sábado, 23 de marzo de 2013

¿Dónde está Dios?


 Explicando la Pasión a los niños


El otro día, en catequesis, expliqué a los niños la Pasión y muerte de Jesús. Les planteé: ¿por qué un hombre bueno, que pasa por la vida haciendo el bien, es condenado a muerte? ¿Por qué esa muerte injusta, cruel, aparentemente absurda?

Les fui explicando, paso a paso, y con palabras sencillas, por qué la bondad de Jesús y la novedad de su mensaje rompían con la religiosidad anquilosada de los fariseos y con el status quo de los sumos sacerdotes. Los creyentes en un solo Dios habían endiosado la Ley y el templo ―y con ello, su justicia y su dinero― hasta el punto que el mensaje de Jesús y su amor a los pecadores y a los marginados llegaron a ser una grave amenaza. ¡Y el pueblo sencillo le seguía!

Los niños entienden. Entienden más de lo que los adultos creemos o queremos admitir. Comprendieron los intereses creados de fariseos, escribas y saduceos, el forcejeo y el juego político de estos con Pilatos, el romano práctico y expeditivo. Comprendieron la coherencia heroica de Jesús, de afrontar la muerte cara a cara y no huir, viviendo lo que creía hasta el fin.

Más les costó entender la traición de Judas. ¿Por qué un amigo traiciona a otro amigo? Surgieron algunas explicaciones espontáneas: avaricia, envidia... Algunos habían oído o visto versiones dispares en reportajes o películas. Y la duda que asalta a tantos cristianos y no cristianos inquieta también a los niños. ¿Se salvó Judas? ¿Lo perdonó Dios? 

¿Qué opináis vosotros?, les pregunté, ¿perdonó Dios a Judas? Las niñas de inmediato respondieron: ¡Sí! Los niños comprenden... Comprenden cómo funciona el corazón de Dios, a menudo mucho mejor que los adultos.

Me escucharon con tremenda atención y, por sus caritas, por el brillo de sus ojos, vi que algunos estaban impresionados, casi conmovidos. Les narré con sencillez, buscando las frases precisas, cómo murió Jesús y cuáles fueron sus últimas palabras. ¿Cómo puede no conmover la historia de un hombre que es Dios y que muere de amor por nosotros?

Les impactó que muriera perdonando a sus enemigos. En seguida saltó quien dijo que él no sería capaz de hacer eso nunca. ¡Reacción tan humana! 

Les gustó saber que un amigo, Juan, y unas mujeres, lo siguieron hasta el fin. Cuando les expliqué las palabras de Jesús a su madre y al discípulo amado y les dije que desde entonces María era madre de todos, una niña exclamó: ¡por eso somos hermanos!

También les gustó saber que hubo un buen ladrón que, pese a toda una vida de fechorías, por arrepentirse en el último momento acompañó a Jesús en su entrada a la otra vida, la del cielo. 

Y surgió ese gran interrogante: ¿Dónde está Dios? La eterna pregunta que arrojan al cielo creyentes desesperados, no creyentes que quizás desearían creer y escépticos que, como los judíos burlones, se ríen ante la cruz y piden un prodigio para poder creer.

¿Dónde estaba Dios, en esos momentos, en que su Hijo sufría tanto?, pregunté, mirando a los niños.
Y ellos, casi a una, señalaron la cruz que presidía la mesa. Allí.  

Ningún teólogo podría explicarlo mejor. ¿Dónde estaba Dios, mientras su Hijo moría? Allí, tendido sobre la cruz, clavado con él, sangrando con él, agonizando con él... Amando hasta el límite, como él.
Se hizo un silencio, durante un instante. Solo que, continué, la historia no se termina aquí...

No se termina aquí porque el Señor de la vida no puede morir, y el Dios hecho hombre tampoco vino para ser enterrado y olvidado, sino para abrir la tierra, rasgar el velo de la muerte y enraizarla con el cielo. Esa otra dimensión donde nos aguarda, vivo, siempre, en cuerpo y en alma.


Una semana después, con los niños de la catequesi hicimos un Vía Crucis, recorriendo el patio de la parroquia. No sé si captaron mucho el significado... No sé si las pequeñas reflexiones, adaptadas a su realidad cotidiana y leídas por ellos mismos en cada estación, llegaron a cuajar un poco en su memoria. Pero al final del Vía Crucis, cuando rezamos por los enfermos, los que sufren y los difuntos, e invité a los niños a formular de manera espontánea sus plegarias, me di cuenta de que sí, algo habían comprendido. Algo o mucho. Rezaron por sus abuelos, sus tíos, un hermanito, un vecino, fallecidos recientemente, o incluso antes de nacer ellos. Rezaron incluso por sus mascotas muertas ―¡también son criaturas de Dios!― y por los abuelos vivos, para que «vivan más años y sigan bien». Rezaron con esa frescura y limpieza de corazón que llega directa al cielo, la oración más bella que puede alcanzar los oídos de Dios.

Sí, los niños entienden... ¡tantas cosas! Entienden que les hablemos del amor, de la muerte, de la entrega y del cielo. Y, a veces, a los adultos tan embebidos en nuestras rutinas y racionalidades diarias, nos dan auténticas lecciones de teología y humanidad.

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