sábado, 11 de diciembre de 2010

Cautelas de San Juan de la Cruz -2-

Esta semana (el día 14) celebraremos la fiesta de San Juan de la Cruz. En memoria de este santo amigo, retomo sus "Cautelas" para quien desea avanzar en el camino espiritual (contra el mundo, el demonio y la carne) y comento las tres siguientes.

Contra el demonio

Hablar del demonio hoy día puede sonar arcaico y fuera de lugar. Quizás porque el nombre está demasiado cargado de connotaciones folclóricas o represivas de otras épocas. Pero el demonio, o el Mal, si preferimos llamarlo así, existe. Está presente en el mundo y acecha nuestras vidas continuamente. La evidencia del mal se nos muestra cada día, de forma flagrante cuando vemos un noticiario en televisión o leemos la prensa, pero también cuando miramos hacia nuestra historia personal y vemos cuánto dolor han causado las envidias, el egoísmo, la cobardía o la ira. Todo esto son manifestaciones de sumisión, consciente y quizás alguna vez deliberada, a las invitaciones del maligno, que no persigue otra cosa que nuestra aniquilación.

San Juan avisa: el demonio es muy listo y no va a tentar a una persona espiritual con cosas malvadas y espantosas. Lo más corriente, dice, “es engañarlos debajo de especie de bien, y no debajo de especie de mal, porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán”.

San Juan nos hace ver que es necesario desarrollar finura y madurez interior para discernir cuándo detrás de algo aparentemente bueno puede esconderse una sutil trampa diabólica.

Primera cautela

Jamás te muevas a cosa, por buena que parezca, si no es por obediencia.

¡Duro consejo! Porque la obediencia es otra palabra que hoy no está nada bien cotizada. Nos parece contraria a la libertad, un valor máximo que defendemos ante todo.

Si bien hay que entender este aviso en el contexto de la vida religiosa y conventual, no es menos cierto que también podemos aplicárnoslo a los cristianos laicos de a pie, en pleno siglo XXI.

¿Qué significa obediencia? La palabra etimológicamente significa oír con atención. Es decir, se trata de escuchar, atender y seguir, con confianza y lealtad, aquello que nos dicen las personas que tienen autoridad en nuestra vida y en nuestro apostolado. Desde los padres, en el caso de los jóvenes o menores de edad; hasta el sacerdote, un director espiritual, un profesor, una persona que sabemos que nos ama y quiere lo mejor para nosotros… No estamos solos en el mundo ni somos enteramente autosuficientes. El hombre más maduro y formado, el más alto cargo de cualquier institución, si quiere actuar bien, no carece de amigos y personas que le aconsejan y ayudan, y a quienes sabe escuchar.

En el caso de quienes colaboramos en parroquias, movimientos u ONG, es importante escuchar y seguir a los líderes —que son pastores, sobre todo—. No con sumisión ciega, pero sí con humildad y actitud abierta y despojada de prejuicios. Se trata de saber actuar en equipo, en comunidad y en comunión. Porque la misión es de todos, no de uno solo. Muchas veces, la resistencia a “obedecer” —o a escuchar— es causada por la vanidad o por la convicción de ser superior a otros, el deseo de destacar y de presumir. A veces tenemos ideas presuntamente geniales y queremos ponerlas en práctica a toda costa, sin considerar las consecuencias y sin pensar que quizás pueden acarrear problemas a otros, o que quizás no sean tan fructíferas como otra iniciativa puesta en común. Esta cautela nos limpia de golpe de todos esos orgullitos interiores que pululan en nosotros, mezclados de buenas intenciones. San Juan lo dice lisa y llanamente: “De otra manera, ni perderás el amor propio ni ganarás amor de Dios”.

Segunda cautela

Jamás mires al sacerdote con menos ojos que a Dios.

Otra sentencia difícil. Porque, ¡es tan fácil, y nos gusta tanto, criticar a nuestros curas! Son humanos y cargados de defectos, cierto. Pero no descuidamos ocasión para señalarlos, ahora más que nunca. A veces escucho juicios y críticas que me sorprenden, no porque sean falsos, sino porque quien los pronuncia habla como si emitiera dogmas ex catedra y como si fuera perfecto e irreprochable.

