viernes, 23 de septiembre de 2016

El tercer libro



Galileo Galilei utilizó una imagen muy bonita y conocida en su tiempo para explicar cómo Dios se comunica con los hombres. Dios nos habla a través de dos libros: el de la naturaleza y el de la revelación. Podemos conocer a Dios contemplando las maravillas del universo, y podemos conocerlo leyendo las sagradas escrituras, donde los profetas y muchas voces inspiradas han querido transmitir su mensaje.

Para comprender los dos libros, no obstante, decía Galileo que había que saber leer. Un científico necesita estudiar para entender la belleza y la armonía del universo, sus leyes, su perfección. Un teólogo igualmente estudia las escrituras para descifrar el mensaje de amor que Dios quiere enviar a los hombres. A veces es fácil quedarse en el libro mismo, en sus detalles y en su propia hermosura, y perderse el significado más profundo de la realidad. Por ejemplo, cuando contemplando un paisaje alguien puede pensar que la misma naturaleza es Dios, y que todo el cosmos es Dios. O leyendo un pasaje bíblico alguien puede creer literalmente lo que dice, y pensar que Dios creó el mundo exactamente en siete días. Estas son dos formas superficiales y equivocadas de leer los dos libros.

Pero hay un tercer libro mediante el cual Dios nos habla y se nos comunica constantemente. ¿Cuál es? 

Eres tú. Soy yo. Somos nosotros: ¡las personas humanas!

Este tercer libro es todavía más próximo y certero que los otros dos. ¿No dice la Biblia que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios? Lo más parecido a Dios que existe… es cada uno de nosotros.
Dice Tomás de Kempis en La imitación de Cristo: «El humilde conocimiento de ti mismo es más cierto camino para Dios que escudriñar la profundidad de la ciencia» (III, 4).

Conócete a ti mismo, decían los sabios clásicos. Conócete y te acercarás a Dios. Y podemos pensar: ¡qué desastre! Si Dios es como nosotros, tan lleno de defectos, tan voluble, tan cargado de miedos, violencias, caprichos y miserias… ¡Qué poco nos podemos fiar de este Dios! Los más avispados pensarán: Este Dios es un invento. 

Pero las personas no nos parecemos a Dios en nuestros defectos, fallos e ignorancias. Eso es la superficie, la corteza de nuestro ser. Si ahondamos en nuestra realidad, sin miedo, vamos a encontrar un panorama distinto.

Santa Teresa habla de la morada interior, ese «castillo de claro cristal» cuya belleza y profundidad es tal que asusta. ¡Nunca llegaremos a conocer la hondura y la inmensidad de nuestra alma! Que es inmortal y posee un caudal inagotable de dones que en buena parte desconocemos.

No tenemos ni idea de cómo somos al poseer un alma inmortal, creada por Dios a semejanza de él. Pero tenemos muchos atisbos. Es nuestra alma la que nos permite amar sin límites, superar nuestros fallos y recomenzar de nuevo. Es nuestra alma la que nos permite perdonar, perseverar, entregarnos, lanzarnos a las mayores proezas. Es nuestra alma la que nos hace  creativos ―a imagen del Dios creador― y generar belleza. Cuando contemplamos a una bailarina danzando, a un atleta olímpico ejecutando sus ejercicios, a un surfista sobre las olas; cuando escuchamos la música de un compositor, una canción de amor; cuando admiramos el cuadro de un pintor, la escultura de un artista, o cuando leemos una poesía o un relato que nos fascina, estamos viendo los frutos de esa capacidad creativa que se parece a Dios. Cuando vemos a un misionero, a un cooperante, a un voluntario derramando amor en esos lugares del mundo donde Dios parece ausente, estamos viendo un espejo de Dios. Una madre abrazando a su hijo es imagen de Dios. Un niño jugando es imagen de Dios. Cuando nos quedamos solos y nos adentramos en nuestro yo, y descubrimos nuestros deseos y sueños más hondos, anhelos de amor, de belleza, de bondad y alegría, estamos viendo un destello del sueño de Dios. 

Sí, Dios nos habla a través de nuestra alma, de nuestra conciencia, de nuestros deseos y nuestras fragilidades. Todos somos un libro de Dios. Más o menos  cifrado, más o menos grande, discreto, nuevo o roto. Pero siempre imagen de Dios. ¿Quieres ver a Dios? Mira a tu prójimo. Y si te resulta difícil ver a Dios en una persona cargada de defectos que a lo mejor te molesta o no te cae bien, aprende a leer. Lee entre líneas, escudriña detrás de las páginas sucias y de la tinta corrida. Hay un mensaje de amor escrito en ese libro. Aunque sea un amor herido y arrastrado por el fango. Aprende a leer y te abrirás al don de una inteligencia mucho más penetrante que todas las ciencias. 

¿Quieres ver a Dios? Mírate al espejo. Deja de castigarte y juzgarte y ve en ti una obra maravillosa de Dios. Única y amada por él. Ámate así, tal como eres, como él te hizo y te ama. Mírate a los ojos y descubre en ti esa morada de claro cristal, hecha por manos divinas y donde la luz infinita quiere habitar.

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