sábado, 24 de junio de 2006

Sara, la que creyó

Esposa de un hombre de fe

Como tantas otras grandes mujeres de la Biblia, Sara vive a la sombra de su tienda y de su esposo, Abraham, el patriarca del pueblo judío.

La historia de Sara y Abraham es azarosa. Se va desarrollando entre las tierras de Palestina y Egipto, siguiendo el periplo de Abraham y su tribu en su vida nómada de rico propietario ganadero. La Biblia nos resalta en todo momento una relación muy especial de Abraham con Dios, a quien habla de tú a tú, y con quien le une, no sólo la veneración debida a un Dios poderoso, sino una confianza que llega a ser entrañable.

El drama de Sara, esposa de un hombre importante, era la esterilidad. La promesa de Dios a su marido: “serás padre de un gran pueblo”, hacía aún más absurda y dolorosa su situación. Como relata la Biblia, Abraham tomó a su esclava Agar para tener descendencia con ella. Fruto de esta unión nació Ismael, padre, según la tradición, de los futuros pueblos arábigos, hermanos del pueblo judío.

Pero las cosas iban a cambiar para Sara. Siendo ya de edad madura, ella y su esposo reciben una visita un tanto especial.

El huésped

Tres hombres embozados se acercan al campamento de Abraham y piden su hospitalidad. Éste los acoge solícito e inmediatamente reconoce que es una visita extraordinaria. Es Dios mismo, en forma humana, quien acude a visitarlo. Abraham pide a su esposa que les prepare los manjares más selectos para comer.

Acabado el banquete, los visitantes misteriosos llaman a Sara y le hacen una promesa: al cabo de un año, tendrá un hijo. Sara ríe. ¿Cómo creer esas palabras, si es estéril y ya ha dejado atrás la edad reproductiva? Pero la promesa se cumple. Y Sara engendra a Isaac, el joven a quien su padre amaría entrañablemente. El mismo que Dios le ordenaría poner en sus manos, años después.

Como la de Abraham, la de Sara es una historia de fe. Ante las palabras de Dios, a veces incomprensibles, absurdas o alejadas de nuestra lógica humana, la primera reacción es de incredulidad, hasta de risa. La Biblia cuenta que Sara soltó la carcajada cuando oyó las palabras de sus invitados. Sí, el designio de Dios puede parecernos un tanto increíble, aunque éste sea bueno. Al menos, Sara ha hecho una cosa: ha acogido a Dios, ha sido hospitalaria. Y las palabras divinas se han abierto paso en su corazón, muy a su pesar. ¿Acaso tener un hijo no es lo que más desea en el mundo?

Dios conoce lo que desea nuestro corazón

Dios sabía lo que más anhelaba Sara. Así ocurre con todo ser humano. Dios conoce los secretos y los deseos más recónditos de nuestro corazón. Ni una lágrima, ni un anhelo, le es indiferente. Si estas aspiraciones nos llevan a la plenitud, ¿cómo dudar que nos las va a conceder? ¡El no desea otra cosa! Somos nosotros quienes, a veces desconfiamos. No creemos que Dios pueda ser tan magnánimo, tan generoso o tan conocedor de los entresijos de nuestra alma. Poner aquello que deseamos en sus manos es la manera más segura de conseguirlo, siempre que esto contribuya realmente a nuestro bien.

Así lo hizo con Sara, contra todo pronóstico. Lo que para las fuerzas y capacidades humanas es imposible, no lo es para Dios. ¿Puede ser imposible para quien ha creado la naturaleza humana producir en ella un pequeño cambio? Sólo el artista es capaz de retocar su obra para perfeccionarla.

Esta historia nos proporciona un poderoso aliciente ante los obstáculos que impiden nuestra felicidad o bienestar. Tal vez algunos de ellos son fácilmente solucionables. Otros nos parecerán imposibles. ¿Cómo cambiar nuestro carácter, nuestra propia naturaleza, nuestros defectos, nuestra historia? No es necesario. Dios puede hacer milagros y hacer brotar flores hasta del desierto. Sí, también en nosotros Dios puede hacer maravillas. De lo estéril, Dios puede sacar fruto abundante. Con Dios, nuestras miserias y debilidades pueden producir actos de nobleza y heroísmo humano. Nadie está excluido. Pero Dios es un huésped sumamente gentil y educado. Si no lo invitamos a pasar, como hicieron Abraham y Sara, si no lo dejamos entrar en nuestro hogar, jamás forzará la entrada ni nuestra respuesta. Dios sólo intervendrá en nuestra vida si se lo permitimos. Sólo fecundará nuestro jardín interior si le abrimos la cancela. Eso sí, una vez esté dentro, nos asombraremos ante lo que pueda ocurrir. Pues nosotros pedimos favores y gracias con medida humana, y él da con medida de Dios: inabarcable, inesperada, magnificente.

