domingo, 11 de mayo de 2008

Somos un solo cuerpo

Reflexión sobre la primera carta a los corintios (1 Co 12, 3b-7, 12-13 )

Una experiencia de fe

En esta conocida lectura de San Pablo encontramos dos enseñanzas clave del apóstol. La primera es su afirmación: “Nadie puede decir que Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo”. Estas palabras parecen un eco de las que pronunció Jesús cuando Pedro, en un arranque de sinceridad y confianza, confesó su fe en él como “el Señor, el Hijo de Dios vivo”. En esa ocasión, Jesús bendijo a Pedro, asegurando que no era ninguna ciencia humana la que le había revelado esa verdad, sino el Espíritu de Dios.

Son muchos los que ven en Jesús un personaje histórico, un hombre bueno e incluso un gran líder espiritual. Pero llegar a ver en él al mismo Dios sólo es fruto de un acto de fe. Y la fe se da cuando el Espíritu está vivo dentro de nosotros. Creer no es sólo una consecuencia de nuestra libre opción, sino un fruto del amor de Dios. Creemos porque hemos experimentado ese amor y se nos han abierto los ojos del alma. Cuando se aúnan el valor del ser humano que se abre y la generosidad de Dios, que llena su interior, entonces se producen auténticos milagros en las personas.

Unidad y diversidad

Pablo continúa hablando de la unidad de la familia cristiana. Somos diversos, y a la vez uno. La imagen del cuerpo con sus miembros diferentes es perfecta para definir la Iglesia. Se puede dar una diversidad y a la vez una fuerte cohesión. Es el Espíritu de Dios quien nos otorga a cada persona talentos y carismas distintos. Todos tenemos un lugar y una misión a realizar. Pero, a la vez, ese mismo Espíritu nos da la fuerza para amar y mantenernos unidos. Es un equilibrio entre la individualidad y la comunidad, donde no existe lugar para la contradicción o la duda.

La época moderna rechazó el valor de la comunidad en aras al individualismo y al valor del a persona en sí misma. Esto ha comportado, hasta hoy, actitudes de rechazo de las instituciones y la autoridad, considerando que esclavizan y anulan la personalidad del individuo. Sin embargo, nunca como hoy las personas buscan la pertenencia a un grupo, a una comunidad, a veces incluso virtual. La soledad y la falta de raíces se hacen muy difíciles de soportar y salta a la vista que los seres humanos no hemos sido creados para vivir aislados y desvinculados. Entre la servidumbre y el aislamiento existe la comunión fraterna, donde se reconcilian la unión y la libertad.

Libertad positiva

Las familias de sangre están unidas por vínculos familiares y una larga herencia que acarrean los descendientes. Para algunas personas, estos vínculos llegan a suponer pesadas cargas y obligaciones, y desean deshacerse de ellas. En ciertas culturas, la lealtad al clan o a la tribu es una obligación sagrada, que ata a sus miembros de por vida. En la familia de la Iglesia, el lazo de unión no es una cadena que aprisiona, sino un Espíritu que sopla libremente y que hace a todos los miembros iguales en dignidad.

La libertad en el seno de la Iglesia es un concepto positivo y creativo: la máxima libertad es amar y desarrollar los dones que el Espíritu nos infunde. Recordemos la parábola de los talentos. Dios nos otorga unas capacidades y unos dones; nuestro crecimiento como personas consistirá en acrecentarlos y llevarlos a su plenitud. Así es como llegaremos a vivir intensamente.

Al mismo tiempo, esa libertad es la que nos permite dar un sí y comprometernos. Permanecer unidos a una comunidad no tiene por qué ser incompatible con ser libre. Se nos ha inculcado un concepto muy mercantil y superficial de libertad, equiparándola a la capacidad de elegir entre una cosa u otra y a la ausencia total de ligazones. Pero la libertad es más que esto. Es la capacidad de tomar decisiones y mantenerse fiel a la opción elegida. También es libre aquella persona que, sabiendo sacudirse de encima el yugo de sus propias tendencias, intereses o egoísmo, sabe amar y entregar parte de su vida a los demás, porque quiere hacerlo.

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