lunes, 27 de febrero de 2012

Tentaciones

El evangelio del primer domingo de Cuaresma nos presenta a Jesús retirado en el desierto, preparándose para su misión pública. Y es en ese espacio sagrado donde el diablo se presenta y las tentaciones surgen con más fuerza que nunca.

Podría parecer contradictorio, pero algunos santos místicos ya lo advierten: es justamente en oración, cuando la persona está más cerca de Dios, que el maligno redobla su astucia y sus ataques. Y es en esos momentos cuando Jesús muestra su libertad y la fuerza de su unión con el Padre.

Ser tentados es algo que todos sufrimos, y en sí no es un mal. Otra cosa es caer en la tentación, sucumbir a ella. Somos tentados cuando nos encaramos a las decisiones cruciales de nuestra vida. Cuando meditamos a fondo sobre el sentido de todo cuanto hacemos. La tentación siempre aparece en los momentos en que tenemos que optar y poner de manifiesto quién somos y qué buscamos.

Las tres tentaciones de Cristo, que los evangelistas Mateo y Lucas detallan, son símbolos de tres grandes tentaciones de todo hombre, especialmente de toda persona carismática que puede convertirse en un líder. De hecho, en el mundo encontramos muchísimos ejemplos de personas que han sucumbido a ellas, feliz y voluntariamente, y las convierten en ideales deseables, disfrazándolas de su parcial bondad y utilizándolas para encubrir un endiosamiento de uno mismo. Muchas personas normales y corrientes también caemos en ellas sin darnos cuenta. ¿Cuántas veces nos hemos angustiado o afanado por el dinero, sacrificándole tiempo y espacios de relación con los demás? ¿Cuántas veces no hemos oído decir, “el dinero lo primero”, porque con él se puede conseguir lo “demás” importante, salud, amor, etc.? ¿Cuántas veces, en la misma Iglesia, nos hemos preocupado más de dar pan que de anunciar a Dios, siendo ambas cosas necesarias y perfectamente compatibles? Con la excusa de que “primero hay que llenar el vientre, luego ya hablaremos de Dios”, quizás hemos volcado nuestros esfuerzos en la primera necesidad, olvidando o descuidando la segunda.

Sobre las otras dos tentaciones, la del poder espiritual y el poder político, podemos pensar que no van con la mayoría de nosotros, que no aspiramos a ser gobernantes, ni celebridades, ni líderes influyentes. Pero, ¿no se dan, de manera solapada, entre familiares, amigos, compañeros de trabajo? ¿No se dan en nuestra vida particular?

Hoy quisiera reflexionar sobre tres tentaciones que se dan en toda persona, pero que en el caso de las mujeres ocurren de forma especialmente sutil. Tienen que ver justamente con estas dos segundas tentaciones de Jesús, la del templo y la del monte alto.

La primera es el afán de control y el ascendente sobre los demás. Una forma enfermiza y desviada de maternidad, quizás. Suele ocurrir que muchas veces, de forma disimulada, ciertas mujeres persiguen ser el referente, la matrona, la líder entre un grupo o en una familia. Y se valen para ello de formas muy amables, como la empatía, el apoyo, la escucha atenta, la solicitud y la confidencia. Cuántas confidencias no son reveladas, esperando recibir los “secretos” de la otra persona. Normalmente, este mecanismo funciona. Cuando alguien abre su intimidad a otra persona, ésta responde confiándole la suya. Son formas propias de la amistad, en las cuales posiblemente haya una parte de genuino afecto, ¡los sentimientos y las intenciones siempre están tan mezclados, en el corazón humano! Pero la finalidad puede acabar siendo una especie de dominio sobre los demás. Y, por supuesto, cuanto más se sabe de sus vidas, más control se ejerce sobre ellos. Esto se da con frecuencia en los ámbitos estudiantiles, laborales, familiares o allí donde conviven varias mujeres. A veces una de ellas destaca especialmente como la gran compañera, la consejera a la que todas acuden. Y esta, fiel a su papel, actúa apoyando y siendo bondadosa con todas, pero a la vez supervisando sus vidas y ligándolas a ella, sutilmente, como quien teje una telaraña invisible. Son ataduras finísimas, en forma de dependencia psicológica o emocional, incluso de complejos de inferioridad cuidadosamente alimentados. A veces resulta difícil distinguir esto de la genuina solidaridad o de la autoridad de una mujer buena, pero sucede. Cuando la tradición misógina nos acusa a las mujeres de entrometidas y cotillas, de querer hurgar en las vidas ajenas, no está haciendo más que constatar con acidez esta tendencia a la que muchas veces sucumbimos.

Saber aflojar, refrenar el ansia de saber, dominar e influir en los demás; renunciar a convertirnos en una autoridad en sus vidas, es vencer esta tentación del control posesivo. Supongo que esto es especialmente difícil en las madres, que desean lo mejor para sus hijos pero, quizás inconscientemente, también quieren que éstos sean y se comporten como ellas desean. Sin embargo, la tentación puede darse en todas las mujeres. Santa Teresa advertía mucho a sus monjas sobre estas cosas, y en sus avisos dejaba ver su larga experiencia y su lucidez. Una de sus advertencias más insistente era que evitaran ser curiosas sobre las vidas ajenas. Esto, por supuesto, no quiere decir indiferencia o insolidaridad, sino un profundo respeto a la libertad y a la forma de ser de cada cual.

