domingo, 28 de diciembre de 2008

Por fe, saber darlo todo

He 11, 8-19
Por fe obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba…Por fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y era su hijo único… Pero Abraham pensó que Dios tiene poder para hacer resucitar muertos. Y así recobró a Isaac como figura del futuro.


Esta lectura de Pablo apela con rotundidad a nuestra fe. Pongámonos en el lugar de Abraham, de Sara, de esos hombres y mujeres de la Biblia que creyeron sin vacilar. ¿Seríamos capaces, nosotros, de renunciar a tanto? ¿Somos capaces de dejar en manos de Dios nuestro hogar, nuestra familia, nuestros bienes… todo cuanto tenemos? ¿Nos atreveríamos a entregarle nuestra propia vida, nuestro porvenir? ¿Nos fiamos de Dios?

Abraham, que tenía una fe sólida, lo hizo. Y era un ser humano, con sus defectos y sus cualidades, como cualquiera de nosotros. También era un hombre rico y ansioso por formar una familia, así que aún podía resultar más posesivo que otras personas. Sin embargo, lo entregó todo a Dios y por él lo arriesgó todo. Sabía de quién se fiaba.

Los cristianos estamos llamados a tener esa fe. No se trata de dejarlo todo, literalmente, sino de no apegarnos a ello y ponerlo en manos de Dios. Incluso lo que más queremos. En estas fechas festivas, en que todos nos reunimos con la familia, podemos tender a ser posesivos y dominantes en las relaciones familiares. Para muchas personas, la familia es el bien más grande, por encima de todos los demás, y se aferran a ella sin saber contemplarla con una mirada trascendente. De ahí surgen luego muchos conflictos internos que no siempre se consiguen superar.

Cuántas veces preferimos darle a Dios migajas, bien acompañadas con oraciones, misas, rituales… y olvidamos ofrecerle lo que realmente es importante para nosotros. No tengamos miedo. ¡Dios da el ciento por el uno! Pongamos en sus manos, de corazón, aquello que amamos, y dejemos que él disponga de todo. Sepamos, incluso, renunciar a ciertos bienes o situaciones cómodas que, aunque nos resulten agradables, pueden anquilosar nuestra alma y encastillarnos en nuestro egoísmo o en nuestra vanidad. Sepamos soltar amarras y fiarnos del mejor navegante, nuestro Dios. Porque lo que nos aguarda es inmensamente mejor que lo que dejamos atrás.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navidad, un deseo colmado

Como las nubes ondeantes,
como el incesante gorjeo del arroyo,
el hambre del espíritu nunca puede ser saciada.


Hildegard von Bingen


Me acaban de regalar un precioso disco con canciones compuestas por esta mística alemana que vivió entre los siglos XI y XII. Los versos que he citado arriba y que he traducido libremente me inspiran una pequeña reflexión hoy, día de Navidad.

El deseo del espíritu –el hambre– nunca puede ser aplacado. Cuántos místicos han sentido esa sed abrasadora dentro, una sed que la presencia de Dios, el amado, colma y a la vez exacerba aún más.

Los versos de Hildegard expresan bellamente una realidad connatural al ser humano: su sed de inmortalidad, su ansia de infinito. Dentro de cada persona hay un hueco, un vacío insondable, que nada puede llenar, sino Dios.

Y cada cual lo siente a su manera, dependiendo de su sensibilidad, su historia, su formación y sus experiencias religiosas. Pero todos contenemos en nuestro interior ese pozo ávido de inmensidad que sólo puede llenarse con una presencia que viene desde fuera de nosotros, y que nos sobrepasa.

Y la Navidad es justamente la fiesta de una promesa cumplida y un deseo colmado. ¡Cuántas veces lo habré escrito! Nuestro Dios no espera que imploremos su piedad ni que emprendamos un arduo camino para alcanzarlo; es él quien corre y “baja” hacia nosotros. La nuestra es una fe de “pequeñitos”, demasiado débiles para elevarse hacia Dios, pero sí capaces de abrirle nuestras puertas y recibirlo cuando viene. Y Dios, para no hacernos daño ni abrumarnos con su grandeza, hace algo insólito: nos viene menudo, frágil, tierno. No sólo no nos impresiona con su poder, sino que llora, busca nuestro regazo y suplica nuestro amor.

Y así, el único Dios que puede saciar nuestro deseo infinito se hace pobre y sediento para pedirnos que le alimentemos con nuestro amor. En ese giro maravilloso e impensado se produce el milagro, y el amor fluye entre el Creador y su criatura. El fuego del Espíritu Santo corre por las venas de la tierra y, como dice el salmo, “toda la Creación exulta. Brama el mar, se alborozan los campos y cantan los árboles del bosque”. ¡Porque nos ha nacido un Salvador!

domingo, 21 de diciembre de 2008

Atrás queda el misterio

De la carta a los Romanos (Rm 16, 25-27)
…Cristo Jesús, revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe al Dios, único sabio…

Este párrafo tan solemne quizás nos resulte un tanto complicado a los profanos, no muy entendidos en Teología. Sin embargo, su significado es enorme, pues rompe muchos prejuicios e ideas antiguas sobre la religión y la fe.

Nuestra fe no es misteriosa ni elitista

El apóstol nos habla de un misterio revelado. El Cristianismo, sin duda, es una religión revelada. Lejos de nuestra fe el misterio, lo enigmático, el ocultismo y los grandes secretos reservados para los iniciados. El Cristianismo es el polo opuesto del esoterismo y los cultos mistéricos, sólo aptos para unos pocos elegidos. Hoy día, en que hay una efervescencia espiritual variopinta, muchas personas buscan sentido a sus vidas en diferentes religiones y formas de espiritualidad. No faltan aquellas que atraen adeptos con mensajes seductores e incitantes, prometiendo revelar secretos que sólo con ciertas prácticas y conocimientos se pueden alcanzar. También están muy de moda las teorías de quienes tiñen el Cristianismo de un halo de magia y oscurantismo, queriendo arrancar sombras y enigmas arcanos de una fe que, desde su misma raíz, es luz.

Pablo, que se siente amado y llamado por Jesús, lo comprende muy bien, y de ahí le viene esa fiebre misionera, ese ardor. Nuestro Dios no se reserva a sí mismo, sino que quiere darse a todos. El Cristianismo, por tanto, es una religión con vocación universal. El amor de Dios no entiende de culturas, de clases sociales, de lenguas o de países. Es para todo el mundo. Por eso no se encerró en el pueblo judío, ni siquiera en Roma. Los apóstoles así lo entendieron: nuestra Iglesia es una familia universal. Este es el verdadero significado de la palabra “católica”.

¿Qué significa “obediencia a la fe”?

Y, ¿qué nos une a esta gran familia? Por encima de doctrinas, valores o ideas, nos une una persona, Jesús. Pero sólo nos une si realmente estamos adheridos a él. Nuestra amistad íntima con Jesús nos llevará a unirnos a los demás. Si no es así, tal vez nuestra fe se ha quedado en meros formalismos o en una doctrina rígida y vacía.

Pablo utiliza otra palabra que nos suele incomodar: la obediencia. Cuántos pensadores ateos han aprovechado este concepto para tachar a la religión de una forma de dominar y manipular conciencias. En realidad, obediencia a Dios no significa esclavitud, ni sumisión ciega. Obedecer, como ya nos explican los teólogos, es seguir, adherirse, identificarse con aquel que amas y sabes que desea tu bien. El mayor ejemplo de obediencia lo tenemos en Jesús. Su libertad fue justamente ésta: convertir a Dios Padre en el centro de su vida y hacerlo todo unido a él. Nuestra obediencia a la fe, como dice Pablo, no es acatamiento de unas normas, sino lealtad y fidelidad por puro amor.

Por otra parte, ¿cómo podemos temer los designios de Dios? Recuerdo una vez más las palabras del Papa Benedicto en su discurso de investidura: No temáis a Jesucristo. Él no os quitará nada, ¡nada!, de lo que es bueno, bello y digno para la persona. Dios no nos arrebatará la vida, al contrario. Nos quiere a su lado para enriquecerla y hacerla hermosa, llena de sentido, y eterna.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Estad siempre alegres

1 Ts 5, 16-24
Estad siempre alegres. Sed constantes en el orar. Dad gracias en toda ocasión... No apaguéis el Espíritu, no despreciéis el don de profecía... que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

Las exhortaciones de Pablo a sus comunidades son tan actuales que podrían estar dirigidas a los cristianos y a las parroquias de hoy. ¿Qué nos dice en esta ocasión? ¡Que estemos alegres! La alegría debería ser un distintivo de todo cristiano. Como dice Santa Teresa, “un santo triste es un triste santo”… y todos estamos llamados a la santidad.

No se trata de una alegría inconsciente ni superficial, sino una alegría profunda, enraizada en algo más que nuestra voluntad o nuestras propias fuerzas. Nuestra alegría arraiga en el sabernos amados por Dios. Nuestro gozo arranca de una noticia que calma todas nuestras inquietudes: Dios no sólo nos ama, sino que nos salva y nos da su propia vida.

“No apaguéis el Espíritu en vosotros”, dice Pablo. No dejemos que esa llama se extinga. Todos y cada uno de los cristianos hemos recibido un don enorme para ser apóstoles. No querer potenciarlo ni dejar que alumbre es apagarlo, despreciarlo. Cada vez que, por miedo, pereza o falsa modestia esquivamos ese don de profecía, ese coraje, estamos rechazando al mismo Espíritu Santo; estamos desdeñando el regalo de Dios. En cambio, si lo aceptamos y lo hacemos crecer, Dios mismo “nos consagrará”. Y, como dice Pablo, jamás nos faltará nada, pues él siempre velará por nosotros.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Un cielo nuevo y una tierra nueva


Comentarios a la segunda carta de san Pedro

2 Pe 3, 8-14
El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan.

Estas palabras de Pedro nos tocan muy adentro. A menudo elevamos nuestras plegarias a Dios, angustiados e impacientes, y nos desanimamos cuando éste parece no responder. Queremos soluciones rápidas y Dios tiene otros ritmos, que nos cuesta comprender. Por eso, muchas personas se irritan y acaban clamando contra el cielo. Dios no escucha, dicen. Dios “pasa” de la humanidad. Se ríe, juega con nosotros.

