lunes, 20 de marzo de 2006

Eva, la primera

Hoy me atrevo a abordar el personaje de Eva, la primera mujer, co-protagonista de uno de los primeros y más célebres episodios bíblicos. Lo hago a sabiendas que se trata de un personaje controvertido que para muchos, desde los más conservadores hasta las más avanzadas feministas, dista mucho de ser un modelo.

Es mucha la literatura que ha suscitado Eva. Encontramos las interpretaciones de muchas abanderadas del feminismo postmoderno, que comparan a la victimizada y sometida Eva con la mucho más sutil y emancipada Lilith. De otra índole es toda la tinta vertida en torno al mito de la mujer fatal, nacido de un pensamiento decadente con raíces mucho más antiguas, que considera a la mujer como fuente de todo mal y perversión, poco menos que un diablo seductor con garras escondidas, que atrae a los hombres hasta su perdición.

Víctima o rebelde, seductora o engañada, compañera del hombre y madre, Eva se presenta como un símbolo de la feminidad. Quisiera dar un enfoque sobre ella inspirándome en diversos teólogos y pensadores cristianos que, en consonancia con la encíclica Mulieris Dignitatem, de Juan Pablo II, han dado una interpretación original y poco difundida sobre su figura.

El primer ser humano

Dicen muchos teólogos que Eva es el arquetipo de la humanidad. Es más, yo añadiría que se erige en el prototipo de la humanidad que despierta a la conciencia. Eva es creada por Dios. Como Adán, su compañero, dialoga con él y es a ella a quien el diablo se dirige para ofrecerle una alternativa al paraíso que Dios les ha brindado. ¿Por qué es a ella a quien escoge el maligno? No es porque sea la más débil o la más ingenua, sino porque sabe que ella es inteligente, sabe razonar y tiene mayor poder para decidir, por encima del hombre. Por ello Eva se presenta como símbolo de la humanidad libre, capaz de discernir.

Por otra parte, el nombre Eva, en hebreo significa Vida. Eva personifica la vida humana sobre la tierra.

Una actitud muy humana

La serpiente, muy sibilina, sabe cómo tentar a la mujer. Le ofrece sabiduría, poder y libertad sin límites. Eva recoge en sí aspiraciones muy profundas del corazón de la persona. Su actitud, de curiosa y atenta escucha a las proposiciones del diablo, es sin duda muy humana. El afán de saber y de poseer cada vez más parece que es algo connatural al ser humano. Pero algo viene a torcerlo todo.

La Biblia nos relata que, en el paraíso, Adán y Eva tenían todo cuanto necesitaban. Podían vivir felices, despreocupados, desnudos en una limpia inocencia, alimentados y cuidados por la mano providente de Dios. Nada les faltaba. Ni siquiera la compañía, su amor mutuo y la amistad, entrañable, con su mismo Creador. Dios paseaba con ellos y conversaba, a la caída de la tarde, por los vergeles del paraíso…

No obstante, aún en medio de la plenitud, algo viene a turbar esta paz. El diablo no puede negar que Eva disfruta de muchos bienes. Pero le ofrece algo que no posee: el poder ilimitado. ¿Por qué Dios les prohíbe tocar los frutos del árbol de la ciencia? ¿Por qué Dios les impone una limitación? Ni Eva ni Adán son dioses. No han creado el mundo ni se han creado a si mismos. Pero el demonio les hace creer que, sin ser Dios, pueden obtener su mismo poder.

De pronto, Eva pierde la perspectiva, inducida por las palabras dulces y astutas de la serpiente. Ésta la aturde, la confunde y le hace creer que es lo que no es: una diosa, autosuficiente y omnipotente. Es la dulce embriaguez del ser humano que, consciente de su valía y ensoberbecido ante su saber y su potencial, cree no tener límites y se equipara al mismo Dios. La actitud del hombre endiosado es muy frecuente, y hoy especialmente es alentada por el progreso científico y tecnológico.

La desconfianza, raíz de la caída

Para tentar a Eva, el diablo recurre a la más sutil de las armas: la desconfianza. Es ese sutil veneno que va infiltrando en el corazón de Eva, la mujer, imbuida por promesas de una mayor plenitud y fascinada ante la posibilidad de rivalizar con el mismo Dios. ¿Cómo lograr que Eva escuche al tentador? Provocando su recelo. Tal vez Dios te engaña. Tal vez no desea tu bien, sino tu sumisión. Tal vez te está prohibiendo algo para evitar que crezcas, que seas mayor, que seas más tú misma… Finalmente, el maligno consigue que Eva desconfíe de aquel que más la ha amado, de aquel que la ha creado y le ha dado la existencia, con todo su amor y ternura. La desconfianza es la raíz de la ruptura. Brota en el corazón de Eva, después en el de Adán, y acaba resquebrajando la amistad entre ellos y Dios.

El relato bíblico no hace más que reflejar una realidad constante en la historia de la humanidad. Allí donde anida la sospecha se rompen las relaciones, se desvirtúa la amistad, se pervierte el amor. Se quebrantan los vínculos y surgen los conflictos, la guerra y la muerte. Tal vez el primer pecado, o el primer error de Eva, no fuera otro que éste: la desconfianza.

Desconfiar de aquellos que nos quieren bien nos conduce a una situación trágica de dolor, de ruptura y de temor. Así lo vivieron, según el relato bíblico, Adán y Eva, una vez cayeron ante la invitación de la serpiente. El pecado no fue comer la manzana en si, sino llegar a desconfiar del mismo Dios que les había dado la vida. Golpearon de muerte una bella amistad. Por esto la Biblia dice que Adán se sintió avergonzado y tuvo que cubrirse, consciente de haber perdido la inocencia, que no era otra cosa que la confianza total e incondicional en su Creador.

La fuerza que sobrevive

Pero Dios siempre es mayor que el mal. Y la mujer, criatura de Dios, tiene una fuerza en si capaz de vencer el mal, aunque deba arrastrar sobre sus espaldas todo el dolor del mundo. Así, Dios se dirige a Eva y la advierte. Conocerá el dolor y sufrirá para alimentar a los suyos. Su vida se convertirá en una lucha constante contra el mal. A pesar de todo, la mujer se levantará una y otra vez y seguirá luchando. Es en el breve final del episodio bíblico cuando Eva –la mujer –se nos presenta con mayor fuerza dramática. La serpiente te morderá y tú la herirás con el talón. El mal siempre acechará a la humanidad, como vemos cada día. Pero la mujer siempre levantará su mano, su voz y su corazón, para luchar por la vida. Eva se convierte en emblema de la mujer luchadora que, día tras día, persiste en su empeño para sobrevivir a la muerte y la destrucción. Y Dios, pese a su alejamiento por desconfianza, nunca dejará de estar a su lado, peleando con ella. Esta figura de la mujer combatiente preludia la imagen de María, la salvadora, junto a su hijo Jesús. Eva es la mujer que agoniza en la contienda, sin rendirse. María se convertirá en el signo de la mujer victoriosa, porque, a diferencia de Eva, ella sí ha confiado en Dios y ha puesto su vida en sus manos.