domingo, 27 de julio de 2008

Llamados por Dios

Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien. A los que había escogido, Dios les predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
Rm 8, 28-30

Leyendo este fragmento tan breve me vienen a la cabeza muchas ideas. La primera frase me impacta: a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien. Son palabras para meditar despacio... El amor de Dios, sin duda cambia todas las cosas. Da un giro a nuestra vida y nos hace afrontar todo cuanto sucede con valor, buscando el sentido y la parte positiva de las cosas. San Francisco de Sales decía que los cristianos hemos de ser laboriosos y sabios como las abejas, que de las flores sólo recogen lo más nutritivo: el néctar, y saben convertirlo en el alimento más dulce: la miel. Es cierto que en la vida no todo son rosas, y los momentos amargos se entremezclan con los días luminosos. Pero cuando la vida rebosa amor, somos capaces de extraer un bien hasta de las condiciones más adversas.

A continuación, el apóstol nos habla de la predestinación. Este concepto ha sido tan controvertido, usado y abusado, que fácilmente podemos caer en interpretaciones erráticas del texto. No faltan religiones que han entendido la predestinación en un sentido literal: Dios escoge a unos cuantos, y sólo estos se salvarán y alcanzarán la gloria. La fe, así, justifica el fatalismo y el elitismo de aquellos que se consideran elegidos.

¿Es realmente esto lo que quiere decir San Pablo? Parece contradictorio con el mensaje de un apóstol cuya pasión fue extender la nueva de Cristo a todo el mundo, sin excepción… No, la predestinación como selección de unos cuantos es incompatible con el espíritu universal del Cristianismo. Pablo nos da la clave para entender este texto. Dios predestina a todos. ¿Acaso un padre puede querer la salvación de unos pocos de sus hijos, y la perdición de otros? En realidad, nos llama a todos. Nos llama para que le conozcamos, para que nos sintamos amados, hijos suyos. Nuestra salvación es justamente sentirnos hijos de Dios y confiar nuestra vida en sus manos. Y esta llamada nos la hace a todos, a cada cual a su manera, en diferentes momentos y situaciones de la vida. Lo que ocurre es que… ¡somos tan sordos! Vivimos inmersos en el mundanal ruido y no oímos su llamada. O quizás no queremos escucharla. O no la creemos, o desconfiamos de él.

Pero a quienes escuchan esa llamada, Dios les regala su amor, su gloria, esa vida en plenitud que avanza la vida del cielo. Esta es la predestinación de Dios: una promesa cumplida, un regalo que ofrece, gratuita, generosamente, a quienes aceptan su amor de Padre.

domingo, 20 de julio de 2008

Rezar con el Espíritu Santo

El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que penetra en el interior de los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe interceder a favor del pueblo santo como Dios quiere.
Rm 8, 26-27

Muchas veces, las personas rezamos de manera un tanto superficial. Pedimos lo que deseamos y sólo pensamos en aliviar nuestro sufrimiento o nuestras preocupaciones más inmediatas. Incluso pedimos cosas que, a la larga, pueden ser inútiles o perjudiciales para nosotros.

Las palabras de Pablo nos invitan a una oración más serena y profunda, una plegaria desde el regazo de Dios. En la oración buscamos el retiro y el silencio, pero nunca estamos solos. Con nosotros está Dios, presente en todas sus personas. Y la verdadera oración no se limita a un recitar angustioso de ruegos y lamentos, sino que es un reposar, confiado, en manos de Dios. El verdadero silencio tampoco es físico, sino del alma: se da cuando sabemos acallar nuestro parloteo interior y comenzamos a escuchar la voz de Dios.

Es entonces cuando el Espíritu reza con nosotros. Él conoce hasta el más íntimo recodo de nuestra alma, sabe de nuestras aspiraciones, deseos y sueños. Sabe lo que ansía nuestro corazón y también sabe lo que nos conviene. El Espíritu Santo es nuestro maestro de oración: él reza por nosotros, y le pide a Dios Padre aquello que verdaderamente puede saciar nuestra sed.

En el mensaje de Pablo se oye un eco de Jesús: “Os enviaré al Defensor, que os acompañará siempre”. Sí, el Espíritu Santo es nuestro abogado, mediador y defensor. Él tiende puentes entre nuestro corazón enquistado y el corazón de Dios. Cuando no sabemos rezar, él pide por nosotros. Cuando nos faltan las fuerzas, él viene en nuestro auxilio.

Meditando despacio estas palabras del apóstol, comprenderemos cuán importante es, para la vida de un cristiano, contar siempre con este aliado, este “dulce huésped del alma”, este amigo incondicional que prende el fuego de Dios en nosotros: el Espíritu Santo.

domingo, 13 de julio de 2008

La creación gime con dolores de parto

Romanos 8, 18-23

Estas palabras de san Pablo siempre me han impresionado. La imagen de un parto doloroso que contrae el mundo entero es expresiva y certera. La humanidad está viviendo este proceso desde hace muchos siglos. Siguiendo la comparación, Pablo afirma que los sufrimientos presentes no son nada comparados con el gozo futuro. Al igual que una mujer sufre al dar a luz, pero olvida de inmediato todo el padecimiento cuando sostiene a su criatura en brazos, así sucede con muchas realidades de nuestra existencia. Por eso, esta lectura de Pablo está llena de esperanza.

