jueves, 27 de diciembre de 2012

La fe que mueve montañas

Jesús les respondió: Os aseguro que si tenéis fe y no dudáis, no solo haréis lo que yo acabo de hacer con la higuera, sino que podréis decir a esta montaña: levántate de ahí y arrójate en el mar, y así lo hará. Todo lo que pidáis en la oración con fe lo conseguiréis. (Mt 21, 21-22)

Cuando leemos este pasaje, en seguida se nos hace evidente nuestra falta de fe. O quizás nos parecen palabras inalcanzables, casi mágicas, o simbólicas. ¿Es posible obrar tales prodigios? Jesús podía, sí, porque era Dios, pero nosotros…

Y, sin embargo, Jesús nos asegura que con fe podríamos hacerlo. En un pasaje evangélico dice que sus discípulos harán cosas «aún mayores que él». ¿Nos está enredando o nos habla en clave?

El evangelio nos da pistas. Sus discípulos, hombres de carne y hueso, cargados de defectos, como nosotros, pudieron. En su momento, curaron enfermos, expulsaron demonios e incluso de San Pedro se cuenta que resucitó a un muerto, durante sus andanzas apostólicas. Podemos. Porque el poder de Dios no nos está vedado. Somos nosotros quienes le ponemos obstáculos y barreras con nuestra falta de fe.

En todo caso deberíamos preguntarnos cuántas cosas podríamos mejorar en nuestra vida diaria, contando con la ayuda de Dios y una fe inquebrantable, y cuántas cosas dejamos de hacer simplemente porque antes de intentarlo ya nos damos por vencidos. Pero la fe pide coraje. Y pide confianza sin límites. Pide saber caminar a oscuras, sin ver lo que sucederá. Es, quizás, ese gesto confiado de «lanzarnos al vacío», sabiendo pero sin saber, creyendo sin certezas. No a ciegas ni a locas, porque sabemos que Dios todo lo puede, pero no tenemos la evidencia científica, la seguridad, la garantía que tanto nos gusta reclamar desde nuestra mentalidad positivista y cobarde.

Creamos. Y sepamos esperar, porque algunos frutos piden tiempo para madurar. Lo que es de Dios florecerá un día u otro, en su momento, cuando él lo vea más oportuno. Y siempre será para nuestro bien.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Fe y salud


Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados». (Mt 9, 2)
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: «Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado». Y desde ese instante la mujer quedó curada. (Mt 9, 22)
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó: «¿Creéis que yo puedo hacer lo que me pedís?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como habéis creído». (Mt 9, 28-29)
Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada. (Mt 15, 28)

En los evangelios se relatan muchos milagros de Jesús. En todos estos relatos aparecen tres elementos: la súplica del enfermo, la respuesta de Jesús y la fe. Jesús insiste una y otra vez que es la fe la que salva, y siempre pregunta al enfermo qué quiere, antes de curarlo.

Los médicos conocen bien el llamado efecto placebo y el impacto de la sugestión en la salud; muchos terapeutas nos hablan de la fuerza del pensamiento y su capacidad curativa. Todos hemos oído aquel viejo dicho: querer es poder.  Alguien dijo: piensa sano y lo estarás. ¿Es tanta la fuerza de nuestra mente y de nuestra voluntad?

Jesús así lo afirma, aunque él habla, en concreto, de la fe. Creer en lo que todavía no es, creer en lo que se desea, poner toda la confianza en que eso ocurrirá, parece acelerar o precipitar el cambio, la curación. Pero en el evangelio no se nos habla de la fe en cualquier cosa o persona, sino de fe en Jesús. Quienes acuden a él para ser curados no confían en sí mismos ni en sus propias fuerzas, sino en él, ese hombre que mira a los ojos y que transforma el alma de aquel a quien mira. El hombre que desprende amor de Dios por todos sus poros. El hombre cuyas manos abren el cielo y colman de bendición.

Los milagros, dicen algunos teólogos, siguiendo fielmente el texto evangélico, son signos del Reino de Dios. La salud es propia de este Reino. Dios nos quiere sanos, libres, en la plenitud de nuestras capacidades. La liberación de la enfermedad, tantas veces ocasionada por un alma rota o un corazón herido, es una parte de este Reino.  

Por eso, tener fe en Jesús, tener fe en Dios, produce milagros. No por nuestras fuerzas ni por el poder de nuestra mente, sino porque nos convertimos en canal abierto, fuente por donde desciende una fuerza y un poder bienhechor mucho más grande que nosotros mismos, del que somos recipientes y transmisores. ¿Cómo adquirir esa fe tan grande? Yendo a la fuente. Y llegar a la fuente pide emprender un camino, una búsqueda, y también pide una sed. Solo quien está sediento ―deseoso― y quien se sabe pequeño y enfermo ―necesitado― tendrá el ánimo suficiente para alcanzar ese manantial del que brota la Vida con mayúscula. Allí verá su deseo colmado y su alma quedará sana.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Ve y que suceda como has creído

El sacerdote Eugeni Mª Portusach ha hecho unas recopilaciones de frases de los cuatro evangelios sobre la fe, con motivo de este Año de la Fe que estamos celebrando. Nos invita a leerlas «despacio, meditando si esta es la fe que vivo». Así que, agradeciendo su aportación, las iré anotando en este blog con algunos comentarios y reflexiones personales.

Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que lo seguían:
—Os aseguro que no he encontrado a nadie en Israel que tenga tanta fe. Por eso os digo que muchos vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob, en el Reino de los Cielos; en cambio, los herederos del Reino serán arrojados fuera, a las tinieblas, donde habrá llantos y rechinar de dientes.
Y Jesús dijo al centurión:
—Ve y que suceda como has creído.
Y el sirviente se curó en ese mismo momento.
El fragmento corresponde a la curación del hijo del centurión, un milagro «a distancia», provocado por la fe del centurión que se presenta ante Jesús y le dice que no es digno que entre en su casa.

Son varios los pasajes evangélicos en los que Jesús señala la fe de los extranjeros, los paganos, los que no pertenecen al pueblo elegido por Dios. Pero en este fragmento rompe del todo el elitismo y arremete contra cualquier complejo de superioridad moral de los judíos respecto a las demás naciones. Vemos que para entrar en el Reino de los Cielos no hace falta abrazar unas prácticas religiosas ni pertenecer a un grupo concreto: basta la fe. Una fe limpia, confiada y atrevida como la del centurión, que no dudó un instante que la sola palabra de Jesús podría curar a su criado.

Este evangelio nos puede servir de recordatorio a los cristianos de hoy, que quizás hemos caído en el fariseísmo del pueblo de Israel. Como somos creyentes, vamos a misa y cumplimos los mandamientos y las normas cívicas más básicas, a lo mejor ya nos consideramos superiores al resto de mortales y pensamos que, con esto, nos «ganamos» el cielo. No caigamos en la tentación de pensar así. Cuando Jesús dice que «muchos vendrán de Oriente y Occidente» no solo se refiere a los extranjeros inmigrantes que vienen a nuestro país, sino también a personas que nos parecen muy alejadas de la Iglesia y de nuestras comunidades. Personas a las que, quizás, tachamos de pecadoras, perdidas, alejadas. Personas que no piensan como nosotros, que no practican, que ignoran muchos aspectos de nuestra doctrina y que, incluso, no creen en Dios como creemos nosotros. Pero tienen fe. Fe en la humanidad, fe en las personas, fe en la bondad y en el amor. Esa fe los hace coherentes y solidarios. Y esto, a los ojos de Dios, es lo que cuenta.

Si un centurión romano, ajeno a la fe de Israel, creyó tan absolutamente en Jesús... ¿Cómo no vamos a creer nosotros?

martes, 13 de noviembre de 2012

Tener fe


Este año, el Papa Benedicto XVI está dedicando sus catequesis de los miércoles a la fe. Recojo y resumo algunos fragmentos de su plática del 24 de octubre, que me parecen magníficos para expresar qué significa tener fe.

El mundo, hambriento de sentido


«Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y están disponibles para creer en cualquier cosa. Vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?»

De estas preguntas surge el mundo de la planificación, del cálculo y de la experimentación; de la ciencia, que por importante que sea no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en la crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos.»

No solo de pan vive el hombre. El Papa constata aquí una verdad: la del hombre en busca de sentido, la necesidad humana de dar una dimensión trascendente a su vida. El pan solo no basta para vivir de verdad. El materialismo y la búsqueda del bienestar material y las certezas científicas no sacian el corazón humano.

Creer nace de un encuentro personal

«Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de nosotros.

Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas están asegurados en el «tú» de la madre.»

Y aquí el Papa nos habla de la fe no tanto como un proceso intelectual, sino como un encuentro, real y vivo, con Dios. La fe surge de la certeza de saberse amado. Este encuentro entraña una conversión, una apertura de corazón, una infancia espiritual para poder sentirse como niños abandonados en los brazos amorosos del Padre. 

Correr a anunciar


«Creer cristianamente significa este abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de cristianos.

La confianza en el Espíritu Santo nos debe impulsar a ir y predicar el Evangelio, al valiente testimonio de la fe; pero, además de la posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, existe el riesgo del rechazo del Evangelio, de la no acogida del encuentro vital con Cristo. Dice san Agustín: «Nosotros hablamos echamos la semilla. Hay quienes desprecian, quienes reprochan, quienes ridiculizan. Si tememos a estos, ya no tenemos nada que sembrar y el día de la siega nos quedaremos sin cosecha. Por ello venga la semilla de la tierra buena» (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14). El rechazo, por lo tanto, no puede desalentarnos.»