Los seres humanos podemos perder la paciencia… ¡pero Dios no la pierde! Ante nuestra obcecación, él aguarda, enviándonos muchos signos de su amor, esperando que un día veamos claro cuánto nos ama y nos convirtamos. No quiere que nos consumamos en nuestra desesperación, sino que comencemos a vivir de otra manera, más serena, más profunda y con una visión trascendente de las cosas.

¿Llegaremos a entenderlo? Necesitamos calma, tiempo y silencio para escuchar esos signos… Y si esto aún no es necesario, tal vez la vida nos golpeará con situaciones que nos obligarán a detenernos y a recapacitar.

Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.

Ahora, las frases del apóstol tienen ecos proféticos y más de uno puede pensar: ¡ingenuidad de los cristianos! Suenan muy bien, pero no dejan de ser “música celestial”. ¿Dónde están ese cielo nuevo y esa tierra nueva? ¿No serán una utopía apta para mentes simples e inocentes?

Pedro nos da una pista: “apresurad la venida del Señor”. Esa venida no es un hecho futuro. Dios ya ha venido. Su llegada es inminente y se produce, día tras día, cada vez que alguien le abre su corazón y se deja penetrar por su fuego. Ese cielo nuevo y esa tierra nueva no son algo lejano e irreal, sino algo que está en nuestras manos; es una realidad que podemos construir ahora mismo, y cada día. Estamos viviendo ya ese cielo nuevo y esa tierra nueva cuando permanecemos alerta, vigilantes, y cuando nuestra vida se convierte en donación amorosa y en servicio alegre a los demás.

Esa justicia de la que habla Pedro no es simple legislación humana. La justicia, en la Biblia, alude siempre a la “justicia de Dios”. ¿Y cuál es esta justicia? No es otra que su amor desmesurado, que se derrama “sobre justos y pecadores”, sin distinción. Por tanto, la característica esencial de ese mundo nuevo es justamente ésta: el amor incondicional, sin medida, sin límites, y a todos. El mundo nuevo está formado por hombres y mujeres que, al igual que Jesús, han aprendido que dar toda su vida a los demás es encontrar la plenitud.

domingo, 30 de noviembre de 2008

Dios es siempre fiel

1 Cor 1, 3-9

No carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que no tengan de qué acusaros… Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo. ¡Y él es fiel!

San Pablo escribe a los cristianos de Corinto y les recuerda que, al ser llamados a la fe, han recibido muchos dones. Son los dones del Espíritu Santo, el mismo aliento de Dios que recibieron los apóstoles, la misma fuerza y la misma sabiduría. Estos dones también los hemos recibido los cristianos de hoy, en el bautismo, y a través de los sacramentos. ¿Somos conscientes de ello? ¿Nos damos cuenta de que tenemos el mismo don, la misma fuerza y el mismo amor de Dios que ellos?

Por esto, dice Pablo, esos dones los mantendrán firmes hasta el final. También nosotros, hoy, hemos de cavar en el pozo de nuestra alma para extraer los tesoros que Dios sembró en ella. Sabernos amados y reconfortados por él nos hará fuertes y nos permitirá resistir todas las dificultades de nuestra vida. También podremos afrontar los ataques y acusaciones cuando otros critiquen nuestra fe. La vida a la que estamos llamados es hermosa, intensa y llena de sentido: es la vida de Jesucristo, que se da a los demás, rebosando amor.

Esta es la vida que, en el fondo, todos anhelamos y ya hemos recibido. Nosotros podemos olvidarlo y flaquear, pero Pablo nos anima recordándonos que Dios nunca falla y siempre, siempre es fiel.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Dios lo será todo para todos

Cristo tiene que reinar hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte. Y, cuando todo esté sometido, entonces también el hijo se someterá a Dios… Y así Dios lo será todo para todos.
1 Cor 15, 20-28

Las palabras rotundas de Pablo en esta lectura nos pueden parecer demasiado enérgicas. Nos evocan una espiritualidad quizás autoritaria o impuesta, con tintes marciales. Pero hay que entenderlas a la luz de la vida de Jesucristo. Él nunca vino a imponer ni a sojuzgar a nadie, más que al mal. Jamás aspiró a tener poder, ni político ni religioso. Su mensaje era de libertad y su realeza se manifestó, ¡qué contradicción tan grande!, cuando fue condenado y clavado en una cruz.

La realeza de Cristo “no es de este mundo”. Un mundo que, desde antiguo, siempre ha querido crecer y progresar, muchas veces dejando a Dios al margen. Los imperios humanos detentan gran poder y parecen dominarlo todo. Muchas personas somos conscientes de que el mal campa por sus respetos y la tentación del desánimo o de la resignación es muy fuerte. Pero Pablo nos dice que no siempre será así. El mal no es el dueño del mundo, aunque a veces lo parezca. El verdadero rey es Cristo. Hay una fuerza mucho más poderosa que mueve el universo, y gracias a ella la humanidad se sostiene, pese a todo. Lo que realmente vencerá en el mundo no es el poder, sino el servicio. Por encima del mal triunfará el amor. Esto ya está sucediendo. Allí donde las personas renuncian a dominar a los demás y optan por amar y servir, allí reina Dios. Y allí donde Dios se convierte en el centro, reina una vida plena y gozosa, que vence a la misma muerte.

Dios lo será todo para todos”: esta es la vivencia, honda y palpable, que anima a Pablo en su misión. “Sólo Dios basta”, dirá, muchos siglos más tarde, otra gran mística. ¡Ojalá sea así, ya ahora, para los creyentes!

domingo, 16 de noviembre de 2008

Sois hijos de la luz

Comentario a la carta a los Tesalonicenses
1 Ts 5, 1-6
Sois hijos de la luz e hijos del día; no lo sois de la noche ni de las tinieblas. Así, pues, no durmamos como los demás, sino estemos vigilantes y despejados.


Estos párrafos, con tintes apocalípticos, nos dan que pensar ahora que vivimos tiempos de crisis a escala mundial. El día del Señor se presentará de improviso, dice Pablo, haciéndose eco de aquella parábola de Jesús sobre los ladrones que irrumpen en la casa de noche. Sí, las pruebas, las dificultades y la desgracia se abaten sin avisar, y a muchas personas las pillan desprevenidas, hundiéndolas en el pesar y el desespero.

Pero nosotros, los cristianos, estamos llamados a vivir despiertos. Estamos llamados a abrir los ojos, los oídos y el corazón a la realidad que nos rodea; a ser sensibles, inteligentes y previsores. Y, por encima de las crisis y los problemas, estamos llamados a mirar el mundo desde la perspectiva de Dios, una perspectiva que da a las cosas su correcta dimensión. Desde esa óptica, nítida y luminosa, apreciamos lo que es realmente importante y aprendemos a dejar a un lado las preocupaciones inútiles y a afanarnos por aquello que realmente vale la pena. “Somos hijos de la luz”, dice Pablo. Hemos recibido un regalo sin hacer nada para merecerlo: la resurrección de Cristo y, con ella, la vida eterna. Con este tesoro en el corazón, podemos mirar el mundo con lucidez y resistir todos los embates del dolor y la tragedia con serenidad.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Fieles Difuntos -ciudadanos del cielo

Hermanos, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Flp 3, 20-21

Dos enseñanzas impactantes podemos extraer de estas palabras. La primera: los cristianos somos ciudadanos del cielo. Por encima de nuestros orígenes, nuestra nacionalidad, nuestras ideas, somos del cielo. El reino de Dios es nuestra verdadera patria y Jesús es nuestro verdadero rey. Seamos conscientes de esto, y seguramente muchas de nuestras actitudes e ideas cambiarán. El cristiano es el hombre o la mujer libre que sólo se arrodilla ante Dios y no se deja arrastrar por ningún otro poder mundano.

La segunda gran verdad, que creemos los cristianos, es ésta: somos mortales y nuestro cuerpo terrenal desaparecerá. Pero, al igual que Jesucristo resucitó en cuerpo y alma, así también lo haremos nosotros algún día. ¿Cómo podemos saberlo? Por la gran noticia de la resurrección. Nuestra fe se asienta en ese acontecimiento que ha revolucionado la historia. Dios nos ha hecho eternos y, por amor a su Hijo, nos dará en su momento otro cuerpo sagrado que será imperecedero.

Para Dios, creador de todo el universo, nada hay imposible y su voluntad es poder amarnos eternamente. Por eso ha sembrado en nosotros la semilla de la inmortalidad.

Somos hijos de Dios

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él… Todo el que tiene esperanza, se purifica a sí mismo, como él es puro.
1 Jn 3, 1-3

Este párrafo de la carta de San Juan condensa una de las enseñanzas clave del evangelio: ¡somos hijos de Dios!

La fe de Jesús se arraiga en una larga tradición judía que él recoge y lleva hasta las últimas consecuencias. Ya en el Génesis se atisba esta convicción: Dios crea al hombre a su imagen y semejanza. Habla con él, busca su compañía, incluso le otorga autoridad sobre el mundo creado. Para Dios, somos algo más que criaturas: somos hijos. Y los hijos comparten mucho con sus padres. Así, San Juan dice que cuando él se manifieste, seremos “semejantes a él, porque lo veremos tal cual es”.

Ser conscientes de que somos hijos de Dios es algo inmenso, que cambia la vida y transforma nuestros esquemas mentales. De ahí la exclamación vehemente de Juan: ¡lo somos! Y esto nos acerca a la vivencia de Jesús, que amó al Padre hasta la muerte y actuó siempre estrechamente unido a él. Sabernos hijos de Dios nos da la paz, la confianza, el coraje y un gozo desbordante que supera todas las dificultades de la vida.

