martes, 19 de julio de 2011

Cautelas de San Juan de la Cruz -y 3-

Contra uno mismo

San Juan avisa: este enemigo (lo que antes se llamaba la carne, hoy diríamos el ego) es el mayor de los tres, y el más difícil de vencer. ¡Uno mismo! Al lado del mundo y el demonio tentador, el mayor obstáculo, la mayor piedra de choque con que nos topamos, somos nosotros mismos.

Y es que el egoísmo crece con tanta fuerza. Hoy, en nuestra cultura individualista, que ensalza la autonomía personal y deifica la llamada autoestima, estas cautelas son más oportunas que nunca. Porque, además, la idolatría de uno mismo puede darse de forma muy sutil en personas aparentemente muy santas, muy espirituales e incluso dedicadas a los demás.

San Juan, como buen conocedor del mundo monástico y de lo que se cocía en las comunidades, fue un hombre despierto en una época de espiritualidad muy variopinta, donde se daban desde la corrupción más vergonzosa hasta los arranques misticistas más desmedidos. A menudo, costaba discernir entre una auténtica experiencia mística y la neurosis religiosa. De manera que nuestro santo tuvo que capear con todas las trampas y artimañas del espíritu humano.

Primera cautela

No has venido a que te complazcan, sino a que te labren y ejerciten. La comunidad te pule. Así alcanzarás la paz.

Aquí nos topamos con la eterna lucha: entre individuo y comunidad; entre mi libertad y la del otro; entre mi ego y el consenso. Esta dialéctica, que se ha creído natural, en realidad es una consecuencia de cierto pensamiento fragmentador de la conciencia humana. ¿Por qué no es posible conciliar libertad y unidad; individuo y grupo; identidad y comunidad?

Ver estas dos dimensiones como complementarias y aliadas, y no opuestas, nos lleva a una concepción del ser humano reconciliado consigo mismo y con los demás. Una concepción que no divide a la persona, sino que la entiende en su integridad. ¿Por qué los demás tienen que ser mi infierno, como afirmaba un autor existencialista? ¿Por qué integrarme en un grupo va a coartar mi libertad? Estamos hechos para convivir, aunque la convivencia no siempre sea fácil. Nacemos en una familia. Crecemos en ella, aprendemos en una escuela, nos relacionamos en grupos, nos integramos en equipos de trabajo… La aparición de conflictos no nos debería llevar a la conclusión fácil de que es mejor estar solos que mal acompañados, o que nadie puede ser verdaderamente libre si no se “desata” de los demás.

Estamos hechos para el amor. Basta ojear las mejores páginas de la literatura universal o escuchar la letra de la inmensa mayoría de canciones para darnos cuenta de cuál es nuestra gran aspiración, nuestra mayor hambre, nuestra eterna sed. Y el amor nunca es solitario: Dios, el Amor con mayúscula, es una comunión de tres.

Pero también nacemos para vivir en plenitud, y esto significa que nuestra vida es aprendizaje, desde el principio hasta el fin. Y no podemos aprender aquello que realmente es fundamental en nuestra vida si no es en la convivencia. Por eso hemos de entender los roces cotidianos, no como heridas o molestias, sino como ese pulido que, si nos dejamos hacer, dejará nuestras almas redondeadas, suaves y brillantes como perlas. Si nos endurecemos, nos enrocamos en nuestras posiciones y nos negamos a ser pulidos, solo conseguiremos convertirnos en cantos agrietados y llenos de aristas, que se rompen y hieren a los demás.
Por eso, la docilidad, el estar abiertos a aprender, el ser flexibles y adaptarse a los demás, no sólo nos hará sabios, sino que nos dará paz. Cuántas veces la falta de paz interior no es otra cosa que orgullo disfrazado, enojo contra los demás y frustración porque no vemos cumplirse nuestras aspiraciones más egocéntricas.


Segunda cautela

Jamás dejes de hacer las obras por la falta de gusto ni las hagas sólo por el gusto que te dan.

Otra frase que choca frontalmente con nuestra cultura actual, donde la guía y el criterio para obrar es el deseo, el “me apetece”, el gusto.
Claro que es muy humano buscar el bienestar y el placer en todo lo que hacemos. Sólo que actuar movidos por el viento voluble del deseo nos puede convertir en veletas desorientadas y perennemente insatisfechas. Porque lo que hoy me apetece, quizás mañana me aburra. Y del deseo se pasa a otro deseo, y de ahí, en muy poco tiempo, al hastío. El puro gusto no puede ser nuestro norte si no queremos desintegrarnos como personas.

¿Por qué no lo hacemos al revés? Aquel gusto por el bien, por el deber cumplido, por el trabajo hecho con amor, por la obra de arte bordada… Esa forma de vivir que nuestros antepasados conocían y muchos de ellos practicaban, ¿acaso no está llena, también, de alegría y satisfacciones? ¿Qué alpinista no se siente lleno, cuando corona una cima que le ha costado sudor y esfuerzo? Cuanto más nos ha costado hacer algo bueno, quizás obligado, pero que hemos conseguido culminar de la mejor manera posible, más gozo alcanzaremos después.

San Juan no nos está robando el gusto y la alegría de vivir, sino que nos sitúa ante un planteo diferente a la hora de tomar decisiones. Su propuesta es que no nos guiemos por el gusto o la apetencia, sino por lo que realmente es bueno o conviene hacer. Y que la falta de ganas no nos impida hacerlo, si es necesario. En esto, nuestra guía no será el deseo, sino la mente y el espíritu que, libres del egoísmo, nos orientarán hacia el amor y nos dirán qué hacer.