¿Quién puede tirar una primera piedra para condenar a nadie?

Esta cautela me recuerda los escritos del cura de Ars sobre la enorme dignidad del sacerdocio. Los sacerdotes, más que nadie, hacen real aquella frase de san Pablo: somos vasos de barro que contienen un tesoro inmenso. El vaso puede ser muy quebradizo y pobre, pero ¡el tesoro que alberga es Dios mismo!
Por eso un sacerdote, llamado a una misión tremenda, ocupar el lugar del Cristo, merece la misma consideración que Dios mismo.

Es cierto que esta cautela la podemos hacer extensible a nuestros hermanos, recordando a San Juan: “Dices que amas a Dios y no amas a tu hermano… ¡hipócrita!”. Sí, cuánta hipocresía lucimos a veces. Aunque parece que amar al hermano, especialmente si es pobre y desvalido, o si es un igual a nosotros, nos resulta más fácil o familiar. Pero poner en su lugar al sacerdote y ver en él más allá de su condición, de su carácter, de la simpatía o antipatía que despierta en nosotros… eso cuesta más.

Y “mirad que el demonio mete mucho aquí la mano”, advierte san Juan.

Alguien, leyendo esto, puede decir que abogo por una sumisión fácil a la jerarquía eclesiástica. No va por aquí la reflexión. Lo ideal es que en todas las comunidades reinen dos cosas: el amor y el servicio. El cargo del sacerdote no es —ni debe ser, por más lastres históricos que arrastremos— un ejercicio de poder, sino un servicio, muy sacrificado y hermoso, de entrega a los demás, sin atadura humana ni de ningún tipo. Ese es el sentido del orden sacerdotal y del celibato.

Los sacerdotes y los feligreses estamos llamados a ser amigos, y es desde la amistad desde donde se puede dar la confianza, la escucha mutua y desde donde fraguar proyectos conjuntos que den buen fruto.

Tercera cautela

Procura humillarte en palabra y obra, alegrándote del bien de los otros como del de ti mismo.

Este es el mensaje de esta tercera cautela que va a cortar de raíz todo germen de celos y envidia.
Hay que entender de nuevo la palabra humillación. No se trata de denigrarse, de tener una baja autoestima, de encogerse y mostrar una falsa modestia. Santa Teresa dice, con mucha gracia, que nada de falsos encogimientos. Pero tampoco arrogancia. Por “humillarse” san Juan se refiere a la humildad, al realismo de conocerse uno como es, con sus cualidades y sus miserias, ni mejor ni peor que los demás.

“En palabra y obra” nos dice que hemos de actuar y hablar sin petulancia, sin afán de ser vistos, sin histrionismos ni presunción. Nos invita a actuar con sencilla elegancia, con suavidad y delicadeza, con cordialidad sin ser empalagosos; con firmeza sin ser tajantes; con humildad sin exagerada timidez.

Y alegrarse del bien de los demás como del propio es un acto de enorme generosidad. Parece dificilísimo, pero san Juan continúa su cautela con unas palabras que casi no necesitan comentario: “queriendo que (los demás) se antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón, y de esta manera vencerás en el bien, y echarás lejos el demonio, y traerás alegría de corazón”.

Quien lo haya probado, sabrá que es cierto, y que pocas cosas liberan tanto el espíritu como alegrarse, sinceramente, por el bien y el éxito ajeno. Desprenderse del ego narcisista y saber gozar con el bien de los demás es un acto de madurez espiritual que aporta una gran libertad interior.

San Juan acaba rematando esta cautela con dos apuntes: practica esto, alegrarte del éxito ajeno, especialmente con aquellos que peor te caen. Y busca antes ser enseñado de todos “que querer enseñar aún al que es menos que todos”.