Pero no basta vivir ese encuentro, no podemos reservarnos la alegría para nosotros mismos. ¡Este es el sentido del evangelio! Después de la gran experiencia, llega el anuncio, la expansión. Y aquí los apóstoles y los santos son nuestros maestros. Ellos sembraron la buena semilla con valor, sin miedo a nada ni a nadie. Sin miedo al rechazo y al fracaso, con santa desvergüenza, con audacia y libertad. Conscientes de que estaban llevando a cabo no su hazaña personal sino la obra de Dios. Con esa confianza no hay vanidad ni miedo al rechazo, no hay desánimo ni orgullo herido, sino entusiasmo… a tiempo y a destiempo.

Un don comunitario


Esta fe no es un mérito nuestro ni un resultado de nuestro esfuerzo, sino un regalo que acogemos. Y nunca es un proceso aislado, sino vivido en el seno de una comunidad. La fe brota dentro de cada cual, se enciende personalmente. Pero se vive y se alimenta en grupo. Solo Dios nos da la fe, pero el testimonio que nos motivó a buscarle casi siempre viene por mediación humana. No se cree por uno mismo ni se cree en soledad.

«Pero ¿de dónde obtiene el hombre esa apertura del corazón y de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo, para acoger su salvación? Respuesta: podemos creer en Dios porque Él se acerca a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del Resucitado, nos hace capaces de acoger al Dios viviente. El Espíritu Santo, mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede «a todos gusto en aceptar y creer la verdad» (Const. dogm. Dei Verbum, 5).

El bautismo es el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree por uno mismo, sin el prevenir de la gracia del Espíritu; y no se cree solos, sino junto a los hermanos.» 

Fe y libertad: el plan de Dios


«La fe es don de Dios, pero es también un acto profundamente libre y humano. No es contraria ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre (Catecismo, 154). Es más, las implica y exalta en una apuesta de vida que es como un éxodo, salir de uno mismo, de las propias seguridades, de los propios esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos indica su camino para conseguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la alegría verdadera del corazón, la paz con todos.

Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia, como hizo el patriarca Abrahán, como hizo María de Nazaret. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.»

Este párrafo es fundamental para mí. La fe puede ser un don, pero a la vez es un acto: no somos receptores pasivos y sumisos. La fe pide nuestra libertad. Acogemos ese don porque queremos, sin coacción alguna. Es así, acogida libremente, como puede dar fruto en nosotros, de la misma manera que no podemos amar de verdad si no somos libres.

La vida humana concebida como éxodo es otra gran verdad. Para aquellos que no se conforman con sobrevivir, o vivir en la mediocridad, en una vida programada por defecto, llega un momento en el que hay que salir. Y esa salida es una aventura arriesgada e incómoda, como todo éxodo. Hay que desprenderse de muchas cosas, desnudarse interiormente, llegar a tocar fondo. Pero no se sale si no hay una esperanza, una meta que alborea en el horizonte, aunque durante mucho tiempo caminemos en las tinieblas. En ese camino nos mueve la fe, como dice el Papa, esa confianza en que Dios tiene un proyecto para mí, para el mundo, para la historia. Sí, Dios tiene un plan para mi vida, un precioso guión que me ofrece… pero que yo puedo aceptar, libremente, o rechazar.

Y, ¿qué ocurre? Cuando lo aceptas, Dios te invita a escribirlo junto con él. Descubres que no hay mejor guión, mejor plan, ni obra más hermosa que la que él ha soñado para ti. Nunca podremos superarlo como artista, nunca podremos superar su creatividad y su magnificencia. Nuestros mejores sueños se quedan cortos al lado de su amor. Solo necesitamos creer y confiar. Abandonarnos. Decir sí. Después de este sí, nuestra vida habrá dado un vuelco y será, como dice el Papa, «nueva, rica de alegría y esperanza fiable».

viernes, 2 de noviembre de 2012

La matriz del cielo


La muerte, madre de muchas preguntas

En la fiesta de los fieles difuntos nos encontramos con una realidad que siempre ha inquietado el corazón humano y que ha despertado los mayores interrogantes: la muerte. La consciencia de nuestra finitud y la evidencia del fin, la descomposición de la materia y la desaparición del cuerpo físico, han llevado a la humanidad a plantearse muchas preguntas. ¿Es posible que esas personas vivientes, que significaron tanto para nosotros, desaparezcan sin más? ¿Y nosotros? ¿Salimos del azar y regresaremos a la nada? Para muchos, lo que más temor causa no es tanto la muerte en sí como la idea de la aniquilación total, del exterminio del ser. La nada causa un vértigo pavoroso. ¿Qué sentido tiene vivir, si hemos de morir, al fin y al cabo, y todo terminará para nosotros?

Muchas religiones y filosofías han intentado dar respuestas. Algunas se centran en la vida presente: puesto que la muerte es inevitable y forma parte de nuestra naturaleza, hay que vivir lo mejor posible, aceptando con resignación y serenidad la muerte. A esta conclusión realista llegan el estoicismo, el epicureísmo, el vitalismo del carpe diem y también el autor de un conocido libro de la Biblia, el Kohélet o Eclesiastés.

Otra postura se enfoca en el mundo de lo invisible: en el alma. La inmortalidad del alma es creencia compartida por múltiples religiones y corrientes de pensamiento, desde los antiguos egipcios hasta el platonismo y el hinduismo. Esta alma inmortal se encarna temporalmente en un cuerpo y, después de esa vida mortal, regresa de nuevo a la dimensión del espíritu, para reencarnarse de nuevo o ascender hasta un nivel superior de plenitud, según haya sido su vida terrena.

El judaísmo acogió varias tendencias. En su pensamiento originario no existía la dualidad cuerpo-alma. Se basaba en el concepto de vida como animación de la materia: lo vivo está animado, y la vida la otorga Dios. Por tanto, todo lo viviente comparte esa cualidad de la naturaleza divina. En tiempos de Jesús, había grupos que no creían en la inmortalidad del alma, como los saduceos. En cambio, los fariseos sí creían en el alma inmortal y en una resurrección futura. Jesús compartía esta creencia.

En qué creemos los cristianos

El cristianismo cree en el alma inmortal, pero no de la misma manera que el platonismo o el hinduismo: el alma no es eterna, pues antes de ser concebidos nosotros, no existía en ningún otro lugar; por tanto, al menos tiene un principio. La idea de “los bolsillos del Padre eterno”, llenos de almitas listas para ser arrojadas a la tierra y plantadas en un cuerpo es sugestiva, pero no se corresponde con la fe cristiana. Nuestra alma, y en esto nos acercamos a posiciones más existencialistas, nace y se desarrolla de forma inseparable con nuestro cuerpo físico.

Pero el cristianismo da un salto más allá. Esta alma no solo sobrevive a la muerte, lo cual ya es un motivo de esperanza. En el Credo decimos: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». La resurrección de la carne… Pensémoslo despacio. Estamos tan acostumbrados a recitar esa frase que no caemos en la cuenta de la enormidad que proclamamos. ¿Es posible que vivamos para siempre, no solo en alma, sino también, algún día, en cuerpo? ¿Volveremos a recuperar la vida encarnada que disfrutamos? ¿Seguiremos siendo nosotros, con nuestro cuerpo, nuestros rasgos, nuestra personalidad… y no una reencarnación distinta? ¿Conservaremos, además del espíritu, nuestra humana corporeidad, nuestra identidad?

Si nos cuesta creerlo, al menos es lo que todos desearíamos. ¿No es la inmortalidad un sueño de todo hombre, desde los albores de la humanidad? Una inmortalidad no etérea ni fantasmal, sino tan fresca, vital y física como la que vivimos, aunque, quizás sí, librada del dolor, de la enfermedad, de la amenaza de la muerte…

El credo cristiano se atreve a decir, contra toda lógica, contra toda mesura: nosotros creemos en esto. Creemos en el alma inmortal. Y creemos, también, en la resurrección del cuerpo.  

Para muchas mentes críticas esto puede ser una maniobra hábil para “convertir” a las gentes crédulas y captar adeptos. Prometiendo una vida eterna y una resurrección futura, dicen, esta religión ya tiene su poder asegurado. Es una lectura apresurada y fácil de nuestra fe. Una lectura superficial que solo busca motivaciones mercantilistas y de poder y no se adentra en el porqué de esta creencia.

Lo que nuestros ojos contemplaron…

¿Por qué los cristianos creemos en la resurrección de la carne? No porque a los apóstoles se les ocurriera esta idea genial ―loca, audaz e inverosímil― ni porque una supuesta élite ávida de poder conspirara para manipular las conciencias de la gente humilde. Creo que nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a formular esta afirmación, que desafía tanto una visión racional del mundo como las tradiciones religiosas más antiguas. Si un grupo de galileos entusiastas comenzó a salir por las calles y plazas anunciando una doctrina novedosa y singular fue porque partían de una experiencia: una vivencia real, palpable, que dejó una huella profunda en sus vidas.

El cristianismo no parte de una teoría bien diseñada, sino de un encuentro y de un testimonio de ese encuentro. Fue Jesús resucitado, en persona, apareciéndose a los suyos, hablando con ellos, caminando con ellos, comiendo con ellos, quien les mostró que la muerte no tenía la última palabra. Fue esa vivencia real, como dice san Juan: «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han palpado…» la que los llevó a anunciar esta buena nueva: Jesús está vivo. Dios está con nosotros. La vida tiene un sentido. Y el fin no es la muerte, sino otra vida, mucho más plena, e inmortal. La misma vida que Jesús les mostró, no con grandes explicaciones, sino sentándose a la mesa y compartiendo pan y unos peces con sus amigos.

