sábado, 30 de marzo de 2013

Un parto cósmico


Durante estos días de Semana Santa, leyendo la Pasión de Cristo y asistiendo a los oficios, o participando en procesiones y Vía Crucis, solemos profundizar mucho en el sentido del dolor, en el valor redentor de la muerte de Jesús en la cruz, en el sufrimiento y las injusticias del mundo, asumidas por Dios para rescatarnos.

Escuchamos homilías, leemos mensajes y reflexionamos sobre cómo nuestra acción puede aliviar o agravar el daño de tantas pasiones que continúan hoy en el mundo. Nos detenemos en los personajes que aparecen en los evangelios sobre la muerte de Jesús y vemos de qué manera cada uno de ellos refleja o contrasta nuestra propia actitud. Dejamos que el corazón se nos abra para sentir, conmovernos e intentar comprender ese misterio tan grande de un Dios que, por segunda vez, después de la encarnación, se hace pequeño y frágil. Ahora ya no como niño indefenso, sino como un condenado, rechazado y vapuleado por todos.

Pero quizás nos falta ahondar más en otro sentido de la Pasión, su verdadero sentido, en realidad. El que hace que la muerte de Jesús en cruz no sea un final absurdo y cruel, sino un comienzo.

José Luis Martín Descalzo, en su Vida y misterio de Jesús de Nazaret, nos habla de un parto: «¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde...!». Nos recuerda aquellos dolores de parturienta con los que el mundo gime antes de dar a luz a la nueva humanidad, esa imagen tan expresiva de San Pablo (Rm 8, 22). 

Dice Raniero Cantalamessa en su Vía Crucis que cuando Dios quiso hacer algo grande ordenó, con voz potente, y el mundo fue creado. Pero cuando Dios quiso hacer algo todavía mayor, abandonó su grandeza y ya no dio órdenes: obedeció. Se hizo pequeño y se sometió a todos los límites que padece la humanidad: esa fue la Pasión. Y entonces una nueva humanidad comenzó a ser creada.

Los primeros brotes


Sí, la Pasión es el inicio de ese parto larguísimo y doloroso que se extiende hasta hoy. Un parto bañado en sangre y en sufrimiento, pero que es el preludio de otra vida alegre y luminosa. En las primeras horas ya comienzan a salir los primeros brotes de ese reino nuevo, el reino de Jesús, «que no es de este mundo», aunque hunde sus raíces en él. 

¿Cuáles son estos primeros brotes? Un campesino rudo llamado a la fuerza, el Cirineo, que queda impactado ante el reo al que debe ayudar. Sus hijos, años más tarde, serán cristianos. Un salteador que la tradición ha llamado buen ladrón, aunque de bueno tuviera poco; un salteador, o quizás un terrorista, diríamos hoy, que antes de morir supo ver en Jesús a alguien más que a otro condenado cubierto de azotes. Entre todos los que estaban allí, supo reconocer a Dios clavado en la cruz y ¡fue el primero en ascender al cielo con él! Una madre heroica que, de ser madre de Dios, pasa a ser madre de todos los hombres y restaura la fraternidad sobre la tierra. Un joven discípulo que ha vencido el miedo y sigue fiel, el primero de muchos más que serán llamados amigos de Dios. Y un centurión, ¡jefe de los mismos verdugos!, que no juega a los dados y queda abrumado al ver morir a un hombre justo. Ese legionario, extranjero y pagano, representante del poder opresor, es el primero en confesar al Hijo de Dios.

Parecen pobres frutos: un labriego, un delincuente, una madre desconsolada, un muchacho, un soldado. Todo bajo la sombra dantesca de la cruz. Pero es que Dios siempre se abre camino así, de forma misteriosa, humilde, paradójica y desafiante. No vino al mundo con fasto y poder, sino como un niño de pueblo. Y no lo abandonó con una muerte heroica y noble, sino con el suplicio vergonzoso destinado a los criminales.

