domingo, 31 de julio de 2016

Jesús nunca habló mal...



El futuro de la Iglesia


Para los cristianos de hoy, que vemos cómo nuestras parroquias se van quedando cada vez con menos gente, a veces nos surge la inquietud. ¿Qué pasará dentro de unos años, cuando todos envejezcamos y muramos? ¿Sobrevivirá la Iglesia?

Dicen los teólogos que el futuro de la Iglesia pasa por su diálogo con la cultura. Pero ¿qué significan estas palabras? ¿Acaso la Iglesia no forma parte de la cultura? Lo fue en el pasado, una parte imprescindible y crucial que marcó la filosofía, el arte, las ciencias... Hoy la religión ¿es sólo un fenómeno residual, anticuado y condenado a al extinción? ¿De verdad nos hemos quedado al margen de la  cultura?

Intento ponerme en la piel de las personas no creyentes o alejadas de la Iglesia. Es verdad que la Iglesia en el pasado protagonizó episodios lamentables y ejerció un poder absoluto sobre muchas personas. Pero hoy, ¡es tan diferente! Muchos ignoran lo que hace la Iglesia hoy, lo que pensamos los cristianos, los avances de la teología, que a menudo va muy por delante de las ideologías más progresistas. Otros reconocen al menos la labor social y humanitaria de las instituciones eclesiales, como Cáritas o Manos Unidas. Pero en la mayoría de gente hay críticas a la Iglesia. Se nos acusa de ciertas cosas recurrentes. No hablo de los errores del pasado ni de los pecados presentes de algunos miembros de la Iglesia. La mayoría de cristianos actuales somos inocentes de esos crímenes... Hablo de algo mucho más habitual, hablo de actitudes y formas de hacer que son comunes a muchos cristianos, tanto laicos como miembros del clero.

¿Por qué nos critican?


¿De qué nos pueden acusar, con justicia, los no cristianos? Me parece que, al menos, de tres cosas. Primera, de pretender que todo el mundo piense y tenga la misma moral que nosotros. Aún queda esa nostalgia del pasado, cuando la Iglesia marcaba una gran influencia social. Segunda, de creernos mejor que los demás. Ese complejo de superioridad moral, que a menudo se contradice con nuestra vida diaria, porque no somos mejores que nadie en el día a día, nos hace antipáticos y arrogantes a los ojos de muchos. Y tercera, de hablar mal y juzgar a los que no piensan ni creen lo que nosotros. Cuántas veces cuestionamos, atacamos y despreciamos otras creencias, otras formas de pensar y de vivir, e incluso a las personas que votan a un partido contrario al que votamos nosotros.

¡Todo esto no es cristiano! Y menos aún, católico. Porque católico quiere decir universal. Y quiere decir que Dios es padre de todos, y toda persona, por muy distinta que sea, merecer aprecio y valoración. Ella, sus convicciones y creencias.

El mejor ejemplo


Pienso en Jesús, nuestro maestro y nuestro ejemplo. El es quien mejor puede iluminar nuestra conducta. Jesús nunca habló mal de los de afuera. Jamás criticó a los paganos, ni a los romanos, ni a los extranjeros. Las palabras más duras que encontramos en los evangelios están dirigidas a los de adentro. A los que se creían perfectos, puros, guardianes de la fe. A los letrados y escribas, los expertos en la palabra de Dios. A los fariseos, practicantes devotos y rigurosos, que cumplían todos los mandamientos a rajatabla. Si fuera hoy, podríamos decir que los sermones más duros de Jesús se dirigirían a los feligreses de las parroquias y a los curas, a los teólogos y a los religiosos. A los que decimos creer y practicar, pero no siempre somos coherentes con nuestra fe. Predicamos una cosa y a menudo vivimos una doble vida. Cumplimos los 10 mandamientos y todos los preceptos de la Iglesia, pero nos falta cumplir el esencial; sin él, todos los demás son vacíos e inútiles. Nos falta cumplir con el mandamiento del amor.

¡Qué fariseos somos! Nos rasgamos las vestiduras ante la cultura laicista y anticlerical que nos rodea, pero somos incapaces de dar la paz en la iglesia a una persona que nos cae mal, o que nos ha molestado. Atacamos la grosería de la telebasura pero apenas salimos del templo nos ponemos a criticar a nuestros vecinos. Nos abatimos ante las noticias de las persecuciones de cristianos y los mártires pero somos incapaces de sacrificar una hora de nuestro tiempo o un billete de nuestro monedero por ayudar a la Iglesia.

Jesús no perdió el tiempo. Hoy diríamos que Jesús no gastó una palabra en criticar a los ateos, los laicistas, los fieles de otra religión o los consumidores de místicas a la carta que ofrece la New Age. Jesús no los criticaría ni se metería con ellos. Quizás incluso sería amigo de algunos de ellos. Jesús nos interpelaría a nosotros, los que creemos ser fieles. Los que creemos ser elegidos, por el hecho de ser cristianos, y mejores que los demás. Claro que somos elegidos y mirados por Dios. Nuestro bautismo nos ha hecho hijos predilectos. ¡Pero qué malos hijos para tan buen Padre! Nos dedicamos a criticar a nuestros hermanos diferentes y no nos aplicamos a crecer en el amor, que es, finalmente, a lo que estamos llamados. 

Un propósito


A partir de hoy, me propongo ―sé que me costará― no hablar mal de nadie. Ni criticar a nadie, ni personas ni religiones ni tendencias filosóficas diversas ni culturas. No quiero perder el tiempo. El breve intervalo de mi vida, que sea para dar gracias, alabar a Dios, con mi vida y mis obras más que con palabras, y para despertarme y estar en vela. En medio de la tiniebla, bueno será estar despejado y encender una pequeña hoguera. No para quemar, sino para dar calor, luz, acogida. Como lo hizo Jesús, que no vino a condenar a nadie, sino a que todos se salvaran.
 
Sí, quizás este sea el camino de la Iglesia: no criticar a la cultura, sino dialogar con ella. Sentarse a charlar, como viejos amigos, al amor de un fuego cálido. Escuchando con los seis sentidos. Sin pretensiones, sin complejos de superioridad ni de inferioridad. Sin querer cambiar a nadie: queriendo amar a todos.

Intentaré poner en práctica el aviso de Santa Teresa: Hermanas, una de dos: o no hablar o hablar de Dios.