domingo, 8 de febrero de 2009

¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!

El hecho de predicar no es para mí un orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si lo hiciera por mi propio gusto, eso sería mi paga. Pero si lo hago a pesar mío, es que me han encargado este oficio.
1 Co 9, 16-19

Esta lectura de Pablo nos puede sorprender y rebelar un poco a los cristianos de hoy, amantes, como nuestros coetáneos, de la libertad. En medio de un mundo que prima el deseo y la autocomplacencia como motor de nuestros actos, trabajar por “encargo”, o por obligación, nos parece un suplicio impuesto, o un mal menor.

Pablo se siente enviado por alguien que está por encima de él. Por eso no se enorgullece de su misión. Posiblemente sus éxitos y el entusiasmo de quienes lo seguían podría ser una tentación a su vanidad y a su soberbia. Pero él regresa siempre al origen de su vocación: fue llamado. Y en ese ¡ay de mí si no anuncio el evangelio! yo leo, más que una obligación, una pasión que lo empuja y lo supera. Para Pablo anunciar a Jesús se ha convertido en algo más que una tarea: es su vida, y no puede dejar de hacerlo. Más que un imperativo, veo un amor arrebatador que lo posee.

Pero, ¿acaso Pablo no es libre? Más adelante leemos: “Siendo libre, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles…” Esta frase contiene un mensaje rotundo. Pablo es libre, indudablemente. Sin libertad no sería posible emprender una misión con tanto ardor. Pero su libertad consiste, precisamente, en esa entrega, en ese “hacerse a todos”, incluso “hacerse débil” para despertar en las gentes el deseo de Dios. La libertad de Pablo significa ser flexible, adaptarse, aprender a hablar el lenguaje de los otros, olvidarse de sí mismo, volcar toda la vida por esa causa que le quema dentro y lo impulsa. Paradójicamente, la suma libertad es la entrega total, hasta el punto de renunciar a los propios gustos e intereses. La máxima libertad es liberarse de la tiranía de uno mismo.

No podemos leer a san Pablo sin olvidar que es un apóstol enamorado de Cristo. Sin ese amor, será muy difícil entender sus palabras. A la luz de ese amor, lo comprenderemos todo. Su mensaje se convierte en una llamada a los cristianos de todos los tiempos. ¿Sentimos ese amor, como él lo sintió? ¿Sentimos el evangelio como una llama adentro, que hemos de comunicar? Ojalá pudiéramos exclamar, cada mañana, ¡ay de mí si no comunico el evangelio! ¡Ay de mí si mi existencia no es un testimonio del amor y la cercanía de Dios! Porque el mundo está falto de personas que recuerden su presencia, y el mayor gozo que podemos alcanzar es llenarnos de él y comunicarlo.

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