jueves, 11 de julio de 2013

El decálogo del apóstol

En estos días, las lecturas del evangelio nos hablan de la llamada de los apóstoles y los inicios de su misión. J. L. Martín Descalzo, en su obra Vida y misterio de Jesús de Nazaret, traza un "Decálogo del apóstol" basado en las enseñanzas de Jesús y la experiencia de sus discípulos.

Extraigo de este libro lo que sigue a continuación, que me parece una magnífica hoja de ruta para todo cristiano que quiera vivir su vocación a fondo.

Jesús, un gran pedagogo

Es absolutamente sorprendente, para su época, el estilo pedagógico con que Jesús forma a los suyos. Los mejores hallazgos de la ciencia moderna los empleaba ya él con total normalidad.

Los forma, en primer lugar, en grupo.

Los hace trabajar juntos. Cuando los envía a la misión lo hace de dos en dos. Cuando elige testimonios de su triunfo o su dolor, se lleva a tres de ellos. Sólo a Judas le da, en la cena, un encargo que debe hacer en solitario. Porque el pecado es lo único que se puede hacer solo.

Y los forma en la vida cotidiana. No los arranca del mundo, no los traslada a un invernadero donde no puedan contagiarse del mundo presente. Los deja en los caminos, en sus barcas, entre la masa que han de fermentar.

Y no los aleja del riesgo ni de las tormentas, no pone algodones bajo sus pies. Jesús eligió para los suyos el lado del riesgo y de la vida. Les anuncia sin rodeos que los envía como corderos en medio de lobos. Lucharán, serán perseguidos, morirán violentamente. Serán odiados por su nombre y los perseguirán de ciudad en ciudad.

Insiste en la idea de que la cruz y el fracaso son necesarios para el triunfo final. Quien no lleva su cruz y me sigue, ese no puede ser mi discípulo (Lc 10, 3). Quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda su vida por mi causa y por el evangelio, la salvará (Mc 8, 34).

El decálogo del apóstol

Primer mandamiento: preocupación por el bien espiritual y corporal de los hombres. «Predicad: “El Reino de Dios se acerca. Curad a los enfermos. Resucitad a los muertos. Limpiad a los leprosos. Arrojad a los demonios».

Segundo mandamiento: generosidad. «Lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis».

Tercer mandamiento: desprendimiento. «No toméis oro, ni plata, ni llevéis dinero en vuestras bolsas. Digno es el obrero de su salario».

Cuarto mandamiento: constancia. «Cuando lleguéis a una ciudad, predicad a los hombres… y no os marchéis hasta haberlos instruido debidamente».

Quinto mandamiento: amor a la paz. «Cuando lleguéis a una casa, saluda diciendo: Paz a esta casa».

Sexto mandamiento: prudencia. «Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Precaveos de los hombres».

Séptimo mandamiento: confianza. «No os preocupéis por lo que habéis de decir ni por la manera de hablar. En cada momento se os dirá lo que hayáis de hablar. Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados».

Octavo mandamiento: fortaleza de ánimo. «No he venido a traer la paz, sino la guerra».

Noveno mandamiento: sacrificio. «El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí».

Décimo mandamiento: perseverancia. «El que perseverare hasta el fin, se salvará».

Este decálogo tendrán que vivirlo los apóstoles con gran libertad de espíritu, sin que nada humano les ate, despreocupándose de lo temporal: No os angustiéis por vuestra existencia, qué comeréis o qué beberéis. Ni os preocupéis por cómo vestiréis vuestro cuerpo. ¿No vale más la vida que el alimento y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni reúnen en graneros, y vuestro padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros más que ellas? (Mt 6, 25-27).

Para ello tendrán que vigilar y orar mucho, porque hay demonios que no pueden arrojarse más que con la oración y el ayuno (Mt 17, 21).

Y tendrán que ser diferentes a los falsos guías religiosos que dirigen a su pueblo. Las tremendas palabras que Jesús dirige a los fariseos y los escribas son también enseñanzas para sus apóstoles. Porque en ellas pueden ver los peligros que acechan a todo guía espiritual. 

