domingo, 29 de junio de 2008

Se inicia el Año Jubilar de San Pablo

Hace dos mil años, en una próspera ciudad del sur de Anatolia, bañada por el Mediterráneo oriental, nació un hombre que cambiaría el trayecto de la humanidad. La historia de amor de Dios con los hombres está jalonada de sucesos concretos, de rostros humanos, de personas que, como Pablo de Tarso, se dejaron enamorar por él y dedicaron la vida entera a esparcir su llama por el mundo.

Pablo, el único de los apóstoles que no conoció a Cristo en vida, es el que llevó su palabra más lejos. Por su celo fervoroso y su apasionada labor, el Cristianismo saltó las fronteras de Israel y se extendió por muchos pueblos y países. Con Pablo, la fe cristiana se universaliza y el mensaje de Jesús se abre a todos los pueblos y culturas. Podemos decir casi con total certeza que los cristianos de hoy debemos la transmisión de la fe a este misionero incansable.

Hoy vivimos un contexto similar en muchos sentidos al que conoció Pablo. Inmersos en una cultura sofisticada, que parece no tener lugar para Dios, los cristianos mantenemos viva la fe en medio de oleadas adversas e indiferentes. El ejemplo de Pablo nos espolea. No temió predicar al mundo pagano de su tiempo, buscando la manera de hacer llegar su mensaje a gentes muy diversas. Soportó incomprensiones, adversidades, persecución, hasta la cárcel y la muerte. El amor de Jesús, que lo prendió camino de Damasco, siempre prevaleció sobre los obstáculos. Hoy, sus epístolas y su historia, relatada en los Hechos de los apóstoles, nos hacen llegar su voz, más viva que nunca. El Año del Jubileo de San Pablo es una oportunidad para conocerlo a fondo y, como él, llegar a enamorarnos de Cristo y entusiasmarnos para difundir su Verdad.

Podéis visitar la web del Vaticano con toda la información sobre la celebración y actos del Año Jubilar Paulino: http://www.vatican.va/

domingo, 22 de junio de 2008

La ley y la gracia

Comentario a la carta de Pablo a los romanos (Rm 5, 12-15 )
En su carta a los romanos, Pablo habla largamente de uno de los temas clave de su predicación: la ley y la gracia. La Ley judía recoge una rica tradición y la consciencia de pecado del hombre que se aparta de Dios. Pablo reconoce que la tendencia a pecar existe desde el comienzo de la humanidad, aunque la persona sea inconsciente. También vincula el pecado a la muerte, y no sólo a la muerte natural, sino a una muerte mucho más terrible: la muerte del alma que se marchita, falta de fe y de sentido. La ley nos hace reconocer la culpa y distinguir entre el bien y el mal. Y esto es necesario, pues nos permite emprender un camino de reconciliación y purificación interior. Sin embargo, no es la ley la que nos salva. No son la doctrina ni los mandamientos lo que nos librará de la muerte, sino la gracia de Dios.

Es fácil caer en el pesimismo y desilusionarse ante la fragilidad de la naturaleza humana. Pero Pablo aporta un mensaje esperanzador: el amor de Dios es infinitamente mayor que nuestros fallos. Es más poderoso incluso que la muerte. Y Pablo compara a Adán, el hombre que desconfió y cayó en la tentación, con Cristo, que la superó y se abandonó en brazos del Padre para cumplir su voluntad. La entrega de Jesús ha bastado para abrirnos el cielo y salvarnos a todos.

domingo, 15 de junio de 2008

Reconciliarse con Dios

Comentario a la carta a los romanos (Rm 5, 6-11)

La salvación: un rescate del abismo

En este fragmento de su carta a los romanos, el apóstol nos habla de nuevo del gran sacrificio de Jesús, entregando su vida para salvarnos. La idea de salvación nos evoca un naufragio o la supervivencia ante grandes catástrofes. ¿De qué salvación podemos hablar, en el mundo de hoy? Muchas personas que ya viven acomodadamente, con educación y cultura, a menudo desprecian nuestra fe. “No necesitamos ser salvados”, dicen, porque el hombre ya tiene capacidades suficientes para vivir por sí mismo. Su inteligencia y su trabajo bastan. El hombre no necesita de un Dios paternalista que lo salve.

Pero, en realidad, la vida es mucho más tormentosa. La enfermedad, la muerte y dificultades diversas nos acechan y a veces amenazan con hacernos zozobrar. La guerra, el hambre y las catástrofes naturales azotan el mundo, y ningún país puede asegurar librarse de ellas. La persona que no cree acaba sintiéndose a merced de olas poderosas que no puede controlar. ¿Qué sentido tiene todo, si nuestra existencia acaba con el vacío de la muerte, de la nada? Y el miedo nos invade, poco a poco, como una enfermedad callada que nos carcome por dentro y nos impide vivir en plenitud.

Es justamente de esto que Jesús, con su muerte y resurrección, nos salva. Nos rescata del abismo del miedo y del sinsentido. Y aún más. Pablo señala una palabra: reconciliación. Nos reconciliamos con Dios, volvemos a sus brazos. Y, “estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida”.

Reconciliarse con Dios

Reconciliarse con Dios es un camino necesario para alcanzar la paz. ¿Cómo podemos vivir peleados con la fuente de nuestra misma existencia? ¿Cómo sostener durante mucho tiempo una pugna con aquel que nos ama hasta el extremo? ¿Cómo vivir rechazando al mismo Amor?