Y nosotros, los cristianos de hoy, creemos ese testimonio. Lo leemos en los evangelios y en las cartas de los apóstoles, lo revivimos y confiamos en la veracidad de unas palabras que no pueden ser invención humana, sino fruto de una intervención de Dios. Porque solo a Dios se le podía ocurrir rebasar nuestras expectativas y darnos más aún de lo que nos atrevemos a desear. Nuestra vida presente, si sabemos leerla en profundidad, nos da pruebas, una y otra vez, de ese amor inmenso que, como dice San Pablo, «ha sido derramado en nuestros corazones». El solo hecho de estar vivos debería ser prueba suficiente de ese amor que trasciende la acción humana. Como dicen los teólogos, el amor de Dios nos sostiene en la existencia.

Un parto luminoso

Y Dios nos ama tanto que, como oí decir una vez a un sacerdote, «solo por no dejar de amarnos nos ha dado una vida que es eterna». Quien ama sabe muy bien lo que significa esto. El amor auténtico es personal, te mira a los ojos y te llama por tu nombre, y no puede separarse del «para siempre». Ansiamos eternizar esa amistad, esa relación, ese vínculo con el ser amado que nos llena y nos construye, que da luz y sentido a nuestra vida, que lo es todo para nosotros. Es el amor de Dios el que hace posible la inmortalidad; es su amor el que hizo resucitar a Jesús y el que, un día, nos hará resucitar a todos.

Así, la muerte se convierte no en un fin, sino en un paso, un tránsito, como se decía antes, en la puerta hacia otra vida, otra dimensión de la que apenas sabemos nada, pero que no debe asustarnos, porque en ella reina la Vida con mayúscula. Y ahí, como Jesús dijo a sus discípulos, él, y otros seres queridos, nos estarán haciendo un lugar. Podemos llorar, ¡necesitamos llorar! Pues la separación física, la ausencia, provocan duelo y añoranza, y esto es humanísimo y es muestra de amor. Todos hemos de vivir nuestros duelos, tierna y profundamente, el tiempo necesario para asimilar esa distancia. Pero los cristianos, no lo olvidemos, sabemos que no será una separación definitiva. Están ahí, esperándonos, quizás más cerca de nosotros de lo que imaginamos.

La muerte es el parto hacia esa nueva vida. Como todo parto, es doloroso y da temor. El Padre Raniero Cantalamessa explicaba, en una charla de Adviento sobre el secularismo, un cuento muy bonito para ilustrar qué supone la muerte en relación a la vida terrena. Lo transcribo:

«Dos gemelos, inteligentes y precoces, en el vientre de la madre comienzan a hablar entre sí. La niña pregunta al niño: ¿Cómo crees que será una vida después del nacimiento? El niño responde: No seas ridícula, ¿qué te hace pensar que hay algo fuera de este espacio, donde estamos tan a gusto? Ella contesta: ¿Quién sabe? Quizás existe algo así como una madre, alguien que cuidará de nosotros. Él: ¿De dónde sacas que hay una madre? ¿Dónde la ves? Todo lo que ves, es lo que hay. La niña otra vez: Pero no sientes, de tanto en tanto, una presión sobre el pecho que aumenta día a día y nos empuja hacia adelante? El niño contesta: Eso es verdad, yo también la siento siempre. ¿Ves?, concluye triunfante la hermanita, este dolor no puede ser para nada. Yo pienso que nos está preparando para algo más que este pequeño espacio donde nos encontramos.»

Así es: nuestra vida terrena es la matriz previa al cielo. Una vida preciosa, no exenta de dolor y de inquietudes. Una vida que estamos llamados a vivir en plenitud, pues, siguiendo la analogía, si queremos un buen parto hay que llevar un buen embarazo. La muerte es ese parto desde la matriz del mundo hacia otra vida inimaginable. Podemos atisbar, intuir, percibir indicios… ¡Hay tantas cosas que nos hablan de cómo es ese cielo, de cómo es esa madre amorosa que nos está engendrando, alimentando y sacando a la luz! Pero solo tenemos un conocimiento muy parcial y limitado. Eso sí, como sucede en el parto humano, podemos intuir que la vida hacia la que naceremos después de la muerte será de una amplitud y una belleza indescriptibles; que será entonces cuando vivamos de verdad; y que la resurrección del cuerpo no será más que la culminación de un largo proceso de creación y recreación, bajo la mano amorosa de Dios.  

viernes, 26 de octubre de 2012

viernes, 12 de octubre de 2012

Dos relatos sobre la Creación -1-


El primer libro de la Biblia, el Génesis, se inicia con dos relatos paralelos sobre la creación del mundo y del ser humano. Son dos relatos míticos, inspirados en tradiciones muy antiguas, cuya finalidad es religiosa. Es decir, más que describir de manera rigurosa ―hoy diríamos científica― cómo se originó el mundo y la vida, pretenden dar un significado, un sentido, a la realidad del mundo y de la existencia humana.

Los dos primeros capítulos del Génesis nos presentan dos visiones sobre el universo y el hombre, sobre las cuales se desarrolló una fe, la del pueblo judío, y una cultura. Esta fe y esta cultura son una de las raíces de la civilización occidental y su influencia perdura hasta hoy.

El primer relato

El Génesis empieza con una narración poética sobre cómo Dios creó el mundo a partir de un caos de aguas primigenias. Su espíritu flota sobre las aguas. Con su voz y su palabra, separa las aguas, separa la luz de la tiniebla y comienza a crear los seres vivientes que pueblan la tierra y el aire. Finalmente, crea al ser humano.
Este relato de la Creación es el último que se escribió, en orden cronológico. Posiblemente es uno de los fragmentos más modernos de la Torá. Los académicos lo atribuyen a la escuela sacerdotal o «fuente P», una de las cuatro que nutren el material escrito del Pentateuco. Si se lee el texto con voz pausada, efectivamente podemos captar ese tono dramático y  solemne propio de una oración litúrgica. La cadencia de las frases, las repeticiones a modo de estribillo: «Y Dios vio que era bueno», incluso el orden y el paralelismo interno entre los seis primeros días y lo creado en ellos, forman una estructura perfecta.

Día 1. Separa el día de la noche.
Día 4. Crea los astros.
Día 2. Separa las aguas y el aire.
Día 5. Crea aves y peces.
Día 3. Hace surgir la tierra firme, la hierba y las plantas.
Día 6. Crea los animales y el hombre, que se alimentarán de las plantas.
Día 7. Descansa.

Los autores de este relato tampoco partían de cero. Recogían antiguas tradiciones religiosas de los pueblos con los que Israel convivió durante siglos. Podemos trazar algunas semejanzas y diferencias entre Génesis 1 y el conocido poema Enuma elish, que literalmente significa «En el principio», de tradición babilónica. Con estas mismas palabras se inicita también el Génesis, que en hebreo lleva el título B resit, que significa lo mismo.

Tanto en Génesis 1 como en el Enuma elish el origen de todo es un caos acuático. Las aguas turbulentas son una imagen viva de ese mar primigenio de donde surge la vida. Pero, así como en el poema babilónico de las aguas surgen monstruos, genios y dioses que pelean entre sí por el dominio del mundo, en la Biblia encontramos a un Dios solo, con su espíritu, que crea mediante la palabra.

Los dioses del Enuma elish crean a los humanos para que sean sus sirvientes. Y llega un momento en que los humanos se multiplican tanto y se hacen tan ruidosos que el rey los dioses, irritado, decide destruirlos y envía un gran diluvio o inundación (esto se narrará en otros relatos). Un hombre y su familia se salvarán de la catástrofe, embarcándose en un arca que flotará sobre las aguas. Esta parte del relato inspirará la historia de Noé, que en la Biblia revestirá un significado muy distinto.

De la mitología del Enuma elish se desprende una cosmovisión y un orden social: de la misma manera que los dioses se pelean, se organizan y finalmente acatan y obedecen a un jefe, los hombres también se organizan y obedecen a un rey-sacerdote, al que se someten. El poema refleja y legitima la estructura de una sociedad fuertemente jerarquizada.

De Génesis 1 se desprende una cosmovisión y, sobre todo, una visión del ser humano, radicalmente diferente. El hombre es el culmen de la creación, el último ser creado. Y no ha sido creado para ser el esclavo de Dios, sino que este lo ha formado «a su imagen y semejanza», similar a él mismo. Esta es la distancia entre  el hombre y Dios: la de creador y criatura, la de artista y obra. No hay sumisión, esclavitud ni jerarquías humanas. Además, el creador se preocupa por su criatura y pone a su disposición la naturaleza para que viva en ella y se alimente de sus frutos. Aquí podemos atisbar un inicio de antropocentrismo: la creación es un jardín que Dios planta para colocar en él a su criatura predilecta. También podemos ver en este relato la importancia y la dignidad del ser humano, comparable al mismo Dios. Por tanto, comparte con él algunas de sus características: es libre, es creativo, es responsable.