Peligros del guía espiritual

La hipocresía. «Obran de manera muy distinta a lo que enseñan».

El desprecio a los hombres: «Imponen pesadas cargas a los hombres y ellos no las mueven ni con un dedo».

Afán de honores: «Buscan los primeros lugares en los banquetes y en las sinagogas, quieren que se les salude en público y que se les dé el nombre de maestro».

Dureza de corazón: «Cerráis el reino de Dios a los hombres y ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los demás».

Marrullería: «Decís que si uno jura por el templo, esto no importa, pero si jura por el oro del templo, se hará reo. ¡Necios y ciegos! ¿Qué vale más, el oro o el templo?

Exterioridad de su santidad. «Dais el diezmo de la menta, el anís y el comino, pero habéis abandonado lo esencial de la ley: la justicia, la misericordia y la lealtad».

Falsedad: «Limpiáis por fuera la copa y el plato y por dentro estáis llenos de rapacidad e inmundicia».

Contumacia: «Estáis completando la medida de vuestros padres… Serpientes, raza de víboras, ¿cómo vais a evitar vuestra condenación?»

Con estas imprecaciones los apóstoles midieron hasta qué punto no basta ser elegido para ser santo y cómo son las vocaciones más altas las que más fácilmente se traicionan y falsifican.

Hombres de barro

Y esto lo medían los doce en su carne. Ninguno de ellos era un santo de antemano. Tomados de la misma masa de la humanidad, eran portadores de una misión en vasos de arcilla.

Y descubrieron otro misterio: Jesús, inicialmente, fracasa con sus apóstoles. Viven tres años a su lado y, aunque le aman, casi nada aprenden. Siguen siendo humanos, tienen el alma taponada con barro mediocre. No entienden a Cristo ni su misión. Les asusta la cruz. Les resulta fácil aceptar que Jesús va a fundar un Reino y ellos formarán parte de él. Pero no se resignan a la idea de pasar por la cruz y la muerte. No quieren entender. Pedro estalla: Dios te libre, eso no puede suceder. Y Jesús le dirigirá las palabras más duras: ¡Aparta de mi vista, Satanás! No miras las cosas de Dios, sino las de los hombres (Mt 16, 23).

También la idea de la eucaristía les asusta. ¿Cómo entender que han de comer su carne y beber su sangre? Muchos le abandonan: Dura es esta doctrina, ¿quién puede soportarla? Jesús conoce la amargura más honda: la de no ser comprendido ni por los propios amigos. ¿Por qué le siguen, entonces? ¿Por qué no se van?

¿También vosotros queréis marcharos? Pero Pedro contesta: Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna.  Su fe es más fuerte que su debilidad de hombres.

Del libro Vida y misterio de Jesús de Nazaret, Ed. Sígueme, Salamanca, 1990. Capítulo 29, “Los ciudadanos del reino”, sección III, “Los doce”.
 

jueves, 27 de junio de 2013

La piedra y la luz



He tenido la ocasión de pasar unos días en Poblet, monasterio anclado en el corazón de Cataluña. Para muchos es el paradigma de un convento cisterciense. Cumple las características ideales que San Bernardo señaló: está en un lugar tranquilo,  pero bien comunicado, con buena tierra para el cultivo y agua abundante. Así es Poblet: se levanta a los pies de la sierra de Prades, mirando a la conca de Barberà. A oriente del monasterio se elevan los montes, a poniente se extienden amplios campos de labor. El conjunto monástico, en piedra caliza de color tostado, brota en medio del verdor de los viñedos y en seguida atrae al visitante por su elegancia, por la solidez que no se hace pesada, por la paz que se respira entre sus muros, por la luminosidad. Si tuviéramos que resumir Poblet en dos palabras podríamos decir que es piedra y luz. Y dentro de esas piedras late un alma muy viva.