Pero, dice San Juan, el mundo no conoce a Dios ni tampoco a sus hijos. Esa es la gran tragedia de una parte de la humanidad, y que también se describe en el Génesis: el afán de poder y la desconfianza quiebran la relación con Dios y provocan un distanciamiento. Cuando la humanidad llega a ignorar a Dios se hunde en su propio caos. Tanta es la confusión, que no puede percibir su presencia, siempre latente en la historia. Y aquel que no reconoce a Dios, tampoco verá que los hombres sean hijos suyos. De ahí que el concepto de la humanidad quede rebajado y las personas pierdan la dignidad y el respeto que merecen sólo por ser hijas de Dios. De ahí la concepción del ser humano en términos meramente biológicos, mecanicistas o utilitaristas, que pueden llegar a degradar lo más profundo y noble de su naturaleza. El Génesis resume el drama humano del alejamiento de Dios de manera poética y rotunda.

Juan, el evangelista de la Palabra encarnada, el que hace girar todo su evangelio en el Dios hecho hombre, en el hombre que es Dios, nos trae también un mensaje de esperanza. La esperanza purifica, porque es algo más que un mero aguardar: la esperanza es certeza, y la certeza nos hace vivir anticipadamente aquello que esperamos, actuando con la convicción de que aquello que deseamos ya nos está concedido.

domingo, 26 de octubre de 2008

Sois un modelo para los creyentes

1 Ts 1, 5c-10
Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor, acogiendo la palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo. Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes de Macedonia y Acaya.

El testimonio de una comunidad

Pablo elogia la fe de la comunidad de Tesalónica; una fe tan entusiasta que, según sus palabras, corrió de boca en boca, y los convirtió en ejemplo y modelo a seguir para otras comunidades de Grecia.

Este fragmento ensalza el testimonio eficaz. Los creyentes que viven su fe con autenticidad y convicción profunda son el mejor mensaje. Pablo continúa diciendo en su carta que él y sus colaboradores apenas tuvieron que predicar: la vida de aquella comunidad hablaba por sí sola.

Hoy, los cristianos podemos preguntarnos: ¿qué dice la sociedad, qué dicen nuestros vecinos de la gente de Iglesia? ¿Cómo habla de nosotros el mundo que nos rodea? Pueden criticarnos o no comprendernos, pero, ¿somos realmente testimonio del amor de Dios? ¿Puede decir la gente: “mirad, cómo se aman”? ¿Es nuestra parroquia un lugar abierto, acogedor, donde las personas se sienten atendidas, dignificadas y amadas?

Alegría en medio de las tormentas

Otro aspecto quisiera resaltar en esta lectura. Pablo comenta que estos fieles recibieron la palabra de Dios en medio de luchas, pero con la alegría del Espíritu Santo. ¡Así sucede siempre! La alegría de la conversión no es idílica. Siempre hay que superar obstáculos y oposiciones, no está exenta de dificultades. Además, comprometerse con Jesús tampoco es cómodo: a veces, nos complica la vida y nos exige una entrega que no imaginábamos. Sin embargo, el don de Dios es tan inmenso que su alegría desborda y supera todas las adversidades. Llenos de su amor, podemos superar todas las batallas, internas y externas.

El Dios verdadero libera

Finalmente, Pablo dice que estos creyentes abandonaron los ídolos y se volvieron para servir al Dios vivo y verdadero. Los ídolos, aunque aparenten ofrecer cosas buenas y placenteras, en realidad engañan, porque comportan esclavitud y una muerte lenta. Y no me refiero sólo a las divinidades paganas, sino también a los modernos ídolos que, quizás inconscientemente, adoramos hoy: el dinero, el bienestar, la fama... Quien los adora ha de servirles continuamente, renunciando a veces a lo más genuino de sí mismo.

En cambio, vida y verdad son dos atributos de Dios: servir a Dios no es esclavizarse, sino liberarse y llegar a vivir con intensidad, anteponiendo a todos los valores el amor generoso.

domingo, 19 de octubre de 2008

Él os ha elegido

Comentario a la Primera Carta a los Tesalonicenses. (1 Ts 1, 1-5b )

Bien sabemos, hermanos amados en Dios, que él os ha elegido y que, cuando se proclamó el evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda.

Este breve párrafo de San Pablo a los tesalonicenses, ¡contiene tantas verdades!

La primera cosa en la que podemos fijarnos es ésta: Dios los ha elegido. Sí, es Dios quien elige, no el ser humano. El primer paso siempre lo da él. El cristianismo es la religión del Dios que “desciende” hacia su criatura. Antes que el hombre se pregunte por la existencia de Dios y anhele la unión con él, éste se anticipa a salir a su encuentro. También podemos decir que nos ha escogido a nosotros, los cristianos de hoy. Pero podemos preguntarnos: ¿por qué Dios escoge a unos y no a otros? ¿No es acaso discriminar?

Hay que entender esta elección no como un filtro discriminatorio, sino como consecuencia de una llamada. Como dice el evangelio, “muchos son los llamados y pocos los escogidos”. ¿Por qué? Porque Dios llama a muchos. De hecho, llama a todos. Pero no todos están dispuestos a escuchar su voz.

Esta comunidad, que ha acogido la palabra de Dios a través de Pablo, su apóstol, es, por tanto, “escogida”. Y ahora pasamos a la siguiente frase, crucial: “no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda”.

Para acoger la llamada de Dios no bastan las palabras. No es suficiente una buena prédica para convertir y operar un cambio en la vida de las personas. Hace falta algo más. Por un lado, el mismo Espíritu Santo inspira a los apóstoles que transmiten su palabra y toca el corazón de quienes escuchan. Quien evangeliza ha de llevar el Espíritu dentro, su fe ha de ser auténtica y encarnada en su vida. Y, por otra parte, está la actitud de los oyentes. Ese fuego de Dios es un don, que prende en las almas preparadas, dispuestas. Quienes creen y se convierten es porque ya tienen una sed de Dios, que los impulsa a abrirse a su llamada. Su fe no es ingenua ni ilusoria, sino “convicción profunda”.

domingo, 12 de octubre de 2008

Todo lo puedo en aquel que me conforta

Comentarios a la carta a los filipenses (Flp 4, 12-14. 19-20)
Hermanos, sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy entrenado para todo y en todo: la hartura y el hambre, la abundancia y la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta.


Todo lo puedo en aquel que me conforta: estas palabras resumen el secreto que aviva el corazón incansable de Pablo. Con Jesús, arropado en su amor, es capaz de cualquier cosa. Nada teme y todo lo puede soportar.

Vivir en pobreza y en abundancia, estar preparado para cualquier situación, revela una enorme libertad interior. Pablo es tan libre de su ego, de sus gustos y preferencias, está tan liberado de ataduras, que puede acomodarse a todos los entornos. No vive encasillado ni preso de seguridades y esquemas.

Los cristianos estamos llamados a ser así. Cada cual se sabe limitado e imperfecto. A veces nos consideramos débiles e incapaces. Pero, ¡que esto no sea una excusa para abandonar nuestra misión! Con la fuerza de Dios lo podemos todo. Un cristiano es una persona libre, que sabe adaptarse a las circunstancias. Sabe convivir entre ricos y pobres, sabe tener bienes sin apegarse a ellos y sabe ser pobre sin angustiarse. Su único tesoro es Dios.

No obstante, Pablo es realista y sabe que para tirar adelante los proyectos humanos son necesarios los recursos, el dinero y la ayuda material. Por eso agradece a la comunidad de Filipos su colaboración. Y no sólo agradece, sino que les asegura que Dios compensará su generosidad con creces:

En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su espléndida riqueza en Cristo Jesús.

Dios devuelve el ciento por el uno. Nuestra generosidad siempre será compensada. Quizás nosotros damos con cierto reparo, midiendo nuestro donativo con prudencia. A lo mejor nuestra aportación es pequeña. Dios, en cambio, responde con esplendidez. Dice el Papa en su libro Jesús de Nazaret que lo propio de Dios es el derroche, la sobreabundancia, la magnificencia. Sí, nuestro Padre del cielo da a manos llenas. Por eso ser generoso es otro distintivo de aquellos que se sienten hijos amados de Dios.

domingo, 5 de octubre de 2008

El Dios de la paz estará con vosotros

De la carta de San Pablo a los filipenses (Flp 4, 6-9 )

"Nada os preocupe, sino que, en toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, presentad vuestras peticiones a Dios. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús".

En estos tiempos que vivimos, de profunda crisis, las palabras de Pablo son un motivo de esperanza y también una guía para navegar entre mares tempestuosos. Nos invita a no angustiarnos más de lo necesario y a no abandonar la oración. Es justamente en medio de los problemas cuando más hemos de confiar en Dios y poner todas nuestras preocupaciones en sus manos. Normalmente, la gente suele hacer lo contrario. En tiempos de bonanza, parece fácil creer y alabar a Dios, pero ¡qué difícil es continuar haciéndolo cuando las cosas se tuercen y van mal! Pablo nos alienta a seguir fiándonos de Aquel que nos ama, y no sólo a pedirle, sino a darle gracias. Sus palabras recuerdan aquellas de Jesús: “pedid, y creed que lo que pedís ya se os ha concedido”. Si aquello que suplicamos a Dios es bueno, confiemos que, en el momento oportuno, nos será otorgado.

¿Qué nos aportará confiar y dar gracias? Algo que todos ansiamos: la paz. No una calma engañosa o una ilusión. Pablo se refiere a “la paz de Dios, que sobrepasa todo juicio”. Una paz que conservará nuestros corazones a salvo, una paz que nos acercará a Jesús, el que nos puede aliviar y consolar. Es la paz del que se sabe amado y protegido por Dios.

"…todo lo que es verdadero, justo, noble, puro, amable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta. Y lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo en obra. Y el Dios de la paz estará con vosotros."

