Santa Teresa decía con
humor que San José era un intercesor infalible en el cielo: no en vano había
sido el único hombre al que obedeció Dios, puesto que fue su padre en la
tierra. Y si lo pensamos bien, ¡qué gran verdad es esta!
Solemos pensar en
María como la madre de Dios. Pero no se habla tanto de san José como «padre» de
Dios, al menos padre adoptivo. Y es que Dios, cuando se hizo hombre, no se
saltó ninguna de las condiciones que vivimos todos los mortales. Fue en todo
igual a nosotros ―salvo en el pecado, como recuerda san Pablo―. Nació como
todos los niños del mundo, vivió en familia, jugó con otros niños, creció,
aprendió un oficio y obedeció a su padre. En su vertiente humana, Jesús tendría
mucho de María… ¡y mucho de José!
Pero ¿cómo era José? Hay
dos evangelios que relatan algo de la infancia de Jesús: Mateo y Lucas. Lucas
nos cuenta el nacimiento de Jesús desde la perspectiva femenina, de María, la
virgen llena de gracia. Mateo nos lo
cuenta desde el punto de vista de José, el padre adoptivo que acoge a la madre
encinta y a su hijo, fruto del Espíritu
Santo (Mateo 1, 20). Si María era llena de gracia ante Dios, José es
descrito como hombre justo, y más que
justo. Es tan bueno que ante el embarazo incomprensible de María, aún sin saber
nada de lo que ocurre, intenta buscar una solución que no la perjudique a ella,
tragándose todo su desconcierto y su dolor. Solo esto ya nos dice mucho de cómo
era José.
Obediente
En el evangelio vemos que
José es un hombre obediente. Por tres veces obedece el mandato de un ángel:
recibe en su casa a María y la desposa. Se va a Egipto cuando Herodes quiere
matar al niño. Regresa a su tierra cuando Herodes ha muerto. ¿Hemos de pensar
con esto que José era meramente un hombre sumiso, con poca personalidad? Nada
de eso.
Ser obediente requiere
dos cosas: escuchar y hacer. Puedes escuchar, pero no hacer nada, o hacer lo
contrario de lo que te dicen. O puedes no escuchar a nadie y actuar según tu
propio criterio o impulso, y entonces te puedes equivocar y chocar con los
demás una y otra vez. Escuchar: así comienza el Shemá, la plegaria de todo buen
israelita. Escucha, Israel… Previo a
todo, escuchar.
Escuchar y luego actuar
en consecuencia es una actitud de sabios. Y, como lo vemos en José, no es nada
pasivo. Obedecer implica audacia y creatividad. José tuvo valor para emprender el
camino, buscar sustento y espabilarse en tierras extrañas. Al regresar no fue a
su pueblo, Belén, sino a Nazaret, donde la tradición dice que era carpintero o
artesano. Esto quiere decir que no tenía tierras ni propiedades, así que su
economía debía pasar épocas más boyantes y otras de más precariedad. María y
José tuvieron que ahorrar y administrarse. Quizás no eran pobres de solemnidad
pero tampoco eran ricos.
¡Cuántas cosas debió
aprender Jesús de su padre en la tierra! Hablar, rezar, trabajar. De sus labios
quizás escuchó la historia de su pueblo, las leyes básicas, las oraciones
diarias. Con él debía ir a la sinagoga los sábados y participar, con los otros
hombres y muchachos, de las festividades judías. De él aprendió a tratar con
los demás, y posiblemente aprendió las artes de la buena convivencia, las leyes
no escritas de la amistad, la lealtad familiar, la misericordia hacia los
pobres. Con él pisó, por primera vez, el umbral del templo de Jerusalén, la
casa de su otro padre, el del cielo.
Cuántas cosas podemos aprender
los cristianos del padre terreno de Dios. En especial esta obediencia que
tanto nos cuesta y que es tan poco popular en nuestro mundo de hoy, porque se
confunde con sometimiento o falta de libertad.
Jesús aprendió la
obediencia de José. Se presenta a sí mismo obediente al Padre: mi alimento es cumplir la voluntad del que me envía (Juan 4, 34). Cuando se dirige a las gentes, agobiadas por las cargas del
día a día, abrumadas por la pobreza, la enfermedad y las dificultades; cuando
se dirige a nosotros hoy, estresados, angustiados, faltos de energía y
esperanza, nos dice: Aprended de mí, que
soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz (Mateo 11, 29). Mansedumbre
de corazón. Docilidad. Escucha. Y después, acción serena, confiada, obediente. No
deberíamos lanzarnos a hacer nada sin antes, como José, ponernos en manos de
Dios y, en el silencio del alma, escuchar. De esta manera, toda obra que
hagamos estará bendecida y, llegado el momento, será fecunda.
Ver la mano de Dios
María y José, aparte de
estos mensajes del ángel, vivieron unas vidas muy sencillas. Nada en su
existencia fue espectacular ni grandioso. Pero ellos supieron ver la mano de
Dios tras los acontecimientos diarios. No dudaron, aunque tenían motivos. ¿Cómo
adivinar lo que está haciendo Dios tras los acontecimientos ordinarios, o tras
las situaciones dolorosas e incomprensibles? La historia de la humanidad es un
inmenso tapiz, o un gran mosaico, al modo de un puzzle, y nosotros sólo vemos
los pequeños fragmentos que forman nuestra vida y los que podemos conocer
escuchando a otros o estudiando historia. Aparentemente, cuesta encontrar el
significado de todo el cuadro. Por eso quizás hay tantos que ven la vida como una
sucesión de azares y casualidades, sin sentido alguno. Lo único que cabe es ir capeando
temporales y disfrutando de las bonanzas tal como vienen, sobreviviendo y
sacándole el jugo a la vida lo mejor que podamos. Pero esta visión es muy chata
y muy desesperanzada.
Personas como María y
José supieron ver en lo cotidiano la inmensidad de un relato muy hermoso: una
historia de amor protagonizada por Dios. Una historia no exenta de dolores,
guerras y muertes absurdas, como la matanza de los inocentes. Una historia
donde se entabla un feroz combate por la vida y donde Dios quiere hacernos coprotagonistas.
Por eso todo cuanto hagamos, aunque nos parezca insignificante, tiene sentido y
tiene relevancia. Todo cuanto hacemos en la tierra queda escrito en el cielo.
Nada se pierde, aunque quede en el secreto escondido de un alma silenciosa, o
en la oscuridad de un hogar humilde. Nada es banal, nada es inútil. Cada pequeña
obra, por rutinaria que sea, hecha por amor, no cae en saco roto. Esta es la
artesanía de José, la que todos podemos cultivar allí donde estemos, en el
trabajo o en las circunstancias que sean. Es la artesanía de convertir cada
gesto que hacemos en un pequeño bloque que va edificando el reino de Dios.
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