Un pequeño grupo de visitantes hicimos la visita del monasterio guiados por un monje, Fray Marc. La mayoría de visitas guiadas se centran en la historia del lugar, nos dan nombres de reyes y abades, nos hablan de los estilos arquitectónicos y nos cuentan anécdotas curiosas de este o aquel otro personaje. Y los turistas nos quedamos satisfechos por haber explorado la epidermis del lugar. Pero nuestra visita fue algo diferente. Fray Marc no se detuvo en mostrarnos la piel del monasterio, por así decir. Pasó muy por encima de su azarosa historia, aunque también nos contó algunos episodios memorables. Con preguntas, acertijos y no pocos desafíos mentales, sin prisa alguna, nos fue guiando hasta descubrir el mismo corazón del monasterio. 

Construido sobre una idea

Poblet, comenzó, fue construido por unos hombres que creían en Dios y tenían una idea del mundo. Lo primero que hizo nuestro guía es mostrarnos cuál es la cosmovisión del monje cisterciense. Con los pies bien anclados en tierra, consciente de estar en el momento presente, abierto al mundo, conviviendo en una comunidad y orientado hacia Dios. ¿Su actitud vital? Entre risas, enigmas y preguntas un tanto filosóficas, fray Marc nos enseñó que la actitud vital del monje, deseable para toda persona humana, es esta: respirar, vivir con plenitud el presente… y dar gracias. 

Consciencia plena y gratitud a Dios: de aquí se deriva toda una arquitectura y una organización del tiempo y el espacio. A lo largo de nuestro periplo por las diferentes zonas del monasterio fuimos descubriendo cómo se manifiesta esta visión existencial, paso a paso.

El círculo y el cuadrado

¿Por qué los claustros son cuadrado?, nos preguntó el monje. ¡Buena pregunta! Tras aventurar algunas respuestas, entre lo obvio y lo filosófico, Fray Marc nos precisó que la forma cuadrada representa el ser humano: delante, detrás, un lado y otro. Es el cuerpo, finito y limitado. No podría ser circular, pues daríamos vueltas sin cesar ―el infinito― ni triangular, pues nos estrellaríamos en las aristas. En cambio, la fuente del claustro, donde el agua canta sin cesar, es circular, enmarcada por el cuadrado. El hombre finito contiene en sí una ventana hacia el infinito.

La elevación del gótico

¿Qué es lo primero que haces cuando entras en una catedral gótica? Mirar hacia arriba, respondimos, temiendo que tampoco esta sería la respuesta “correcta”. Nuestro guía replicó, y tuvimos que darle la razón: cuando entras en un templo gótico avanzas sin pensar dos veces hasta donde te lleva el mismo edificio, hasta el altar, ante el ábside iluminado por el sol naciente, allí donde se hace presente Dios.

Y el gótico, ¿sube o baja?, nos preguntó. De nuevo intentamos respuestas más o menos argumentadas. Asciende hasta lo divino, nos eleva, es un arte espiritual… El fraile se rio de nuestras presunciones místicas e intelectuales. Resulta que el gótico, en realidad, es un descenso. No es el hombre quien se eleva, sino Dios quien desciende hacia él. De las alturas a la tierra. Baja la gracia divina, pero sube, también, la alabanza del hombre que… toca de pies en tierra, respira, y da gracias. 

La  conciencia del siete

Nos detuvimos en la girola, detrás, y no delante, del famoso retablo de piedra de Damià Forment, una maravilla gótica que nuestro guía desmitificó: este altar, afirmó, rompe la armonía del conjunto de la iglesia pues tapa lo más importante, el fondo, el lugar por donde entra la luz. 

Allí, ante la capilla central, nos retó nuevamente. Y hablamos de números.

¿Qué es el uno? La unidad, dijimos. Pero el uno, más concreto, eres tú, soy yo. Es la persona. El hombre anclado en tierra, consciente.

¿Y el dos? Fray Marc casi me riñó cuando comencé con mis elucubraciones sobre el dualismo y la oposición de contrarios. ¡El dos es el otro!, contestó uno de mis compañeros. El tú y el yo. El dos, precisó el monje, son tus padres. Tú no has venido solo a este mundo: desciendes de dos.