¡Este es Dios! El que gira el mundo, el que cambia el orden de las cosas, el que transforma de arriba a abajo, si lo dejamos, nuestra vida. El que saca bien del mal, el que hace florecer lirios entre las ruinas, el que responde a la muerte con la resurrección. 

El grano de trigo


Jesús utilizó en su predicación una imagen bella y certera para describir el sentido de su vida y de su Pasión: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Él es el grano de trigo. Durante su vida terrena ha sido espiga, ha sido grano y ha sido pan; pero llega el momento en que debe ser enterrado y morir. Después de su muerte, surge de nuevo y se convierte en el tronco de un árbol inmenso, en la vid de innumerables sarmientos que da mucho más fruto para alimento y gozo de la humanidad. Pero ya no es un alimento perecedero o un agua que no sacia. ¿Qué fruto nos da? Él mismo, la Vida con mayúsculas. La vida que no perece y que nos abre a otra dimensión nueva e inesperada.

Todos los evangelios están escritos, por así decir, desde el final hasta el comienzo, hacia atrás. A la luz de la resurrección los discípulos comprenden la muerte y el sentido de toda la vida de Jesús. Sin resurrección, la buena noticia no existiría y la historia de Jesús se hubiera borrado en el olvido.

Una creencia que nos cambia


Creer en la resurrección no es opcional para el cristiano. Es su origen y fundamento. De ese hecho parte toda nuestra fe. Creer en la resurrección no es un mero agarradero psicológico, un consuelo desesperado, un invento para conjurar el miedo a la muerte y a la nada. La resurrección de Jesús irrumpió en la vida de quienes lo seguían como un hecho inesperado y misterioso, que no preveían y que muy torpemente acertaron a explicar. Pero el reencuentro con Jesús cambió sus vidas de tal manera que su experiencia nos ha llegado hasta hoy. 

Si la resurrección convirtió a unos galileos cobardes y pendencieros en un puñado de misioneros audaces, dispuestos a anunciar con alegría a aquel que amaban, hasta la muerte si fuera necesario, también nos puede cambiar a nosotros. Si creemos de verdad, si la interiorizamos en nuestro corazón, nos hará vivir liberados de miedos absurdos, de ataduras egoístas y de angustias mezquinas. Saber que al final de nuestro camino se abre un abismo soleado hacia otra vida increíblemente más bella y plena, que nunca podremos adivinar, pero que sabemos cierta, convierte la vida de acá en una aventura intensa, alegre y esperanzada. Lejos de despreocuparnos por el presente, como dicen los críticos de la religión, nos hará saborearlo con más paz, en profundidad y con gozo agradecido. Y nos hará valientes: capaces de anunciar esta alegría al mundo, sin miedo al fracaso. Porque, por mucho que podamos sufrir, sabemos que hay alguien a nuestro lado que ya sufrió y ya llevó toda la carga del mundo por nosotros. No estamos solos. Jesus, vivo, hoy, camina a nuestro lado.

sábado, 23 de marzo de 2013

¿Dónde está Dios?


 Explicando la Pasión a los niños


El otro día, en catequesis, expliqué a los niños la Pasión y muerte de Jesús. Les planteé: ¿por qué un hombre bueno, que pasa por la vida haciendo el bien, es condenado a muerte? ¿Por qué esa muerte injusta, cruel, aparentemente absurda?

Les fui explicando, paso a paso, y con palabras sencillas, por qué la bondad de Jesús y la novedad de su mensaje rompían con la religiosidad anquilosada de los fariseos y con el status quo de los sumos sacerdotes. Los creyentes en un solo Dios habían endiosado la Ley y el templo ―y con ello, su justicia y su dinero― hasta el punto que el mensaje de Jesús y su amor a los pecadores y a los marginados llegaron a ser una grave amenaza. ¡Y el pueblo sencillo le seguía!

Los niños entienden. Entienden más de lo que los adultos creemos o queremos admitir. Comprendieron los intereses creados de fariseos, escribas y saduceos, el forcejeo y el juego político de estos con Pilatos, el romano práctico y expeditivo. Comprendieron la coherencia heroica de Jesús, de afrontar la muerte cara a cara y no huir, viviendo lo que creía hasta el fin.

