viernes, 2 de noviembre de 2012

La matriz del cielo


La muerte, madre de muchas preguntas

En la fiesta de los fieles difuntos nos encontramos con una realidad que siempre ha inquietado el corazón humano y que ha despertado los mayores interrogantes: la muerte. La consciencia de nuestra finitud y la evidencia del fin, la descomposición de la materia y la desaparición del cuerpo físico, han llevado a la humanidad a plantearse muchas preguntas. ¿Es posible que esas personas vivientes, que significaron tanto para nosotros, desaparezcan sin más? ¿Y nosotros? ¿Salimos del azar y regresaremos a la nada? Para muchos, lo que más temor causa no es tanto la muerte en sí como la idea de la aniquilación total, del exterminio del ser. La nada causa un vértigo pavoroso. ¿Qué sentido tiene vivir, si hemos de morir, al fin y al cabo, y todo terminará para nosotros?

Muchas religiones y filosofías han intentado dar respuestas. Algunas se centran en la vida presente: puesto que la muerte es inevitable y forma parte de nuestra naturaleza, hay que vivir lo mejor posible, aceptando con resignación y serenidad la muerte. A esta conclusión realista llegan el estoicismo, el epicureísmo, el vitalismo del carpe diem y también el autor de un conocido libro de la Biblia, el Kohélet o Eclesiastés.

Otra postura se enfoca en el mundo de lo invisible: en el alma. La inmortalidad del alma es creencia compartida por múltiples religiones y corrientes de pensamiento, desde los antiguos egipcios hasta el platonismo y el hinduismo. Esta alma inmortal se encarna temporalmente en un cuerpo y, después de esa vida mortal, regresa de nuevo a la dimensión del espíritu, para reencarnarse de nuevo o ascender hasta un nivel superior de plenitud, según haya sido su vida terrena.

El judaísmo acogió varias tendencias. En su pensamiento originario no existía la dualidad cuerpo-alma. Se basaba en el concepto de vida como animación de la materia: lo vivo está animado, y la vida la otorga Dios. Por tanto, todo lo viviente comparte esa cualidad de la naturaleza divina. En tiempos de Jesús, había grupos que no creían en la inmortalidad del alma, como los saduceos. En cambio, los fariseos sí creían en el alma inmortal y en una resurrección futura. Jesús compartía esta creencia.

En qué creemos los cristianos

El cristianismo cree en el alma inmortal, pero no de la misma manera que el platonismo o el hinduismo: el alma no es eterna, pues antes de ser concebidos nosotros, no existía en ningún otro lugar; por tanto, al menos tiene un principio. La idea de “los bolsillos del Padre eterno”, llenos de almitas listas para ser arrojadas a la tierra y plantadas en un cuerpo es sugestiva, pero no se corresponde con la fe cristiana. Nuestra alma, y en esto nos acercamos a posiciones más existencialistas, nace y se desarrolla de forma inseparable con nuestro cuerpo físico.

Pero el cristianismo da un salto más allá. Esta alma no solo sobrevive a la muerte, lo cual ya es un motivo de esperanza. En el Credo decimos: «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna». La resurrección de la carne… Pensémoslo despacio. Estamos tan acostumbrados a recitar esa frase que no caemos en la cuenta de la enormidad que proclamamos. ¿Es posible que vivamos para siempre, no solo en alma, sino también, algún día, en cuerpo? ¿Volveremos a recuperar la vida encarnada que disfrutamos? ¿Seguiremos siendo nosotros, con nuestro cuerpo, nuestros rasgos, nuestra personalidad… y no una reencarnación distinta? ¿Conservaremos, además del espíritu, nuestra humana corporeidad, nuestra identidad?

Si nos cuesta creerlo, al menos es lo que todos desearíamos. ¿No es la inmortalidad un sueño de todo hombre, desde los albores de la humanidad? Una inmortalidad no etérea ni fantasmal, sino tan fresca, vital y física como la que vivimos, aunque, quizás sí, librada del dolor, de la enfermedad, de la amenaza de la muerte…

El credo cristiano se atreve a decir, contra toda lógica, contra toda mesura: nosotros creemos en esto. Creemos en el alma inmortal. Y creemos, también, en la resurrección del cuerpo.  

Para muchas mentes críticas esto puede ser una maniobra hábil para “convertir” a las gentes crédulas y captar adeptos. Prometiendo una vida eterna y una resurrección futura, dicen, esta religión ya tiene su poder asegurado. Es una lectura apresurada y fácil de nuestra fe. Una lectura superficial que solo busca motivaciones mercantilistas y de poder y no se adentra en el porqué de esta creencia.

Lo que nuestros ojos contemplaron…

¿Por qué los cristianos creemos en la resurrección de la carne? No porque a los apóstoles se les ocurriera esta idea genial ―loca, audaz e inverosímil― ni porque una supuesta élite ávida de poder conspirara para manipular las conciencias de la gente humilde. Creo que nadie en su sano juicio se hubiera atrevido a formular esta afirmación, que desafía tanto una visión racional del mundo como las tradiciones religiosas más antiguas. Si un grupo de galileos entusiastas comenzó a salir por las calles y plazas anunciando una doctrina novedosa y singular fue porque partían de una experiencia: una vivencia real, palpable, que dejó una huella profunda en sus vidas.