¿El tres? La trinidad, salté. Fray Marc matizó: el tres sois tú y tus padres, la relación. Y sí, Dios, que es trinidad, es relación.

¿El cuatro? Es la persona, dijimos, recordando la lección del claustro. Y nos acercamos más. El cuatro es el cuerpo y la casa.

¿Y el cinco? Según fray Marc, el cinco son los demás: los hermanos, la comunidad. El cuatro es uno mismo, el cinco nos abre a la fraternidad con los demás. Cinco son las capillas que se abren en la girola de las iglesias góticas.

¿Qué significa el seis? El seis, con ese brazo que se alza sobre el círculo, es la relación abierta ya no solo hacia los demás, sino hacia el trascendente, hacia Dios. 

Y por último, ¿qué es la conciencia del siete? Ya no supimos qué responder. El siete simboliza la plenitud, dije tímidamente… ¿Y qué es la plenitud? Nuestro guía terminó de explicarlo: el siete es el hombre, uno e íntegro, anclado en tierra, relacionado con los demás ―el brazo transversal del número―, abierto al mundo y a la trascendencia. 

Libros y patatas

Poblet es conocido por su biblioteca. Los monjes, pese a su aparente aislamiento, viven muy conectados al mundo. La suya fue una de las primeras salas que tuvo ordenadores e Internet, en Catalunya. Gestionan una editorial, algunos monjes dan clases y conferencias, y su biblioteca, recuperada desde los años 40 tras las quemas y las destrucciones pasadas, cuenta con más de ciento cincuenta mil volúmenes. 

La regla de San Benito prescribe varias horas de lectura y estudio y, ciertamente, la imagen que solemos tener de los monjes es la de personas muy intelectuales. Pero nuestro guía nos mostró que eso no es, en absoluto, lo más importante. Y nos contó el caso de un joven novicio que llegó un buen día al monasterio con dos maletas enormes cargadas de libros. ¿Por qué llevas todo eso?, le preguntó Fray Marc, cuando quiso ayudarlo a llevarlas hasta su celda. Me gusta mucho leer, contestó el muchacho. Al día siguiente, el abad lo envió a sacar patatas a los campos del monasterio. Y así un día tras otro, trabajando duro y conversando con los labradores, hasta que el joven se dio cuenta de que había más sabiduría en las frases parcas de un hombre de campo que en muchos de los libros que había idolatrado.

¿Dónde está el monasterio más importante?

Tras visitar la iglesia y el claustro, la sala capitular, el antiguo dormitorio, el refectorio y la biblioteca, fray Marc nos llevó a una sala con bóveda de arista donde vimos una maqueta de Poblet que los alumnos de una escuela construyeron y regalaron al monasterio. Una curiosa maqueta que nos permitió ver el conjunto arquitectónico sin tejados. Entonces nuestro guía nos preguntó: ¿dónde está el monasterio más importante de Catalunya, aparte de Poblet?

Y de nuevo nos perdimos en conjeturas, ante la sonrisa pícara del fraile. Surgieron varios nombres sin éxito. ¿Dónde está ese monasterio? ¿Dónde?

Sois vosotros, nos dijo fray Marc. Cada uno de vosotros es un monasterio viviente, donde Dios habita, mucho más importante que este montón de piedras que acabáis de visitar. 

Nos quedamos de piedra. Y sí, pensé, ¡cuánta verdad en esta última lección del monje! Somos piedras vivas, habitadas por la divinidad. Y toda la paz, todo el silencio, toda la gratitud y la alabanza están dentro de nosotros, sin necesidad de retirarnos del mundo, siempre que lo queramos. Incluso en medio de la vorágine de una gran ciudad. 

Mirando la maqueta, bajo el palmeral de piedra y en el silencio de aquel lugar, comprendí que un monasterio, en realidad, no es otra cosa que la proyección, en piedra, de la realidad del ser humano: con los pies en tierra, abierto al mundo, a los demás y a Dios, respirando y dando gracias.

