sábado, 30 de mayo de 2009

Diversidad de dones, un solo Espíritu

Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor… En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común…
1 Co 12, 3b-7.12-13

Estas palabras de san Pablo están motivadas, seguramente, por los problemas y cuestiones que día a día surgían en las comunidades cristianas. Para construir reino de Dios no basta con la fe y con las cualidades propias, sino que es necesario algo que una a las personas, sin anularlas ni ahogar su capacidad creativa. ¿Qué puede unirnos a las comunidades, parroquias y grupos de fieles? Pablo lo dice bien claro: somos muchos, y muy diversos, pero uno solo es el Señor. Las personas tenemos carismas y habilidades diferentes, pero el Espíritu es el mismo. Lo que nos une es Cristo y su espíritu. Es el amor, y no la imposición, lo que une a las personas y las hace crecer y avanzar.

En esta lectura, Pablo también hace una llamada a la humildad. No podemos enorgullecernos de nuestras cualidades, por muy buenas que sean. No brillamos con luz propia. Todo cuanto tenemos es un don recibido.

Cuando recibimos un carisma o habilidad como don, crece en nosotros la gratitud. Y esta gratitud nos lleva a compartirlos, a entregarlos para un servicio más grande que nuestra propia vanidad o complacencia. De esta forma, se da una bella paradoja: cuando nos olvidamos de nosotros mismos y damos todo cuanto tenemos pensando en los demás es cuando realmente nos encontramos y desarrollamos todo nuestro potencial. Dios no nos quita, sino que nos da, y nos hace crecer.

Con su metáfora del cuerpo, Pablo recuerda que en toda comunidad no hay un solo miembro inútil. Todos tenemos una misión que cumplir. Si cada persona actuara sin tener en cuenta a los demás y fuera por su lado, el resultado sería similar a un cuerpo deslavazado, maltrecho y sacudido por movimientos inconexos, incapaz de valerse. En cambio, si todos se mueven con un mismo fin, en sintonía con el resto, la comunidad se moverá como un cuerpo armonioso que crece sano y avanza.

domingo, 24 de mayo de 2009

Un solo Señor, una sola fe

Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor; esforzaos en mantener la unidad del Espíritu… Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todo, que lo trasciende todo, y lo penetra todo, y lo invade todo.
Ef 4, 1-13

Estas palabras del apóstol Pablo podrían ser muy bien su testamento, su voluntad última. Son una llamada a las comunidades cristianas. Son un toque de atención a los cristianos de hoy.

Amar, ser comprensivos con los demás y buscar por encima de todo la unidad: esta es la gran tarea del cristiano. El mundo corre movido por el individualismo, el yo-mismo, la autoafirmación ante los demás. Pablo nos dice que lo más importante es permanecer unidos. Y esa unión nunca podrá ser forzada, sino alimentada con mucha paciencia, con caridad y ternura, con verdadero amor.

¿Qué nos puede mantener unidos? Ser conscientes de que Dios es Padre de todos. Él nos une. Y su Hijo, Jesucristo, nos tiende una mano. No podemos vivir la fe privadamente, como algo personal y aislado. La fe que no se vive en comunidad se empobrece y se reduce a un estado de bienestar personal, muy frágil y voluble. Pero la fe cristiana es otra cosa. Creemos y tenemos esperanza porque estamos enraizados en el amor. Estamos unidos a Jesús, como sarmientos de una viña. No son las grandes ideas las que nos salvan, sino su amor.

domingo, 17 de mayo de 2009

Dios es amor

Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.
1 Jn 4, 7-10


Dios es amor. No hay definición más sencilla, más completa y más honda de quién es Dios. Pero, ¿qué es el amor? A veces tenemos ideas equivocadas o impresiones muy subjetivas de lo que es realmente el amor. Pensamos que es un sentimiento, una atracción o un cúmulo de sensaciones agradables que arden en nuestro corazón y nos impulsan a querer o a emprender buenas obras.

Pero el amor es mucho más que eso. Si Dios es amor, no podemos reducirlo a un estado psicológico o a una emoción placentera. ¿Qué ocurre cuando el amor nos hace sufrir? ¿Hay amor cuando sentimos aridez interior, cuando nos forzamos a nosotros mismos a trabajar por los demás, aunque en ese momento no nos apetezca? ¿Puede haber amor cuando vencemos las antipatías y somos generosos, aunque no sintamos regocijo dentro de nosotros?

Sí, puede haberlo. Porque el amor es mucho mayor que nuestros sentimientos e impulsos. San Juan lo explica muy claro: el amor no es que nosotros hayamos amado antes, sino que Dios nos ha amado primero, hasta entregar a su Hijo por nosotros. Quien ha experimentado este amor inmenso, derramado sobre su alma, puede retornarlo y amar, a Dios y a los demás.

Todo el que ama conoce a Dios, dice San Juan. Así, podríamos decir que incluso las personas que se dicen no creyentes, si aman de verdad, en cierto modo conocen a Dios: tienen algo de Dios en su interior. Ese amor que profesan los hace acercarse al Creador, aunque no sean conscientes de ello y su historia personal o sus convicciones los lleven a rechazar la fe.

Pero, ¡cuánto más hermoso es, no sólo amar, sino ser consciente de que somos inmensamente amados! Nuestra voluntad puede fallar. Nuestro pobrecito amor humano puede quemarse, gastarse, desfallecer… En cambio, el amor de Dios es manantial que siempre nos está renovando y fortaleciendo. Él no desfallece, no se cansa, no se agota.

El evangelio de Juan es hermoso por su constante insistencia en el amor. Nos habla de un amor que se prodiga en humanidad, que se materializa, se hace corpóreo y presente en la relación entre las personas: “amaos los unos a los otros”. Pero es un amor que sobrepasa lo natural, porque su origen es el corazón magnificente de Dios, y no tiene fin. Esa es la fuente de la auténtica alegría. Juan recoge las palabras de su maestro, que insiste: “Os he hablado esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud”.

domingo, 10 de mayo de 2009

Amar de verdad y con obras

Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras… éste es el mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos unos a otros. 1 Jn 15, 4b.

Estas palabras de san Juan resumen muy bien el corazón de nuestra fe cristiana: creer y amar. La autenticidad de nuestra fe quedará probada con la confianza y con las obras.

Muchas veces estamos lejos de tener paz interior. Los problemas nos angustian, las inquietudes nos asaltan y nos remuerde la conciencia porque quizás no somos coherentes con lo que decimos creer. “Dios es mayor que nuestra conciencia”, dice Juan. Para obtener esa preciada paz interior necesitamos ponernos ante él, sin disfraces, sin escondernos. Y poner en sus manos todo lo que nos perturba. Podemos engañarnos a nosotros mismos, pero a él nunca lo engañaremos. ¡Es inútil intentarlo! Sólo si tenemos confianza total en Dios podremos abrir nuestra alma y dejarnos curar y aliviar por él. Juan nos insiste: esa confianza nos dará la paz. Si confiamos, Dios nos dará todo cuanto necesitamos. En ocasiones nos quejamos porque nos parece que Dios no nos escuche. Y lo que sucede, en realidad, es que nos falta confianza en él.

La otra gran prueba de fe son los frutos, las obras. Un cristiano convencido no se distingue por su discurso, ni siquiera por sus prácticas religiosas, sino por aquello que hace y por el amor que desprenden todas sus acciones.