Resumiendo, estas tres cautelas contra el demonio son avisos ante actitudes muy humanas que tienden a halagar nuestro egoísmo y nuestra vanidad. Disfrazadas convenientemente de amor propio, autoestima, crítica a la autoridad, simpatías humanas, libertad, creatividad… ocultan muy a menudo orgullo, egocentrismo, endiosamiento de uno mismo y un conflicto mal resuelto de convivencia con los demás.

El camino para superarlas no es fácil. Nunca fue el Cristianismo una puerta ancha ni una autopista cuesta abajo. Pero la ascensión hacia la cumbre, por dificultosa que sea, nos depara bellezas y horizontes insospechados.

martes, 7 de septiembre de 2010

Despedida a Mn. Joaquín

Después de 17 años con nosotros como rector, la comunidad de la parroquia de San Pablo tiene mucho que agradecer a Mn. Joaquín por todo lo que ha hecho.

Una de sus grandes aspiraciones ha sido convertir la parroquia en una familia, donde todos nos conozcamos, podamos llamarnos por el nombre y crear vínculos de caridad unos con otros. Su deseo ha sido hacer de la parroquia una casa grande, una casa de Dios y casa de todos, una verdadera embajada del cielo en medio del Raval. Quizás las personas que hemos estado a su lado no siempre lo hemos hecho bien, pero quien ha sido atendido por Mn. Joaquín siempre ha encontrado en él un oído atento, una presencia cálida y unas palabras de ánimo y esperanza.

Otro aspecto en el que Joaquín ha querido trabajar es en el espacio físico. Recibió una parroquia recién construida, apenas terminada junto a la ruina del viejo edificio. Durante sus años de rector, y tras muchos esfuerzos por buscar recursos y ayudas, podemos decir que nos deja una parroquia hermosa, digna, llena de luz y de belleza. Él alentó a Francesc Martínez, nuestro pintor, a cubrir las paredes desnudas de obras de arte que nos sobrevivirán a todos, y que dejarán constancia de una generosidad muy grande del artista y del empeño evangelizador del párroco.

Si en algo ha destacado Joaquín ha sido en su entusiasmo apostólico y en su creatividad. Haciendo honor al santo titular de la parroquia, no ha cejado nunca en su labor evangelizadora, hacia adentro y hacia fuera; hacia los feligreses de siempre y hacia los más alejados. Y siempre con esa fuerza, esa alegría y ese temple de enorme firmeza espiritual y convicción que jamás ha vacilado.

Como todo párroco, ha atravesado situaciones muy diferentes. Han sido, en pequeñito, como las vivencias de Jesús y de todo apóstol comprometido. Ha vivido los momentos ilusionados de los inicios, las dificultades de despertar a un barrio frío religiosamente; épocas de una intensa labor social; tiempos de persecuciones y de lucha; tiempos de cosechar éxitos y apoyos; tiempos de Domingo de Ramos, con el templo abarrotado y resonando de aplausos; tiempos de Getsemaní. Y ahora afronta el cambio, después de tantos años. Todo cambio es, en cierto modo, una muerte. Un dejar atrás muchas cosas, y también personas y afectos. Pero, como toda muerte cristiana, es también el preludio de una resurrección. Un cambio es una oportunidad, un estiramiento espiritual, un estímulo para crecer, y nosotros como comunidad deseamos que esto sea así también en su caso.

Mn. Joaquín siempre ha sido un hombre de confianza. Alguien en quien confiar y alguien que ha confiado mucho en las personas. Sus colaboradores más cercanos lo sabemos: sabe dar responsabilidades, libertad y cauce a la creatividad de cada cual; y al mismo tiempo también da confianza y apoyo. Como buen maestro, a su lado hemos podido aprender y madurar, como personas y como cristianos. Pero, especialmente, Joaquín ha confiado y confía en Dios. Esta fe inquebrantable le ha permitido mantenerse siempre fuerte, siempre alegre pese a las dificultades, siempre animoso y luchador. Siempre feliz y agradecido, como a menudo nos repite, por el don de ser sacerdote.