Finalmente, un aspecto crucial de este relato es que Dios crea al hombre sexuado: «hombre y mujer los creó». De una frase tan sencilla podemos extraer dos consecuencias trascendentales. Por un lado, está equiparando en importancia a ambos. Ambos son semejantes a Dios. No hay uno que esté por encima del otro. Es, quizás, el relato más antiguo donde se pueda hablar de «igualdad de sexos». Teniendo en cuenta que fue escrito en una época y en un entorno cultural donde había una fuerte discriminación hacia la mujer, esta frase es notoria. Por otro lado, nos indica que es la unión, hombre-mujer, y no el individuo aislado, lo que más se asemeja a Dios. Sugiere que hombre y mujer han sido creados para estar juntos, para unirse y hacer realidad un proyecto vital y creador. Nos habla de la naturaleza solidaria del hombre, de su necesidad y su capacidad para amar y ser amado. Nos indica que la plenitud humana se encuentra en el amor, en la entrega del uno al otro. La imagen más transparente, pura y certera de Dios es la unión amorosa entre un hombre y una mujer.

De esta manera, Génesis 1 nos explica qué sentido tiene el mundo, como hogar y sustento del ser humano, cuál es la vocación del hombre, llamado a ser libre y a vivir una relación armoniosa con la naturaleza y sus semejantes, y finalmente el relato recuerda que es necesario dedicar un tiempo a Dios, al descanso y a la fiesta. Posiblemente Génesis 1 sirvió como relato etiológico para explicar el origen del sabbath judío. Pero el valor antropológico del sábado como día festivo, de descanso, de encuentro con los demás y de gratitud hacia el Creador, no deja de tener vigencia hasta hoy.

jueves, 11 de octubre de 2012

Dos relatos de la creación -2-


La mujer, iniciadora

Génesis 2 es un relato mucho más antiguo que el primero y enlaza con otras viejas tradiciones orientales. En concreto, se han trazado muchos paralelismos entre esta narración y el poema de Gilgamesh.

El segundo capítulo del Génesis nos da otra versión de la creación, no tanto  contradictoria, sino más bien complementaria de la primera, con diversos elementos apasionantes para profundizar. En él se relata la famosa creación de la primera mujer, Eva, a partir de la costilla de Adán. El hombre cae en un sueño profundo, inducido por Dios. Mientras duerme, Dios le extrae una costilla y con ella modela a la mujer. Cuando Adán se despierta y la ve queda extasiado y exclama: «¡Esta es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» Con lo cual está diciendo que la siente tan suya, tan íntima, como su propia sangre. Y la ama.

Pero veamos en más detalle lo que ocurre en este relato y comparémoslo con el poema de Gilgamesh.

En Génesis 2 encontramos a un hombre solo en medio de una creación maravillosa que Dios ha puesto a sus pies. Le ha dado incluso el encargo de nombrar a todos los animales, una manera poética de decir que lo ha constituido en amo de la naturaleza y responsable de ella. Pues el nombre, en las culturas antiguas, encerraba el espíritu. Quien da el nombre, es amo y poseedor.

Pero el hombre, en medio de su paraíso exhuberante, está solo. Y Dios cavila: «No es bueno que el hombre esté solo». Efectivamente, el ser humano no está hecho para la soledad. El aislamiento lo aliena, lo hace extraño a sí mismo, huraño y salvaje. Lo deshumaniza.

En el Gilgamesh ocurre algo parecido con un hombre que vive solo entre las bestias del bosque. Se trata de Enkidu, una especie de «buen salvaje» inocente y primitivo. Los dioses decretan que Enkidu sea el amigo y compañero del rey Gilgamesh. Pero, antes, deben civilizarlo. Y para ello le envían a una mujer.

Dios en el Génesis envía a Eva para que sea la compañera y ayuda del hombre. Los dioses en Gilgamesh envían a una meretriz experta para que humanice al buen salvaje y le enseñe a vivir en sociedad.

¿Qué encontramos aquí? La figura de la mujer como maestra, acompañante e iniciadora del hombre. Dicen los teólogos que Eva enseña a Adán qué es ser hombre, y qué es el amor. Le enseña su verdadera naturaleza: sociable, abierta al otro, anhelante de amor y capaz de amar. También la iniciadora de Enkidu le enseña la humanidad al salvaje, mediante el sexo. Y lo prepara para ir a la ciudad. Sin embargo, hay un tinte amargo en este relato. Al volverse civilizado, Enkidu pierde el vínculo que lo unía a la naturaleza. Ya no volverá a correr entre los ciervos; sus amigos, los animales, cuando lo vean huirán asustados. La armonía primigenia entre hombre y naturaleza se rompe.

La vida y la muerte

En Gilgamesh la historia prosigue con el encuentro de Enkidu y el rey, su amistad y las muchas aventuras que corren juntos, hasta la muerte de Enkidu y el largo periplo de Gilgamesh en busca de la flor que otorga la inmortalidad. Gilgamesh llora a su amigo muerto y se arriesga para recoger la deseada flor. Pero, finalmente, una serpiente le roba la flor y la pierde para siempre. Gilgamesh regresa a su ciudad entristecido y resignado, comprendiendo que la naturaleza humana es mortal y que nada puede hacer por evitar su destino. La única manera de vencer la muerte es perdurar en la memoria de los vivos a través de grandes gestas y obras arquitectónicas que dejen huella en las generaciones venideras.

En Génesis 2 también aparece el tema de la muerte como realidad inevitable que aguarda a todo hombre. Pero la explicación de por qué el hombre ha de morir es bien diferente. Aquí no se trata de un fatalidad inexorable, sino del fruto de una desobediencia. Y la desobediencia implica que, previamente, existe la libertad.

Muchos autores ven en la escena de la manzana un paralelo a la iniciación erótica de Enkidu por parte de la mujer. La manzana y el hecho de comerla podrían, según algunos, ser un símbolo del acto sexual. Pero en Génesis 2 morder la manzana reviste un significado que sobrepasa la mera iniciación sexual. El tema crucial aquí no es el sexo, sino el conocimiento y el poder.

Las interpretaciones de este texto son múltiples y variadas. En su inicio se asemeja mucho a las fábulas protagonizadas por animales astutos. La serpiente tienta a la mujer ―la iniciadora del hombre, la maestra― y esta implica al hombre en su decisión de comer. Cuando los dos son descubiertos, se avergüenzan de su desnudez y se ocultan a los ojos de Dios.

¿Qué prohibió exactamente Dios? ¿Por qué? Y, ¿qué ofrece la serpiente? Si seguimos literalmente, frase por frase, el relato, veremos ciertas sutilezas que no deben ser ignoradas.

Dios prohíbe al hombre comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, pues el día que lo haga, morirá (Gén. 2, 16-17). Pero luego, cuando la serpiente pregunta a Eva, esta añade algo: «Dios ha dicho que no comamos ni toquemos siguiera [el árbol], porque moriríamos». ¿Por qué Eva añade ese “tocar”?

La serpiente responde que no morirán, y que el día que coman de ese fruto se les abrirán los ojos y conocerán el bien y el mal. Y está diciendo la verdad... aunque luego veremos que dice una verdad a medias, como animal astuto que es.

Múltiple ruptura

Efectivamente, Adán y Eva comen. No mueren ―no de inmediato― y se les abren los ojos. «Entonces vieron que estaban desnudos». La iniciación del buen salvaje, su ruptura con la naturaleza y el paso al mundo civilizado se dan aquí de golpe con ese abrir de ojos que les hace ver que necesitan vestirse.

Pero la desnudez es mucho más que primitivismo. Es inocencia, es sinceridad, es comunión. Ante el amado, el amante puede desnudarse. Ahora, algo se ha roto. Desapareció ese amor incondicional y limpio. Desapareció la transparencia. Se murió la confianza. Tienen que vestirse y esconderse de Dios.
Cuando Dios descubre lo ocurrido y reprende al hombre y a la mujer, sentencia su futuro. Sus frases lapidarias, que suenan como una condena, no son más que un vivo retrato de la realidad humana. El hombre rompe con la naturaleza ―«establezco enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo»―, las relaciones entre hombres y mujeres estarán regidas por el deseo y la dominación ―«Tu deseo te impulsará hacia el hombre, y él te someterá», la naturaleza dejará de ser una amable proveedora y el hombre tendrá que trabajar y penar toda su vida para sacar su alimento ―«comerás el pan con el sudor de tu frente»―. Y, finalmente, perderá su inmortalidad: «eres polvo y al polvo regresarás».

Desde un punto de vista meramente literario, este relato es una fábula que nos explica el origen y la naturaleza del ser humano, tal como ha sido a lo largo de la historia y tal como, todavía, es hoy. El engaño de la serpiente y el castigo de Dios son los causantes de que todo sea así. Pero aquí no hay una fatalidad ciega, como en el poema de Gilgamesh, sino la consecuencia de una pugna entre la voluntad divina y la libertad humana. De esa lucha salen la muerte, el dolor y la ruptura del hombre consigo mismo, con la naturaleza y con sus semejantes.

El drama de la libertad

Desde un punto de vista teológico, sin embargo, hay más. Génesis 2 no es solo un relato sobre la vida y la muerte, sino un relato sobre la libertad.

Vemos que Dios otorga al ser humano muchos poderes: de hecho, pone el mundo entero en sus manos. Y antes comentamos que, al hacerlo semejante a él, también lo hace libre. Pero, ¿cómo hacerlo libre si no le da la opción de elegir? Por eso le impone una prohibición. ¿Lo está probando? ¿O le está abriendo las puertas a que decida libremente?

Algunos teólogos señalan que Dios es Amor. El hombre, semejante a él, es un ser capaz de amor. Pero no lo será si no es plenamente libre. Para amar, al igual que para romper, es necesaria la libertad. Otorgando al hombre esta facultad, Dios lo arriesga todo: sabe que si no es libre no podrá amar de verdad, pero también sabe que siendo libre puede elegir no amar y rebelarse contra su creador. Aún y así, corre el riesgo. Y asume las consecuencias.

