domingo, 29 de enero de 2006

Judith, ir de cabeza al problema

A la hora de sentarme a escribir sobre Judith, se me plantea todo un reto. ¿Qué nos puede decir a las mujeres de hoy una mujer judía, que vivió hace tres mil años, que se introdujo en medio de un campamento militar enemigo, sedujo a su capitán y, una vez en su tienda, le cortó la cabeza de un tajo, a sangre fría? La historia es tan sobrecogedora y brutal que Judith se nos aparece como un personaje mítico y lejano, con tintes heroicos, pero muy alejada de toda mentalidad civilizada que rechaza la violencia.

Pero Judith, pese al paso de los siglos y al cambio de mentalidad, sigue siendo un modelo de mujer fuerte y admirable para muchos. En un momento de desánimo del pueblo judío, acosado por sus enemigos y sin fuerzas para liberarse, una mujer, sola, en compañía de su sirvienta, reúne el valor y la audacia para atacar al enemigo. Y lo hará empleando sus armas más sibilinas: la astucia, las artimañas femeninas, el engaño y, finalmente, el golpe a traición. Su actuación es definitiva. Descabezado el enemigo, Israel reúne las fuerzas –físicas y morales –para combatir a sus adversarios y logra la victoria sobre ellos.

La mujer intrépida
Al menos dos cosas podemos aprender de esta mujer extraordinaria. En primer lugar, su intrepidez. Judith es una mujer intrépida –palabra cuyo significado es que no tiembla. No se tambalea ni vacila ante el peligro, pues sabe que su misión y la salvación de los suyos están ante todo. Así defienden las madres a sus hijos y a su familia, a uñas y dientes. Así las personas coherentes con sus valores defienden lo que más aman. Aunque todo el mundo las abandone, ellas cuentan con su fuerza interior –en este caso, la fe en Dios –que las hace enfrentarse a cualquier peligro. Judith no espera el apoyo de los suyos. Pero traza sus planes cuidadosamente, tampoco es una insensata. Prepara su ataque y cuida cada detalle para asegurar, al máximo, el éxito en su sangrienta misión. Por tanto, Judith es una luchadora, llena de coraje pero también reflexiva. Actúa movida por el corazón, pero utilizando la cabeza.

Ir a la raíz del problema
La segunda cosa que podríamos tomar como lección no es, por supuesto, el hecho de asesinar cruelmente a un enemigo. La vida de cualquier persona es sagrada y jamás la consecución de nuestras metas debería suponer la muerte o la desgracia de nadie. Pero, haciendo una lectura simbólica del gesto de Judith, vemos en ella a la mujer que va directa al problema y lo ataca de cabeza. Como reza el dicho popular, “ataca al toro por los cuernos”. Judith nos enseña a mirar cara a cara los problemas que nos embisten cada día y que, muchas veces, como al pueblo de Israel, nos abruman y nos deprimen. Nos encogemos ante ellos y preferimos vivir aplastados bajo las dificultades. Judith no teme contemplar al enemigo a los ojos. Sabe discernir la situación con lucidez y se decide a atajar el mal de raíz, de forma contundente y definitiva. Ante un problema o dificultad, esa es una manera sabia de actuar. Se trata de saber verlo con claridad, sin temor, estudiarlo con detenimiento y planear con fría serenidad la manera de resolverlo definitivamente, aunque a veces la mejor solución no siempre es la más cómoda y fácil.

Hoy día, muchas personas vivimos en un estado de relativo bienestar y comodidad que aletarga nuestra capacidad de reacción y nuestra inteligencia natural. Cualquier dificultad o problema añadido a la complejidad diaria de nuestra vida nos hunde y nos desconcierta. Judith es un revulsivo que nos hace reaccionar. Su ejemplo nos puede impulsar a encarar los retos que nos presenta la vida con decisión y sin vacilar, para resolverlos de la mejor manera posible.

sábado, 14 de enero de 2006

Ana, o la maternidad generosa

Ana, la madre de Samuel, uno de los grandes profetas de la Biblia, es un personaje discreto cuya historia refleja la de otras muchas mujeres: las madres que consagraron a sus hijos a Dios.

La mujer estéril que se torna fértil

La historia de Ana es común a otros personajes bíblicos. Como Isabel, la madre de Juan Bautista, o la madre de Sansón, Ana era estéril y veía con desesperanza el transcurrir de los años sin experimentar el gozo de la maternidad.

Ana pone su angustia y su deseo en manos de Dios. Y él la escucha. Jamás Dios hizo oídos sordos a una súplica sincera. Pero Ana añade algo más: si tiene un hijo, lo consagrará al mismo Dios que se lo ha dado. Esta mujer sabe que, por encima de la paternidad biológica, existe otra paternidad mucho mayor, la del Dios que otorga la vida.

Ana engendra un niño, Samuel, que con los años será el profeta y consejero del rey David. Ella lo cría durante sus primeros años pero no olvida su promesa y, cuando tiene una edad suficiente, lo lleva al templo, donde lo deja al cuidado del sacerdote Helí, quien educará al niño hasta su adultez. Durante los años de crecimiento del niño, Ana no dejará de velar por su hijo, visitándolo y enviándole ropa. Pero lo hará discretamente, sin interferir en su formación como futuro sacerdote y profeta de su pueblo.

