miércoles, 21 de septiembre de 2016

Tu deuda está saldada


Leyendo los testimonios de Neil Vélez y Jorge Negrete, misioneros de Jesús, reflexiono despacio y con agradecimiento algunas de sus palabras. Ellos, como muchas otras personas, sintieron en un momento muy crítico de sus vidas que Jesús estaba con ellos, y que ya los había salvado. Salieron de situaciones muy graves que desde un punto de vista humano parecían desesperadas, incluso irreparables.

El problema que tenemos los cristianos es que «sabemos» mucho de Dios. Leemos la Biblia, vamos a misa, los más inquietos nos lanzamos a estudiar teología. ¡Sí, sabemos mucho! Pero quizás… ¡lo conocemos muy poco!

Cuánto mejor sería estudiar menos, leer menos, incluso hablar menos, y acurrucarnos, cada día un ratito, en brazos de Dios. Y dejar que él nos hable. O no. Simplemente, en el silencio, dejarnos amar por él. 

¡Entonces comenzaríamos a conocerlo! Y, en ese encuentro, nos daríamos cuenta de una verdad muy grande. Una verdad que, de tanto oírla, es como si no la oyéramos y ni siquiera creyéramos en ella.
«Cristo murió por ti y entregó hasta la última gota de su sangre, también por ti». ¿Qué significa esto? ¿Acaso es un recordatorio para sentirnos culpables, o responsables, o temerosos, porque le debemos algo a Dios?

No, no le debemos nada a Dios. Jesús dio su vida, y la dio porque quería. Nos quería tanto que murió de amor y por amor. Dios nos ha dado el universo, y cuando no le ha quedado nada más que darnos, se nos ha dado él, hasta la última gota de sangre. Lo ha hecho porque quiere, porque nos ama, porque le da la gana y porque es así de grande, espléndido, derrochón de amor.

No conocemos a Dios porque no tenemos ni idea de cuánto nos ama. Si fuéramos un poco conscientes de ello, nuestra vida daría un vuelco y tendríamos una alegría inagotable. Sí, tendríamos un gozo tremendo, aún entre medio de dificultades y pasando momentos de dolor y sufrimiento. 
Otro problema que tenemos los cristianos es que creemos que Dios nos ayudará… en el futuro. No creemos que ya nos ayudó, ya nos salvó, ya nos ha sanado. 

Imagina que te metes en un negocio equivocado y contraes un montón de deudas. Andas abrumado y afanándote por trabajar horas extra, ganar todo lo que puedes e ir pagando esas deudas que te aplastan. Un buen día conoces a alguien. Te escucha, se compadece de ti y al día siguiente viene a verte y dice: Mira, he pagado todas tus deudas. ¡Estás libre! No te lo quieres creer, pero él te muestra el comprobante de pago con todas las cifras y letras. Es verdad, y lo mejor es que ese mecenas te dice: No me debes nada. Olvídalo y empieza de nuevo. Lo hice porque podía y quería hacerlo. Por ti. 

¿Cómo reaccionarías? ¿Creerás en el amor y la gratuidad de ese amigo inesperado? ¿Aceptarás su gratuidad? ¿No te sentirás mal, ni ofendido? ¿Seguirás angustiándote porque crees que, ahora, le tienes que devolver a él todo ese dinero?

Así somos con Dios. Él ha pagado todas nuestras deudas morales, psicológicas y espirituales. Todo cuanto nosotros consideremos que tenemos pendiente: llámalo pecado, karma, herencia del pasado, patrones aprendidos, lastre educacional, culpa, resentimiento, venganza, temor, ofensa, errores cometidos… Todo está saldado. Como a la mujer pecadora, Jesús nos dice: yo ya morí por ti. Lavé todas las manchas con mi sangre. Lo pagué todo. Empieza una nueva vida y vete en paz.

¿Nos lo acabamos de creer?

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