El hombre decide, libremente, romper. Sea por orgullo o porque es engañado, elige ser «como Dios» pensando que quizás se convertirá en un dios. Esta es la falacia de la serpiente. Y esta es la sabiduría y el realismo profundo que encierra Génesis 2. Hay un deseo de divinidad en el ser humano. Pero ser «como» Dios no equivale a ser Dios mismo. En su ebriedad, el hombre rompe con Dios y se erige en dios de sí mismo. Luego, en su lucidez, el hombre es consciente de lo que ha hecho ―se le abren los ojos―. Desde entonces, su vida será una huida y una búsqueda de Dios, un temer y un desear, un luchar y un alejarse, un anhelo de plenitud, de inocencia y de eternidad perdidas. Pero Dios no dejará desprotegida a su criatura. No permitirá que ese vínculo roto desaparezca. Seguirá velando por ella ―toda la Biblia es un relato de amores tormentosos y apasionados entre Dios y el ser humano―, interviniendo en su historia a través de hombres y mujeres que buscarán su amistad. Muchos lucharán por recuperar su identidad más profunda, por regresar a su raíz, al mismo corazón de Dios.

Y, en un momento dado, en la historia, Dios decidirá implicarse a fondo y directamente con el destino de sus hijos. En la teología cristiana, ese momento llegará con la encarnación de Jesús. 

domingo, 26 de agosto de 2012

Paciencia, paz y ciencia

Un buen amigo mío me decía un día que la paciencia es paz-ciencia, o sea, la ciencia de la paz. El arte de alcanzar la paz interior. ¡Duro y hermoso arte! Recientemente he visto y disfrutado de un espacio en Nazaret TV, donde el Dr. Joan Costa nos habla de la virtud de la paciencia.

Me ha parecido un tesoro que quiero compartir. El vídeo tiene tres partes: la paciencia con uno mismo, paciencia con los demás y paciencia con las cosas. Este es el enlace:

miércoles, 1 de agosto de 2012

Lo que Dios nos da


El pan y la justicia

El evangelio de la multiplicación de los panes nos habla de la generosidad de Dios. Una generosidad que no se limita a los dones abstractos, sino a cosas muy concretas. Ya no solo hablo de la vida, la existencia, el alma, sino de algo tan necesario y cotidiano como el pan.

Dice Martín Descalzo que Dios, con este milagro, nos demuestra que se preocupa por nosotros y por nuestras necesidades físicas y materiales. Lo espiritual no está reñido con lo corporal. La oración no anda lejos de los pucheros. Dios no es ajeno a los afanes y preocupaciones de nuestra pequeña vida diaria.
Esta preocupación de Dios la vemos reflejada en la oración que el mismo Jesús dirige al Padre: «danos el pan de cada día». Y también en multitud de pasajes bíblicos. En el mismo relato del Génesis encontramos ya esta previsión de Dios, que crea las hierbas del campo y los árboles frutales para que sus criaturas, y entre ellas el hombre, tengan su alimento. En la misma raíz de nuestra fe, judía y cristiana, aparece este cuidado de Dios, un cuidado maternal. ¿Qué madre no se preocupa por lo que comerán sus hijos?

 Sí, Dios nos da todo lo que necesitamos, en abundancia y con derroche. Siempre «sobran doce canastos» de sus dones. Ahora bien, mirando a nuestro alrededor, en plena crisis económica, viendo a tantas familias haciendo cola ante los comedores humanitarios, o a los voluntarios de Cáritas repartiendo bolsas, las dudas pueden asaltarnos. Leyendo la prensa, o navegando por Internet, vemos que el hambre azota países enteros del África y de Asia. ¿Dónde está la munificencia de Dios?

Recuerdo que, en una charla a la que asistí, sobre el hambre en el mundo, la presidenta de una ONG que trabaja por África decía que hoy el mundo produce alimento suficiente para doce mil millones de habitantes (somos siete mil). Y leyendo otros artículos de prensa, constato que una tercera parte de los alimentos que se producen en los países más o menos desarrollados se desecha y se tira. ¿Qué estamos haciendo? ¿De quién es el error? ¿De Dios o de los hombres?

El milagro de la multiplicación de los panes nos da la clave. Dios provee. La naturaleza es pródiga y agradecida. Y el hombre tiene la inteligencia y la generosidad suficientes como para producir y distribuir cuanto necesita para su sustento. Pero, de la misma manera que es necesaria una pizca de generosidad para que se obre el milagro ―un joven que da cinco panes para alimentar… ¡a cinco mil!― también hoy es necesaria nuestra solidaridad para que haya una distribución justa de los bienes y las riquezas.

Sí, la abundancia está en nuestras manos. Unas manos demasiado a menudo cerradas, avarientas y codiciosas. Pero tenemos la opción de abrirlas y de dar, en vez de siempre tomar. Tenemos esa libertad. No echemos sobre Dios nuestras propias culpas. Y tampoco carguemos sobre los demás nuestra impotencia. ¿Qué podemos hacer, nosotros, pequeños, ante los poderosos señores que se reparten el mundo? Algo podemos hacer, seguro. Algo. Recordemos el episodio evangélico. ¿Qué pensaba el muchacho que ofreció los cinco panes ante una multitud hambrienta? No hizo números, como el apóstol Felipe. Miró lo que tenía. Y lo dio.


¿Un Dios mezquino?

Pero Dios no solo nos da el pan. Danos el pan de cada día… y danos, Señor, el sentido de cada día, la sonrisa de cada día, el beso de cada día, el trabajo y el descanso, el amor. Tras la multiplicación del pan, Jesús habla de ese otro pan, tan necesario como el de trigo. Y quizás más aún. Dios también nos da ese pan.
Pensando en la generosidad de Dios, me doy cuenta de que los principales detractores de nuestra religión son aquellos que creen que Dios, justamente, no da, sino que quita aquellas cosas que consideramos más valiosas y necesarias.

Los maestros de la sospecha y todo el pensamiento que se deriva de ellos ―Marx, Freud, Nietzsche― son muy claros. Dios arrebata la libertad, valiéndose de doctrinas para controlar y dominar las conciencias. Dios destruye el gozo y la alegría, el placer, la belleza, imponiendo una ascética rigurosa e inhumana. Dios borra la lucidez mental, estrechando la razón y la inteligencia y engendrando mentes neuróticas y torturadas. Un filósofo lo resume con simpleza en el título de uno de sus libros: Dios es malo.

¡Qué espantoso sería un Dios así! Se entienden estas críticas y acusaciones. Y se entienden, con pena, si consideramos que muchas corrientes dentro de la Iglesia ―la que debería ser Madre― han alentado ideologías, formas de culto y de moral que tendían justamente a esto: a controlar, a dominar, a crear masas de fieles sumisos. Es cierto, y lo he escuchado a muchas personas. La Iglesia ―siempre matizo, no toda: ciertas personas, ciertas tendencias, a veces dominantes― ha hecho mucho daño a generaciones enteras. Pero es que ese cristianismo castigador, fundamentalista, frío y enfermizo no es cristianismo de verdad. Me atrevería a decir: es herético. Jamás encontrará un fundamento en el evangelio ni en la persona de Jesús. Si profundizamos en él, descubriremos que esas cosas que Dios parece quitar o aborrecer son, justamente, las que nos regala a manos llenas.

De ahí que el Papa Benedicto, en su primer discurso, terminara con fuerza pronunciando estas frases, tan rotundas, tan ciertas: «quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada ―absolutamente nada― de lo que hace la vida libre, bella y grande. […]¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo». (1)


La generosidad de Dios

Mi experiencia ha sido esta. Todas las cosas que anhelamos y que los detractores acusan a Dios de arrebatarnos las he encontrado, a manos llenas, en el corazón del cristianismo.

Dios es el Señor de la libertad, el Señor de la belleza, Señor de la naturaleza y de la historia. Y, siendo todo esto, lo da todo a su criatura amada. El Génesis es un gran relato sobre la libertad. Dios nos hace semejantes a él y, por tanto, libres. Con ello,  también nos hace tremendamente responsables. Esa responsabilidad nos da poder sobre el mundo y la historia. Pero también nos da la opción de equivocarnos y de hacer el mal. El precio a pagar por Dios es altísimo, lo sabe, pero lo paga sin vacilar. ¡Nos quiere libres! ¿Qué Dios todopoderoso otorga la libertad a su criatura, sin límites, hasta dejar que se vuelva contra su mismo creador, sin defenderse? En cambio, nosotros a veces parece que queremos el don de la libertad sin la responsabilidad. Actuamos inconscientemente, creyéndonos efectivamente como dioses ―no como Dios, porque él no es así― y luego queremos sacudirnos de encima las consecuencias de nuestros actos. Como no queremos pagarlas, le echamos la culpa… a Dios.

Dios también nos otorga el gozo, la belleza y la capacidad de disfrutar física, emocional y mentalmente. ¿Cómo puede ser triste y enemigo de la alegría un Dios cuyo reino es comparado, una y otra vez, a un banquete de bodas? ¿Cómo tildar de enemigo del cuerpo al que nos modela con amor, del mismo barro que el universo y las estrellas; al que bendice la unión del hombre y la mujer y los llama a amarse y ser fecundos; al que se hace hombre ―“carne”, dice el evangelio de Juan― igual que nosotros; al que se convierte en pan para que lo comamos? ¿Puede ser enemiga de la corporeidad una religión que proclama creer en la resurrección de la carne, mostrando así que el cuerpo también es sagrado? Nuestro ser humano posee infinitas capacidades para gozar de la existencia y de sus dones. La verdadera moral cristiana no es la que mata el placer, sino la que avisa: todo con amor. Todo con gratitud. Usar los dones de Dios sin amor, sin respeto, por egoísmo o por intereses, es maltratarlos, prostituirlos y dañarnos a nosotros mismos.