Pablo es muy realista y conoce bien las tendencias de la naturaleza humana. Esta vez, nos habla de esclavitud y frustración. En su alusión a Adán, Pablo asocia la ruptura de la amistad con Dios al sometimiento, tal como apunta ya el Génesis. El hombre que en aras de la libertad ha querido apartar a Dios, ahora se ve sumido en la esclavitud y en la muerte. La humanidad que, orgullosa, quiere prescindir de Dios, se ve abocada al vértigo de un destino vacío, desprovisto de sentido, a cientos de esclavitudes, a la lucha, a la fatiga y a la muerte.

Sin embargo, el ser humano siempre ha tenido hambre de infinito. Y ese afán por vivir en plenitud, por recuperar la libertad, lucha contra las tendencias que lo arrastran a la muerte, no sólo la muerte física, sino la muerte del alma. Este combate es lo que Pablo llama parto doloroso de la creación.

Sí, nuestro mundo vive convulso una incesante batalla entre la vida y la muerte, entre la libertad y la sumisión. Nosotros también vivimos esa batalla en nuestro interior. Pero muchas veces, la personas bregamos a ciegas, sin saber muy bien dónde encontrar la liberación. Pablo nos da una pista muy clara: “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”.

Somos libres cuando somos hijos. Nos liberamos cuando nos reconciliamos con Dios y volvemos a sus brazos. Jesús ya lo dijo a sus discípulos: “No os llamo siervos, sino amigos”. En su Reino imperan la amistad y el amor, nunca la sumisión o el poder. Dios tampoco nos quiere esclavos, sino hijos amados. Y los hijos, como tales, comparten la gloria, la plenitud y el esplendor de su Padre.

A los ojos humanos el sufrimiento siempre es difícil de comprender. Nos cuesta hallar un sentido a las desgracias que afligen el mundo y tendemos a culpar al cielo por ello. En realidad, las muertes y el dolor causados por un mal uso de nuestra libertad extraviada son dolores de parto que nos han de despertar para renacer a esa otra vida “gloriosa”, que nos recuerda Pablo. Gemimos en nuestro interior, pero ¡no perdamos la esperanza! Porque quien busca y espera a Dios al final siempre encontrará una respuesta.

domingo, 6 de julio de 2008

Vivir según el espíritu

“El mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a vuestro cuerpo mortal con su propio espíritu, que habita en vosotros”.
Carta a los romanos (Rm 8, 9-13)

En su carta a los Romanos, San Pablo contrapone dos maneras de vivir: según la carne y según el espíritu. Una lectura muy superficial nos haría pensar que la carne se refiere a todo lo material, y que por tanto todo esto es malo frente al espíritu, que representaría el mundo espiritual e incorpóreo. Esto nos llevaría a una interpretación maniquea y dualista de su escrito, y a una postura de rechazo o desprecio del mundo físico y material. Pero Pablo va más allá de esta visión.

En realidad, estas dos maneras de vivir aluden a algo más profundo. Vivir según la carne es llevar una existencia ignorando a Dios, apartándolo al margen de nuestra realidad, aferrados tan sólo a aquello que vemos, tocamos y podemos poseer. Una vida así, aunque nos parezca razonable, es muy limitada y trágica, pues nos encontramos ante los límites de la muerte, el dolor y la soledad. Vivir sin tener en cuenta la trascendencia convierte la existencia en un intervalo lleno de luces y de sombras, pero marcado por el sufrimiento y la falta de sentido.

Vivir según el espíritu es reconocer que todos procedemos de Dios, en él tenemos nuestras raíces más hondas, y él nos sostiene en la existencia. Vivir así es acoger a Dios y darle un lugar en nuestro devenir diario. Quien abre su corazón a Dios, está dejando que el amor empape toda su vida. Y esta vida ya no es un lapso de tiempo vacío sin sentido, sino un camino que comienza en la tierra y se alarga hasta la eternidad. De ahí las palabras de San Pablo: “el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará la vida a vuestros cuerpos mortales”. Pablo regresa a la médula de su mensaje, de su predicación. El ansia de todo ser humano, la sed de trascendencia y de inmortalidad, se ve colmada con Jesucristo y su resurrección. No es un deseo ni una ilusión, es una esperanza firme, confirmada por la experiencia que los apóstoles han tenido al ver a Jesús resucitado.

Vivir según el espíritu no sólo entraña una gran paz y coraje interior. Esta forma de vivir tiene consecuencias prácticas, y a esto se refiere Pablo cuando habla de obrar según el espíritu, y no según la carne. Creer en Dios, vivir con esa perspectiva trascendente, ha de modificar nuestra forma de actuar y de estar en medio del mundo. Quien vive así, ya no puede ser frívolo, inconsecuente o insensible ante los demás. Vivir según la carne significa una vida centrada en uno mismo y en el propio bienestar, sin preocuparse del mundo ni de cuantos nos rodean. Vivir según el espíritu nos llevará a seguir el ejemplo de Cristo, generosamente, abiertos a los demás e imitando la bondad de Dios.