En la vida espiritual la tentación de dejarse llevar por lo gustoso es grande. Porque quizás en los inicios, muchas personas se sienten bien rezando, o ayudando a los demás, o dedicándose a tareas gratificantes. Pero cuando llega el momento de perseverar, día tras día; cuando la novedad desaparece y no siempre sentimos ese entusiasmo inicial… ¿qué nos sostendrá? No el gusto, ni la complacencia. Nos animará nuestra voluntad, nuestra fidelidad y la determinación de continuar, sabiendo que en el camino habrá días de sol y días lluviosos, pero que nada puede ser un obstáculo para avanzar.

Un proverbio chino dice: “las grandes almas tienen voluntad; las pequeñas sólo deseos”. Permitamos, ¡y ayudemos! a nuestra alma a crecer.


Tercera cautela

No busques en la oración lo placentero ni lo sabroso, ni rehúyas la parte amarga. Abrázala para perder amor propio y ganar amor de Dios.

Sabían bien los santos que allí donde el mal se mete con mayor sutilidad es en el espacio más sagrado, más íntimo, más hondo del ser humano.

Entramos en el campo de la oración. Cuán atractiva nos resulta cuando la asociamos a bienestar, paz interior, goce estético, calma y consuelo… Pero la oración no es un analgésico, ni una dulce poción de adormidera. ¡Qué lejos del “opio del pueblo” está la auténtica plegaria!

La oración puede ser dulce descanso y coloquio de apasionado amor, pero también puede ser pugna. Las verdaderas batallas del ser humano se libran en el terreno del alma. Y a veces son duras, prolongadas y cruentas. Jesús, que rezaba diariamente, buscando siempre lugares apartados para entrar en comunión con el Padre, también conoció esta amarga oración de lucha y sangre. Recordemos el huerto de los olivos. En esta oración, hasta el mismo cuerpo entra en la brega. Si para él fue doloroso, cómo no va a serlo para nosotros el día que nos sinceremos, desnudos de corazón, ante Dios, y queramos unir nuestra voluntad a la suya.
La oración, que nos fortalece y nos alimenta, también nos llevará a la intemperie más devastadora de nuestra vida. Nos colocará ante el abismo y nos exigirá decidir. La libertad, ese regalo precioso que Dios nos ha dado sin restricciones, nos pondrá entre la espada y la pared. Liberarse también nos hará sufrir. Es cierto que, después, el alma sale fortalecida, crecida y mucho más plena. Tras la tormenta lucirá un sol aún más radiante. Pero si queremos llegar a esa plenitud, no podemos esquivar nuestros Getsemanís interiores, y nuestras noches oscuras del alma.

En esos momentos es cuando podemos abrazarnos a la cruz de Jesús, a su propio dolor, que también es el nuestro. Cuando toquemos fondo, nos daremos cuenta de que él lleva también nuestra pequeña y pesada cruz. Él ha pasado por esto, nos sostiene y nos ayuda. Nuestro calvario interior, bien vivido, hará crecer nuestro amor.

Podríamos resumir estas tres cautelas diciendo que, para vencerse a sí misma, la persona necesita dejarse pulir en la convivencia, guiarse por el bien, y no por su gusto y deseo, y buscar en la oración a Dios y su voluntad, y no la propia. En una sola frase, hay que saber morir a uno mismo, o lo que es igual: morir al egoísmo. Si deseamos crecer espiritualmente, hay que cambiar la dinámica del egocentrismo, de la idolatría del yo, del endiosamiento del propio deseo, por una dinámica de apertura y expansión hacia los demás y hacia Dios.

Y esto, de nuevo, es totalmente contrario a las filosofías y tendencias imperantes hoy.


Durante años he leído libros de autoayuda, he escuchado conferencias y he seguido entrevistas y artículos periodísticos de numerosos autores que proclaman la necesidad de cultivar la autoestima, el amor a sí mismo y el dios interior de cada cual como formas para alcanzar la paz y la plenitud del espíritu humano. Y durante un tiempo, incluso me creí la tan repetida frase: “Si no te amas a ti mismo, jamás podrás amar a los demás”. ¡Me parecía tan lógica!

Ha sido con el paso de los años, y con la ayuda de buenas lecturas y, sobre todo, de personas buenas, que he comprendido cuán diferente es la realidad. Y reflexionando sobre mi propia vida, he llegado a la conclusión de que ese ideal, “amarse a sí mismo”, es falso.

¿Encontrarás en ti tu plenitud? ¿La verdad está en ti? ¿Es dentro de tu interior donde hallarás todo lo que buscas? ¿Amarte, centrarte en ti, te llevará a amar a los demás? ¿Nace la paz dentro de ti?

Mi experiencia ha sido totalmente contraria. Y, sin embargo, la considero necesaria por lo que he aprendido en ella. Cuando viví centrada en mí, descubrí lo que era el infierno. Fue cuando decidí abrirme a los demás ―y a Dios― cuando comencé a ver la luz, y también atisbé lo que podía ser el cielo. Y esto es algo que debo a la Iglesia y a las personas que se han cruzado en mi camino. Mucho más tarde he podido formular, con mis propias palabras, que el camino hacia la plenitud no va hacia dentro de uno mismo, sino de dentro hacia fuera. Y que la felicidad, el amor, incluso lo más íntimo y genuino de uno mismo no se halla buceando en nuestro oscuro pozo interior, sino abriéndonos a los demás y dejando que el sol de Dios ilumine hasta el último rincón de nuestras entrañas.

Desde ahí, sí es posible amarse sin egoísmos tontos y respetarse a uno mismo. Pero jamás podrás hacerlo si antes no te has sentido profundamente amado. No por ti mismo, sino por otras personas y, sobre todo, por aquel que te creó y que es, en su misma esencia, Amor.