Dios tampoco nos quiere estúpidos ni de mente cerrada. Nos otorga lucidez, sabiduría, comprensión profunda de las cosas. Una mirada al mundo y a nuestro alrededor desde la oración serena, intentando verlo “con ojos de Dios”, nos permite leer con mayor claridad y compasión la realidad humana y su historia. Sin descartar la razón, pero yendo mucho más allá de la pura lógica racional y de nuestros prejuicios egocéntricos.

Y, finalmente, Dios no solo nos lo da todo. Nos da lo más valioso que puede darnos. Se nos da a sí mismo. Jesús es la generosidad de Dios. Se hace pequeño, viene a compartir nuestra vida mortal, se deja amar y se deja odiar. Se somete a todas las limitaciones humanas, incluida la muerte, para liberarnos de todas ellas. Y nos abre las puertas del cielo, esa otra dimensión donde todo lo bueno, bello y verdadero que ya hemos comenzado a conocer, aquí en la Tierra, alcanzará su plenitud.
  
(1)             Primera homilía de Benedicto XVI en el inicio de su pontificado, 24 abril 2005. 

jueves, 5 de abril de 2012

Dos muertes

Estos días he estado leyendo el Fedón, el diálogo de Platón que relata la muerte de Sócrates y donde expone su doctrina sobre la inmortalidad del alma. También estos días estoy releyendo y meditando las lecturas de la pasión de Cristo, que podemos escuchar en las celebraciones de Semana Santa.

Es inevitable establecer paralelismos entre ambas muertes. Ambos, Jesús y Sócrates, fueron personajes destacados y referentes morales para la sociedad de su tiempo. Ambos reunieron a su alrededor a un grupo de discípulos fieles. Ambos fueron admirados y odiados, polémicos, valientes y blanco de duros ataques. Ambos, sin tener aspiraciones de poder político, fueron juzgados y condenados a muerte por las autoridades de sus cuidades. Y ambos afrontaron sus condenas con valor y gallardía. A lo largo de la historia, los dos han sido propuestos como modelo de hombre libre que muere por sus ideales.

Pero, ¡qué diferentes fueron sus muertes! No puedo menos que compararlas, siguiendo los relatos que nos quedan de ellas, y hacer algunas reflexiones.

La muerte de Jesús y la de Sócrates, aunque guardan semejanzas, fueron, de hecho, radicalmente distintas.

Contrastes y semejanzas

Sócrates muere en un entorno apacible, rodeado de sus discípulos más queridos, tras largas y fructíferas disquisiciones filosóficas. Casi se diría que es una muerte amable, pese a lo cruel de la condena. En todo el diálogo se respira un ambiente de serena camaradería.

En cambio, Jesús muere en medio de gritos, insultos, soldados indiferentes y judíos hostiles. El ambiente que rodea su muerte es de extrema violencia. Y, lo más cruel es que muere prácticamente solo. Sus discípulos le han abandonado, ¿dónde está la amistad de la que tanto se enorgullecían? Presa del miedo, han huido. Tan solo le han seguido hasta el pie de la cruz su madre, algunas mujeres y aquel joven discípulo amado, casi a escondidas y tal vez avergonzado por no tener más coraje que ellas.

La muerte de Sócrates está precedida de una larga conversación donde se ahonda en cuestiones trascendentales: se debate la inmortalidad del alma. Los interlocutores hablan con educación, con deferencia hacia su maestro. Se comportan con exquisita cortesía: todos se escuchan y se responden. Sócrates está tranquilo y más lúcido que nunca.

En el proceso previo a la muerte de Jesús, en cambio, no encontramos diálogos edificantes, no hay una búsqueda de la verdad, ni una escucha amable, sino insultos groseros. En el juicio ante el Sanedrín, todo son mentiras, medias verdades, acusaciones amañadas. Ante Herodes, hombre insensible y cínico, Jesús calla. Ante Pilato se inicia un interrogatorio, pero el diálogo es imposible porque hay una incomprensión total por parte del romano. Al final, Pilato pronuncia aquella frase lapidaria que queda sin respuesta: “Y, ¿qué es la verdad?”

Sócrates es condenado a morir bebiendo cicuta. Una muerte en cierto modo suave, rápida y casi indolora, reservada a personajes importantes. Es él mismo quien tomará la copa con el veneno. Sócrates se hace dueño del momento de su muerte. La controla, la domina y la orquesta tal como él quiere. Toma la copa voluntariamente.

La muerte en cruz era el castigo reservado a los peores malhechores, a los esclavos, a los enemigos derrotados en combate. Era una muerte indigna y dolorosa, precedida por una larga agonía. Jesús reza en el monte de los olivos: “Padre, aparta de mi este cáliz”. No desea esa copa. Teme la muerte que le espera y no esconde su angustia ante el sufrimiento. Además, en su caso fue precedida de torturas, como los cuarenta latigazos, los golpes y la corona de espinas. Jesús quedó totalmente a merced de sus verdugos. Aún y así, fue dueño de su libertad hasta el mismo momento de morir.

Sócrates ironiza sobre el consejo de atenienses que lo ha condenado. Los trata con cierto desdén, consciente de su superioridad intelectual sobre ellos.

Jesús no tiene una sola palabra contra quienes lo condenan. Al contrario, una de sus últimas frases es de perdón: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

Sócrates se muestra tranquilo, incluso jovial, bromea sobre la muerte y la vida. Tiene una fe total en que su alma es inmortal y que, tras morir, irá a un cielo donde vivirá feliz, libre de su atadura corporal, en compañía de seres divinos y de sabios. Esta fe, al igual que su actitud serena y confiada, despierta la admiración y el respeto en sus seguidores.

En el caso de la muerte de Jesús, si nos ceñimos al relato de los evangelios, no debemos suavizar la escena ni ponerle paliativos. Jesús, el mismo que ha dicho que es la vida, el que ha resucitado a varios muertos, ahora se enfrenta a la muerte más cruda. Y lo vemos con aspecto casi inhumano, herido, sangrante, aguantando con las pocas fuerzas que le quedan. No oculta su congoja y su dolor. De sus labios brotan palabras desgarradas: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Su muerte está muy lejos de ser idílica o heroica. No hay belleza en ella. La imagen del Cristo doliente y crucificado repugna a muchos, creyentes y no creyentes.

La muerte de Sócrates es coherente con su vida. Ha dedicado mucho tiempo a la búsqueda de la verdad, a cultivar las virtudes del alma, y muere injustamente condenado por un gobierno que no comparte sus ideas y lo considera peligroso. Pero muere en paz, rodeado de los suyos y filosofando, igual que vivió.

La muerte de Jesús también es coherente con su vida, pero solo llegamos a esta conclusión si profundizamos en el significado de cuanto hizo. Aparentemente es un final abrupto e incomprensible para una existencia volcada en hacer el bien a los demás, en dar salud, esperanza, plenitud. Es un fin absurdo a una vida que tenía mucho sentido. Tanto, que algunos se burlan de él y lo retan: “Si tanto te ama Dios, ¿por qué ahora no te salva? Tú que curabas a otros, ¿por qué ahora no desciendes de la cruz?”

Hay otro aspecto interesante a ver en ambas muertes: las personas que rodean a los que van a morir. Quisiera fijarme en un detalle que los relatos tocan casi de puntillas: ¿qué ocurre con las mujeres?

Jantipa, la esposa de Sócrates, va a verlo a la cárcel antes de morir. Acude con su hijo pequeño y pasa un rato con él. Pero llora, grita y da rienda suelta a sus emociones. Sócrates la despide con fastidio, pide a un guardia que se la lleve y se queda con sus amigos. Se convierte en protagonista de la escena: todo gira alrededor de él.

Las mujeres que siguen a Jesús también lloran. Son las únicas que le acompañan. No se van, pese a la presencia de los soldados. Y él tiene un gesto hacia ellas. Las ve, las escucha, las atiende. No desprecia su llanto. Les dice: “No lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos...”. En medio de su pasión, piensa en ellas antes que en sí mismo.

Al pie de la cruz, aún se da un gesto más impactante. Jesús ve a su madre y al discípulo amado. A él, le pide que la acoja, que la cuide como a una madre; a ella, le pide que ame al joven como una madre. La escena estremece. En medio del dolor más agónico, Jesús aún tiene fuerzas para preocuparse por aquellos que le rodean. No se pierde en el sufrimiento, no se centra en sí mismo: la poca energía que le queda, la emplea en los demás.

Aún podríamos ir más allá comparando las dos muertes, y es en su contenido filosófico. En la de Sócrates, todo se mueve en una esfera intelectual y metafísica. El diálogo toca temas elevados. Hay constantes alusiones al más allá, al alma, a la inmortalidad, a los dioses.

La muerte de Jesús no tiene nada de místico, si por místico entendemos la elevación del pensamiento. Los evangelistas son muy sobrios en sus relatos. No se recrean en el morbo ni en los detalles sangrientos. Pero la pasión de Cristo, desde una perspectiva puramente humana, está dominada por lo físico: por el cuerpo roto y herido, por el dolor.

En el momento final, la muerte de Sócrates está llena de emoción contenida. Los discípulos lloran a su maestro, que asume su muerte con serena elegancia, con gran presencia de ánimo. Se despiden de él. Muere suavemente. La suya es una muerte bella.