Por eso Pablo predica incansable, deseando tocar los corazones de sus oyentes, para que sean conscientes de ese amor que Dios desea derramar en su criatura predilecta. Para recibirlo, no hace falta un corazón grande, fuerte o superdotado. Tan sólo es necesario un corazón abierto. Un espíritu humilde y audaz, dispuesto a recibir. Las palabras de Pablo son aldabonazos que repican en nuestras puertas. Escuchémoslas. Atendamos a esa llamada tremenda, que pide una meditación serena y profunda: “la prueba que Dios nos ama es que Cristo, cuando aún éramos culpables, murió por nosotros”.

Un héroe puede morir por salvar a un justo. Pero sólo Dios puede librarse a la muerte para salvar a una multitud de pecadores. Así lo entendió Jesús, dando generosamente su vida. Porque, a los ojos del Padre, todos somos hijos amados de sus entrañas.

domingo, 8 de junio de 2008

Hacerse fuertes en la fe

De la carta a los romanos (Rm 4, 18-25)
En su carta a los romanos, Pablo recalca la importancia de la fe. La fe nos justifica por encima de lo que podamos hacer, porque nuestras obras son pequeñas y a menudo fallamos, pero las obras de Dios son grandes. Si dejamos que Dios actúe en nosotros, veremos maravillas. Cuando nos sentimos flaquear en nuestra seguridad, es cuando podemos "hacernos fuertes en la fe".

Pablo recuerda la historia de Abraham, que creyó “contra toda esperanza”. A veces nos resulta difícil creer, pues la lógica nos dice otra cosa. En términos humanos es fácil ser pesimista y centrarse en nuestras limitaciones. Pero si miramos la realidad desde Dios todo cambia. Para Dios nada es imposible y él puede sacar frutos asombrosos de cada persona.

No seremos nosotros quienes nos salvemos, sino Dios. No alcanzaremos la felicidad de nuestra vida siguiendo nuestros propios criterios y escuchándonos a nosotros mismos, sino confiando en Dios. Él sabe mejor lo que desea nuestro corazón. Incluso lo sabe mejor que nosotros, y nos ama más que nadie.

Finalmente, las personas tenemos buena voluntad, pero a veces fallamos, somos inconstantes y no cumplimos nuestras promesas. Fiémonos de Dios, porque él las cumple siempre.

domingo, 1 de junio de 2008

El corazón de Jesús

Junio es un mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. La imagen del corazón es símbolo del amor humano. En las sagradas escrituras, el corazón significa el fondo de las personas, lo más profundo de su ser. Así, adorar al Sagrado Corazón de Jesús es adorar lo más hondo de su persona. Y la intimidad de Jesús está llena de su amor a Dios Padre.

Pocas lecturas como la carta de san Juan explican con tanta hondura qué es el amor y cómo llegar a vivirlo: “Todo aquel que ama es hijo de Dios, ha nacido de él y lo conoce. Los que no aman no conocen a Dios, porque Dios es amor”. (1 Jn 4, 7)

Dios es amor. No puede haber descripción más simple y más certera de la naturaleza de nuestro Dios. Pero, ¿qué es el amor?

No se trata de sentimientos, o de sensaciones íntimas que nos llenan de regocijo y bienestar. Tampoco es una pasión voluble ni un deber social o humanitario. No. El amor sobrepasa y desborda la esfera psicológica y emocional. Va mucho más allá de las leyes humanas. El mejor ejemplo del amor es el mismo Dios, y los apóstoles Juan y Pablo se prodigaron en sus cartas y discursos para explicarlo.

“El amor es esto: no hemos sido nosotros quienes nos hemos adelantado para amar a Dios; él es quien nos ha amado primero. Tanto, que ha enviado a su Hijo como víctima propiciatoria…”

Juan se hace eco de otras palabras, pronunciadas por Jesús, su maestro, en la última cena: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. El amor es esto: donación. El amor es entrega pura, libre y total. Sabemos que Dios nos ama porque no sólo nos ha dado el mundo entero, la existencia y la capacidad de ser conscientes de tanto don. Dios se ha dado a sí mismo, y éste es el corazón, la médula de nuestra fe. El Cristianismo, como señalan muchos teólogos, no es una religión de fieles suplicantes que claman al cielo, sino que es el regalo espléndido de un Dios que se entrega a sí mismo.

Éste es el misterio y la luz que anima el corazón de Jesús, que late hasta morir desangrado por amor. Es la donación sin reservas, sin condiciones, derrochando fuerza y vida por los demás. Y es un sacrificio que resulta “suave”, como dice Jesús, cuando el corazón se torna manso y humilde, dócil en manos de Dios.

“Nunca nadie ha podido contemplar a Dios, pero si nos amamos, Dios está en nosotros, y dentro de nosotros su amor es tan grande que ya no nos falta nada”.

A quienes dudan, a quienes se preguntan, ansiosos, dónde está Dios, y cómo llegar a conocerlo, estas palabras dan la respuesta. Dios se hace visible allí donde hay alguien que ama. Allí donde unas manos sirven, amorosas, y trabajan por el bien, allí vemos la mano de Dios.

Y para quienes sufren de una sed insaciable, sed de vida, de alegría, de plenitud, también el evangelio tiene respuestas. El amor, si es auténtico, llena el alma de tal manera que ya no necesitamos más. Dios es el agua fresca que colma los corazones ávidos de inmensidad.