domingo, 28 de diciembre de 2008

Por fe, saber darlo todo

He 11, 8-19
Por fe obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a dónde iba…Por fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac, y era su hijo único… Pero Abraham pensó que Dios tiene poder para hacer resucitar muertos. Y así recobró a Isaac como figura del futuro.


Esta lectura de Pablo apela con rotundidad a nuestra fe. Pongámonos en el lugar de Abraham, de Sara, de esos hombres y mujeres de la Biblia que creyeron sin vacilar. ¿Seríamos capaces, nosotros, de renunciar a tanto? ¿Somos capaces de dejar en manos de Dios nuestro hogar, nuestra familia, nuestros bienes… todo cuanto tenemos? ¿Nos atreveríamos a entregarle nuestra propia vida, nuestro porvenir? ¿Nos fiamos de Dios?

Abraham, que tenía una fe sólida, lo hizo. Y era un ser humano, con sus defectos y sus cualidades, como cualquiera de nosotros. También era un hombre rico y ansioso por formar una familia, así que aún podía resultar más posesivo que otras personas. Sin embargo, lo entregó todo a Dios y por él lo arriesgó todo. Sabía de quién se fiaba.

Los cristianos estamos llamados a tener esa fe. No se trata de dejarlo todo, literalmente, sino de no apegarnos a ello y ponerlo en manos de Dios. Incluso lo que más queremos. En estas fechas festivas, en que todos nos reunimos con la familia, podemos tender a ser posesivos y dominantes en las relaciones familiares. Para muchas personas, la familia es el bien más grande, por encima de todos los demás, y se aferran a ella sin saber contemplarla con una mirada trascendente. De ahí surgen luego muchos conflictos internos que no siempre se consiguen superar.

Cuántas veces preferimos darle a Dios migajas, bien acompañadas con oraciones, misas, rituales… y olvidamos ofrecerle lo que realmente es importante para nosotros. No tengamos miedo. ¡Dios da el ciento por el uno! Pongamos en sus manos, de corazón, aquello que amamos, y dejemos que él disponga de todo. Sepamos, incluso, renunciar a ciertos bienes o situaciones cómodas que, aunque nos resulten agradables, pueden anquilosar nuestra alma y encastillarnos en nuestro egoísmo o en nuestra vanidad. Sepamos soltar amarras y fiarnos del mejor navegante, nuestro Dios. Porque lo que nos aguarda es inmensamente mejor que lo que dejamos atrás.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Navidad, un deseo colmado

Como las nubes ondeantes,
como el incesante gorjeo del arroyo,
el hambre del espíritu nunca puede ser saciada.


Hildegard von Bingen


Me acaban de regalar un precioso disco con canciones compuestas por esta mística alemana que vivió entre los siglos XI y XII. Los versos que he citado arriba y que he traducido libremente me inspiran una pequeña reflexión hoy, día de Navidad.

El deseo del espíritu –el hambre– nunca puede ser aplacado. Cuántos místicos han sentido esa sed abrasadora dentro, una sed que la presencia de Dios, el amado, colma y a la vez exacerba aún más.

Los versos de Hildegard expresan bellamente una realidad connatural al ser humano: su sed de inmortalidad, su ansia de infinito. Dentro de cada persona hay un hueco, un vacío insondable, que nada puede llenar, sino Dios.

Y cada cual lo siente a su manera, dependiendo de su sensibilidad, su historia, su formación y sus experiencias religiosas. Pero todos contenemos en nuestro interior ese pozo ávido de inmensidad que sólo puede llenarse con una presencia que viene desde fuera de nosotros, y que nos sobrepasa.

Y la Navidad es justamente la fiesta de una promesa cumplida y un deseo colmado. ¡Cuántas veces lo habré escrito! Nuestro Dios no espera que imploremos su piedad ni que emprendamos un arduo camino para alcanzarlo; es él quien corre y “baja” hacia nosotros. La nuestra es una fe de “pequeñitos”, demasiado débiles para elevarse hacia Dios, pero sí capaces de abrirle nuestras puertas y recibirlo cuando viene. Y Dios, para no hacernos daño ni abrumarnos con su grandeza, hace algo insólito: nos viene menudo, frágil, tierno. No sólo no nos impresiona con su poder, sino que llora, busca nuestro regazo y suplica nuestro amor.