Pero, además de rezar y confiar, Pablo también nos llama a la acción. En tiempos de adversidades, hay que seguir luchando. ¿Cómo? Buscando siempre el máximo bien. Pablo enumera una serie de virtudes que pueden ser muy bien estrellas orientadoras en nuestra travesía: verdad, justicia, nobleza, pureza, amabilidad… Todas ellas son virtudes que apelan a nuestra autenticidad y a nuestro amor hacia los demás. Son valores que Pablo nos invita a poner en práctica. El fruto de ese trabajo incansable será una recompensa sin precio: el mismo Dios de la paz.

He aquí dos salvaguardas de nuestra paz interior, que Pablo nos ofrece con simplicidad rotunda: la oración y una conducta noble y honesta. En nuestras plegarias y en nuestro trabajo, hecho con devoción, encontraremos a Dios. Y teniendo a Dios, como insistía Santa Teresa en sus versos, “nada nos falta”.

domingo, 28 de septiembre de 2008

Tened los sentimientos de Jesús

“Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todo el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús”.
(Flp 2, 1-6)

Una de las mayores inquietudes de Pablo era la unión en las comunidades cristianas. En sus cartas, insiste una y otra vez en que los fieles se mantengan unidos, con un mismo sentir, fielmente adheridos a Jesús, como los sarmientos a la vid.

Esta forma de pensar es muy contraria al individualismo que se ha expandido por el mundo en los últimos siglos. Hoy día, en que vivimos en una sociedad globalizada y la solidaridad está en boca de muchos, el individualismo persiste, incluso en formas disfrazadas. Por un lado, se difunde la conciencia de que hemos de ser solidarios, de que todo cuanto se hace en un lugar del mundo afecta a todos. Se apela a nuestra responsabilidad. Pero, por otro, muchas corrientes que gozan de gran aceptación nos insisten en esta idea: ámate a ti mismo, pues si no te pones a ti en primer lugar, por encima de todo, nunca podrás amar a los demás. Parece que aquel viejo dicho: “la caridad comienza con uno mismo”, se ha convertido en una norma social.

Recogiendo el mensaje de Pablo, creo que quizás es justamente al revés. La caridad, no comienza, sino que acaba en uno mismo. En primer lugar, el amor, aunque parezca brotar como iniciativa personal, no surge solo de nuestro interior. Amamos porque antes hemos sido amados, porque recibimos amor, porque alguien nos enseñó a querer. En segundo lugar, nos encontramos a nosotros mismos, no cuando vivimos centrados en nuestro ego y en nuestras preocupaciones, sino cuando nos abrimos a las realidades de otros. Puede parecer contradictorio y además es contrario a las filosofías imperantes, pero estoy convencida de que una persona llega a amarse a sí misma cuando comienza a amar a los demás.

¿Por qué esto es así? Pablo es muy transparente en su discurso: “Tened entre vosotros los sentimientos de Jesús”, dice. ¿Cuáles fueron los sentimientos de Jesús? Su vida es el mejor ejemplo: Jesús siempre antepuso el bien de los demás al suyo propio. Antepuso la salud y la alegría de sus gentes a su descanso; predicó incansable, alimentó con pan y con sus palabras a multitudes, olvidando su reposo y comodidad. Y educó a sus discípulos para que crecieran humana y espiritualmente, para que formaran un grupo compacto, fiel, donde prevaleciera el servicio por encima del poder y el afán de dominar.

¿Significa esto renunciar a la propia personalidad? ¿A la libertad personal? No, en absoluto. La persona que se vuelca en ayudar y amar a su prójimo descubre cuál es su auténtica identidad, se reconoce a sí misma y comienza a quererse y a respetarse más. Recupera una autoestima sana, sin hinchazón del ego y sin encogimiento del alma. Y es a partir de esta actitud como una comunidad humana se forja, se cohesiona y crece. Es a partir de ahí que el mundo puede comenzar a cambiar.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Mi vida es Cristo

Comentario a la carta a los filipenses (Flp, 1, 20c-24.27a)

“Para mí la vida es Cristo, y una ganancia el morir. Pero si el vivir esta vida mortal me supone trabajo fructífero, no sé qué escoger… por un lado, deseo partir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor. Por otro, quedarme en esta vida veo que es más necesario para vosotros. Lo importante es que vosotros llevéis una vida digna del Evangelio de Cristo”.

La ciudad de Filipos fue el primer punto de Europa donde se fundó una comunidad cristiana. Fue una comunidad muy fiel y amada por el apóstol, y la única de la que aceptó recibir ayuda económica. La carta a los Filipenses fue escrita desde la prisión, en Roma. En ella, Pablo desvela su corazón y exhorta a los miembros de la comunidad a continuar siendo fieles y a poner en el centro de sus vidas a Cristo.

En esta lectura vemos la dinámica interior de Pablo y un atisbo de su intensa experiencia mística de unión con Cristo. Son muchos los santos que han pronunciado palabras semejantes: para ellos Cristo lo es todo. Tanto, que ansían morir para reunirse con él definitivamente. Recordemos aquellos versos de santa Teresa:

Vivo sin vivir en mí
y tan alta vida espero
que muero porque no muero.
Vivo ya fuera de mí
después que muero de amor;
porque vivo en el Señor
que me quiso para sí.

Pero Pablo es realista y responsable. Sabe que su vida en esta tierra es útil para muchos, que su trabajo puede ayudar a muchas personas a acercarse a Dios. De ahí que sienta ese dilema interior que expresa con toda confianza a la comunidad de Filipos.

Estas palabras nos dan qué pensar. ¿Seríamos capaces nosotros, cristianos de hoy, de pronunciarlas? ¿Es Cristo lo más importante para nosotros? Me parece que para la mayoría no es así. Es más o menos importante, pero no es el centro de nuestra existencia. Amamos la vida mortal, nos aferramos a ella y a muchas otras cosas, y Jesús está en lugar secundario, cuando no en el último lugar. Parece que Dios es el último recurso cuando todo lo demás falla y sólo recurrimos a él en tiempos de penuria y desesperación. Para Pablo no es así: Dios es lo primero. Su vida gira alrededor de Jesús y de ese amor que lo ha atrapado, que lo llena y lo mueve.

¿Qué podemos hacer? Muchas personas pueden objetar que Pablo vivió una experiencia mística de proximidad con Jesús, por eso podía hablar de esta manera. Pero no olvidemos que todos los cristianos estamos llamados a esa misma santidad. No se trata de perseguir experiencias sobrenaturales, sino de buscar la unión con Jesús, ¡y lo tenemos tan fácil! El evangelio nos recuerda que en nuestros hermanos encontramos a Dios. Y cada domingo, en la misa, podemos reunirnos con el mismo Jesús, a quien recibimos, no a nuestro lado, sino en nuestro interior.

“Lo importante es que llevéis una vida digna del Evangelio”, acaba Pablo. En esta frase encontramos toda la orientación que necesitamos. ¿Y qué es una vida digna del evangelio? Quizás lo primero es creernos esa buena noticia y alimentarnos de ella. Dios nos ama y nos hace sus hijos. Nos ama con tal locura que da su propia vida por nosotros, en Jesús. Dios se nos hace cercano, se mete en nuestro corazón. ¿Somos conscientes de esto? Las consecuencias son tan enormes que sólo esto basta para transformar una vida entera. Cuando alguien se siente amado y tocado por la mano de Dios ya nada es igual.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Cuando Dios se abaja

Comentario a la carta de San Pablo a los filipenses (Flp, 2, 6-11))
"Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo... Y así, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz..."

Esta lectura de hoy es un auténtico puñetazo a nuestra prepotencia. En un momento en que la humanidad parece más cerca que nunca de dominar el mundo y desentrañar las fuerzas del universo, San Pablo nos pone ante los ojos la imagen de un Dios que se humilla.

La dinámica del ser humano es bien diferente a la de Dios. A lo largo de la historia, a medida que las civilizaciones progresan, la tendencia del hombre es la misma: apartar a Dios y erigirse como centro del mundo y la creación. La ciencia suplanta la fe, el bienestar material desplaza el crecimiento espiritual. Todas estas realidades son buenas y necesarias, y pueden muy bien convivir, pero algunas ideologías se empeñan en convencernos de que Dios sobra cuando el hombre adquiere tantos conocimientos y poder. Parece que su presencia, su mera existencia, es una amenaza a nuestra libertad. Así lo han difundido diversas corrientes de pensamiento que aún hoy influyen en muchas personas.

Hoy, en medio de una cultura global y tecnológica, el culto a la personalidad propia, a la religión del “sí mismo”, suplanta la adoración a Dios. Pero basta con abrir los ojos para comprender que esta forma de pensar no está dando buenos frutos. Junto a los grandes avances científicos y técnicos, topamos continuamente con una humanidad que sigue movida por los mismos egoísmos, instintos destructivos y avidez de poder que en épocas inmemoriales. Sin valores sólidos y sin fe, nuestra civilización va a la deriva.

Junto al hombre que se deifica, Pablo nos presenta al Dios que se empequeñece. Jesús, siendo Hijo de Dios, teniendo fuerza y poder, renuncia a él y se abaja, hasta el punto de dejarse apresar, condenar y matar de forma inicua. ¿Puede haber mayor pobreza, mayor debilidad e impotencia, que la de aquel que renuncia a defenderse y acepta su muerte?

Así lo hizo Jesús, movido únicamente por su amor. Amor al Padre, desbordante de misericordia, que en su respeto infinito hacia los hombres no levanta su mano contra ellos, ni siquiera ante las iniquidades. Y amor, no sólo hacia los suyos, que le abandonaron cobardemente, sino hacia todos. Incluso hacia sus enemigos, hacia sus verdugos. Jesús murió perdonándoles. No sólo predicó una enseñanza novedosa y radical, que rebasaba toda ley: vivió en propia carne hasta la última palabra de su mensaje.

