lunes, 18 de junio de 2007

Evangelizar con la ternura

La fuerza delicada

Mucho se habla de la nueva evangelización, como necesidad de la Iglesia de buscar formas y cauces para transmitir su mensaje en un lenguaje entendedor para el mundo de hoy. También son muchos los que señalan que el mejor lenguaje, más allá de las palabras, es el testimonio cristiano. Otros sostienen que la acción es más efectiva que las palabras, “obras son amores…” Y, muy a menudo, llevados por el celo activista, los cristianos caemos en un frenesí de actividades que nos equiparan a tantas otras ONG y movimientos sociales que brotan a nuestro alrededor.

Hace poco escribí sobre la belleza. La nueva evangelización se abrirá camino empleando ese lenguaje universal que todos entienden, y que a todos sensibiliza. Pero hay todavía otro medio, más potente, si cabe, que entraña otro tipo de belleza más honda. Es el lenguaje de la ternura.

Mario Mercier ha escrito un librito maravilloso, rebosante de poesía, sobre la ternura. Rescato algunas de sus ideas, uniéndolas a un poso de experiencia que a buen seguro es similar en casi todas las personas. Quien ha experimentado la ternura y la ha dispensado sabe que es una delicada fuerza, mucho más poderosa que todas las armas del mundo.

La ternura, dicen, es el perfume del amor. Si el amor no brota, no emanará perfume. Sin amor no puede darse. Pero si el amor no desprende ternura, tampoco florecerá en su plenitud.

La ternura es como una llama, luminosa y ardiente, pero al mismo tiempo frágil y delicada. Una ráfaga helada la puede apagar, pero un soplo suave la acrecienta. Así, la ternura puede ser destruida por la violencia, pero también puede ser reforzada ante las adversidades. La ternura pide la compañía de la inteligencia y la claridad de corazón.

Evangelizar con ternura

¿Cómo evangelizar con ternura? Impregnando todo cuanto hacemos y decimos, todos nuestros gestos, nuestra mirada, nuestro ser, de esa delicadeza suave, ese respeto y un profundo amor hacia todo lo creado. Ser tierno no significa sólo ser efusivo en el afecto. Tierno es quien acaricia todo cuanto toca. Acaricia al mirar, sus palabras son caricia, ama su trabajo y se entrega a su labor con pasión y respeto a la vez.

Existe un camino, el camino de la suavidad, que no es otra cosa que sumergir nuestra vida en un baño de ternura y avanzar, con suave firmeza, hasta el final. Poner paz en nuestras relaciones, cordialidad en el trato, dulzura en las tareas, comprensión ante los conflictos, respeto en nuestras conversaciones, calma en las decisiones, escucha atenta a quien se siente solo, herido, olvidado… Todas estas son formas de expresar la ternura que nace de dentro. Y son luz y aire fresco en un mundo inmerso en la violencia y en la prisa.

La ternura es la única fuerza capaz de cambiar el mundo. Es más poderosa una palabra dulce que cien gritos, reza un dicho popular. Los cristianos, llamados a proclamar un mensaje preñado de amor, no podríamos elegir mejor lenguaje que éste. ¿Cómo proclamar el amor de Dios sin ternura? Una palabra tierna no deja por ello de ser fuerte. La dureza, como el cristal, es frágil y se rompe. Los corazones duros y cerrados son más proclives a despedazarse, porque no es esa su naturaleza. En cambio, un corazón tierno, de carne y de sangre, es resistente y siempre se regenera.

Rescatemos la ternura. Aprendamos a ser maestros de ternura. Y no la limitemos a un solo aspecto de nuestra vida. Hablemos el lenguaje de la ternura. El mundo que ya no pasa hambre de pan está sediento de cariño. En medio de la guerra, la flor de la ternura siempre nos recuerda que el amor y la vida son más fuertes que la destrucción y la muerte.

domingo, 10 de junio de 2007

Ser custodias vivas

La fiesta del Corpus Christi me ha llevado a hacer una reflexión sobre la hermosura de esta celebración y cuánto más deberíamos valorarla los cristianos.

Tras la procesión, acompañando la custodia, cantando al “Amor de los amores”, ese Amor con mayúscula que se nos da incansablemente, nuestro párroco nos ha invitado a vivir con hondura el sentido de esta festividad. Y nos ha exhortado a convertirnos, cada uno de nosotros, en custodias vivas, llevando a Cristo dentro de nuestro pecho, grabado a fuego su amor por nosotros.

Llevamos a Dios dentro. ¡Qué tremenda realidad entrañan estas palabras, y qué poco reparamos en ello!

Vivimos en un mundo falto de amor, sediento de ternura. Las personas languidecen, carentes de afecto, y lo buscan de una y mil maneras. De ahí la enorme fama de una conocida mujer india, Amma, que recorre todo el mundo dispensando sus abrazos y llena estadios olímpicos con miles y miles de gentes deseosas de probar un pedacito de cariño.

Esos millares de personas pagan dinero y hacen cola para recibir un abrazo. Un gesto de un instante que, en muchas de ellas, provoca un gran impacto interior.

¿Qué deberíamos sentir los cristianos, que recibimos, no un abrazo humano, sino al mismo Dios, al mismo Amor, que se mete dentro de nosotros, que se deja comer, hasta formar parte de nuestras mismas entrañas? ¿Cómo es posible que esto no transforme de arriba abajo nuestra existencia? ¿Tan endurecido tenemos el corazón?

Si lo pensamos despacio, cada comunión que recibimos es un regalo cuya inmensidad nos sobrepasa. Es un instante milagroso: Dios penetra dentro de nosotros. Y no sólo se queda allí unos segundos. Permanece siempre. Quiere empapar toda nuestra vida. No sólo podemos recibirlo una vez, sino muchas. Y siempre gratuitamente. Esa generosidad desbordante rompe los esquemas de nuestra mezquindad espiritual y quizás por eso no llegamos a valorar merecidamente su don.

Sentir y vibrar con la eucaristía pide mucha delicadeza espiritual y a menudo estamos un tanto saturados y entorpecidos, con la mente llena de nuestras preocupaciones y el corazón disperso. Hacer el pequeño esfuerzo, tan sólo, de pensar, de ser conscientes de lo que vamos a recibir, puede ser motivo de una gran alegría interior. Quien ama mucho piensa mucho, decía Santa Teresa. Seamos conscientes al menos de un atisbo de ese gran amor que Dios derrama en nosotros. Una sola gota puede cambiar nuestra vida.

No ocultemos ese gozo que nos llena. Serenamente, pero sin esconderlo, llevamos a Cristo en nuestro pecho, impreso en nuestros días y en nuestras obras. Como custodias humanas, no lo lanzamos como arma arrojadiza, ni pretendemos jactarnos de él, ni queremos imponer su amor a nadie. Pero tampoco podemos tapar esa luz. Pues son muchas las personas que la buscan y se dejarán iluminar por ella.