Y así, el único Dios que puede saciar nuestro deseo infinito se hace pobre y sediento para pedirnos que le alimentemos con nuestro amor. En ese giro maravilloso e impensado se produce el milagro, y el amor fluye entre el Creador y su criatura. El fuego del Espíritu Santo corre por las venas de la tierra y, como dice el salmo, “toda la Creación exulta. Brama el mar, se alborozan los campos y cantan los árboles del bosque”. ¡Porque nos ha nacido un Salvador!

domingo, 21 de diciembre de 2008

Atrás queda el misterio

De la carta a los Romanos (Rm 16, 25-27)
…Cristo Jesús, revelación del misterio mantenido en secreto durante siglos, para traer a todas las naciones a la obediencia de la fe al Dios, único sabio…

Este párrafo tan solemne quizás nos resulte un tanto complicado a los profanos, no muy entendidos en Teología. Sin embargo, su significado es enorme, pues rompe muchos prejuicios e ideas antiguas sobre la religión y la fe.

Nuestra fe no es misteriosa ni elitista

El apóstol nos habla de un misterio revelado. El Cristianismo, sin duda, es una religión revelada. Lejos de nuestra fe el misterio, lo enigmático, el ocultismo y los grandes secretos reservados para los iniciados. El Cristianismo es el polo opuesto del esoterismo y los cultos mistéricos, sólo aptos para unos pocos elegidos. Hoy día, en que hay una efervescencia espiritual variopinta, muchas personas buscan sentido a sus vidas en diferentes religiones y formas de espiritualidad. No faltan aquellas que atraen adeptos con mensajes seductores e incitantes, prometiendo revelar secretos que sólo con ciertas prácticas y conocimientos se pueden alcanzar. También están muy de moda las teorías de quienes tiñen el Cristianismo de un halo de magia y oscurantismo, queriendo arrancar sombras y enigmas arcanos de una fe que, desde su misma raíz, es luz.

Pablo, que se siente amado y llamado por Jesús, lo comprende muy bien, y de ahí le viene esa fiebre misionera, ese ardor. Nuestro Dios no se reserva a sí mismo, sino que quiere darse a todos. El Cristianismo, por tanto, es una religión con vocación universal. El amor de Dios no entiende de culturas, de clases sociales, de lenguas o de países. Es para todo el mundo. Por eso no se encerró en el pueblo judío, ni siquiera en Roma. Los apóstoles así lo entendieron: nuestra Iglesia es una familia universal. Este es el verdadero significado de la palabra “católica”.

¿Qué significa “obediencia a la fe”?

Y, ¿qué nos une a esta gran familia? Por encima de doctrinas, valores o ideas, nos une una persona, Jesús. Pero sólo nos une si realmente estamos adheridos a él. Nuestra amistad íntima con Jesús nos llevará a unirnos a los demás. Si no es así, tal vez nuestra fe se ha quedado en meros formalismos o en una doctrina rígida y vacía.

Pablo utiliza otra palabra que nos suele incomodar: la obediencia. Cuántos pensadores ateos han aprovechado este concepto para tachar a la religión de una forma de dominar y manipular conciencias. En realidad, obediencia a Dios no significa esclavitud, ni sumisión ciega. Obedecer, como ya nos explican los teólogos, es seguir, adherirse, identificarse con aquel que amas y sabes que desea tu bien. El mayor ejemplo de obediencia lo tenemos en Jesús. Su libertad fue justamente ésta: convertir a Dios Padre en el centro de su vida y hacerlo todo unido a él. Nuestra obediencia a la fe, como dice Pablo, no es acatamiento de unas normas, sino lealtad y fidelidad por puro amor.

Por otra parte, ¿cómo podemos temer los designios de Dios? Recuerdo una vez más las palabras del Papa Benedicto en su discurso de investidura: No temáis a Jesucristo. Él no os quitará nada, ¡nada!, de lo que es bueno, bello y digno para la persona. Dios no nos arrebatará la vida, al contrario. Nos quiere a su lado para enriquecerla y hacerla hermosa, llena de sentido, y eterna.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Estad siempre alegres

1 Ts 5, 16-24
Estad siempre alegres. Sed constantes en el orar. Dad gracias en toda ocasión... No apaguéis el Espíritu, no despreciéis el don de profecía... que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

Las exhortaciones de Pablo a sus comunidades son tan actuales que podrían estar dirigidas a los cristianos y a las parroquias de hoy. ¿Qué nos dice en esta ocasión? ¡Que estemos alegres! La alegría debería ser un distintivo de todo cristiano. Como dice Santa Teresa, “un santo triste es un triste santo”… y todos estamos llamados a la santidad.