El magníficat de Ana

Ana no sólo tuvo un hijo. Después de Samuel vendrían otros cinco hijos, con lo cual su maternidad se vio colmada. Después de concebir a Samuel, la madre que era estéril eleva un cántico alborozado a Dios, que recuerda vivamente el Magníficat de María ante su prima Isabel:

Mi corazón salta de gozo en el Señor y mi frente se eleva a Dios...
Nadie es santo, como lo es el Señor: Nno hay otro fuera de ti, nadie es fuerte como tú.
No multipliquéis vuestras palabras altaneras, la arrogancia no salga más de vuestra boca.
El arco de los fuertes se ha quebrado y los flacos han sido revestidos de vigor.
El Señor empobrece y enriquece, levanta del polvo al mendigo y del estiércol ensalza al pobre, para que se siente entre los príncipes y ocupe un trono de gloria...


Así, Ana reconoce a un Dios magnánimo que ejerce justicia y es capaz de elevar al ser más pobre –no sólo pobre físicamente, sino al abatido, al humillado y al que se siente nada entre el polvo. Es decir, Dios enaltece y dignifica a todo ser humano, incluso a los que se sienten pequeños y a los que el mundo margina y considera inferiores –como muchas veces ha sucedido con la mujer. Dios enaltece a la mujer estéril, que en aquellos tiempos equivalía a ser despreciada como algo inútil.

Gratitud y desprendimiento

Pero Ana no se aferra al hijo que tanto deseaba. No lo retiene junto a sí ni lo considera una posesión suya. En su gesto desprendido y generoso brilla su madurez espiritual: sabe que lo ha recibido como un regalo, y así lo ofrece ella, como un don a su Dios. Ana sabe que su hijo no le pertenece. Cuántas madres dejarían de sufrir en vano si fueran conscientes de lo que Ana supo ver con tanta lucidez. Los hijos no son sólo de los padres. Son del mundo, de la vida, de Dios. Y Ana ofrece a su hijo a Dios para que cumpla su papel en el mundo.

Los sentimientos pueden ser de dulce añoranza, pero una madre adulta sabe aceptar que su nido se vacía y se alegra cuando ve volar a sus hijos, con fuerza y decisión. La auténtica maternidad es aquella que, después de volcar todo su amor en los hijos, los sabe entregar al mundo, soltándolos para que vuelen en libertad.

domingo, 1 de enero de 2006

El canto de Débora

La historia de Débora forma parte del Libro de los Jueces de la Biblia. Se trata de un relato que puede sorprender e incluso provocarnos rechazo por su belicismo y violencia, pero cuyo cántico final, de un encendido lirismo épico, tiene también un hondo significado místico.

Una mujer líder

Débora, siendo mujer en una cultura patriarcal donde las mujeres solían estar sometidas a la voluntad de los varones, llegó a ser juez de Israel. Era una persona extraordinaria que se sentaba a la sombra de una encina e impartía justicia a su pueblo. Todos, desde los campesinos hasta los guerreros, pedían su consejo y escuchaban sus palabras. Es uno de esos claros ejemplos de mujeres fuertes que la Biblia elogia y destaca por su fe inquebrantable y por su defensa del pueblo.

Israel vive tiempos difíciles, sometido a la tiranía del rey cananeo Jabín, y Débora encomienda a Barak que reúna un gran ejército entre las tribus de Israel y le haga frente, confiando en que Dios les dará la victoria. Barak duda y pide que ella le acompañe, a lo cual ésta accede. Una vez más, es la fe de una mujer quien arrastra a los hombres de su pueblo. Ella advierte a Barak que será por manos de una mujer, y no de él, por quien perecerá finalmente su enemigo.

Barak y su ejército se enfrentan al general Sísara, cabeza del ejército cananeo, al que derrotan estrepitosamente. Es entonces cuando el pueblo entona el llamado Canto de Débora, ensalzando la fe de sus líderes y el poder de Dios que defiende a sus hijos.

Sean los que te aman como el sol...

Dejando aparte todas las connotaciones políticas, bélicas y culturales de este cántico, quisiera destacar en él dos aspectos. El primero, el valor de una mujer que guía a su pueblo hacia la liberación del enemigo. Hoy, en medio de un mundo complejo y globalizado, vemos que en aquellos países donde la humanidad sufre más es la mujer quien encabeza las iniciativas que, poco a poco, podrán mejorar la vida de sus congéneres. Son las mujeres quienes en muchos lugares siembran gérmenes de esperanza, con su trabajo constante y grandes dosis de coraje y de amor. Débora es el paradigma de la mujer dirigente que vela por su gente. Es una imagen de la maternidad intrépida que no retrocede ante nadie.

El otro rasgo que quisiera destacar es su penúltima frase, que encuentro bellísima y capaz de infundir un gran valor y optimismo: “Sean los que te aman, Señor, como el Sol cuando nace con toda su fuerza”. Así son los que aman a Dios, porque corresponden al amor, mucho más inmenso, de Dios. Los amigos de Dios brillan con la fuerza del sol naciente, porque en ellos arde la certeza de sentirse amados por Aquel que nunca falla y cuyo amor puede colmar todas las expectativas y deseos.