domingo, 22 de febrero de 2009

El sí de Cristo

En Cristo todas las promesas han recibido un “sí”... Dios es quien nos confirma en Cristo. Él nos ha ungido, nos ha sellado y ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu.
2 Co 1, 18-22


Pablo insiste en el “Sí”. El sí de Cristo a Dios, su propio sí a Jesús. Es el sí de todos los santos a la llamada de Dios. Pero, sobre todo, es el sí de Dios a su pacto con el ser humano. Dios siempre es fiel, siempre ama, siempre perdona y siempre acude a nuestro lado. Su “Sí” nunca falla.

Con palabras muy bellas, Pablo nos explica cuánto nos ama Dios. “Nos ha ungido, nos ha sellado”, dice. En el antiguo Israel, los reyes y los sacerdotes eran ungidos como señal de que contaban con el favor de Dios. Ahora, Pablo nos dice que todos contamos con el favor de Dios. Todos somos hijos amados suyos, y todos recibimos sus dones.

Ha puesto en nuestros corazones, como prenda suya, el Espíritu”. El mejor regalo de Dios, la perla preciosa que se engasta en nuestra intimidad más honda, es el propio Espíritu de Dios: su amor, su fuerza, su sabiduría. Nunca podremos recibir un don más grande.

Quien recibe tanto amor, no puede hacer otra cosa que responder. Quienes se cierran a Dios encuentran que su amor es aplastante y lo rechazan, asustados ante su enormidad, temerosos de su exigencia. Pero quienes se abren y lo acogen, se ven impulsados a corresponder al sí de Dios con otro sí, humano y quizás frágil, pero ardiente y fiel, porque es el mismo Espíritu Santo quien lo alienta. Es un sí liberador, y quien lo da ve cómo todas las promesas de Dios se cumplen en su vida.

domingo, 15 de febrero de 2009

Hacedlo todo para gloria de Dios

Cuando comáis, bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios. No deis motivo de escándalo… como yo procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de la mayoría, para que se salven. 1 Cor , 10, 31-11.

De nuevo san Pablo nos interpela con sus palabras. Nos exhorta a no mirar nuestro propio gusto e interés, sino el bienestar de los demás. En el mundo de hoy se nos dice justamente lo contrario: busca tu bien, ámate a ti mismo, y luego podrás amar a los demás. Pero en realidad, esto pocas veces funciona. Cuando uno persigue por encima de todo su propio bienestar, dejando el de los demás en segundo plano, acaba encerrándose en su torre de marfil, en su castillo egoísta. Y lo asaltan la soledad, el aislamiento y el hastío. Aunque parezca contradictorio, es buscando el bien de los demás como encontramos el nuestro propio.

Cuando habla de no escandalizar a nadie, Pablo se refiere a que nuestra conducta, como cristianos, sea intachable, de manera que no pueda jamás dañar ni molestar a los demás. No basta con tener fe, sino que hemos de saber convivir con la máxima armonía y amabilidad con nuestros vecinos, aunque ellos no compartan nuestras creencias ni nuestro modo de pensar.

Es nuestra actitud y nuestro modo de estar en el mundo, más que nuestros discursos, los que podrán “salvar” a las personas, como dice Pablo. Nuestra presencia es testimonio vivo. Nuestra vida es mucho más elocuente que nuestras palabras.

domingo, 8 de febrero de 2009

¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!

El hecho de predicar no es para mí un orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si lo hiciera por mi propio gusto, eso sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio.
1 Co 9, 16-19

Esta lectura de Pablo nos puede sorprender y rebelar un poco a los cristianos de hoy, amantes, como nuestros coetáneos, de la libertad. En medio de un mundo que prima el deseo y la autocomplacencia como motor de nuestros actos, trabajar por “encargo”, o por obligación, nos parece un suplicio impuesto, o un mal menor.

Pablo se siente enviado por alguien que está por encima de él. Por eso no se enorgullece de su misión. Posiblemente sus éxitos y el entusiasmo de quienes lo seguían podría ser una tentación a su vanidad y a su soberbia. Pero él regresa siempre al origen de su vocación: fue llamado. Y en ese ¡ay de mí si no anuncio el evangelio! yo leo, más que una obligación, una pasión que lo empuja y lo supera. Para Pablo anunciar a Jesús se ha convertido en algo más que una tarea: es su vida, y no puede dejar de hacerlo. Más que un imperativo, veo un amor arrebatador que lo posee.

Pero, ¿acaso Pablo no es libre? Más adelante leemos: “Siendo libre, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles…” Esta frase contiene un mensaje rotundo. Pablo es libre, indudablemente. Sin libertad no sería posible emprender una misión con tanto ardor. Pero su libertad consiste, precisamente, en esa entrega, en ese “hacerse a todos”, incluso “hacerse débil” para despertar en las gentes el deseo de Dios. La libertad de Pablo significa ser flexible, adaptarse, aprender a hablar el lenguaje de los otros, olvidarse de sí mismo, volcar toda la vida por esa causa que le quema dentro y lo impulsa. Paradójicamente, la suma libertad es la entrega total, hasta el punto de renunciar a los propios gustos e intereses. La máxima libertad es liberarse de la tiranía de uno mismo.

No podemos leer a san Pablo sin olvidar que es un apóstol enamorado de Cristo. Sin ese amor, será muy difícil entender sus palabras. A la luz de ese amor, lo comprenderemos todo. Su mensaje se convierte en una llamada a los cristianos de todos los tiempos. ¿Sentimos ese amor, como él lo sintió? ¿Sentimos el evangelio como una llama adentro, que hemos de comunicar? Ojalá pudiéramos exclamar, cada mañana, ¡ay de mí si no comunico el evangelio! ¡Ay de mí si mi existencia no es un testimonio del amor y la cercanía de Dios! Porque el mundo está falto de personas que recuerden su presencia, y el mayor gozo que podemos alcanzar es llenarnos de él y comunicarlo.

domingo, 1 de febrero de 2009

La conversión de Pablo

Entonces me dijo: el Dios de nuestros padres te había destinado a darte a conocer su voluntad, a ver la justicia y a escuchar su voz, para que seas testimonio de cuanto has visto y oído ante todos los hombres. Y ahora, ¿a qué esperas? Invoca su nombre y bautízate, y quedarás limpio de tus pecados.
Hch 22, 3-16

Pablo explica su conversión en una lectura que revela dos hechos. Por un lado, su gran pasión por servir a Dios, incluso cuando lo hacía de manera errada, persiguiendo a los cristianos a muerte. Por otro lado, vemos cómo Dios recoge esas ansias de Pablo y las transforma, llamándolo a ser su testigo.

En la historia de Pablo vemos que Dios llama con contundencia. Cuando escuchamos su voz, ésta restalla en nosotros como el trueno, y su claridad es cegadora como el relámpago. Pero necesitamos algo más. Al igual que Saulo recibió ayuda, nos es necesaria una mano amiga, que nos apoye, unos ojos sabios, que nos guíen, y la voz de un anciano como Ananías, que le ayudó a discernir el mensaje de Dios. Una vez llegamos a ver con los ojos del alma, tan sólo nos queda invocar su nombre, ¡pedirle que siempre esté con nosotros!, y quedaremos libres de toda atadura de culpas y del mal. Esta es la verdadera libertad: vivir habitados por su Espíritu. Libres, podremos anunciar a Jesús a todo el mundo. Esta es la fuerza que animó a San Pablo en su vida de apóstol: sentirse amado, liberado y llamado por Dios.