Pero su muerte no fue en vano. Pablo acaba: “Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre”. ¡Esta es la esperanza cristiana! Adherirnos a Dios, amar sin condiciones, nos comportará dolor y humillación, como al mismo Jesús. Pero, ¿qué hace Dios con aquel que le ama hasta el límite? La respuesta de Dios ante la muerte es mucho más que devolver la vida: es la resurrección. Una vida nueva y eterna, incomparablemente más bella y plena que la vida mortal. Esta vida es, para nosotros, una promesa. Si seguimos los pasos de Jesús, amando hasta darlo todo, sabemos que será cumplida.

domingo, 7 de septiembre de 2008

La ley es el amor

“A nadie le debáis nada, más que amor, porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley” Rm 13, 8-10

En este breve párrafo, Pablo condensa casi todo el mensaje de Jesús: un mensaje de amor. La humanidad, desde muy antiguo, ha venido elaborando leyes para facilitar la convivencia y proteger a las personas más débiles. Los diez mandamientos son un magnífico ejemplo. Los derechos humanos son otro. En ellos laten una sensibilidad y un gran respeto hacia la realidad de la persona humana.

Más allá de la ley

Pero Jesús fue mucho más lejos que la ley y los cristianos, ayer y hoy, estamos llamados a superar en mucho las normas y leyes humanas. No se trata de saltárselas, sino de dar más. Podríamos decir que los derechos naturales son un nivel básico, forman esa ética de mínimos que garantiza una concordia social. Pero los cristianos hemos de ofrecer algo más que respeto o tolerancia: hemos de dar amor.

En el amor se contienen todos los mandamientos, todos los derechos, toda la humanidad de la ley. Quien ama, dice san Pablo, no hace daño al prójimo. Y no sólo esto: quien ama está dando vida, ánimo, entusiasmo, soporte y alegría a los demás. Quien ama está haciendo mucho más que cumplir como buen ciudadano. Quien ama se deja la piel, y el corazón, por hacer que la vida de cuantos le rodean sea un poco mejor, más bella, más digna.

Por eso dice Pablo, haciéndose eco de las palabras de Jesús, que amar es cumplir toda la ley. Quien ama no necesita más, pues rebasa todos los mandamientos. San Agustín lo dice con su célebre frase: “Ama y haz lo que quieras”.

Una civilización del amor

Cuando la Iglesia habla de expandir una civilización del amor se refiere justamente a esto. Nuestros países occidentales hablan de difundir la democracia y el bienestar, las libertades, los derechos… Los cristianos hablamos de difundir una civilización del amor. ¿Parece utópico? No, si tenemos en cuenta que esta civilización comienza en casa, en nosotros mismos, en nuestra vida de cada día. Casi lo único que podemos cambiar es nuestra propia forma de hacer, ¡y ese cambio ya puede producir milagros!

Por otra parte, seamos realistas. Sin amor, las leyes humanas y la justicia nunca cuajarán. Los derechos de la persona se corrompen y se diluyen si no hay unos valores y convicciones profundas que los sustenten. Muchas personas argumentan que lo primero es la justicia y el derecho. No. Lo primero es el amor. Y del amor surgirá el resto. Las leyes faltas de amor y respeto profundo a la realidad de la persona acaban siendo letra muerta, incluso letra falsa, que sólo sirve como instrumento de propaganda y de poder.

De ahí la importancia y la enorme responsabilidad de los cristianos. Amar no es obligatorio, claro… pero sí es un mandamiento en el sentido hebreo de la palabra: es una urgencia, una necesidad, un apremio. Así lo entendió Jesús, cuyo mensaje siempre converge ahí. Así lo entendieron Pablo y tantísimos santos. El mundo necesita, desesperadamente, amor. Y la misión de cada cristiano no es otra que ésta: recibir el amor de Dios y verterlo en el mundo.

domingo, 31 de agosto de 2008

El mejor culto

Comentario a la carta de San Pablo a los romanos (Ro 12, 1-2)

La ofrenda más agradable

“Os exhorto, hermanos, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios, éste es vuestro culto razonable”.

En esta frase, san Pablo nos está diciendo muchas más cosas de lo que puede parecer, y de consecuencias enormes. La primera de todas es que nos invita a presentar nuestros cuerpos como ofrenda, como hostia viva. Nos está llamando a imitar al mismo Cristo, que se ofreció, en cuerpo y alma. Parece muy osado, pero esta es la vocación de todo cristiano: llegar a entregarse, como el mismo Jesús. Y no sólo de corazón, sino en cuerpo entero. Es decir, que nuestra fe no se ha de limitar a creer, pensar y sentir, sino a comprometer toda nuestra vida, traduciendo nuestra convicción en obras.

Añade al final: “éste es vuestro culto razonable”. Este es el culto que agrada a Dios. Atrás quedan las religiones ritualistas, que buscan complacer a la divinidad mediante ostentosos sacrificios. Atrás quedan las ofrendas de oro, plata y animales. La gran ofrenda, el mejor culto que podemos rendir a Dios, es ofrecernos a nosotros mismos. Porque Dios, finalmente, más que ritos ni ceremonias, busca nuestro corazón, deseoso de nuestro amor. Así lo entendió Jesús, ofreciéndose a sí mismo hasta morir.

El ofrecimiento a Dios es mucho más que un gesto íntimo. El amor a Dios, en la fe cristiana, no se entiende si no se materializa en amor a los demás. Por tanto, esa entrega a Dios comporta una entrega a las personas: vivir velando por su bien, por su alegría, por su dignidad. El mejor culto a Dios es amar y servir a los que tenemos a nuestro alrededor.

Renovar nuestra mente

Y continúa san Pablo: “No os ajustéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.

Esta frase es un aldabonazo a nuestra conciencia. Vivimos en una sociedad que ensalza el relativismo y rechaza la perfección. Todo está bien, todo es según como se mire… No hay verdades absolutas, el hombre es libre y nadie tiene que dictarle lo que es bueno o malo, sino su propio albedrío. Realmente, San Pablo va a contracorriente de lo que predica “el mundo”. Su advertencia es tan vigente hoy como hace dos mil años: “no os ajustéis al mundo”. Es decir, no os dejéis arrastrar por las corrientes y las modas imperantes, que olvidan a Dios y ensalzan el culto a uno mismo. Para ello, resulta necesaria esa renovación de la mente, una profunda limpieza interior para liberarnos de toda clase de influencias y dilucidar, en el silencio, qué es bueno a los ojos de Dios.

Muchas personas pueden objetar que esta exhortación es peligrosa: tras ella, pueden esconderse deseos de poder sobre la conciencia humana y un afán de lavar cerebros. Es una acusación que se vierte sobre la Iglesia, una y otra vez. Pero, ¿realmente es imposible distinguir el bien del mal? ¿Está tan alejada la conciencia humana de la visión de Dios?

Creo que, si ahondamos en lo más profundo de la naturaleza humana, encontraremos que en ella hay mucho de Dios. Descubriremos que, detrás de todo el poso cultural y filosófico que tapa el alma de las personas, existe un fondo luminoso, anhelante de libertad, de belleza, de amor y de generosidad. No es descabellado pensar que, en lo más genuino de sí, en sus impulsos más íntimos y auténticos, la persona siempre acaba reflejando a su Creador. Por eso, una conciencia limpia y profunda sabe discernir bien qué agrada a Dios, qué es acorde a la naturaleza divina y humana, qué es bueno y qué no lo es.

Hoy, muchos autores hablan de la potencia de la mente, capaz de hacer verdaderos milagros. Sí, nuestra mente es un gran don de Dios, un talento que aún nos falta por explorar. Pero no se trata de utilizarla con fines tortuosos y egoístas. Pablo nos habla de “renovación” y de discernimiento. De ahí la importancia de orar, reflexionar y hacer silencio, pues en el sosiego será donde podremos escuchar y comprender la voz de Dios.

domingo, 24 de agosto de 2008

¿Quién es Jesús para nosotros?

A propósito del evangelio de hoy, en que Pedro proclama a Jesús como Hijo de Dios vivo, he estado leyendo una interesante conferencia de Mons. Angelo Amato, Secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sobre la Cristología Católica. Ha sido muy esclarecedora para comprender las diferentes interpretaciones sobre la figura de Cristo que se han dado a lo largo de la historia, según las tendencias filosóficas de cada momento, así como la magnífica síntesis que ofrece el Papa en su libro Jesús de Nazaret.

Jesús, mucho más que un maestro bueno

¿Quién es Jesús para los cristianos de hoy? ¿Quién es Jesús para mí? No me sorprende mucho constatar que para muchas personas, incluso cristianas, Jesús fue un gran profeta, un sanador, un revolucionario, un pacifista, un místico… Uno más entre un elenco de grandes personajes iluminadores de la historia. Incluso para muchas personas creyentes y con inquietud religiosa Jesús forma parte de una supuesta tradición de “mesías”, cuya apoteosis aún no ha llegado, y que llegará cuando se manifieste otro Cristo definitivo, que algunos autores definen como la plenitud personal y la divinización de cada individuo. En estas creencias se ve claramente la huella del racionalismo, del relativismo filosófico y de las corrientes de la New Age, que valoran a Jesús simplemente como hombre extraordinario con una hermosa doctrina sobre el amor.

Pero que Jesús sea Dios, con todas las consecuencias, eso ya nos cuesta más de creer. Aceptamos la humanidad de Cristo, pero nos resistimos a aceptar su divinidad. De la misma manera, opinamos que el Cristianismo es una religión más, y que cualquier otra es un camino igualmente válido hacia Dios. Nos parece que la doctrina de la Iglesia, que afirma que Jesús es el camino más directo para la salvación, es fundamentalista y demasiado radical. Incluso nos avergüenza que la Iglesia –nuestra Iglesia― pueda arrogarse tal privilegio. Sin embargo, en la Declaración Dominus Iesu, se precisa que, aunque el Cristianismo sea la vía más clara, otros credos también pueden ofrecer alternativas válidas siempre que en su fuente y núcleo acojan la encarnación de la palabra de Dios.