Ahora marcha, y se va a abrir caminos a otra parroquia, con otra comunidad. Los párrocos pasan, las gentes pasan y los tiempos cambian… pero hay vínculos que no se romperán nunca. Y esto lo sabe muy bien Joaquín, que por todas las parroquias donde ha estado ha ido dejando un buen puñado de amigos y personas que le quieren, le siguen y continúan cercanas a su corazón. Son su feligresía universal, por así decir, más allá de los límites territoriales de una parroquia u otra. Son la feligresía del corazón. Las auténticas amistades, los afectos sinceros y profundos, perdurarán. En palabras de san Pablo, nuestro patrón, todas las cosas del mundo pasarán, pero… “el amor no pasará nunca”.

domingo, 4 de julio de 2010

Cautelas de San Juan de la Cruz -1-

Además de sus poemas y sus obras más conocidas, como Subida al Monte Carmelo, San Juan de la Cruz escribió numerosas cartas, reflexiones y consejos espirituales dirigidos a sus monjes y a religiosas de su orden. Entre estos escritos leí hace poco unas “cautelas” que redactó a modo de avisos para que toda persona consagrada pueda vencer a los tres tradicionales enemigos del alma: el mundo, el demonio y la carne.

Aunque el lenguaje de estos textos nos pueda parecer arcaico, estas cautelas me parecieron consejos totalmente actuales y aplicables a los cristianos de hoy, consagrados o no, y muy especialmente a aquellos que están comprometidos en parroquias, movimientos o comunidades. Voy a intentar resumirlos y traducir a un lenguaje moderno su contenido. Hoy comenzaré por las cautelas “contra el mundo”.

Contra el mundo

Antes de empezar, hay que precisar que no se trata de ir contra el mundo armados como héroes justicieros, automarginándonos, pertrechándonos tras un muro o atacando con beligerancia aquello que no está conforme con nuestras ideas y valores. Por mundo, como concepto teológico, podemos entender todas aquellas tendencias, ideologías y actitudes que arrastran a la persona, anulan su capacidad de juicio y la impiden crecer, madurar y dar lo mejor de sí. ¡Y hay tantas! Forman una auténtica riada cuyo único fin es masificar la sociedad humana, envolverla en su cieno y adormecerla, para poder manipularla mejor. Muchas de estas ideas y contravalores incluso se nos presentan como positivos, naturales, humanos y atractivos. Veamos qué nos dice San Juan.

Primera cautela

Ten igualdad de amor y olvido con todas las personas. No ames más a unos que otros. No tengas preferencias familiares.

Con esto, se nos dice que debemos amar a todos y mostrarnos amables, pacientes, delicados y generosos con toda persona, sin distinción. Por supuesto, no vamos a tratar con la misma confianza a un ser querido que a alguien a quien apenas conocemos; ni tampoco vamos por eso a destruir esos vínculos especiales, de simpatía, amistad y comunión con nuestros familiares y amigos más íntimos. Lo que nos indica San Juan es que no debemos discriminar a nadie. Es aquello del “amad a vuestros enemigos”; “si sólo amáis a los que os aman, ¿en qué os diferenciáis de los fariseos?” (Mt 5, 43-48). Se trata de no excluir a nadie, de ser ecuánimes en los afectos y de no tratar peor, sino igual de bien y con especial atención a las personas que nos caen mal o nos producen rechazo; incluso a las que alguna vez nos han ofendido o causado un daño.

En cuanto a la familia, tampoco se trata de olvidarnos de nuestros seres queridos, por supuesto. Esta cautela nos previene contra el egoísmo familiar. Hay quienes darían la vida por sus parientes, pero les importa bien poco el resto de los mortales. Un cristiano convencido se siente hermano de todos y no le es indiferente el sufrimiento de nadie. Nuestra familia va mucho más lejos de los lazos de sangre.

Segunda cautela

No te angusties ni obsesiones por los bienes temporales. Mantén la paz. Busca primero el Reino de Dios.

