sábado, 11 de diciembre de 2010

Cautelas de San Juan de la Cruz -2-

Esta semana (el día 14) celebraremos la fiesta de San Juan de la Cruz. En memoria de este santo amigo, retomo sus "Cautelas" para quien desea avanzar en el camino espiritual (contra el mundo, el demonio y la carne) y comento las tres siguientes.

Contra el demonio

Hablar del demonio hoy día puede sonar arcaico y fuera de lugar. Quizás porque el nombre está demasiado cargado de connotaciones folclóricas o represivas de otras épocas. Pero el demonio, o el Mal, si preferimos llamarlo así, existe. Está presente en el mundo y acecha nuestras vidas continuamente. La evidencia del mal se nos muestra cada día, de forma flagrante cuando vemos un noticiario en televisión o leemos la prensa, pero también cuando miramos hacia nuestra historia personal y vemos cuánto dolor han causado las envidias, el egoísmo, la cobardía o la ira. Todo esto son manifestaciones de sumisión, consciente y quizás alguna vez deliberada, a las invitaciones del maligno, que no persigue otra cosa que nuestra aniquilación.

San Juan avisa: el demonio es muy listo y no va a tentar a una persona espiritual con cosas malvadas y espantosas. Lo más corriente, dice, “es engañarlos debajo de especie de bien, y no debajo de especie de mal, porque sabe que el mal conocido apenas lo tomarán”.

San Juan nos hace ver que es necesario desarrollar finura y madurez interior para discernir cuándo detrás de algo aparentemente bueno puede esconderse una sutil trampa diabólica.

Primera cautela

Jamás te muevas a cosa, por buena que parezca, si no es por obediencia.

¡Duro consejo! Porque la obediencia es otra palabra que hoy no está nada bien cotizada. Nos parece contraria a la libertad, un valor máximo que defendemos ante todo.

Si bien hay que entender este aviso en el contexto de la vida religiosa y conventual, no es menos cierto que también podemos aplicárnoslo a los cristianos laicos de a pie, en pleno siglo XXI.

¿Qué significa obediencia? La palabra etimológicamente significa oír con atención. Es decir, se trata de escuchar, atender y seguir, con confianza y lealtad, aquello que nos dicen las personas que tienen autoridad en nuestra vida y en nuestro apostolado. Desde los padres, en el caso de los jóvenes o menores de edad; hasta el sacerdote, un director espiritual, un profesor, una persona que sabemos que nos ama y quiere lo mejor para nosotros… No estamos solos en el mundo ni somos enteramente autosuficientes. El hombre más maduro y formado, el más alto cargo de cualquier institución, si quiere actuar bien, no carece de amigos y personas que le aconsejan y ayudan, y a quienes sabe escuchar.

En el caso de quienes colaboramos en parroquias, movimientos u ONG, es importante escuchar y seguir a los líderes —que son pastores, sobre todo—. No con sumisión ciega, pero sí con humildad y actitud abierta y despojada de prejuicios. Se trata de saber actuar en equipo, en comunidad y en comunión. Porque la misión es de todos, no de uno solo. Muchas veces, la resistencia a “obedecer” —o a escuchar— es causada por la vanidad o por la convicción de ser superior a otros, el deseo de destacar y de presumir. A veces tenemos ideas presuntamente geniales y queremos ponerlas en práctica a toda costa, sin considerar las consecuencias y sin pensar que quizás pueden acarrear problemas a otros, o que quizás no sean tan fructíferas como otra iniciativa puesta en común. Esta cautela nos limpia de golpe de todos esos orgullitos interiores que pululan en nosotros, mezclados de buenas intenciones. San Juan lo dice lisa y llanamente: “De otra manera, ni perderás el amor propio ni ganarás amor de Dios”.

Segunda cautela

Jamás mires al sacerdote con menos ojos que a Dios.

Otra sentencia difícil. Porque, ¡es tan fácil, y nos gusta tanto, criticar a nuestros curas! Son humanos y cargados de defectos, cierto. Pero no descuidamos ocasión para señalarlos, ahora más que nunca. A veces escucho juicios y críticas que me sorprenden, no porque sean falsos, sino porque quien los pronuncia habla como si emitiera dogmas ex catedra y como si fuera perfecto e irreprochable.

¿Quién puede tirar una primera piedra para condenar a nadie?