La muerte de Jesús es atroz. Muere con un grito. Todo a su alrededor respira sangre, odio y brutalidad. Es una muerte impresionante, pero no hermosa. Aún y así, muere de tal manera que el centurión romano que está al pie de la cruz queda perturbado y de sus labios brota una exclamación: “Verdaderamente, ¡este era Hijo de Dios!”

Una muerte bella y serena. Una muerte espantosa. Así son las dos muertes que la literatura ha recogido y que el arte ha convertido en motivo de numerosas obras. Ambas golpean nuestra sensibilidad y nos invitan a pensar. Ambas nos rebelan y suscitan sentimientos diferentes en nosotros. Quizás la primera muerte, la de Sócrates, nos resulte mucho más atrayente y llena de sentido. La de Jesús, desde un punto de vista meramente humano y racional, asusta y repele.

Dos puertas abiertas a la esperanza

La filosofía platónica nos habla de la inmortalidad del alma, de un más allá feliz a donde llegan quienes han llevado una vida virtuosa. Es una filosofía que prima el espíritu y que aporta esperanza y entereza ante la certeza más cruda de nuestra existencia, la muerte.

La fe en el más allá del cristianismo no se deriva de una disquisición filosófica, sino de una experiencia. La historia de los evangelios es la epopeya de un Dios que quiso afrontar el mayor desafío: se hizo hombre. Y no le fue ahorrada ninguna de las pruebas más duras que afligen al ser humano: ni el dolor, ni la persecución, ni el hambre, ni una muerte cruel. Jesús conoció el odio, el rechazo, el miedo, las tentaciones. Conoció la angustia más lacerante y la soledad. Sufrió la muerte como cualquier hombre, y una muerte de cruz, puntualiza San Pablo en una de sus cartas. Con ello, quiere resaltar que a Dios no le es ajeno ninguno de los sufrimientos humanos. Se ha sometido a todos.

¿Qué hace Dios ante el mal del mundo? ¿Cómo reacciona ante la injusticia? ¿Cuál es la respuesta de Dios ante la muerte? Parémonos unos instantes ante un Cristo cruficicado: ahí comienza la respuesta. Dios pasó por todo. Dios sufre y muere. Pero la respuesta no acaba en la cruz...

Una huella que perdura

Tanto Sócrates como Jesús dejaron huellas muy profundas que han marcado nuestra historia occidental. El primero, dejó el germen de una escuela filosófica que Platón y sus discípulos continuaron durante siglos, y cuyos frutos aún perviven.

Pero, ¿qué ocurrió con Jesús?

La muerte de Jesús fue seguida de un acontecimiento que aún hoy levanta pasiones. Para los no creyentes, algo sucedió, no se sabe a ciencia cierta, que cambió radicalmente a los apóstoles. Les cambió el carácter, la actitud y, sobre todo, sus vidas. De ser unos simples galileos, casi todos ellos analfabetos, cobardes, pendencieros, vacilantes y ambiguos, se convirtieron en arrojados predicadores de su maestro y su mensaje. Y comenzaron a crear unas comunidades cuyo estilo de vida asombroso acabó siendo ejemplar y motivador para muchos, que se adhirieron a la nueva religión.

Para los cristianos, lo que ocurrió es la resurrección. Jesús, el que murió de forma tan inicua, tan absurda, se levanta de la muerte e inicia una nueva vida, plena e inmortal, en cuerpo y alma. Y no solo eso, sino que promete esa misma vida, carnal y espiritual, a todos los que creamos y amemos. Creo en la resurrección de la carne, dice el Credo. Esto es aún más tremendo que creer en la inmortalidad del alma.

Es la consecuencia lógica de un gran amor, llevado al límite. En Jesús, tanto amor y su unión perfecta con Dios Padre, que es Dios de vivos, y no de muertos , solo podía conducir a la vida. A una vida ya no mortal e imperfecta, sino a una vida eterna e imperecedera.

Y vemos que, a diferencia de Sócrates y sus discípulos, a diferencia del platonismo, que ensalza el mundo espiritual y desprecia el mundo material, la visión cristiana de la vida valora el cuerpo y la tierra. ¿Por qué, si no, Dios se encarna? ¿Por qué, si no es así, resucita también corporalmente? Los evangelios cuidan mucho de resaltar este aspecto: Jesús resucitado no era un espíritu. Comía y bebía, era palpable. Y conservaba las huellas físicas de su cuerpo mortal: las llagas de los clavos y la herida en el costado. Pero, eso sí, su cuerpo resucitado tenía otras cualidades, como la de trasladarse de un lugar a otro al instante, entrar estando las puertas cerradas y, por supuesto, no morir ya jamás.

Quizás algún día la física cuántica podrá explicarnos estos fenómenos. Quizás entonces muchos dirán que no es necesario creer en Dios para convencernos de que la vida humana, el cuerpo y el alma, la consciencia, son una misma realidad con propiedades increíbles y maravillosas, que aún no hemos explorado. Quién sabe. Sí sabemos que todos nosotros nacemos y morimos. Sabemos que el amor nos empuja mucho más allá de nuestras posibilidades, más allá de lo lógico y lo biológico, hasta el heroísmo, hasta el milagro. Y sabemos que Jesús resucitó y prometió que nos guardaría un lugar junto a su Padre, con él. Ni por la razón ni por la experiencia podemos saber más. Pero, por la fe en los testimonios que vieron y creyeron, que lo vivieron, lo escucharon, lo tocaron, por esa confianza en ellos, podemos creer. Elegimos creer. Y creer es el primer paso para vivir ya esta plenitud que nos aguarda.

sábado, 31 de marzo de 2012

Dos oraciones

Hace poco comencé a leer un libro de Benedicto XVI que recoge sus charlas catequéticas sobre los Padres de la Iglesia.

¡Qué tesoro estoy descubriendo! Como muchos cristianos, imagino, he oído hablar de estos famosos “Padres” y sé el nombre de unos cuantos, los más famosos: San Agustín, San Juan Crisóstomo, San Ignacio de Antioquía, San Jerónimo... También sabía que su ahondamiento en la teología cristiana fue fundamental, en tiempos en que el Cristianismo se estaba expandiendo por todo el mundo antiguo, y que sus escritos han asentado bases importantes en la tradición de nuestra fe.

Pero poco más sabía, salvo haber leído algún que otro fragmento de las Confesiones de San Agustín. Ahora, leyendo este libro, ameno, accesible a cualquier ignorante como yo, estoy asomándome a este caudal de sabiduría y belleza que atesora la Iglesia. Casi me averguenza no haberme preocupado por descubrirlo antes. ¡Cuánto deberíamos conocerlo los que nos llamamos cristianos!

De estas lecturas, quiero publicar aquí un fragmento que se me grabó mientras lo leía. Es de San Gregorio Nacianceno, un hombre pacífico de profunda espiritualidad, amante del silencio y la vida monástica, pero que se vio envuelto en intrigas episcopales y tuvo que afrontar toda clase de conflictos a causa de la herejía arriana. En sus tratados teológicos defiende la plena humanidad de Cristo, describe con claridad y belleza el misterio de la Trinidad y afirma la pureza de María como madre de Dios y modelo para todos.

Hombre contemplativo, también insistió en la importancia de la oración, tan importante para el creyente, decía, como el mismo respirar. En su libro de poemas Carmina, escribe estas palabras, dirigiéndose a su alma:

«Alma mía, tienes una tarea, una gran tarea, si tú quieres. Escruta seriamente tu interior, tu ser, tu destino, de dónde vienes y a dónde vas; trata de saber si es vida la que vives o si hay algo más. Alma mía, tienes una area; por tanto, purifica tu vida. Por favor, ten en cuenta a Dios y a sus misterios, investiga qué había antes de este universo, y qué es el universo para ti, de dónde procede y cuál será su destino. Ésa es tu tarea, alma mía. Por tanto, purifica tu vida».

Creo que estas frases son tremendamente actuales. Nos sitúan ante los interrogantes universales del ser humano, la búsqueda de sentido a nuestra vida y nuestro destino. Nos invitan a profundizar en el saber y en nuestra naturaleza más genuina. Y nos llaman a contemplar nuestra existencia desde Dios. Son una magnífica oración para comenzar el día.

Y para terminarlo, al anochecer, he descubierto, gracias a otra lectura, la de Vida y misterio de Jesús de Nazaret, de J. L. Martín Descalzo, una bella oración de santa Gertrudis la Magna, religiosa germana que es conocida como “la santa del gozo de Dios en la tierra”. Favorecida por visiones y experiencias místicas intensamente felices, esta santa escribió una pregaria delicadísima a Jesús, que puede ser una oración perfecta para finalizar con paz y dulzura la jornada:

¡Oh, Jesús, amor mío, amor del atardecer de mi vida! Alégrame con tu vista en la hora de mi partida.
¡Oh, Jesús del atardecer!, haz que duerma en ti un sueño tranquilo y que saboree el descanso que tú has preparado para los que te aman.

lunes, 27 de febrero de 2012

Tentaciones

El evangelio del primer domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús retirado en el desierto, preparándose para su misión pública. Y es en ese espacio sagrado donde el diablo se presenta y las tentaciones surgen con más fuerza que nunca.

Podría parecer contradictorio, pero algunos santos místicos ya lo advierten: es justamente en oración, cuando la persona está más cerca de Dios, que el maligno redobla su astucia y sus ataques. Y es en esos momentos cuando Jesús muestra su libertad y la fuerza de su unión con el Padre.