¡Otro consejo bien actual! Y más ahora, en tiempos de crisis, en que muchos padecen problemas económicos y otros se aferran a su dinero y a sus bienes con más ansia que nunca. Esta cautela nos remite al evangelio de Mateo: “no os afanéis pensando qué comeréis, qué vestiréis…” Si Dios cuida de los gorriones del campo, ¿cómo no va a cuidar de vosotros? (Mt 6, 25-34) San Juan nos recuerda que hay que confiar en la Providencia. Pero, cuidado, sin olvidar aquel dicho tan popular, “a Dios rogando y con el mazo dando”. Confiar y no obsesionarse no excluye un trabajo concienzudo, perseverante y honesto. Esta cautela no nos empuja al quietismo y a la fe ciega, sino a una actitud interior de paz, de calma activa, que nos permitirá trabajar sin obsesiones. Quien busca el Reino de Dios encontrará su sustento. Pues el Reino de Dios es también el trabajo hecho con amor, el esfuerzo por hacer las cosas bien, la puntualidad, la constancia, la atención, el detalle, el sacrificio por los seres queridos.

En realidad, esta segunda cautela nos previene contra la tentación materialista de reducir todos los problemas a una cuestión de dinero y pensar que el dinero lo puede solucionar todo; es un aviso contra la deificación del dinero y los bienes de consumo, tan extendida hoy por el mundo, incluso entre los cristianos.

Tercera cautela

Guárdate de querer saber y de hablar sobre lo que pasa en las vidas ajenas.

¡Cómo nos gusta el cotilleo! Si hasta está bien visto. Alrededor del comadreo público se mueven enormes negocios. Los programas estrella de televisión y las revistas más vendidas suelen ser precisamente esto: escenarios de chismorreo acerca de las vidas de personajes más o menos famosos. Y en la calle, en el trabajo, en el vecindario, en las mismas parroquias, en asociaciones y comunidades… ¡cuántas horas gastadas en hablar de los demás! Es natural, sí, y nos encanta. Pero esto no nos hará crecer espiritualmente. Incluso puede llegar a enrarecer y a cubrir de hipocresía nuestras relaciones. Tenemos bastante con nuestras propias vidas, no queramos entrometernos en las de los demás. Un cristiano coherente debería rechazar, siempre, tanto participar en las habladurías como escucharlas. Fuera la insana curiosidad. Santa Teresa, muy en la onda de San Juan, recordaba: “Hermanas, una de dos; o no hablar, o hablar de Dios”. Hablemos de cosas que valen la pena, de cosas que nos alivian, nos enseñan, nos despiertan y nos acercan a los demás. Practiquemos una verdadera comunicación —y no nos dediquemos a etiquetar y a juzgar a los demás, que a eso es a lo que se reduce el comadreo—. Y si no nos es posible en un determinado contexto, callemos y vayamos a otra parte.

Estas fueron las cautelas “contra el mundo”, que podríamos resumir en:

— amar a todos con caridad ecuánime
— no obsesionarse con el dinero y los bienes materiales
— no perder el tiempo fisgoneando en las vidas ajenas

Son tres consejos bien sencillos… pero difíciles de cumplir. Lograrlo pide un cambio importante en nuestras vidas pero también generará un estirón espiritual que nos ayudará enormemente.

domingo, 18 de abril de 2010

Sembradores de luz

Así podría definir a los sacerdotes. Si miro hacia atrás, todos los que he encontrado a lo largo de mi vida han sido faros luminosos que han ido jalonando el camino de mi existencia y arrojando claridad, especialmente en los momentos de crecimiento, de vacilación o de búsqueda.

Y humanos. Con sus peculiaridades, sus defectos y su carácter, en todo momento he sido muy consciente de que son personas de carne y hueso. No son ángeles ni seres perfectos. Sin embargo, estoy convencida de que todos —algunos ya lo son— llegarán un día a ser santos en el sentido más genuino de esta palabra: felices junto a Dios.

¿Qué he aprendido de ellos? A menudo pienso que, si mis padres me dieron la vida biológica, el amor que me hizo crecer, la educación, la cultura…, los sacerdotes —especialmente algunos de ellos— me han mostrado las puertas hacia la Vida con mayúsculas. Ellos me han enseñado a encontrar sentido a la existencia y me han ayudado a vivir con intensidad y plenitud una vida que vale la pena.