Otra gran tentación femenina es la convicción de ser imprescindibles. Creemos que, sin nuestro trabajo, cuidado y atenciones, nada se podrá hacer al derecho. Queremos que todo se haga bien ―o, léase, que todo se haga como nosotras creemos que está bien―. Nos ataca la hiperresponsabilidad y nos enfurecemos cuando alguien no responde a nuestras expectativas o no llega al nivel de entrega y dedicación al que estamos nosotras. ¡Y ponemos el listón bien alto! Es un extremo desvirtuado de una sana responsabilidad y de un sano velar por las personas y las cosas. Suele ocurrir a las mujeres muy activas, generosas y que, cuando emprenden una tarea, se vuelcan en cuerpo y alma. Pero… ¡atención! Detrás de tanta entrega, de tanto afán, ¿no puede ocultarse un solapado orgullo? Corremos el riesgo, a fuerza de ser tan eficaces y omnipresentes, de convertirnos en auténticas tiranas. Y también de acabar solas, lamentándonos, con amargura, por la incomprensión y la supuesta irresponsabilidad de los demás.

La cura para esta tentación es la humildad. En el principio de su libro Las moradas, santa Teresa dice que la cosa más importante que tenemos que conseguir en esta tierra es la humildad. Que no es más que sabernos ver como somos, conocer nuestra realidad finita y limitada a la luz de Dios. Dice Benedicto XVI en Luz del mundo que “Dios es la medida del hombre”. Y ciertamente, considerar las cosas desde Dios, teniendo en cuenta quién es él y quién somos nosotros, las criaturas humanas, nos coloca en nuestro justo lugar.

Finalmente, otra gran tentación de la mujer es la vanidad. Y diréis, ¡esta tentación también es muy frecuente en los hombres! Es cierto, aunque en las mujeres adquiere unas características propias y, a menudo, se convierte en un arma.

Ser centro, ser la protagonista, acaparar la atención, la admiración, el reconocimiento… ¡qué humano es todo esto! Sí, todos necesitamos ser reconocidos y valorados. Ser conscientes de esa necesidad nos ayudará a no caer en los extremos, que serían el egocentrismo o la megalomanía.

Y cuánto daño hace este afán de protagonismo. Forja amistades interesadas, despierta deseo de imitación pero también feroces envidias. Durante un tiempo, el protagonismo de una mujer en su entorno puede crear un cierto ambiente, una dinámica acogedora, brillante, festiva. Pero más adelante puede acabar fracturando las relaciones y generando desigualdades, odios y dependencias enfermizas.

¿Qué antídoto buscar, ante estas tres tentaciones? Creo que el mejor ejemplo, la mejor cura, lo encontramos en María de Nazaret.

Como madre de Dios, madre de Jesús, el maestro, pudo tener un poder y un ascendente sin igual en las primeras comunidades cristianas. Y sin duda debió ser un pilar de su comunidad. Pero María aparece poquísimas veces en los evangelios y su papel, aunque inmenso, aparece velado por una enorme discreción y humildad. En los tres sinópticos y en los hechos de los apóstoles su presencia es discretísima. Es la Iglesia quien, posteriormente, la ha puesto en su lugar, como Madre de Dios, Madre de toda la humanidad, Reina del cielo y la tierra, a la par que su hijo Jesús.

María, en su vida terrena, jamás buscó el protagonismo, ni la influencia, ni el poder. Entregó a su hijo al mundo ―renunciando a la maternidad posesiva―. Renunció a ser protagonista entre el grupo de mujeres que lo seguían ―no ambicionó un liderazgo espiritual―. Y, sin embargo, su presencia silenciosa empapa todo el evangelio y toda la historia de la Iglesia. Al pie de la cruz, Jesús la hace madre de sus discípulos y de toda la humanidad; en Pentecostés, las escrituras mencionan su presencia en el grupo de los apóstoles. Cuán importante debía ser, justamente por esa mención brevísima, en una cultura en la que las mujeres jamás se reunían con los hombres y socialmente no contaban para nada.

María nos enseña a vencer estas tres tentaciones: la del control posesivo, la del orgullo de hacerse imprescindible, la de la vanidad. Y nos ayuda, con su ejemplo, a contrarrestarlas con las virtudes contrarias: el respeto a la libertad del otro, el espíritu de servicio sin exigir nada a cambio, la humildad y la sencillez.

Sí, vencer estas tentaciones que siempre nos acechan a las mujeres puede ser costoso. Y escapar de quienes ejercen esas formas de poder también tiene su precio. Ay de la que se zafa del control de la matrona del grupo, ay de la que no está a la altura de las exigencias de la líder, ay de la que no aplaude las gracias de la vedette de turno… Quizás será bandeada y marginada. Pero, a cambio, habrá ganado paz interior y su libertad.

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