El cambio de nombre

En la historia de Abraham y Sara se da un hecho que vale la pena explicar. Ambos personajes eran llamados, inicialmente, Abram y Saray. Desde el momento en que comienza su relación más estrecha con Dios, éste mismo les cambia los nombres por los nuevos de Abraham y Sara. El nombre, en la cultura hebrea, es importante. No sólo distingue a una persona de otra: el nombre expresa su identidad y su mismo ser. El cambio de nombre equivale a cambio de persona. Es decir, después de que Dios pase por sus vidas, Abram y Saray ya nunca serán los mismos. Serán un hombre y una mujer nuevos. Así sucede con todo aquel cuya vida se ve sacudida por el soplo de Dios. Su aliento, como dice un hermoso salmo, renueva la vida y la faz de la tierra. También renueva y hace renacer por dentro a la persona que se abandona en sus manos y confía en su amor.

martes, 13 de junio de 2006

Rebeca, la astuta

Rebeca, como tantas mujeres bíblicas, nos puede resultar sorprendente y contradictoria. Rebeca ha pasado a la historia por ser la esposa de Isaac, el hijo de Abraham, y también por ser madre de los hermanos Esaú y Jacob. Su proeza consistió en una célebre triquiñuela que empleó para engañar a su esposo y conseguir que su hijo favorito, Jacob, el pequeño, fuera elegido heredero de su padre y recibiera su bendición. La historia de Rebeca está íntimamente ligada a un famoso plato de lentejas.

El ardid

Resumiendo el episodio, la Biblia nos cuenta que el matrimonio de Isaac y Rebeca tuvo dos hijos. Esaú, el mayor, robusto y velludo, cazador y temperamental, era el preferido de su padre, mientras que Jacob, el menor, más delicado, lampiño de cuerpo, inteligente y de carácter suave, era el predilecto de su madre.

Un día, regresando de cazar y con hambre de lobo, Esaú encontró a su hermano menor guisando una cazuela de lentejas. Tan hambriento estaba, que le prometió darle lo que fuera a cambio de un plato de aquel suculento guiso. Jacob, ladino, le pidió el derecho de primogenitura, a lo que Esaú, un tanto ligeramente, accedió, mientras daba cuenta de las lentejas. Y se olvidó del asunto.

Pero Rebeca había oído lo sucedido entre ambos hermanos. Dispuesta a asegurar un buen porvenir para Jacob, aprovechó que su esposo era viejo y estaba casi ciego para engañarlo. Mientras Esaú estaba ausente, cazando para ofrecer una buena presa a su padre, Rebeca ordenó a Jacob cubrirse los brazos con un vellón de carnero. A instancias de su madre, y fingiendo ser Esaú, el joven Jacob guisó un buen estofado para su anciano progenitor y éste, agradecido, le ofreció su bendición y el derecho de primogenitura. Pero al oír su voz dudó. “Es la voz de Jacob”, decía Isaac. Entonces Jacob tendió hacia él sus brazos cubiertos de la piel de carnero. Al palpar el vello, Isaac cayó en la trampa. “Los brazos son de Esaú”. Y lo nombró su heredero y le dio su bendición. Cuando Esaú llegó del monte con su botín, ya era tarde para él. Este fue el inicio de una azarosa etapa de persecuciones y huidas entre ambos hermanos, hasta su reconciliación final, muchos años más tarde. Como todos sabemos, Jacob conservó sus derechos y, cuenta la Biblia, fue padre de doce hijos que darían origen a las doce tribus de Israel. Después de Abraham, Jacob es el gran patriarca del pueblo judío.

La madre astuta

Rebeca se nos presenta como modelo de madre astuta que no vacila en emplear sus ardides a fin de conseguir lo mejor para su hijo predilecto. Vemos cómo estas cualidades de la madre son heredadas por su hijo, Jacob, quien también las empleará durante su vida para salir adelante, enriquecerse y llegar a ser un hombre notable en medio de su pueblo. La historia de Rebeca nos muestra cómo la acción de las madres es decisiva en la vida de los hijos. Dicen los pedagogos entendidos que las mayores cualidades que heredan los hijos suelen ser las virtudes de la madre.

Moralmente, la actuación de Rebeca es muy cuestionable. Pero su resolución debería, cuando menos, hacernos reflexionar. La astucia en si no es nada malo, si se emplea para un buen fin. No se trata de justificar los medios por el fin, sino de rescatar una cualidad del ser humano que a menudo nuestra cultura ha hermanado más con los vicios y los defectos que con las virtudes.