El cristianismo no parte de una teoría bien diseñada, sino de un encuentro y de un testimonio de ese encuentro. Fue Jesús resucitado, en persona, apareciéndose a los suyos, hablando con ellos, caminando con ellos, comiendo con ellos, quien les mostró que la muerte no tenía la última palabra. Fue esa vivencia real, como dice san Juan: «lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han palpado…» la que los llevó a anunciar esta buena nueva: Jesús está vivo. Dios está con nosotros. La vida tiene un sentido. Y el fin no es la muerte, sino otra vida, mucho más plena, e inmortal. La misma vida que Jesús les mostró, no con grandes explicaciones, sino sentándose a la mesa y compartiendo pan y unos peces con sus amigos.

Y nosotros, los cristianos de hoy, creemos ese testimonio. Lo leemos en los evangelios y en las cartas de los apóstoles, lo revivimos y confiamos en la veracidad de unas palabras que no pueden ser invención humana, sino fruto de una intervención de Dios. Porque solo a Dios se le podía ocurrir rebasar nuestras expectativas y darnos más aún de lo que nos atrevemos a desear. Nuestra vida presente, si sabemos leerla en profundidad, nos da pruebas, una y otra vez, de ese amor inmenso que, como dice San Pablo, «ha sido derramado en nuestros corazones». El solo hecho de estar vivos debería ser prueba suficiente de ese amor que trasciende la acción humana. Como dicen los teólogos, el amor de Dios nos sostiene en la existencia.

Un parto luminoso

Y Dios nos ama tanto que, como oí decir una vez a un sacerdote, «solo por no dejar de amarnos nos ha dado una vida que es eterna». Quien ama sabe muy bien lo que significa esto. El amor auténtico es personal, te mira a los ojos y te llama por tu nombre, y no puede separarse del «para siempre». Ansiamos eternizar esa amistad, esa relación, ese vínculo con el ser amado que nos llena y nos construye, que da luz y sentido a nuestra vida, que lo es todo para nosotros. Es el amor de Dios el que hace posible la inmortalidad; es su amor el que hizo resucitar a Jesús y el que, un día, nos hará resucitar a todos.

Así, la muerte se convierte no en un fin, sino en un paso, un tránsito, como se decía antes, en la puerta hacia otra vida, otra dimensión de la que apenas sabemos nada, pero que no debe asustarnos, porque en ella reina la Vida con mayúscula. Y ahí, como Jesús dijo a sus discípulos, él, y otros seres queridos, nos estarán haciendo un lugar. Podemos llorar, ¡necesitamos llorar! Pues la separación física, la ausencia, provocan duelo y añoranza, y esto es humanísimo y es muestra de amor. Todos hemos de vivir nuestros duelos, tierna y profundamente, el tiempo necesario para asimilar esa distancia. Pero los cristianos, no lo olvidemos, sabemos que no será una separación definitiva. Están ahí, esperándonos, quizás más cerca de nosotros de lo que imaginamos.

La muerte es el parto hacia esa nueva vida. Como todo parto, es doloroso y da temor. El Padre Raniero Cantalamessa explicaba, en una charla de Adviento sobre el secularismo, un cuento muy bonito para ilustrar qué supone la muerte en relación a la vida terrena. Lo transcribo:

«Dos gemelos, inteligentes y precoces, en el vientre de la madre comienzan a hablar entre sí. La niña pregunta al niño: ¿Cómo crees que será una vida después del nacimiento? El niño responde: No seas ridícula, ¿qué te hace pensar que hay algo fuera de este espacio, donde estamos tan a gusto? Ella contesta: ¿Quién sabe? Quizás existe algo así como una madre, alguien que cuidará de nosotros. Él: ¿De dónde sacas que hay una madre? ¿Dónde la ves? Todo lo que ves, es lo que hay. La niña otra vez: Pero no sientes, de tanto en tanto, una presión sobre el pecho que aumenta día a día y nos empuja hacia adelante? El niño contesta: Eso es verdad, yo también la siento siempre. ¿Ves?, concluye triunfante la hermanita, este dolor no puede ser para nada. Yo pienso que nos está preparando para algo más que este pequeño espacio donde nos encontramos.»

Así es: nuestra vida terrena es la matriz previa al cielo. Una vida preciosa, no exenta de dolor y de inquietudes. Una vida que estamos llamados a vivir en plenitud, pues, siguiendo la analogía, si queremos un buen parto hay que llevar un buen embarazo. La muerte es ese parto desde la matriz del mundo hacia otra vida inimaginable. Podemos atisbar, intuir, percibir indicios… ¡Hay tantas cosas que nos hablan de cómo es ese cielo, de cómo es esa madre amorosa que nos está engendrando, alimentando y sacando a la luz! Pero solo tenemos un conocimiento muy parcial y limitado. Eso sí, como sucede en el parto humano, podemos intuir que la vida hacia la que naceremos después de la muerte será de una amplitud y una belleza indescriptibles; que será entonces cuando vivamos de verdad; y que la resurrección del cuerpo no será más que la culminación de un largo proceso de creación y recreación, bajo la mano amorosa de Dios.  

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