Ahora lo has resumido perfectamente, me dijo Fray Marc. Por eso, dije, cuando uno viene a un monasterio se siente tan a gusto. Porque está en armonía con lo que es y con todo lo que le rodea. Y él respondió: así es.

jueves, 20 de junio de 2013

Milagros y el misterio del dolor



El otro día, en nuestra sesión de lectura bíblica, el animador nos propuso leer y comentar dos milagros de Jesús relatados en Lucas 5, 12-26: la curación de un leproso y la curación de un paralítico ―el famoso episodio en que los que llevan al paralítico lo tienen que entrar en la casa abriendo un boquete en el tejado―.

Quique, nuestro animador bíblico, nos comentó que explicar los milagros es una de las tareas catequéticas más difíciles. Y a partir de aquí comenzó una interesante conversación en la que surgieron interrogantes y respuestas que trataré de explicar.


Algo difícil de explicar

¿Por qué es difícil explicar los milagros? Y ya no solo a los niños, sino a los adultos. En primer lugar, porque las personas tenemos una tendencia a buscar la milagrería y lo prodigioso: nos atraen las curaciones inexplicables, ese halo de maravilla que rodea a los milagros atribuidos a santos, o a lugares como Lourdes y Fátima. Fácilmente lo vemos como una especie de magia. Y, en segundo lugar, porque es muy fácil caer en la tentación de creer que Dios es un mago dispensador de favores. Cuando pensamos que el milagro es fruto de la mucha fe, o de las muchas oraciones y sacrificios, la conclusión que sacamos es: si Dios no hace milagros con esta o aquella persona es porque no tiene bastante fe, o porque no se lo merece. ¡Algo habrá hecho! Si Dios no me cura es porque no he reunido méritos suficientes... Así, caemos en una actitud muy similar a la de los fariseos. Convertimos nuestra fe en mercantilismo religioso: yo te doy ―sacrificios, promesas, oraciones, limosnas― y tú me das ―la curación, el milagro, lo que te pido―.

Y Dios no es así. Jesús tampoco es un milagrero y no le gusta utilizar su poder para asombrar y maravillar. ¡La segunda tentación de Satán en el desierto iba por aquí! Qué fácil sería atraer a las multitudes con la promesa de un milagro seguro. Qué fácil manipularlas, someterlas, hacerlas fieles. Jesús rechaza todo esto.

Los milagros de Jesús

En tiempos de Jesús, como en todas las épocas, había taumaturgos. Jesús no era el único que sanaba. En el evangelio leemos en varios pasajes que otros personajes también curaban y expulsaban demonios. Pero los milagros de Jesús, explicaba Quique, tienen dos características. La primera, se dirigen siempre hacia las personas más pobres, más pecadoras, más marginadas. Y, en segundo lugar, nunca son un puro prodigio, sino un signo. No tienen un sentido social, como lo pueda tener la labor de los misioneros, sino un significado teológico. El perdón del pecado está a menudo asociado al milagro. El mensaje es: Dios padre ama a los más débiles. A los más pecadores. A los más alejados. Los milagros de Jesús no son magia, sino manifestación del poder y la compasión de Dios.

Quizás el milagro más grande no sea pedir la curación, sino la fuerza para aceptar nuestros límites y la alegría para sobrellevarlos y aprender de ellos. Hágase tu voluntad: pronunciar esta frase de corazón, aceptando lo bueno y lo malo que nos sucede, poniéndonos en manos de Dios, es un milagro. Toda nuestra vida es tiempo de aprendizaje. Y la gran lección de la vida es aprender a amar.

El misterio del dolor

Nos decía Quique que el misterio del dolor es aún más difícil de explicar que el misterio del mal. ¿Cómo explicar el sufrimiento de un niño, una enfermedad terrible o un accidente que nos parece tremendamente injusto? 

No podemos comprenderlo todo. Y a Dios es imposible captarlo con nuestra mente limitada. Dios no explica el dolor, pero sí hace algo. Dios no da razones del por qué, pero extiende sus brazos en la cruz, sufre como humano y muere con nosotros. Dios asume el dolor del mundo.