Muchas veces he pensado que eso mismo es lo que nos vino a enseñar Jesús. Ahora, cuando veo a un sacerdote, sea joven o viejo, de talante abierto o conservador, veo en él a un hombre valiente, que representa a Cristo.

Los primeros sacerdotes que conocí fueron los de mi infancia. Párrocos y catequistas, hombres ya mayores, con sus sotanas y sus alzacuellos, despertaban el respeto de los niños y los adultos. Eran severos y muy cuidadosos enseñando la doctrina. También eran hombres convencidos e incluso vehementes, así los recuerdo. De ellos aprendí que «Dios es amor». Aunque los niños los temíamos un poco por su autoridad, no guardo de ellos memorias negativas ni traumáticas, como muchas personas hoy parecen resaltar. Para mí eran un referente moral de exigencia, un estímulo para buscar mi mejora personal. Sé que esto en una niña de siete u ocho años puede parecer exagerado, pero creo que no lo es. La infancia es una etapa densa y de profundos cambios, de una vida interior muy rica y de hambre espiritual. Quizás también debo esta experiencia a la educación que recibí en mi entorno familiar, creyente y respetuoso con la Iglesia. Pero sé que, en esos momentos de crecimiento y de formación de mi personalidad, sus figuras ya comenzaron a ser claras y orientadoras.

En mi adolescencia, fueron los sacerdotes los que despertaron mi sed de eternidad, mi afán de “saber más”. Más acerca de Dios, del mundo —y, al mismo tiempo, más acerca de mí. En plena crisis de identidad, buscando cómo enfocar mi futuro, los sacerdotes que encontré en la parroquia me dieron dos regalos que jamás agradeceré lo bastante. Uno me animó a ser catequista, y con ello me hizo salir de mí misma y reafirmar una fe tambaleante. ¡Cuánto aprendí, enseñando el evangelio a los niños! ¡Cuánto recibí!

Otros sacerdotes me mostraron esa Vida grande y luminosa a la que podemos optar si decidimos vivir para los demás en lugar de buscarnos a nosotros mismos. A los dieciocho años tomé una decisión que daría un giro a mi vida. Fue la respuesta a una llamada, audaz y convencida, a ser seguidora de Jesús y apóstola suya, allá donde viviera, a través de mi trabajo y de mi colaboración con las parroquias donde estuviera.

Estoy segura de que esa llamada fue uno de los mayores gestos de amor de Dios hacia mí. Y fueron los sacerdotes los encargados de transmitírmela. Desde entonces, y puedo decirlo con todas mis fuerzas, han sido para mí verdaderos padres, hermanos, guías y maestros. Más que inculcarme conocimientos, ellos me han educado en el sentido auténtico de la palabra: han despertado mi espíritu, me han impulsado a dar lo mejor de mí. Sembradores de luz, pescadores de almas. Sí, yo también fui llamada a orillas de un lago de aguas inciertas. También fui rescatada de la riada turbulenta en la que intentaba nadar, con poco éxito, a contracorriente. Ahora vivo en la ribera, y ¿qué mejor tarea puedo proponerme, que ayudarles a rescatar a otros? Intento avanzar por ese camino —sendero alumbrado por Cristo y por María— y ser, también, pequeña lamparilla para quienes buscan.

En los sacerdotes he encontrado consejo, amistad sincera, ayuda, fortaleza en los momentos de abatimiento e inquietud. He encontrado medicina para el orgullo y la impaciencia, esas malas dolencias del alma. He encontrado fe y confianza. He encontrado motivos para vivir gozosa y alegre. Pero lo más grande: ellos me han llevado cerca de Dios. Cada vez que comulgo, sé que ellos traen un tesoro inmenso en sus manos. El Jesús que no se queda ahí, en el sagrario, ni allá, arriba en el cielo, sino que viene a mí, y se mete dentro de mis entrañas. ¿Puede haber milagro mayor?

