Navidad. Leemos los evangelios de Juan y de
Lucas y estamos tan acostumbrados a oírlos que ya no reparamos en la maravilla
que nos comunican.
Nace un niño. Perdido en un establo de Belén,
en el último rincón del imperio romano. Sus padres vienen de otro pueblo,
Nazaret, y se han refugiado en un corral para que la madre, una jovencita
recién casada, pueda dar a luz. Nadie se entera... o muy pocos.
¡Pero el cielo está de fiesta! Dios nace como
niño. Los ángeles cantan, las estrellas resplandecen como nunca. Y su alegría
debe ser comunicada. ¿A quién? Nada menos que a un puñado de pastores
andrajosos. Las gentes más pobres y peor consideradas. Los que velan de noche
en el trabajo que nadie quiere: cuidando ganado en la fría intemperie.
Nace Dios... ¡y qué publicidad tan
extraordinaria! No sólo nace pobre, en un lugar mísero y en el seno de una
modesta familia. Resulta que solo se enteran unos pocos, gente que no es “importante”,
ni sabia ni especialmente espiritual. Gente que quizás tienen a Dios muy lejos
de sus preocupaciones diarias. No están para misticismos ni teologías, sino
para sobrevivir en el día a día. ¿Cómo se enteran? Por un mensajero del cielo. Después
de llevarse un susto, los pastores reciben un curioso mensaje: Esta es la señal: encontraréis un niño envuelto
en pañales y recostado en un pesebre.
Esta es la señal de Dios: un bebé recién
nacido. ¡Nada más! Una señal de Dios ¿no debería ser algo extraordinario, sobrenatural
y espectacular? ¿No debería anunciarse con trompetas celestiales, resplandores
prodigiosos o algún tipo de anuncio más solemne y festivo? No. La señal es un
bebé, envuelto en pañales. Ver un bebé recién nacido es maravilloso... pero
sucede miles de veces cada día, en el mundo. ¿Qué tiene de extraordinario?
Lo bueno es que los pastores buscan al niño. Lo
encuentran. Ven y creen. Captan el
sentido de la señal. Ese niño es más que un niño. Es Dios-con-nosotros. Un Dios
que, de pronto, ya no es una idea lejana, sino una realidad íntima y presente
en sus vidas. Tan tierno y hambriento de amor como un bebé de pecho. ¡Dios en
nuestras manos!
Los pastores han sabido ver el misterio tras el
tapiz de lo cotidiano, lo milagroso tras lo natural, lo divino escondido en lo
humano. Podríamos pensar que esta lucidez, esta sutileza, es más propia de
mentes refinadas y espirituales. ¿Quién puede ver la belleza de lo ordinario,
sino un artista de sensibilidad cultivada? ¿Quién intuye lo sagrado en lo
profano, sino un asceta o un místico? ¿Quién tiene tales intuiciones, sino un
sabio?
Pues no es así. Son los pastores, gente
rústica, iletrada, sin aspiraciones intelecuales ni místicas, los que reciben y
comprenden el mensaje de Dios. Por eso se alegran, como los ángeles. Cantan,
como los ángeles. Y comunican lo que han visto, como los ángeles mensajeros. Los
pastores se han convertido en sabios, profetas y místicos, sin saberlo. Y son
los primeros misioneros del amor de Dios.
¿Por qué ellos? Jesús, ese niño hecho hombre,
diría años más tarde: Te doy gracias,
Padre, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las
has revelado a los sencillos... Es así. Las verdades de Dios no son tan “elevadas”
que queden reservadas para unos pocos sabios e iniciados. La verdad de Dios la
puede entender un niño, un analfabeto, una mente simple y una persona pegada de
pies a tierra. Es más, si no os hacéis
como niños, no entraréis en el reino...
Los creyentes nos hemos vuelto muy
complicados. Hemos querido engrandecer tanto a Dios... quizás porque nosotros
nos pasamos la vida intentando elevarnos, ser grandes, respetables y admirados.
Y resulta que Dios se rebaja. Se empequeñece. Queremos ser muy espirituales y
resulta que Dios se hace material. Queremos elevarnos hasta las nubes y Dios aterriza
en nuestra tierra. Queremos ver signos prodigiosos y sobrenaturales, y Dios
solo nos da una señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre.
Jesús era un niño. Un niño y a la vez Dios.
Pero en todos los niños que nacen en el mundo podemos ver reflejada la gloria
de Dios, el milagro de la vida, un destello del cielo que se está gestando,
hoy, ahora.
Esta es la señal. No busquemos el cielo lejos,
en las alturas. En Navidad, el cielo ha bajado a la tierra. El cielo envuelve y
abraza la tierra, la humanidad, la carne y la sangre. Si Dios se hace niño es
para enseñarnos que podemos ser divinos. El cielo late en nuestras venas y el
cielo respira en aquel que está a nuestro lado: esposo, hijo, hermano, vecino que
nos molesta o amigo al que nos confiamos. El cielo comienza en el bebé
indefenso, el anciano frágil, el enfermo y el mendigo, el rico odiado y el
pobre endeudado; en el famoso envidiado y el mediocre anónimo que sobrevive en
el hastío. El cielo comienza en nosotros.
Pero ¿cómo vivir todo esto? ¿Qué nos falta? Escuchar,
como los pastores. Seguir la llamada y ponernos en camino. Ver y creer. Y para
escuchar hay que velar en la noche fría... Si sabemos escuchar, si salimos de
nosotros mismos, abandonando la cómoda hoguera junto al rebaño, también veremos
y creeremos. Sabremos ver, como los pastores, la gracia invisible detrás de la
realidad visible; la presencia divina trasparentándose en la carne humana; el
Dios creador, infinito e insondable, metido en la pequeñez, tan vulnerable, de
un niño envuelto en pañales.
Navidad 2016
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