Y resucita. Esta es su respuesta.

jueves, 13 de junio de 2013

Dejarse amar

En su homilía el viernes pasado, día del Sagrado Corazón de Jesús, el Papa Francisco hablaba de la importancia del dejarse amar por Dios. Señalaba, con su fina agudeza psicológica, que a menudo pensamos que lo más grande y lo más heroico es amar, hasta dar la vida si es necesario. Pero, en ocasiones, decía, lo más grande, lo más difícil y lo más hermoso es dejarse amar. 

¡Dejarse amar, acariciar, por Dios! Con estas palabras del Papa recordé que cristiano, literalmente, significa ungido. Ungido, acariciado, mimado por Dios. ¿Somos conscientes de lo que esto supone para nosotros? ¿Cómo podemos seguir viviendo tristones y pesimistas, sabiendo que somos tan amados por el Amor de los amores? ¿Llegaremos a sentir, a experimentar algún día, este amor tan grande? 

En nuestra parroquia el P. Joaquín predicaba que somos mirados, tocados, acariciados por Dios. Pero Dios hace algo más que tocarnos: se nos hace alimento, se mete en nuestro cuerpo, se desliza hasta nuestras entrañas, como pan suave y delicioso, para convertirse en sangre de nuestra sangre. ¿Podemos imaginar intimidad mayor, más grande, más milagrosa? Saber esto ¡debería transformarnos radicalmente! Y hacernos irradir gozo y alegría. 

Explicaba Santa Teresita que ella, en sus ratos de oración soledosa, no hacía nada. «Simplemente me dejo amar». ¡Qué lección! Y es que sí, resulta que, al final, va a ser más difícil dejarse amar. Dejarse amar por un Amor tan grande que no puede dejarnos indiferentes. Es más fácil no ser tan amados, no dejar que Dios nos dé tanto, no sea que tengamos que responder, ¡qué espanto!, y devolverle algo de ese amor. 

Un gran teólogo decía algo estremecedor. Hay personas que no soportan tanto amor. Sea por el miedo, por el orgullo, por el afán de retribuir y no “deber nada a nadie”, por su voluntarismo o por su desconfianza en la bondad, tienen el alma pequeña y frágil. Su morada interior está quebrada y el peso de un amor tan grande las hiere, las aplasta y las sofoca. No pueden resistirlo y se alejan del amor, o se cierran. No creen que Dios las puede curar. En realidad, lo temen. Aún lo ven antes como juez que como padre. Tremendo pero cierto. Es necesario tener el alma grande para dejarse amar. Grande... o quizás mejor dicho, abierta. Porque es Dios quien, suave, como una caricia, la hará grande. Como decían los místicos: él es quien dilata nuestro corazón. Él es quien lo hace fuerte, tierno, ardiente, y amplio para contener el mar entero de su amor.

lunes, 3 de junio de 2013

viernes, 10 de mayo de 2013

Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales

Benedicto XVI, el Papa que no utilizaba ordenador ni Internet, fue uno de los primeros en captar la importancia de las redes sociales y el mundo virtual que, afirma, no es un mundo paralelo del que recelar, sino una parte más de nuestra vida cotidiana, «una nueva ágora, una plaza pública y abierta en la que las personas comparten ideas, informaciones, opiniones y donde, además, nacen nuevas relaciones y formas de comunidad».

De su mensaje para esta XLVII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales (2013) transcribo este párrafo que me ha parecido especialmente bello:

«El desarrollo de las redes sociales requiere de un compromiso: las personas se sienten implicadas cuando han de construir relaciones y encontrar amistades, cuando buscan respuestas a sus preguntas, o se divierten, pero también cuando se sienten estimuladas intelectualmente y comparten competencias y conocimientos. Las redes se convierten así, cada vez más, en parte del tejido de la sociedad, en cuanto que unen a las personas en virtud de estas necesidades fundamentales. Las redes sociales se alimentan, por tanto, de aspiraciones radicadas en el corazón del hombre

De ahí, dice el Papa emérito, la importancia y el desafío de hablar de verdad y de valores. De fomentar el diálogo respetuoso, de no ahogar la voz de la razón y la lógica, por encima del ruido o de la capacidad persuasiva.