No se trata de una alegría inconsciente ni superficial, sino una alegría profunda, enraizada en algo más que nuestra voluntad o nuestras propias fuerzas. Nuestra alegría arraiga en el sabernos amados por Dios. Nuestro gozo arranca de una noticia que calma todas nuestras inquietudes: Dios no sólo nos ama, sino que nos salva y nos da su propia vida.

“No apaguéis el Espíritu en vosotros”, dice Pablo. No dejemos que esa llama se extinga. Todos y cada uno de los cristianos hemos recibido un don enorme para ser apóstoles. No querer potenciarlo ni dejar que alumbre es apagarlo, despreciarlo. Cada vez que, por miedo, pereza o falsa modestia esquivamos ese don de profecía, ese coraje, estamos rechazando al mismo Espíritu Santo; estamos desdeñando el regalo de Dios. En cambio, si lo aceptamos y lo hacemos crecer, Dios mismo “nos consagrará”. Y, como dice Pablo, jamás nos faltará nada, pues él siempre velará por nosotros.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Un cielo nuevo y una tierra nueva


Comentarios a la segunda carta de san Pedro

2 Pe 3, 8-14
El Señor no tarda en cumplir su promesa, como creen algunos. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan.

Estas palabras de Pedro nos tocan muy adentro. A menudo elevamos nuestras plegarias a Dios, angustiados e impacientes, y nos desanimamos cuando éste parece no responder. Queremos soluciones rápidas y Dios tiene otros ritmos, que nos cuesta comprender. Por eso, muchas personas se irritan y acaban clamando contra el cielo. Dios no escucha, dicen. Dios “pasa” de la humanidad. Se ríe, juega con nosotros.

Los seres humanos podemos perder la paciencia… ¡pero Dios no la pierde! Ante nuestra obcecación, él aguarda, enviándonos muchos signos de su amor, esperando que un día veamos claro cuánto nos ama y nos convirtamos. No quiere que nos consumamos en nuestra desesperación, sino que comencemos a vivir de otra manera, más serena, más profunda y con una visión trascendente de las cosas.

¿Llegaremos a entenderlo? Necesitamos calma, tiempo y silencio para escuchar esos signos… Y si esto aún no es necesario, tal vez la vida nos golpeará con situaciones que nos obligarán a detenernos y a recapacitar.

Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos, consumidos por el fuego, y se derretirán los elementos. Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia.

Ahora, las frases del apóstol tienen ecos proféticos y más de uno puede pensar: ¡ingenuidad de los cristianos! Suenan muy bien, pero no dejan de ser “música celestial”. ¿Dónde están ese cielo nuevo y esa tierra nueva? ¿No serán una utopía apta para mentes simples e inocentes?

Pedro nos da una pista: “apresurad la venida del Señor”. Esa venida no es un hecho futuro. Dios ya ha venido. Su llegada es inminente y se produce, día tras día, cada vez que alguien le abre su corazón y se deja penetrar por su fuego. Ese cielo nuevo y esa tierra nueva no son algo lejano e irreal, sino algo que está en nuestras manos; es una realidad que podemos construir ahora mismo, y cada día. Estamos viviendo ya ese cielo nuevo y esa tierra nueva cuando permanecemos alerta, vigilantes, y cuando nuestra vida se convierte en donación amorosa y en servicio alegre a los demás.

Esa justicia de la que habla Pedro no es simple legislación humana. La justicia, en la Biblia, alude siempre a la “justicia de Dios”. ¿Y cuál es esta justicia? No es otra que su amor desmesurado, que se derrama “sobre justos y pecadores”, sin distinción. Por tanto, la característica esencial de ese mundo nuevo es justamente ésta: el amor incondicional, sin medida, sin límites, y a todos. El mundo nuevo está formado por hombres y mujeres que, al igual que Jesús, han aprendido que dar toda su vida a los demás es encontrar la plenitud.