Sí, los propios cristianos estamos muy influenciados por estas corrientes relativistas que nos hacen avergonzarnos de nuestra fe y vacilar ante nuestras creencias. Tememos ser tachados de fanáticos y reaccionarios y olvidamos que nuestra fe es mucho más que una doctrina, y que las verdades que proclama la Iglesia no son un conjunto de leyes rígidas, sino el fruto de una intensa vivencia de Dios, que arranca del mismo Jesús.

La fe, regalo de Dios

Pedro, que era un pescador, hombre sencillo de pueblo, sin formación teológica y posiblemente iletrado, no tuvo dudas. Cuando Jesús le preguntó, contestó sin vacilación alguna: “¡Tú eres el Hijo de Dios vivo!” ¿Tanto nos cuesta a los cristianos de hoy, que tenemos muchísimos más conocimientos religiosos, llegar a esta afirmación?

Podemos objetar que Pedro conoció a Jesús, en persona. ¡A él le resultaba más fácil creer! Este argumento no se sostiene. En tiempos de Jesús también hubo incrédulos. Muchos que lo conocieron, escucharon sus predicaciones y contemplaron sus milagros, tampoco creyeron en él. En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, el rico abismado en los infiernos ruega a Abraham que envíe a Lázaro a sus parientes, para que los avise y así se conviertan. Y Abraham responde: “Si no creyeron a los vivos, ni a un muerto resucitado van a creer”. También me resuenan aquellas sentencias de Jesús: “¡Ay de ti Corazaín, ay de ti, Betsaida! Porque muchos antes que vosotros quisieron ver y oír lo que ahora veis, y no obstante creyeron; y vosotros, que habéis visto y oído, no creéis” (Mt 11, 21) ¿Seremos los cristianos de hoy duros de corazón, como los habitantes de aquellas ciudades?

La fe no es cuestión de ver y oír. Es una vivencia íntima, pero yo diría que ni siquiera procede de una experiencia concreta, sino que es un regalo de Dios. “Dichoso tú, Pedro hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado hombre alguno, sino mi Padre”. La fe procede de Dios, y es él quien nos abre los ojos del alma para creer. Fue su Espíritu quien inspiró a Pedro esas palabras, salidas del corazón y de una convicción profunda y auténtica.

La oración, fuente de fe

Alguien puede replicar: bien, si la fe es un regalo de Dios… entonces Dios puede regalarla a quien quiera. ¿Qué sucede si yo no la recibo? ¿Debo esperar a que llueva del cielo? ¿Es la fe un obsequio reservado a unos pocos privilegiados?

De nuevo encontramos respuestas si miramos a las personas de mucha fe, a los santos, al mismo Pedro y a los apóstoles. Ellos eran gente corriente, como cualquiera de nosotros. Dios quiere dispensar la fe y sus dones a todo el mundo. “Hace llover y hace salir el sol sobre justos y pecadores”. Pero no todos están dispuestos a recibirla. Recordemos la parábola del sembrador: la semilla de Dios no cuaja en todos los corazones. Muchos incluso rechazan ese don. ¿Qué hacer entonces para abrir nuestro espíritu? Recuerdo ahora las palabras de una gran mujer, también firme creyente: “La fe, es la oración la que nos la da”. ¡Tan simple, y tan cierto! “Pedid y se os dará”. Si pedimos a Dios que nos dé fe, ¿cómo dudar que nos la concederá, a manos llenas?

Quizás a los cristianos de hoy nos falta justamente esto: oración. Nos falta tiempo de permanecer ante Dios, de refugiarnos en sus brazos, de exponerle nuestras dudas e inquietudes, y de pedirle aquello que necesitamos. Orar, decía santa Teresa, es tratar en la intimidad con el amigo que nos ama. Si en nuestras relaciones humanas necesitamos tiempo para el diálogo y el encuentro con los seres amados, también lo necesitamos con Dios. Cuanto más tiempo compartimos con los amigos, más confiamos en ellos. Así, el tiempo dedicado a la oración nos permitirá ahondar en la amistad con Dios y la fe, con la confianza, brotará sola.

domingo, 17 de agosto de 2008

Los dones y la llamada de Dios son irrevocables

Rm 11, 13-15. 29-32


Un don que marca para siempre

Esta lectura de San Pablo tiene como trasfondo una tristeza y una preocupación del apóstol. Siendo judío, lamenta que los de su pueblo y religión rechacen a Cristo y su mensaje. Mientras que cada vez son más los gentiles –extranjeros– que acogen el evangelio de Jesús, los judíos se muestran hostiles.

Pablo mismo había sido un celoso devoto, practicante de la Ley, y reconoce su valor. La fe hebrea es la raíz y sustento del Cristianismo. Pero Jesús lleva esta fe mucho más allá de la esperanza en unas promesas. Es su identidad con el Padre lo que rechazan muchos judíos. No pueden admitir, como señala el Papa en su libro Jesús de Nazaret, que Jesús se identifique con Dios mismo, con la Ley, con el Reino de los Cielos. Pueden aceptar que sea un profeta, pero rehúsan que sea hijo de Dios.

Pablo, que también era reticente, fue alcanzado por el amor de Cristo. La experiencia que cambió su vida lo marcó para siempre. Esa sacudida interior late en sus palabras cuando dice: “Los dones y la llamada de Dios son irrevocables”.

¡Tremenda frase! Cuando alguien es llamado por Dios, ya nada será igual que antes. La persona llamada queda marcada con un sello indeleble. No es una marca de esclavitud, sino una herida luminosa, como la han llamado muchos místicos, una llaga de amor, que enciende en el alma una hoguera inextinguible.

Tras esa llamada, la vuelta atrás sería la misma muerte. En cambio, acogerla y seguirla es, en palabras de Pablo, “volver de la muerte a la vida”. Rebelarse contra Dios es morir; reconciliarse con él es renacer a otra vida más plena.

Misericordia infinita

El apóstol continúa hablando de la rebeldía humana y de la misericordia de Dios. Muchas personas pueden ser reacias a esta palabra, misericordia, considerándola sinónimo de blandura, condescendencia y beatería. Pero ahondemos en su significado genuino. Misericorde es el corazón capaz de conmoverse, de vibrar, de sentir ternura, de entusiasmarse ante la alegría y de llorar con las penas. Misericordia es la cualidad de las almas sensibles, delicadas, abiertas, rebosantes de amor. Así es el corazón de Dios.

domingo, 3 de agosto de 2008

Nada podrá apartarnos del amor de Dios

Hermanos, ¿quién podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquél que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidades, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Rm 8, 35-39


Estas palabras del apóstol, vehementes y apasionadas, son uno de mis párrafos preferidos entre todas sus epístolas. No son palabras retóricas ni un simple discurso expresivo. Le salen del alma, a borbotones. Brotan de una experiencia íntima y arrebatadora. Sólo alguien que se ha sentido fuertemente amado puede hablar así.

Nada nos apartará del amor de Dios. Pablo cita una serie de peligros y contrariedades que todos podemos encontrar en nuestra vida y que muchas veces utilizamos como excusa para no amar, o para anteponer otras cosas a nuestra fe. ¡La vida es tan dura! El mundo nos arrastra, los problemas nos abruman y las desgracias ponen a prueba nuestra fe. No es fácil ser cristiano hoy en día, oímos decir con frecuencia. Pero, ¿cuándo lo ha sido? En tiempos de martirios y persecuciones, ¿no ha sido mucho más difícil? Cuando la Iglesia se ha dejado atraer por el poder, ¿no ha resultado duro para muchos santos mantener su fidelidad al evangelio, contra viento y marea?

Hoy, en un mundo indiferente y burlón ante Dios, ser cristiano es un desafío y una aventura. Cuando una persona ha catado el amor de Dios, cuando ha atisbado un resquicio de su belleza, cuando ha vibrado sintiéndose abrazado en el regazo del cielo, todas las demás cosas empequeñecen. De ahí que para Pablo todos los bienes del mundo sean nada en comparación a Cristo, y que todas las dificultades posibles sean pequeñas, al lado del amor de Dios.

El amor siempre es más grande. Siempre puede más. Siempre perdura. Este es el mensaje que late en la mayoría de los escritos del apóstol. Él sabe de qué habla, pues tal como lo vive, lo transmite. En él arde un fuego que no cesa de comunicar. Se siente bien agarrado a Dios, y esta convicción lo hace intrépido y audaz.

Releer despacio estas líneas puede reconfortarnos y avivar profundamente nuestra fe. Creer, finalmente, es una cuestión de amor. Creemos porque queremos; confiamos en aquel que amamos. La única cosa que podría apartarnos del inmenso amor de Dios sería nuestra propia voluntad de rechazarlo, nuestra frialdad, nuestra lejanía. Pero si nos aferramos a él, jamás nos abandonará.

domingo, 27 de julio de 2008

Llamados por Dios

Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien. A los que había escogido, Dios les predestinó a ser imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito de muchos hermanos. A los que predestinó, los llamó; a los que llamó, los justificó; a los que justificó, los glorificó.
Rm 8, 28-30

Leyendo este fragmento tan breve me vienen a la cabeza muchas ideas. La primera frase me impacta: a los que aman a Dios, todo les sirve para el bien. Son palabras para meditar despacio... El amor de Dios, sin duda cambia todas las cosas. Da un giro a nuestra vida y nos hace afrontar todo cuanto sucede con valor, buscando el sentido y la parte positiva de las cosas. San Francisco de Sales decía que los cristianos hemos de ser laboriosos y sabios como las abejas, que de las flores sólo recogen lo más nutritivo: el néctar, y saben convertirlo en el alimento más dulce: la miel. Es cierto que en la vida no todo son rosas, y los momentos amargos se entremezclan con los días luminosos. Pero cuando la vida rebosa amor, somos capaces de extraer un bien hasta de las condiciones más adversas.

A continuación, el apóstol nos habla de la predestinación. Este concepto ha sido tan controvertido, usado y abusado, que fácilmente podemos caer en interpretaciones erráticas del texto. No faltan religiones que han entendido la predestinación en un sentido literal: Dios escoge a unos cuantos, y sólo estos se salvarán y alcanzarán la gloria. La fe, así, justifica el fatalismo y el elitismo de aquellos que se consideran elegidos.

