sábado, 8 de diciembre de 2007

Anunciación

Amanecía. El rayo de luz hendió la suave penumbra de cal y adobe y se posó sobre su cabello. Ella se arrodilló.

Abrió las manos y cerró los ojos ante el ventanuco estrecho, por donde el cielo asomaba, un retazo de azul. Respiró hondo. Cada mañana Dios la saludaba así, con su beso de sol sobre la frente. Pero aquel día había algo más.

Sintió el soplo a su lado, y un susurro al oído la estremeció. Abrió los ojos y se volvió.
-¿Quién eres?
-Soy la voz de Dios.
Leve temor la hizo temblar. Dios sólo hablaba a los santos y a los profetas. Al menos, con palabras. Ella tan sólo necesitaba adivinarlo en el Sol.

Miró de nuevo a su lado. Hermosa y cálida presencia, susurrante. Dulce como el sol sobre las flores de almendro.
-¿Por qué vienes a mí?
-Porque Dios se ha enamorado de ti. Te ama, tan locamente, que quiere venir a alojarse en tu interior.
-¿En mí...? ¿Por qué en mí?
La sonrisa la turbó.
-Porque eres virgen sin hollar, como la hierba tierna del paraíso; porque eres transparente como el agua de un manantial; porque eres nueva y audaz como la aurora.
-Mi corazón es un pobre desierto… ¿cómo puede desearlo?
-Porque está entero. Desnudo y vacío, como un santuario sin velo. Y lo quiere, todo, para él. Inundará tu desierto y lo convertirá en un vergel. Anidará en tu cuerpo, y tu piel será para él más rica que todas las sedas. Tú eres su lirio de Sarón, su rosa los valles. Te amará, y tú florecerás.

Ella abrió las manos, de nuevo. Y el rubor de la aurora cubrió sus mejillas. Ahora él estaba delante. El rayo de sol atravesaba su cuerpo iridiscente. Extendió sus manos. Y sus dedos de luz se posaron en ella.
-Esa semilla que germina en tu interior será un hombre, y será Dios. Desde este instante, toda la raza humana será estirpe de Dios.

Ella levantó los ojos. Y el cielo se prendió en ellos.
-El Señor engendró el universo. Y tú serás su amada. Él será tu gozo y tú lo colmarás de alegría. Porque en ti ha encontrado su paraíso.

El aliento de Dios sopló entre sus cabellos y se deslizó sobre su piel. Estaba sola. Y se llevó las manos al vientre liso de doncella virgen.

No estaba sola. Una simiente minúscula llameaba, palpitando en sus entrañas.