La astucia, léase aquí, la capacidad de tramar un plan con inteligencia, evitando los enfrentamientos violentos, debería ser una cualidad a recuperar, debidamente depurada de cualquier interés dañino o egoísta. Cuántas veces se producen rupturas, discusiones, situaciones violentas y distanciamiento entre las personas por no haber sabido tratar con tacto y perspicacia un asunto. La astucia, que Jesús elogia en el evangelio, debería ser una clase de diplomacia, delicadeza y saber hacer que evitara el dolor y las fricciones entre las personas, cuando esto sea posible.

Conjugar inteligencia y corazón

Rebeca nos hace presente una frase de Jesús que deberíamos recordar con frecuencia: “sed mansos como palomas y astutos como serpientes”. Muy a menudo nos concentramos en la primera parte, es decir, en la ingenua mansedumbre, que llega a ser pánfila y corta de miras, y no reparamos en la segunda.

La astucia, la capacidad de raciocinio, la inteligencia, son dones de Dios. Como talentos, hemos de emplearlos y desarrollarlos. Bien usados, también contribuyen a nuestro bienestar. La persona puede ser bondadosa, leal, de trato amable y magnánimo, sin que esto signifique que deba ser ingenua o boba. La astucia no está reñida con la bondad. Es más, la bondad sola y simple, sin inteligencia, puede llevarnos a chocar una y otra vez con los demás, causando incluso un daño que no pretendemos. En cambio, si empleamos la inteligencia –el cerebro, la mente –y la conjugamos sabiamente con el corazón, es posible que las cosas nos vayan mejor, a nosotros y a quienes nos rodean.

Un apunte sobre las lentejas

El episodio de las lentejas también tiene una profunda carga pedagógica. Los dos hermanos, Esaú y Jacob, representan dos actitudes diversas ante la vida, como algunos filósofos y literatos han hecho notar. Esaú es el hombre que vive el presente, la inmediatez, el disfrute de lo rápido. Es el hombre del “lo quiero ya, ahora, pronto”. Sin duda, es una imagen de nuestros tiempos acelerados. En cambio, Jacob, como su madre Rebeca, es el hombre que sabe esperar, con paciencia. Traza sus planes y aguarda el momento para actuar. Es el hombre racional, que piensa y actúa de acuerdo con un plan. Esaú vive el instante. Jacob se propone una meta y la persigue hasta alcanzarla.

La actitud de Esaú nos resulta muy familiar e incluso podemos simpatizar con ella. Personifica la filosofía del carpe diem hasta el extremo. Vive el ahora, no te preocupes por el futuro, porque, ¡Dios dirá! Pero las consecuencias de su despreocupación serán enormes. Esaú perderá lo más valioso que podía tener y la angustia y el resentimiento lo acompañarán durante largos años. En cambio, el paciente Jacob, cuya vida no parece sino una sucesión de esperas y de trabajo largo e ingrato (recordemos la historia de Raquel, ¡Jacob tuvo que esperar siete años para casarse con la mujer que amaba!), finalmente alcanzó la plenitud, colmando sus aspiraciones y su vida.

El vitalismo de Esaú, en realidad, es trágico. Al carecer de visión de futuro, se convierte en existencialismo que lo lleva al vacío. Por el contrario, la actitud serena y reflexiva de Jacob lo conduce a una vida intensa y plena.

Sin dejar de disfrutar el presente –lo único que tenemos –esta historia apela al equilibrio necesario entre el goce vital y la necesidad de orientar la vida hacia un norte, trazando un plan básico que dé sentido a la existencia de cada cual. El recorrido de ese camino, disfrutando de cada paso, pero sin perder la meta de vista, puede convertir nuestra vida en una aventura gratificante y motivadora.

Se dice que estamos entrando en una era histórica donde los valores femeninos ganan cada vez mayor protagonismo. Rebeca es un símbolo de estos valores. Es propio de la mujer pensar, meditar y aguardar que las cosas sigan su proceso, sin precipitación. La obsesión del corto plazo, del “ya mismo”, no es propia de una cultura auténticamente femenina. Una mujer sabe esperar muy bien. Sabe que la vida humana requiere de nueve meses para gestarse y salir a la luz. Sabe que una persona requiere de mucho más que nueve años para hacerse adulta… Sabe, intuye y tiene grabados en su sangre los ritmos vitales de la naturaleza, con sus vaivenes y sus aparentes pausas. Unos ritmos que poco tienen que ver con el frenesí y la loca precipitación de la vida contemporánea. Si nuestra civilización quiere ensalzar los valores femeninos deberá apelar a un ritmo más sosegado y paciente. Y también deberá rescatar la astucia, la intuición, la capacidad de meditar, de planear a medio y largo plazo y de soñar para el futuro.