Esta cautela me recuerda los escritos del cura de Ars sobre la enorme dignidad del sacerdocio. Los sacerdotes, más que nadie, hacen real aquella frase de san Pablo: somos vasos de barro que contienen un tesoro inmenso. El vaso puede ser muy quebradizo y pobre, pero ¡el tesoro que alberga es Dios mismo!
Por eso un sacerdote, llamado a una misión tremenda, ocupar el lugar del Cristo, merece la misma consideración que Dios mismo.

Es cierto que esta cautela la podemos hacer extensible a nuestros hermanos, recordando a San Juan: “Dices que amas a Dios y no amas a tu hermano… ¡hipócrita!”. Sí, cuánta hipocresía lucimos a veces. Aunque parece que amar al hermano, especialmente si es pobre y desvalido, o si es un igual a nosotros, nos resulta más fácil o familiar. Pero poner en su lugar al sacerdote y ver en él más allá de su condición, de su carácter, de la simpatía o antipatía que despierta en nosotros… eso cuesta más.

Y “mirad que el demonio mete mucho aquí la mano”, advierte san Juan.

Alguien, leyendo esto, puede decir que abogo por una sumisión fácil a la jerarquía eclesiástica. No va por aquí la reflexión. Lo ideal es que en todas las comunidades reinen dos cosas: el amor y el servicio. El cargo del sacerdote no es —ni debe ser, por más lastres históricos que arrastremos— un ejercicio de poder, sino un servicio, muy sacrificado y hermoso, de entrega a los demás, sin atadura humana ni de ningún tipo. Ese es el sentido del orden sacerdotal y del celibato.

Los sacerdotes y los feligreses estamos llamados a ser amigos, y es desde la amistad desde donde se puede dar la confianza, la escucha mutua y desde donde fraguar proyectos conjuntos que den buen fruto.

Tercera cautela

Procura humillarte en palabra y obra, alegrándote del bien de los otros como del de ti mismo.

Este es el mensaje de esta tercera cautela que va a cortar de raíz todo germen de celos y envidia.
Hay que entender de nuevo la palabra humillación. No se trata de denigrarse, de tener una baja autoestima, de encogerse y mostrar una falsa modestia. Santa Teresa dice, con mucha gracia, que nada de falsos encogimientos. Pero tampoco arrogancia. Por “humillarse” san Juan se refiere a la humildad, al realismo de conocerse uno como es, con sus cualidades y sus miserias, ni mejor ni peor que los demás.

“En palabra y obra” nos dice que hemos de actuar y hablar sin petulancia, sin afán de ser vistos, sin histrionismos ni presunción. Nos invita a actuar con sencilla elegancia, con suavidad y delicadeza, con cordialidad sin ser empalagosos; con firmeza sin ser tajantes; con humildad sin exagerada timidez.

Y alegrarse del bien de los demás como del propio es un acto de enorme generosidad. Parece dificilísimo, pero san Juan continúa su cautela con unas palabras que casi no necesitan comentario: “queriendo que (los demás) se antepongan a ti en todas las cosas, y esto con verdadero corazón, y de esta manera vencerás en el bien, y echarás lejos el demonio, y traerás alegría de corazón”.

Quien lo haya probado, sabrá que es cierto, y que pocas cosas liberan tanto el espíritu como alegrarse, sinceramente, por el bien y el éxito ajeno. Desprenderse del ego narcisista y saber gozar con el bien de los demás es un acto de madurez espiritual que aporta una gran libertad interior.

San Juan acaba rematando esta cautela con dos apuntes: practica esto, alegrarte del éxito ajeno, especialmente con aquellos que peor te caen. Y busca antes ser enseñado de todos “que querer enseñar aún al que es menos que todos”.

Resumiendo, estas tres cautelas contra el demonio son avisos ante actitudes muy humanas que tienden a halagar nuestro egoísmo y nuestra vanidad. Disfrazadas convenientemente de amor propio, autoestima, crítica a la autoridad, simpatías humanas, libertad, creatividad… ocultan muy a menudo orgullo, egocentrismo, endiosamiento de uno mismo y un conflicto mal resuelto de convivencia con los demás.

El camino para superarlas no es fácil. Nunca fue el Cristianismo una puerta ancha ni una autopista cuesta abajo. Pero la ascensión hacia la cumbre, por dificultosa que sea, nos depara bellezas y horizontes insospechados.