sábado, 17 de diciembre de 2016

Padre de Dios



Santa Teresa decía con humor que San José era un intercesor infalible en el cielo: no en vano había sido el único hombre al que obedeció Dios, puesto que fue su padre en la tierra. Y si lo pensamos bien, ¡qué gran verdad es esta!

Solemos pensar en María como la madre de Dios. Pero no se habla tanto de san José como «padre» de Dios, al menos padre adoptivo. Y es que Dios, cuando se hizo hombre, no se saltó ninguna de las condiciones que vivimos todos los mortales. Fue en todo igual a nosotros ―salvo en el pecado, como recuerda san Pablo―. Nació como todos los niños del mundo, vivió en familia, jugó con otros niños, creció, aprendió un oficio y obedeció a su padre. En su vertiente humana, Jesús tendría mucho de María… ¡y mucho de José! 

Pero ¿cómo era José? Hay dos evangelios que relatan algo de la infancia de Jesús: Mateo y Lucas. Lucas nos cuenta el nacimiento de Jesús desde la perspectiva femenina, de María, la virgen llena de gracia. Mateo nos lo cuenta desde el punto de vista de José, el padre adoptivo que acoge a la madre encinta y a su hijo, fruto del Espíritu Santo (Mateo 1, 20). Si María era llena de gracia ante Dios, José es descrito como hombre justo, y más que justo. Es tan bueno que ante el embarazo incomprensible de María, aún sin saber nada de lo que ocurre, intenta buscar una solución que no la perjudique a ella, tragándose todo su desconcierto y su dolor. Solo esto ya nos dice mucho de cómo era José.

Obediente


En el evangelio vemos que José es un hombre obediente. Por tres veces obedece el mandato de un ángel: recibe en su casa a María y la desposa. Se va a Egipto cuando Herodes quiere matar al niño. Regresa a su tierra cuando Herodes ha muerto. ¿Hemos de pensar con esto que José era meramente un hombre sumiso, con poca personalidad? Nada de eso.

Ser obediente requiere dos cosas: escuchar y hacer. Puedes escuchar, pero no hacer nada, o hacer lo contrario de lo que te dicen. O puedes no escuchar a nadie y actuar según tu propio criterio o impulso, y entonces te puedes equivocar y chocar con los demás una y otra vez. Escuchar: así comienza el Shemá, la plegaria de todo buen israelita. Escucha, Israel… Previo a todo, escuchar.

Escuchar y luego actuar en consecuencia es una actitud de sabios. Y, como lo vemos en José, no es nada pasivo. Obedecer implica audacia y creatividad. José tuvo valor para emprender el camino, buscar sustento y espabilarse en tierras extrañas. Al regresar no fue a su pueblo, Belén, sino a Nazaret, donde la tradición dice que era carpintero o artesano. Esto quiere decir que no tenía tierras ni propiedades, así que su economía debía pasar épocas más boyantes y otras de más precariedad. María y José tuvieron que ahorrar y administrarse. Quizás no eran pobres de solemnidad pero tampoco eran ricos.

¡Cuántas cosas debió aprender Jesús de su padre en la tierra! Hablar, rezar, trabajar. De sus labios quizás escuchó la historia de su pueblo, las leyes básicas, las oraciones diarias. Con él debía ir a la sinagoga los sábados y participar, con los otros hombres y muchachos, de las festividades judías. De él aprendió a tratar con los demás, y posiblemente aprendió las artes de la buena convivencia, las leyes no escritas de la amistad, la lealtad familiar, la misericordia hacia los pobres. Con él pisó, por primera vez, el umbral del templo de Jerusalén, la casa de su otro padre, el del cielo.

Cuántas cosas podemos aprender los cristianos del padre terreno de Dios. En especial esta obediencia que tanto nos cuesta y que es tan poco popular en nuestro mundo de hoy, porque se confunde con sometimiento o falta de libertad.

Jesús aprendió la obediencia de José. Se presenta a sí mismo obediente al Padre: mi alimento es cumplir la voluntad del que me envía (Juan 4, 34). Cuando se dirige a las gentes, agobiadas por las cargas del día a día, abrumadas por la pobreza, la enfermedad y las dificultades; cuando se dirige a nosotros hoy, estresados, angustiados, faltos de energía y esperanza, nos dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz (Mateo 11, 29). Mansedumbre de corazón. Docilidad. Escucha. Y después, acción serena, confiada, obediente. No deberíamos lanzarnos a hacer nada sin antes, como José, ponernos en manos de Dios y, en el silencio del alma, escuchar. De esta manera, toda obra que hagamos estará bendecida y, llegado el momento, será fecunda.

Ver la mano de Dios


María y José, aparte de estos mensajes del ángel, vivieron unas vidas muy sencillas. Nada en su existencia fue espectacular ni grandioso. Pero ellos supieron ver la mano de Dios tras los acontecimientos diarios. No dudaron, aunque tenían motivos. ¿Cómo adivinar lo que está haciendo Dios tras los acontecimientos ordinarios, o tras las situaciones dolorosas e incomprensibles? La historia de la humanidad es un inmenso tapiz, o un gran mosaico, al modo de un puzzle, y nosotros sólo vemos los pequeños fragmentos que forman nuestra vida y los que podemos conocer escuchando a otros o estudiando historia. Aparentemente, cuesta encontrar el significado de todo el cuadro. Por eso quizás hay tantos que ven la vida como una sucesión de azares y casualidades, sin sentido alguno. Lo único que cabe es ir capeando temporales y disfrutando de las bonanzas tal como vienen, sobreviviendo y sacándole el jugo a la vida lo mejor que podamos. Pero esta visión es muy chata y muy desesperanzada. 

Personas como María y José supieron ver en lo cotidiano la inmensidad de un relato muy hermoso: una historia de amor protagonizada por Dios. Una historia no exenta de dolores, guerras y muertes absurdas, como la matanza de los inocentes. Una historia donde se entabla un feroz combate por la vida y donde Dios quiere hacernos coprotagonistas. Por eso todo cuanto hagamos, aunque nos parezca insignificante, tiene sentido y tiene relevancia. Todo cuanto hacemos en la tierra queda escrito en el cielo. Nada se pierde, aunque quede en el secreto escondido de un alma silenciosa, o en la oscuridad de un hogar humilde. Nada es banal, nada es inútil. Cada pequeña obra, por rutinaria que sea, hecha por amor, no cae en saco roto. Esta es la artesanía de José, la que todos podemos cultivar allí donde estemos, en el trabajo o en las circunstancias que sean. Es la artesanía de convertir cada gesto que hacemos en un pequeño bloque que va edificando el reino de Dios.

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