Más les costó entender la traición de Judas. ¿Por qué un amigo traiciona a otro amigo? Surgieron algunas explicaciones espontáneas: avaricia, envidia... Algunos habían oído o visto versiones dispares en reportajes o películas. Y la duda que asalta a tantos cristianos y no cristianos inquieta también a los niños. ¿Se salvó Judas? ¿Lo perdonó Dios? 

¿Qué opináis vosotros?, les pregunté, ¿perdonó Dios a Judas? Las niñas de inmediato respondieron: ¡Sí! Los niños comprenden... Comprenden cómo funciona el corazón de Dios, a menudo mucho mejor que los adultos.

Me escucharon con tremenda atención y, por sus caritas, por el brillo de sus ojos, vi que algunos estaban impresionados, casi conmovidos. Les narré con sencillez, buscando las frases precisas, cómo murió Jesús y cuáles fueron sus últimas palabras. ¿Cómo puede no conmover la historia de un hombre que es Dios y que muere de amor por nosotros?

Les impactó que muriera perdonando a sus enemigos. En seguida saltó quien dijo que él no sería capaz de hacer eso nunca. ¡Reacción tan humana! 

Les gustó saber que un amigo, Juan, y unas mujeres, lo siguieron hasta el fin. Cuando les expliqué las palabras de Jesús a su madre y al discípulo amado y les dije que desde entonces María era madre de todos, una niña exclamó: ¡por eso somos hermanos!

También les gustó saber que hubo un buen ladrón que, pese a toda una vida de fechorías, por arrepentirse en el último momento acompañó a Jesús en su entrada a la otra vida, la del cielo. 

Y surgió ese gran interrogante: ¿Dónde está Dios? La eterna pregunta que arrojan al cielo creyentes desesperados, no creyentes que quizás desearían creer y escépticos que, como los judíos burlones, se ríen ante la cruz y piden un prodigio para poder creer.

¿Dónde estaba Dios, en esos momentos, en que su Hijo sufría tanto?, pregunté, mirando a los niños.
Y ellos, casi a una, señalaron la cruz que presidía la mesa. Allí.  

Ningún teólogo podría explicarlo mejor. ¿Dónde estaba Dios, mientras su Hijo moría? Allí, tendido sobre la cruz, clavado con él, sangrando con él, agonizando con él... Amando hasta el límite, como él.
Se hizo un silencio, durante un instante. Solo que, continué, la historia no se termina aquí...

No se termina aquí porque el Señor de la vida no puede morir, y el Dios hecho hombre tampoco vino para ser enterrado y olvidado, sino para abrir la tierra, rasgar el velo de la muerte y enraizarla con el cielo. Esa otra dimensión donde nos aguarda, vivo, siempre, en cuerpo y en alma.


Una semana después, con los niños de la catequesi hicimos un Vía Crucis, recorriendo el patio de la parroquia. No sé si captaron mucho el significado... No sé si las pequeñas reflexiones, adaptadas a su realidad cotidiana y leídas por ellos mismos en cada estación, llegaron a cuajar un poco en su memoria. Pero al final del Vía Crucis, cuando rezamos por los enfermos, los que sufren y los difuntos, e invité a los niños a formular de manera espontánea sus plegarias, me di cuenta de que sí, algo habían comprendido. Algo o mucho. Rezaron por sus abuelos, sus tíos, un hermanito, un vecino, fallecidos recientemente, o incluso antes de nacer ellos. Rezaron incluso por sus mascotas muertas ―¡también son criaturas de Dios!― y por los abuelos vivos, para que «vivan más años y sigan bien». Rezaron con esa frescura y limpieza de corazón que llega directa al cielo, la oración más bella que puede alcanzar los oídos de Dios.

Sí, los niños entienden... ¡tantas cosas! Entienden que les hablemos del amor, de la muerte, de la entrega y del cielo. Y, a veces, a los adultos tan embebidos en nuestras rutinas y racionalidades diarias, nos dan auténticas lecciones de teología y humanidad.