado. La culpa es un sentimiento interior. Puede estar justificada si hemos cometido un mal y nos arrepentimos. Decimos que nos remuerde la conciencia. Ese sentimiento de culpa justificada puede canalizarse en un deseo de reparación y perdón, y entonces puede ser positivo.

Otras veces puede haber una causa real, un mal cometido, y la persona, por el motivo que sea, no siente culpa alguna. Cabe preguntarse por qué.

Lo malo es cuando el sentimiento de culpa es una exageración o una distorsión de la realidad. A menudo se da contra uno mismo. Nos hemos forjado una imagen de nuestro yo y nos hemos impuesto unos ideales o unas metas casi inalcanzables, y cada vez que fallamos, aunque sea sin mala intención, nos acusamos y nos sentimos abatidos por la culpa. 

Los santos hablaban de la enfermedad de los escrúpulos. Para santa Teresa era un mal temible, y sus pobres víctimas a menudo no sabían cómo salir de él sin la ayuda de un buen confesor. Muchas veces los confesores alimentaban este sentimiento culpable y la pobre persona languidecía cada vez más.
La culpa sin causa real, vivida así, es auténtica neurosis y necesita tratamiento y cura, por supuesto. 

Pero si nos fijamos bien, este sentimiento de culpa se da hoy sin necesidad de que la Iglesia o los curas nos lo inculquen. Su origen es mucho más profundo y tiene que ver con la historia personal de cada uno, su familia, su educación, sus aspiraciones y su deseo de ser querido y aceptado. El sentimiento de culpa puede venir de una mentalidad que rinde culto al éxito, al reconocimiento y a la competitividad. Esto puede darse en todos los ámbitos de la vida. Si no estamos a la altura, nos sentimos culpables. ¡Y siempre estamos preparados para poner el listón más alto!

Conciencia de pecado y sentimiento de culpa


El sentimiento de culpa, si no tiene una justificación real, es realmente negativo. Conduce a la neurosis y enferma anímicamente a la persona. Es una esclavitud que impide crecer. Es una forma de atacarse a uno mismo, con crueldad y sin razón objetiva. Con la excusa de buscar una perfección inalcanzable, nos maltratamos sin piedad y vivimos en una queja constante. El sentimiento de culpa mal enfocado, si no hay causa, es una enfermedad y es, finalmente, un pecado. ¡Sí, lo es! Es un ataque contra la obra de Dios que es uno mismo, es una falta de compasión, de esperanza y de fe, una herida de estas que entristecen al Espíritu Santo.

La conciencia de pecado es otra cosa. En primer lugar, tiene una causa real: hemos hecho, dicho o pensado algo que nos daña y que perjudica nuestras relaciones, con nosotros mismos, con los demás, con Dios. Reconocer que hemos fallado es un ejercicio de sinceridad y autoconocimiento, que no lleva a la neurosis, sino a la lucidez y a la humildad. Si no fuera por esta conciencia de pecado, ¿cómo podríamos mejorar? El pecado es una mancha en el blanco lienzo de nuestra vida. Si no vemos la mancha, ¿cómo vamos a limpiar?

Es verdad que la educación moral y religiosa muchas veces ha fomentado una actitud de culpa, debido a una idea distorsionada del pecado. Pero hoy se fomenta lo contrario: no hay pecado, no hay mancha, no hay motivo para la culpa. Y eso no es verdad, porque la humanidad sigue siendo la misma, y todos cometemos pecados una y otra vez, con mayor o menor consciencia. 

Si antes se consideraba el pecado un problema ―por la culpa― hoy se elimina el problema de la manera más pedestre: negando su existencia. Si no hay mancha, no hay culpa. El problema es que la mancha sigue estando ahí, y si el mantel no se lava… ¿qué va a ser de él?

No es lo mismo. Culpa sin razón es neurosis inútil. Conciencia de pecado es autoconocimiento lúcido. La primera nos daña. La segunda nos ayuda a mejorar. Nos repara y nos cura. La culpa sin razón nubla nuestro entendimiento. La conciencia de pecado es una señal de alarma: ¡atención, algo sucede! Peligro. Si en vez de atender a esa señal apagamos la alarma, ¿qué será de nosotros?

Blancos como la nieve


Ser inmaculados es nuestra meta. Que no quiere decir ser mojigatos, perfeccionistas y puritanos. Nunca seremos blancos al cien por cien, pero podemos ir lavando nuestra alma y nuestra vida. Sin obsesiones. Un exceso de ascetismo y una histeria perfeccionista son como restregar demasiado: podemos rasgar la tela. Necesitamos paciencia, agua y jabón. Agua del perdón, agua de la vida que nos dan los sacramentos, agua viva de la palabra de Dios, el agua de Jesús. 

El mejor jabón, suave y potente, es el amor. Amor benevolente, desinteresado, completo y sin condiciones. Nosotros podemos echar un poco con nuestro esfuerzo, pero quien nos va a dar este amor es Dios. ¿Nos falta amor? Llenémonos de él en los espacios de oración silenciosa, en la eucaristía compartida con nuestros compañeros de fe, en esos tiempos de servicio a los demás, aunque no tengamos muchas ganas. Cada gesto de cariño, cada esfuerzo por amar a los demás a su manera, cada intento de hacer un poco más feliz al que tengo a mi lado, eso es una pastilla de jabón de la mejor calidad. 

Nosotros ponemos una parte del esfuerzo. Pero quien nos hace inmaculados es Dios. Nos lava Jesús. Su sangre quita nuestras manchas, su amor borra nuestras culpas. No hay mancha ni pecado lo bastante grande que no pueda limpiarlo. Creámoslo porque es así. Tu fe te ha salvado. En adelante, no peques más. Vete en paz. El amor de Dios, como dicen los teólogos, es infinitamente mayor que nuestros males. Los salmos cantan: su misericordia se extiende de un cabo al otro de la tierra y no tiene fin.

Ser inmaculados no es ser puritanos, ni timoratos ni rigurosos. Ser inmaculados es vivir el gozo de María, cuando fue visitada por el ángel y recibió aquel saludo inesperado: ¡Alégrate, llena de gracia! Nosotros también tenemos motivos de alegrarnos. Dios derrama su luz, su amor, sus dones, sobre nosotros. Ser inmaculados es dejarse llenar por Dios y salir, como María, corriendo, para proclamar al mundo esta noticia. Dios nos ama y nos quiere plenamente vivos. ¡No nos contentemos con sobrevivir! La vida a la que estamos llamados no es una vida a medias, sofocada, triste y mezquina. La alegría es inseparable de la inmaculatez.