¿Es realmente esto lo que quiere decir San Pablo? Parece contradictorio con el mensaje de un apóstol cuya pasión fue extender la nueva de Cristo a todo el mundo, sin excepción… No, la predestinación como selección de unos cuantos es incompatible con el espíritu universal del Cristianismo. Pablo nos da la clave para entender este texto. Dios predestina a todos. ¿Acaso un padre puede querer la salvación de unos pocos de sus hijos, y la perdición de otros? En realidad, nos llama a todos. Nos llama para que le conozcamos, para que nos sintamos amados, hijos suyos. Nuestra salvación es justamente sentirnos hijos de Dios y confiar nuestra vida en sus manos. Y esta llamada nos la hace a todos, a cada cual a su manera, en diferentes momentos y situaciones de la vida. Lo que ocurre es que… ¡somos tan sordos! Vivimos inmersos en el mundanal ruido y no oímos su llamada. O quizás no queremos escucharla. O no la creemos, o desconfiamos de él.

Pero a quienes escuchan esa llamada, Dios les regala su amor, su gloria, esa vida en plenitud que avanza la vida del cielo. Esta es la predestinación de Dios: una promesa cumplida, un regalo que ofrece, gratuita, generosamente, a quienes aceptan su amor de Padre.

domingo, 20 de julio de 2008

Rezar con el Espíritu Santo

El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que penetra en el interior de los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe interceder a favor del pueblo santo como Dios quiere.
Rm 8, 26-27

Muchas veces, las personas rezamos de manera un tanto superficial. Pedimos lo que deseamos y sólo pensamos en aliviar nuestro sufrimiento o nuestras preocupaciones más inmediatas. Incluso pedimos cosas que, a la larga, pueden ser inútiles o perjudiciales para nosotros.

Las palabras de Pablo nos invitan a una oración más serena y profunda, una plegaria desde el regazo de Dios. En la oración buscamos el retiro y el silencio, pero nunca estamos solos. Con nosotros está Dios, presente en todas sus personas. Y la verdadera oración no se limita a un recitar angustioso de ruegos y lamentos, sino que es un reposar, confiado, en manos de Dios. El verdadero silencio tampoco es físico, sino del alma: se da cuando sabemos acallar nuestro parloteo interior y comenzamos a escuchar la voz de Dios.

Es entonces cuando el Espíritu reza con nosotros. Él conoce hasta el más íntimo recodo de nuestra alma, sabe de nuestras aspiraciones, deseos y sueños. Sabe lo que ansía nuestro corazón y también sabe lo que nos conviene. El Espíritu Santo es nuestro maestro de oración: él reza por nosotros, y le pide a Dios Padre aquello que verdaderamente puede saciar nuestra sed.

En el mensaje de Pablo se oye un eco de Jesús: “Os enviaré al Defensor, que os acompañará siempre”. Sí, el Espíritu Santo es nuestro abogado, mediador y defensor. Él tiende puentes entre nuestro corazón enquistado y el corazón de Dios. Cuando no sabemos rezar, él pide por nosotros. Cuando nos faltan las fuerzas, él viene en nuestro auxilio.

Meditando despacio estas palabras del apóstol, comprenderemos cuán importante es, para la vida de un cristiano, contar siempre con este aliado, este “dulce huésped del alma”, este amigo incondicional que prende el fuego de Dios en nosotros: el Espíritu Santo.

domingo, 13 de julio de 2008

La creación gime con dolores de parto

Romanos 8, 18-23

Estas palabras de san Pablo siempre me han impresionado. La imagen de un parto doloroso que contrae el mundo entero es expresiva y certera. La humanidad está viviendo este proceso desde hace muchos siglos. Siguiendo la comparación, Pablo afirma que los sufrimientos presentes no son nada comparados con el gozo futuro. Al igual que una mujer sufre al dar a luz, pero olvida de inmediato todo el padecimiento cuando sostiene a su criatura en brazos, así sucede con muchas realidades de nuestra existencia. Por eso, esta lectura de Pablo está llena de esperanza.

Pablo es muy realista y conoce bien las tendencias de la naturaleza humana. Esta vez, nos habla de esclavitud y frustración. En su alusión a Adán, Pablo asocia la ruptura de la amistad con Dios al sometimiento, tal como apunta ya el Génesis. El hombre que en aras de la libertad ha querido apartar a Dios, ahora se ve sumido en la esclavitud y en la muerte. La humanidad que, orgullosa, quiere prescindir de Dios, se ve abocada al vértigo de un destino vacío, desprovisto de sentido, a cientos de esclavitudes, a la lucha, a la fatiga y a la muerte.

Sin embargo, el ser humano siempre ha tenido hambre de infinito. Y ese afán por vivir en plenitud, por recuperar la libertad, lucha contra las tendencias que lo arrastran a la muerte, no sólo la muerte física, sino la muerte del alma. Este combate es lo que Pablo llama parto doloroso de la creación.

Sí, nuestro mundo vive convulso una incesante batalla entre la vida y la muerte, entre la libertad y la sumisión. Nosotros también vivimos esa batalla en nuestro interior. Pero muchas veces, la personas bregamos a ciegas, sin saber muy bien dónde encontrar la liberación. Pablo nos da una pista muy clara: “la libertad gloriosa de los hijos de Dios”.

Somos libres cuando somos hijos. Nos liberamos cuando nos reconciliamos con Dios y volvemos a sus brazos. Jesús ya lo dijo a sus discípulos: “No os llamo siervos, sino amigos”. En su Reino imperan la amistad y el amor, nunca la sumisión o el poder. Dios tampoco nos quiere esclavos, sino hijos amados. Y los hijos, como tales, comparten la gloria, la plenitud y el esplendor de su Padre.

A los ojos humanos el sufrimiento siempre es difícil de comprender. Nos cuesta hallar un sentido a las desgracias que afligen el mundo y tendemos a culpar al cielo por ello. En realidad, las muertes y el dolor causados por un mal uso de nuestra libertad extraviada son dolores de parto que nos han de despertar para renacer a esa otra vida “gloriosa”, que nos recuerda Pablo. Gemimos en nuestro interior, pero ¡no perdamos la esperanza! Porque quien busca y espera a Dios al final siempre encontrará una respuesta.

domingo, 6 de julio de 2008

Vivir según el espíritu

“El mismo que levantó a Cristo de entre los muertos también dará vida a vuestro cuerpo mortal con su propio espíritu, que habita en vosotros”.
Carta a los romanos (Rm 8, 9-13)

En su carta a los Romanos, San Pablo contrapone dos maneras de vivir: según la carne y según el espíritu. Una lectura muy superficial nos haría pensar que la carne se refiere a todo lo material, y que por tanto todo esto es malo frente al espíritu, que representaría el mundo espiritual e incorpóreo. Esto nos llevaría a una interpretación maniquea y dualista de su escrito, y a una postura de rechazo o desprecio del mundo físico y material. Pero Pablo va más allá de esta visión.

En realidad, estas dos maneras de vivir aluden a algo más profundo. Vivir según la carne es llevar una existencia ignorando a Dios, apartándolo al margen de nuestra realidad, aferrados tan sólo a aquello que vemos, tocamos y podemos poseer. Una vida así, aunque nos parezca razonable, es muy limitada y trágica, pues nos encontramos ante los límites de la muerte, el dolor y la soledad. Vivir sin tener en cuenta la trascendencia convierte la existencia en un intervalo lleno de luces y de sombras, pero marcado por el sufrimiento y la falta de sentido.

Vivir según el espíritu es reconocer que todos procedemos de Dios, en él tenemos nuestras raíces más hondas, y él nos sostiene en la existencia. Vivir así es acoger a Dios y darle un lugar en nuestro devenir diario. Quien abre su corazón a Dios, está dejando que el amor empape toda su vida. Y esta vida ya no es un lapso de tiempo vacío sin sentido, sino un camino que comienza en la tierra y se alarga hasta la eternidad. De ahí las palabras de San Pablo: “el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos, dará la vida a vuestros cuerpos mortales”. Pablo regresa a la médula de su mensaje, de su predicación. El ansia de todo ser humano, la sed de trascendencia y de inmortalidad, se ve colmada con Jesucristo y su resurrección. No es un deseo ni una ilusión, es una esperanza firme, confirmada por la experiencia que los apóstoles han tenido al ver a Jesús resucitado.

Vivir según el espíritu no sólo entraña una gran paz y coraje interior. Esta forma de vivir tiene consecuencias prácticas, y a esto se refiere Pablo cuando habla de obrar según el espíritu, y no según la carne. Creer en Dios, vivir con esa perspectiva trascendente, ha de modificar nuestra forma de actuar y de estar en medio del mundo. Quien vive así, ya no puede ser frívolo, inconsecuente o insensible ante los demás. Vivir según la carne significa una vida centrada en uno mismo y en el propio bienestar, sin preocuparse del mundo ni de cuantos nos rodean. Vivir según el espíritu nos llevará a seguir el ejemplo de Cristo, generosamente, abiertos a los demás e imitando la bondad de Dios.

domingo, 29 de junio de 2008

Se inicia el Año Jubilar de San Pablo

Hace dos mil años, en una próspera ciudad del sur de Anatolia, bañada por el Mediterráneo oriental, nació un hombre que cambiaría el trayecto de la humanidad. La historia de amor de Dios con los hombres está jalonada de sucesos concretos, de rostros humanos, de personas que, como Pablo de Tarso, se dejaron enamorar por él y dedicaron la vida entera a esparcir su llama por el mundo.

Pablo, el único de los apóstoles que no conoció a Cristo en vida, es el que llevó su palabra más lejos. Por su celo fervoroso y su apasionada labor, el Cristianismo saltó las fronteras de Israel y se extendió por muchos pueblos y países. Con Pablo, la fe cristiana se universaliza y el mensaje de Jesús se abre a todos los pueblos y culturas. Podemos decir casi con total certeza que los cristianos de hoy debemos la transmisión de la fe a este misionero incansable.