Las redes permiten a los creyentes compartir el mensaje de Jesús, enriquecer las formas de expresión, «compartir la fuente profunda de su esperanza y alegría: la fe en el Dios rico en misericordia y amor, revelado en Jesucristo».  Y también son un factor de desarrollo humano, que permite compartir recursos espirituales, litúrgicos y ejercer una caridad activa.

También avisa el Papa Benedicto: «La confianza en el poder de la acción de Dios debe ser superior a la seguridad que depositemos en el uso de los medios humanos. ... en el ambiente digital, en el que con facilidad se alzan voces con todos fuertes y conflictivos, y donde se corre el riesgo de que prevalezca el sensacionalismo, estamos llamados a un atento discernimiento. Recordemos que Elías reconoció la voz de Dios no en el viento fuerte e impetuoso, ni en el terremoto o en el fuego, sino en el "susurro de una brisa suave" (1R 19, 11-12). Confiemos en que los deseos del hombre de amar y ser amado, de encontrar significado y verdad ... hagan de los hombres y mujeres de nuestro tiempo estén abierto siempre a lo que el beato cardenal Newman la "luz amable" de la fe».


sábado, 30 de marzo de 2013

Un parto cósmico


Durante estos días de Semana Santa, leyendo la Pasión de Cristo y asistiendo a los oficios, o participando en procesiones y Vía Crucis, solemos profundizar mucho en el sentido del dolor, en el valor redentor de la muerte de Jesús en la cruz, en el sufrimiento y las injusticias del mundo, asumidas por Dios para rescatarnos.

Escuchamos homilías, leemos mensajes y reflexionamos sobre cómo nuestra acción puede aliviar o agravar el daño de tantas pasiones que continúan hoy en el mundo. Nos detenemos en los personajes que aparecen en los evangelios sobre la muerte de Jesús y vemos de qué manera cada uno de ellos refleja o contrasta nuestra propia actitud. Dejamos que el corazón se nos abra para sentir, conmovernos e intentar comprender ese misterio tan grande de un Dios que, por segunda vez, después de la encarnación, se hace pequeño y frágil. Ahora ya no como niño indefenso, sino como un condenado, rechazado y vapuleado por todos.

Pero quizás nos falta ahondar más en otro sentido de la Pasión, su verdadero sentido, en realidad. El que hace que la muerte de Jesús en cruz no sea un final absurdo y cruel, sino un comienzo.

José Luis Martín Descalzo, en su Vida y misterio de Jesús de Nazaret, nos habla de un parto: «¡Hay tanto olor a madre y a engendramiento en esta dramática tarde...!». Nos recuerda aquellos dolores de parturienta con los que el mundo gime antes de dar a luz a la nueva humanidad, esa imagen tan expresiva de San Pablo (Rm 8, 22). 

Dice Raniero Cantalamessa en su Vía Crucis que cuando Dios quiso hacer algo grande ordenó, con voz potente, y el mundo fue creado. Pero cuando Dios quiso hacer algo todavía mayor, abandonó su grandeza y ya no dio órdenes: obedeció. Se hizo pequeño y se sometió a todos los límites que padece la humanidad: esa fue la Pasión. Y entonces una nueva humanidad comenzó a ser creada.

Los primeros brotes


Sí, la Pasión es el inicio de ese parto larguísimo y doloroso que se extiende hasta hoy. Un parto bañado en sangre y en sufrimiento, pero que es el preludio de otra vida alegre y luminosa. En las primeras horas ya comienzan a salir los primeros brotes de ese reino nuevo, el reino de Jesús, «que no es de este mundo», aunque hunde sus raíces en él. 