Leo algunos fragmentos que dejó escritos el cura de Ars: «¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…» El sacerdote hace bajar a Cristo del cielo, ofrece su cuerpo para hacerlo presente en medio de nosotros. ¿Alguien puede darnos algo más grande, más bello, más bueno? Con su humanidad, a pesar de ella y aún gracias a ella, los sacerdotes, desde el Papa hasta el párroco más humilde, son hombres intrépidos que desafían el mundo y nos traen la Vida en abundancia. Son, sí, sembradores de luz.

Escrito presentado al Concurso Nacional de Redacción ¿Qué es para ti un sacerdote?, de la Fundación CARF: ha obtenido el segundo premio de la categoría de adultos.

viernes, 26 de marzo de 2010

jueves, 18 de febrero de 2010

sábado, 2 de enero de 2010

La luz y la tienda

El prólogo del evangelio de Juan nos habla de la Navidad y del origen de nuestra fe cristiana.

Aunque nos parece muy distinto de las lecturas navideñas de Mateo y Lucas, tan evocadoras de las imágenes del pesebre, en realidad su mensaje es el mismo.

Dios es luz que viene a iluminar al mundo, en medio de las tinieblas. En las lecturas de Lucas vemos como un ángel se aparece a los pastores en plena noche, envolviéndolos de luz. Es la misma luz. El niño ha nacido y yace en un pesebre; Juan nos dice que la Palabra se hizo carne y plantó su tienda entre nosotros. Un establo, una tienda… ¿son lugares dignos para recibir a todo un Dios?

El Dios cercano

Pero a Dios no le ha importado hacerse pequeño e ir a habitar en lugares humildes, con tal de poder darnos su luz. No es orgulloso, sino magnánimo. Los hombres tenemos una tendencia a endiosarnos y a encaramarnos en el pedestal de nuestras ambiciones; en cambio, Dios se humaniza y baja de las alturas para buscar refugio en nuestros brazos. Ese es el misterio y el tesoro del Cristianismo. Dios ha querido venir, pequeño, pobre, indefenso. Y nosotros, ¿vamos a acogerlo? ¿Lo anunciaremos? ¿O nos echaremos atrás a la hora de ir a proclamar su noticia? ¿Van a detenernos nuestros reparos, nuestros orgullos, nuestras dignidades y prudencias mal entendidas? ¿Nos frenará el miedo?

Muchos piensan que el nacimiento de Cristo es un mito entre tantos otros y desprestigian la tarea de los apóstoles. Juan habla con palabras muy nítidas: a Dios nadie lo puede ver, pero Jesús, hecho hombre, lo ha manifestado claramente. En el niño del pesebre vemos el rostro de Dios. Más tarde, el evangelio nos recordará que en todo ser humano podemos encontrar a Dios. Es el Dios cercano, próximo, humano, el Dios al que podemos amar y con el que podemos conversar. El Dios accesible a todos, no una divinidad terrible y alejada, que juega a su capricho con los mortales.

La nueva que se expande

Juan también resalta que Jesús vino en un momento concreto de la historia: su nacimiento no es una leyenda, sino un hecho real. Su persona no es un símbolo ni la reencarnación de una idea, sino un ser de carne y hueso, de naturaleza humana y a la vez divina. El Cristianismo es, por encima de doctrina, una noticia. No se puede llegar a creer mediante razonamientos intelectuales, sino por simple y pura fe. Por confianza. Para aquellos que no conocimos a Jesús cara a cara, la fe se sustenta en la aceptación del testimonio de aquellos que lo conocieron y escucharon y así nos lo han transmitido, por medio de las escrituras y la tradición de la Iglesia. Esta acogida de la buena nueva nos trae un don: la experiencia personal, de encuentro íntimo con él, y un gozo inmenso que nos empuja a esparcir la noticia, como lo hicieron ya los pastores.

Juan reconoce que muchos rechazan la luz y a los testimonios de la luz. Otros, en cambio, la reciben gustosos. En ellos comienza la “vida eterna”, que significa que Dios nunca se cansa de amarnos. Ese amor es luz que ilumina y guía toda nuestra vida. ¡Acojámosla!