Hoy vivimos un contexto similar en muchos sentidos al que conoció Pablo. Inmersos en una cultura sofisticada, que parece no tener lugar para Dios, los cristianos mantenemos viva la fe en medio de oleadas adversas e indiferentes. El ejemplo de Pablo nos espolea. No temió predicar al mundo pagano de su tiempo, buscando la manera de hacer llegar su mensaje a gentes muy diversas. Soportó incomprensiones, adversidades, persecución, hasta la cárcel y la muerte. El amor de Jesús, que lo prendió camino de Damasco, siempre prevaleció sobre los obstáculos. Hoy, sus epístolas y su historia, relatada en los Hechos de los apóstoles, nos hacen llegar su voz, más viva que nunca. El Año del Jubileo de San Pablo es una oportunidad para conocerlo a fondo y, como él, llegar a enamorarnos de Cristo y entusiasmarnos para difundir su Verdad.

Podéis visitar la web del Vaticano con toda la información sobre la celebración y actos del Año Jubilar Paulino: http://www.vatican.va/

domingo, 22 de junio de 2008

La ley y la gracia

Comentario a la carta de Pablo a los romanos (Rm 5, 12-15 )
En su carta a los romanos, Pablo habla largamente de uno de los temas clave de su predicación: la ley y la gracia. La Ley judía recoge una rica tradición y la consciencia de pecado del hombre que se aparta de Dios. Pablo reconoce que la tendencia a pecar existe desde el comienzo de la humanidad, aunque la persona sea inconsciente. También vincula el pecado a la muerte, y no sólo a la muerte natural, sino a una muerte mucho más terrible: la muerte del alma que se marchita, falta de fe y de sentido. La ley nos hace reconocer la culpa y distinguir entre el bien y el mal. Y esto es necesario, pues nos permite emprender un camino de reconciliación y purificación interior. Sin embargo, no es la ley la que nos salva. No son la doctrina ni los mandamientos lo que nos librará de la muerte, sino la gracia de Dios.

Es fácil caer en el pesimismo y desilusionarse ante la fragilidad de la naturaleza humana. Pero Pablo aporta un mensaje esperanzador: el amor de Dios es infinitamente mayor que nuestros fallos. Es más poderoso incluso que la muerte. Y Pablo compara a Adán, el hombre que desconfió y cayó en la tentación, con Cristo, que la superó y se abandonó en brazos del Padre para cumplir su voluntad. La entrega de Jesús ha bastado para abrirnos el cielo y salvarnos a todos.

domingo, 15 de junio de 2008

Reconciliarse con Dios

Comentario a la carta a los romanos (Rm 5, 6-11)

La salvación: un rescate del abismo

En este fragmento de su carta a los romanos, el apóstol nos habla de nuevo del gran sacrificio de Jesús, entregando su vida para salvarnos. La idea de salvación nos evoca un naufragio o la supervivencia ante grandes catástrofes. ¿De qué salvación podemos hablar, en el mundo de hoy? Muchas personas que ya viven acomodadamente, con educación y cultura, a menudo desprecian nuestra fe. “No necesitamos ser salvados”, dicen, porque el hombre ya tiene capacidades suficientes para vivir por sí mismo. Su inteligencia y su trabajo bastan. El hombre no necesita de un Dios paternalista que lo salve.

Pero, en realidad, la vida es mucho más tormentosa. La enfermedad, la muerte y dificultades diversas nos acechan y a veces amenazan con hacernos zozobrar. La guerra, el hambre y las catástrofes naturales azotan el mundo, y ningún país puede asegurar librarse de ellas. La persona que no cree acaba sintiéndose a merced de olas poderosas que no puede controlar. ¿Qué sentido tiene todo, si nuestra existencia acaba con el vacío de la muerte, de la nada? Y el miedo nos invade, poco a poco, como una enfermedad callada que nos carcome por dentro y nos impide vivir en plenitud.

Es justamente de esto que Jesús, con su muerte y resurrección, nos salva. Nos rescata del abismo del miedo y del sinsentido. Y aún más. Pablo señala una palabra: reconciliación. Nos reconciliamos con Dios, volvemos a sus brazos. Y, “estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida”.

Reconciliarse con Dios

Reconciliarse con Dios es un camino necesario para alcanzar la paz. ¿Cómo podemos vivir peleados con la fuente de nuestra misma existencia? ¿Cómo sostener durante mucho tiempo una pugna con aquel que nos ama hasta el extremo? ¿Cómo vivir rechazando al mismo Amor?

Por eso Pablo predica incansable, deseando tocar los corazones de sus oyentes, para que sean conscientes de ese amor que Dios desea derramar en su criatura predilecta. Para recibirlo, no hace falta un corazón grande, fuerte o superdotado. Tan sólo es necesario un corazón abierto. Un espíritu humilde y audaz, dispuesto a recibir. Las palabras de Pablo son aldabonazos que repican en nuestras puertas. Escuchémoslas. Atendamos a esa llamada tremenda, que pide una meditación serena y profunda: “la prueba que Dios nos ama es que Cristo, cuando aún éramos culpables, murió por nosotros”.

Un héroe puede morir por salvar a un justo. Pero sólo Dios puede librarse a la muerte para salvar a una multitud de pecadores. Así lo entendió Jesús, dando generosamente su vida. Porque, a los ojos del Padre, todos somos hijos amados de sus entrañas.

domingo, 8 de junio de 2008

Hacerse fuertes en la fe

De la carta a los romanos (Rm 4, 18-25)
En su carta a los romanos, Pablo recalca la importancia de la fe. La fe nos justifica por encima de lo que podamos hacer, porque nuestras obras son pequeñas y a menudo fallamos, pero las obras de Dios son grandes. Si dejamos que Dios actúe en nosotros, veremos maravillas. Cuando nos sentimos flaquear en nuestra seguridad, es cuando podemos "hacernos fuertes en la fe".

Pablo recuerda la historia de Abraham, que creyó “contra toda esperanza”. A veces nos resulta difícil creer, pues la lógica nos dice otra cosa. En términos humanos es fácil ser pesimista y centrarse en nuestras limitaciones. Pero si miramos la realidad desde Dios todo cambia. Para Dios nada es imposible y él puede sacar frutos asombrosos de cada persona.

No seremos nosotros quienes nos salvemos, sino Dios. No alcanzaremos la felicidad de nuestra vida siguiendo nuestros propios criterios y escuchándonos a nosotros mismos, sino confiando en Dios. Él sabe mejor lo que desea nuestro corazón. Incluso lo sabe mejor que nosotros, y nos ama más que nadie.

Finalmente, las personas tenemos buena voluntad, pero a veces fallamos, somos inconstantes y no cumplimos nuestras promesas. Fiémonos de Dios, porque él las cumple siempre.

domingo, 1 de junio de 2008

El corazón de Jesús

Junio es un mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. La imagen del corazón es símbolo del amor humano. En las sagradas escrituras, el corazón significa el fondo de las personas, lo más profundo de su ser. Así, adorar al Sagrado Corazón de Jesús es adorar lo más hondo de su persona. Y la intimidad de Jesús está llena de su amor a Dios Padre.

Pocas lecturas como la carta de san Juan explican con tanta hondura qué es el amor y cómo llegar a vivirlo: “Todo aquel que ama es hijo de Dios, ha nacido de él y lo conoce. Los que no aman no conocen a Dios, porque Dios es amor”. (1 Jn 4, 7)

Dios es amor. No puede haber descripción más simple y más certera de la naturaleza de nuestro Dios. Pero, ¿qué es el amor?

No se trata de sentimientos, o de sensaciones íntimas que nos llenan de regocijo y bienestar. Tampoco es una pasión voluble ni un deber social o humanitario. No. El amor sobrepasa y desborda la esfera psicológica y emocional. Va mucho más allá de las leyes humanas. El mejor ejemplo del amor es el mismo Dios, y los apóstoles Juan y Pablo se prodigaron en sus cartas y discursos para explicarlo.

“El amor es esto: no hemos sido nosotros quienes nos hemos adelantado para amar a Dios; él es quien nos ha amado primero. Tanto, que ha enviado a su Hijo como víctima propiciatoria…”

Juan se hace eco de otras palabras, pronunciadas por Jesús, su maestro, en la última cena: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”. El amor es esto: donación. El amor es entrega pura, libre y total. Sabemos que Dios nos ama porque no sólo nos ha dado el mundo entero, la existencia y la capacidad de ser conscientes de tanto don. Dios se ha dado a sí mismo, y éste es el corazón, la médula de nuestra fe. El Cristianismo, como señalan muchos teólogos, no es una religión de fieles suplicantes que claman al cielo, sino que es el regalo espléndido de un Dios que se entrega a sí mismo.

Éste es el misterio y la luz que anima el corazón de Jesús, que late hasta morir desangrado por amor. Es la donación sin reservas, sin condiciones, derrochando fuerza y vida por los demás. Y es un sacrificio que resulta “suave”, como dice Jesús, cuando el corazón se torna manso y humilde, dócil en manos de Dios.

“Nunca nadie ha podido contemplar a Dios, pero si nos amamos, Dios está en nosotros, y dentro de nosotros su amor es tan grande que ya no nos falta nada”.

A quienes dudan, a quienes se preguntan, ansiosos, dónde está Dios, y cómo llegar a conocerlo, estas palabras dan la respuesta. Dios se hace visible allí donde hay alguien que ama. Allí donde unas manos sirven, amorosas, y trabajan por el bien, allí vemos la mano de Dios.

Y para quienes sufren de una sed insaciable, sed de vida, de alegría, de plenitud, también el evangelio tiene respuestas. El amor, si es auténtico, llena el alma de tal manera que ya no necesitamos más. Dios es el agua fresca que colma los corazones ávidos de inmensidad.