sábado, 15 de julio de 2017

Palomas y serpientes



Los evangelios de esta semana contienen algunas enseñanzas muy profundas de Jesús. Durante mucho tiempo se ha vendido una imagen del cristianismo como una religión de pobres, mediocres y derrotados. Una religión que consuela a los pequeños de su frustración por no llegar a ser grandes. Una religión de la conformidad y la sumisión, de la mediocridad y la vida resignada. 

¡Qué lejos está el mensaje de Jesús de todo eso! Es cierto que Jesús tuvo una preferencia por los pobres, y pasó buena parte de su vida entre gente humilde, sencilla y sometida a los poderosos de su tiempo. Es cierto que él mismo murió torturado, condenado, solo y derrotado, aparentemente… Es  cierto que jamás alentó el orgullo ni la conquista del poder por la fuerza. Pero Jesús nunca predicó la miseria como un ideal de vida, ni la tristeza, ni la mediocridad, ni la esclavitud. Al contrario, vino a levantar del barro a quienes vivían hundidos en la opresión y la enfermedad. El ideal de Jesús siempre fue elevar, acrecentar, ensanchar y dignificar la vida. Su mensaje olía a libertad, y rezumaba plenitud. He venido para que tengáis vida, y vida en abundancia.

Pero Jesús es realista y sabe que sus seguidores no lo van a tener fácil. Los avisa ―nos avisa—: si quieres emprender el camino de la vida auténtica, de la libertad plena, vas a tener que nadar a  contracorriente. Te vas a topar con obstáculos, te van a criticar y a perseguir. Incluso tus allegados ―tus familiares, tus amigos— te darán la espalda o te atacarán. El mundo está enfermo de pulsiones de muerte y quien se atreve a entrar «a modo de vida» se expone a muchos peligros. Jesús nos avisa. Pero también nos alienta. ¿Vale la pena nadar contra el oleaje? Claro que sí.

Tres avisos me resuenan, de los evangelios de esta semana (Mateo, 10). Mirad que os envío como ovejas entre lobos… Sed mansos como palomas y astutos como serpientes. No tengáis miedo.

Humildad, y también coraje. Suavidad e intrepidez. Dulzura, pero astucia. La bondad y un talante abierto y conciliador no están reñidos con la cordura. Si nadas a contracorriente no puedes dormir. Debes estar alerta y tomar precauciones. La inteligencia es aliada del corazón.

Pienso que muy a menudo las personas somos justo lo contrario. No somos mansas y humildes, sino rebeldes y tozudas. Es más, nos enorgullece ser así (genio y figura…). Pero, en cambio, somos ingenuas y bobaliconas. Confiamos ciegamente, creemos, erróneamente, que los demás piensan y reaccionan como nosotros. Si yo no haría esto, los demás tampoco. Pues no es así. No os fiéis de la gente, dice Jesús. No quiere decir que desconfiemos de todos sin más, ¡Dios es el primero que confía en nosotros, que no somos muy de fiar! Y Jesús confió en sus amigos, sabiendo que uno de ellos le traicionaría y otro le negaría. Pero hay que ser sagaces y precavidos. Y utilizar la inteligencia, la diplomacia, la astucia, sí. Mansos y astutos. Bondadosos, pero inteligentes. Cuán a menudo somos soberbios y candorosos a la vez. ¡Qué insensatez tan grande!

Jesús nos alienta a vivir una vida plena y a utilizar al máximo nuestras capacidades. Lo explica en muchas parábolas y enseñanzas: brillad, sed la luz del mundo, no enterréis vuestros talentos. Pero también nos enseña a vivir no encerrados en nosotros mismos, sino dando lo mejor de nosotros a los demás: lo que habéis recibido gratis dadlo gratis. Es un programa para vivir en plenitud, y no encogidos y humillados. Un programa que, aunque parezca paradójico y nos saque de nuestras zonas de confort, funciona. Funciona mucho mejor que tantas fórmulas de autoestima halagadoras que brillan en su discurso y, como diría un autor, masajean nuestra psique, pero que se desvanecen como pompas de jabón cuando topan con la vida real.

No tengáis miedo, dice al final Jesús. Dios cuida hasta del más pequeño gorrión… ¿No va a cuidar de nosotros?

sábado, 1 de julio de 2017

¿Lepra en el alma?



Mateo 8, 1-4.

En el evangelio del viernes 30 de junio leímos la curación de un leproso a manos de Jesús. El leproso se acerca a Jesús y le pide: Si quieres, puedes limpiarme. Jesús se acerca, extiende su mano, lo toca —¡a un impuro, un intocable!— y dice: Quiero, queda limpio. El leproso marcha curado, y Jesús le pide que no diga nada a nadie pero que vaya al sacerdote y haga la ofrenda debida por su curación.

Leo el comentario de José Pedro Manglano a este episodio. Nosotros también podemos sentirnos como el leproso: miserables, sucios, indignos de ser amados tal como somos. 

Me impactan estas frases. ¿Cuántas veces no me he sentido así por dentro? Indigna de amor, no merezco ser amada porque soy como soy. ¡Lepra en el alma!

¿De dónde viene esta enfermedad? Los psicólogos se lanzarían a investigar en los orígenes familiares, en traumas, en la educación recibida, en los rasgos de temperamento… Algo o alguien nos hizo contraer esta oscura enfermedad que devora la alegría y la fuerza interior. Pero, sea cual sea el origen de esta lepra, lo importante es curarla. Y no es posible la sanación sin ayuda. ¿Cómo cura Jesús? Tocando. Tocando la llaga, poniendo su mano allí donde más nos duele, en ese rincón oscuro, en el pozo de nuestras miserias. Nos toca y nos cura.

Esta es la experiencia sanadora y liberadora. Podemos sentirnos mal, a disgusto con nosotros mismos, peleados con nuestros límites, nuestros condicionantes, nuestros orígenes y nuestras ataduras. Jesús viene a tocar nuestra herida. Quiero, sé limpio. Ante Dios, todos somos dignos y merecedores de amor. Todos somos amables. Él nos restaura la dignidad herida. Todos somos hijos de Dios. Él nos restaura la realeza perdida. 

Después de la curación, la ofrenda. ¿Qué podemos ofrecer a Dios, que nos cura y nos restaura? ¿Cómo agradecerle que nos devuelva el gozo de vivir, de ser nosotros mismos, de ser libres?

La mejor ofrenda es la de uno mismo. ¡Cuántas vocaciones surgen de almas heridas y sanadas! De la sed pasamos a ser fuente, canal del agua viva que nos limpió y nos devolvió a la vida.

Me sanaste y me llamaste. Mi ofrenda fui yo misma. Y tú la transformaste. De sanada a llamada. ¡De sedienta a fuente!