Ser tentados es algo que todos sufrimos, y en sí no es un mal. Otra cosa es caer en la tentación, sucumbir a ella. Somos tentados cuando nos encaramos a las decisiones cruciales de nuestra vida. Cuando meditamos a fondo sobre el sentido de todo cuanto hacemos. La tentación siempre aparece en los momentos en que tenemos que optar y poner de manifiesto quién somos y qué buscamos.

Las tres tentaciones de Cristo, que los evangelistas Mateo y Lucas detallan, son símbolos de tres grandes tentaciones de todo hombre, especialmente de toda persona carismática que puede convertirse en un líder. De hecho, en el mundo encontramos muchísimos ejemplos de personas que han sucumbido a ellas, feliz y voluntariamente, y las convierten en ideales deseables, disfrazándolas de su parcial bondad y utilizándolas para encubrir un endiosamiento de uno mismo. Muchas personas normales y corrientes también caemos en ellas sin darnos cuenta. ¿Cuántas veces nos hemos angustiado o afanado por el dinero, sacrificándole tiempo y espacios de relación con los demás? ¿Cuántas veces no hemos oído decir, “el dinero lo primero”, porque con él se puede conseguir lo “demás” importante, salud, amor, etc.? ¿Cuántas veces, en la misma Iglesia, nos hemos preocupado más de dar pan que de anunciar a Dios, siendo ambas cosas necesarias y perfectamente compatibles? Con la excusa de que “primero hay que llenar el vientre, luego ya hablaremos de Dios”, quizás hemos volcado nuestros esfuerzos en la primera necesidad, olvidando o descuidando la segunda.

Sobre las otras dos tentaciones, la del poder espiritual y el poder político, podemos pensar que no van con la mayoría de nosotros, que no aspiramos a ser gobernantes, ni celebridades, ni líderes influyentes. Pero, ¿no se dan, de manera solapada, entre familiares, amigos, compañeros de trabajo? ¿No se dan en nuestra vida particular?

Hoy quisiera reflexionar sobre tres tentaciones que se dan en toda persona, pero que en el caso de las mujeres ocurren de forma especialmente sutil. Tienen que ver justamente con estas dos segundas tentaciones de Jesús, la del templo y la del monte alto.

La primera es el afán de control y el ascendente sobre los demás. Una forma enfermiza y desviada de maternidad, quizás. Suele ocurrir que muchas veces, de forma disimulada, ciertas mujeres persiguen ser el referente, la matrona, la líder entre un grupo o en una familia. Y se valen para ello de formas muy amables, como la empatía, el apoyo, la escucha atenta, la solicitud y la confidencia. Cuántas confidencias no son reveladas, esperando recibir los “secretos” de la otra persona. Normalmente, este mecanismo funciona. Cuando alguien abre su intimidad a otra persona, ésta responde confiándole la suya. Son formas propias de la amistad, en las cuales posiblemente haya una parte de genuino afecto, ¡los sentimientos y las intenciones siempre están tan mezclados, en el corazón humano! Pero la finalidad puede acabar siendo una especie de dominio sobre los demás. Y, por supuesto, cuanto más se sabe de sus vidas, más control se ejerce sobre ellos. Esto se da con frecuencia en los ámbitos estudiantiles, laborales, familiares o allí donde conviven varias mujeres. A veces una de ellas destaca especialmente como la gran compañera, la consejera a la que todas acuden. Y esta, fiel a su papel, actúa apoyando y siendo bondadosa con todas, pero a la vez supervisando sus vidas y ligándolas a ella, sutilmente, como quien teje una telaraña invisible. Son ataduras finísimas, en forma de dependencia psicológica o emocional, incluso de complejos de inferioridad cuidadosamente alimentados. A veces resulta difícil distinguir esto de la genuina solidaridad o de la autoridad de una mujer buena, pero sucede. Cuando la tradición misógina nos acusa a las mujeres de entrometidas y cotillas, de querer hurgar en las vidas ajenas, no está haciendo más que constatar con acidez esta tendencia a la que muchas veces sucumbimos.

Saber aflojar, refrenar el ansia de saber, dominar e influir en los demás; renunciar a convertirnos en una autoridad en sus vidas, es vencer esta tentación del control posesivo. Supongo que esto es especialmente difícil en las madres, que desean lo mejor para sus hijos pero, quizás inconscientemente, también quieren que éstos sean y se comporten como ellas desean. Sin embargo, la tentación puede darse en todas las mujeres. Santa Teresa advertía mucho a sus monjas sobre estas cosas, y en sus avisos dejaba ver su larga experiencia y su lucidez. Una de sus advertencias más insistente era que evitaran ser curiosas sobre las vidas ajenas. Esto, por supuesto, no quiere decir indiferencia o insolidaridad, sino un profundo respeto a la libertad y a la forma de ser de cada cual.

Otra gran tentación femenina es la convicción de ser imprescindibles. Creemos que, sin nuestro trabajo, cuidado y atenciones, nada se podrá hacer al derecho. Queremos que todo se haga bien ―o, léase, que todo se haga como nosotras creemos que está bien―. Nos ataca la hiperresponsabilidad y nos enfurecemos cuando alguien no responde a nuestras expectativas o no llega al nivel de entrega y dedicación al que estamos nosotras. ¡Y ponemos el listón bien alto! Es un extremo desvirtuado de una sana responsabilidad y de un sano velar por las personas y las cosas. Suele ocurrir a las mujeres muy activas, generosas y que, cuando emprenden una tarea, se vuelcan en cuerpo y alma. Pero… ¡atención! Detrás de tanta entrega, de tanto afán, ¿no puede ocultarse un solapado orgullo? Corremos el riesgo, a fuerza de ser tan eficaces y omnipresentes, de convertirnos en auténticas tiranas. Y también de acabar solas, lamentándonos, con amargura, por la incomprensión y la supuesta irresponsabilidad de los demás.

La cura para esta tentación es la humildad. En el principio de su libro Las moradas, santa Teresa dice que la cosa más importante que tenemos que conseguir en esta tierra es la humildad. Que no es más que sabernos ver como somos, conocer nuestra realidad finita y limitada a la luz de Dios. Dice Benedicto XVI en Luz del mundo que “Dios es la medida del hombre”. Y ciertamente, considerar las cosas desde Dios, teniendo en cuenta quién es él y quién somos nosotros, las criaturas humanas, nos coloca en nuestro justo lugar.

Finalmente, otra gran tentación de la mujer es la vanidad. Y diréis, ¡esta tentación también es muy frecuente en los hombres! Es cierto, aunque en las mujeres adquiere unas características propias y, a menudo, se convierte en un arma.

Ser centro, ser la protagonista, acaparar la atención, la admiración, el reconocimiento… ¡qué humano es todo esto! Sí, todos necesitamos ser reconocidos y valorados. Ser conscientes de esa necesidad nos ayudará a no caer en los extremos, que serían el egocentrismo o la megalomanía.

Y cuánto daño hace este afán de protagonismo. Forja amistades interesadas, despierta deseo de imitación pero también feroces envidias. Durante un tiempo, el protagonismo de una mujer en su entorno puede crear un cierto ambiente, una dinámica acogedora, brillante, festiva. Pero más adelante puede acabar fracturando las relaciones y generando desigualdades, odios y dependencias enfermizas.

¿Qué antídoto buscar, ante estas tres tentaciones? Creo que el mejor ejemplo, la mejor cura, lo encontramos en María de Nazaret.

Como madre de Dios, madre de Jesús, el maestro, pudo tener un poder y un ascendente sin igual en las primeras comunidades cristianas. Y sin duda debió ser un pilar de su comunidad. Pero María aparece poquísimas veces en los evangelios y su papel, aunque inmenso, aparece velado por una enorme discreción y humildad. En los tres sinópticos y en los hechos de los apóstoles su presencia es discretísima. Es la Iglesia quien, posteriormente, la ha puesto en su lugar, como Madre de Dios, Madre de toda la humanidad, Reina del cielo y la tierra, a la par que su hijo Jesús.

María, en su vida terrena, jamás buscó el protagonismo, ni la influencia, ni el poder. Entregó a su hijo al mundo ―renunciando a la maternidad posesiva―. Renunció a ser protagonista entre el grupo de mujeres que lo seguían ―no ambicionó un liderazgo espiritual―. Y, sin embargo, su presencia silenciosa empapa todo el evangelio y toda la historia de la Iglesia. Al pie de la cruz, Jesús la hace madre de sus discípulos y de toda la humanidad; en Pentecostés, las escrituras mencionan su presencia en el grupo de los apóstoles. Cuán importante debía ser, justamente por esa mención brevísima, en una cultura en la que las mujeres jamás se reunían con los hombres y socialmente no contaban para nada.

María nos enseña a vencer estas tres tentaciones: la del control posesivo, la del orgullo de hacerse imprescindible, la de la vanidad. Y nos ayuda, con su ejemplo, a contrarrestarlas con las virtudes contrarias: el respeto a la libertad del otro, el espíritu de servicio sin exigir nada a cambio, la humildad y la sencillez.

Sí, vencer estas tentaciones que siempre nos acechan a las mujeres puede ser costoso. Y escapar de quienes ejercen esas formas de poder también tiene su precio. Ay de la que se zafa del control de la matrona del grupo, ay de la que no está a la altura de las exigencias de la líder, ay de la que no aplaude las gracias de la vedette de turno… Quizás será bandeada y marginada. Pero, a cambio, habrá ganado paz interior y su libertad.