¿Cuáles son estos primeros brotes? Un campesino rudo llamado a la fuerza, el Cirineo, que queda impactado ante el reo al que debe ayudar. Sus hijos, años más tarde, serán cristianos. Un salteador que la tradición ha llamado buen ladrón, aunque de bueno tuviera poco; un salteador, o quizás un terrorista, diríamos hoy, que antes de morir supo ver en Jesús a alguien más que a otro condenado cubierto de azotes. Entre todos los que estaban allí, supo reconocer a Dios clavado en la cruz y ¡fue el primero en ascender al cielo con él! Una madre heroica que, de ser madre de Dios, pasa a ser madre de todos los hombres y restaura la fraternidad sobre la tierra. Un joven discípulo que ha vencido el miedo y sigue fiel, el primero de muchos más que serán llamados amigos de Dios. Y un centurión, ¡jefe de los mismos verdugos!, que no juega a los dados y queda abrumado al ver morir a un hombre justo. Ese legionario, extranjero y pagano, representante del poder opresor, es el primero en confesar al Hijo de Dios.

Parecen pobres frutos: un labriego, un delincuente, una madre desconsolada, un muchacho, un soldado. Todo bajo la sombra dantesca de la cruz. Pero es que Dios siempre se abre camino así, de forma misteriosa, humilde, paradójica y desafiante. No vino al mundo con fasto y poder, sino como un niño de pueblo. Y no lo abandonó con una muerte heroica y noble, sino con el suplicio vergonzoso destinado a los criminales.

¡Este es Dios! El que gira el mundo, el que cambia el orden de las cosas, el que transforma de arriba a abajo, si lo dejamos, nuestra vida. El que saca bien del mal, el que hace florecer lirios entre las ruinas, el que responde a la muerte con la resurrección. 

El grano de trigo


Jesús utilizó en su predicación una imagen bella y certera para describir el sentido de su vida y de su Pasión: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Él es el grano de trigo. Durante su vida terrena ha sido espiga, ha sido grano y ha sido pan; pero llega el momento en que debe ser enterrado y morir. Después de su muerte, surge de nuevo y se convierte en el tronco de un árbol inmenso, en la vid de innumerables sarmientos que da mucho más fruto para alimento y gozo de la humanidad. Pero ya no es un alimento perecedero o un agua que no sacia. ¿Qué fruto nos da? Él mismo, la Vida con mayúsculas. La vida que no perece y que nos abre a otra dimensión nueva e inesperada.

Todos los evangelios están escritos, por así decir, desde el final hasta el comienzo, hacia atrás. A la luz de la resurrección los discípulos comprenden la muerte y el sentido de toda la vida de Jesús. Sin resurrección, la buena noticia no existiría y la historia de Jesús se hubiera borrado en el olvido.

Una creencia que nos cambia


Creer en la resurrección no es opcional para el cristiano. Es su origen y fundamento. De ese hecho parte toda nuestra fe. Creer en la resurrección no es un mero agarradero psicológico, un consuelo desesperado, un invento para conjurar el miedo a la muerte y a la nada. La resurrección de Jesús irrumpió en la vida de quienes lo seguían como un hecho inesperado y misterioso, que no preveían y que muy torpemente acertaron a explicar. Pero el reencuentro con Jesús cambió sus vidas de tal manera que su experiencia nos ha llegado hasta hoy. 

Si la resurrección convirtió a unos galileos cobardes y pendencieros en un puñado de misioneros audaces, dispuestos a anunciar con alegría a aquel que amaban, hasta la muerte si fuera necesario, también nos puede cambiar a nosotros. Si creemos de verdad, si la interiorizamos en nuestro corazón, nos hará vivir liberados de miedos absurdos, de ataduras egoístas y de angustias mezquinas. Saber que al final de nuestro camino se abre un abismo soleado hacia otra vida increíblemente más bella y plena, que nunca podremos adivinar, pero que sabemos cierta, convierte la vida de acá en una aventura intensa, alegre y esperanzada. Lejos de despreocuparnos por el presente, como dicen los críticos de la religión, nos hará saborearlo con más paz, en profundidad y con gozo agradecido. Y nos hará valientes: capaces de anunciar esta alegría al mundo, sin miedo al fracaso. Porque, por mucho que podamos sufrir, sabemos que hay alguien a nuestro lado que ya sufrió y ya llevó toda la carga del mundo por nosotros. No estamos solos. Jesus, vivo, hoy, camina a nuestro lado.