jueves, 8 de diciembre de 2016

Ser inmaculados



Celebramos la fiesta de la Inmaculada Concepción. Se nos enseña que María, por ser madre de Cristo, ya nació sin huella alguna del pecado original. Como casa de Dios, fue limpia, inmaculada, siempre, desde que fue concebida.

Pero esa atribución de María no es exclusiva suya. La tradición de la Iglesia reconoce a otra mujer como inmaculada: María Magdalena. Jesús, dice el evangelio, sacó de ella siete demonios. Es una forma metafórica de decir que sacó de ella todo mal. Por esto y por su amor también quedó inmaculada, aunque no lo fuera desde el principio, como María de Nazaret. Pero su blancura brilla junto con la de la Madre de Jesús. Ambas mujeres, al pie de la cruz, son pilares de la Iglesia naciente.

La cualidad de ser inmaculada no se reduce a estas dos mujeres. Todos los cristianos estamos llamados a ser inmaculados. Dios nos ha creado para una vida plena y gloriosa, como la suya. Ser inmaculado significa que nuestra existencia esté libre de pecado y de mal. Pero… ¡qué poco entendemos estos conceptos!

Qué es pecado


De entrada, los cristianos ―y también los no cristianos― entendemos fatal esto del pecado. A lo largo de los siglos se han inculcado una serie de nociones desviadas que han acabado siendo grandes errores. Por eso los detractores de la fe y los psicoanalistas atacan a la Iglesia. Dicen que fomenta en los fieles un sentimiento de culpa enfermizo, que vuelve a la gente neurótica. Fomentando la culpa y la vergüenza, la Iglesia ha conseguido dominar las conciencias de millones de personas, y sigue haciéndolo. Tanto los detractores como los mismos cristianos hemos cometido un error: confundir el sentimiento de culpa con la conciencia de pecado.

Primero hay que saber qué es pecado. El papa Francisco lo define muy bien: un pecado es una herida que nos daña y que lesiona nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y con Dios. No es un mero sentimiento, es un hecho ―ya sea pensado, hablado o realizado―. El pecado está ligado a una intención que no es positiva ni benevolente. Siempre que pretendemos atacar a alguien, o menospreciarlo, o rebajarlo, o utilizarlo para nuestros fines, estamos pecando. Incluso aunque hagamos cosas aparentemente buenas. 

El pecado divide, separa, aísla y enferma. El pecado merma la vida. Al contrario de lo que suele divulgarse, el pecado no es divertido, ni sano, ni natural. Cosas que decimos que antes eran pecados hoy se presentan como atractivas y deseables. ¡Todo es confusión! Porque el pecado, disfrazado o no, siempre acaba dañando. Es como la adicción al dulce o a la bebida. Puede ser satisfactorio en los primeros momentos, pero causa amargura y muchas penalidades después. Y acaba destruyendo nuestra vida.

Todos pecamos. El pecado no es ignorancia, como tantas veces se quiere vender. Tampoco es un simple error. No confundamos los términos. El pecado es intencionado y deliberado, aunque muchas veces queramos engañarnos diciéndonos que eso no es malo para cometerlo tranquilamente. Pero nuestra conciencia no nos engaña… Eso sí, podemos anestesiarla. La repetición y la costumbre hacen que la herida parezca menos herida, y el daño menos daño. 

La conciencia es como el sistema inmune del alma. Si recibe ataques continuamente le sucede igual que al sistema inmunitario: se adormece o se descontrola. El resultado de una conciencia deformada es que acabamos creyéndonos las excusas mentales y las justificaciones que nos fabricamos, una auténtica distorsión de la realidad. De ahí vienen las ideas equivocadas sobre el pecado, o la actitud, tan frecuente, de negarlo. Eso del pecado es un invento de los curas para controlarnos. No existe el pecado. No hay daño. No hay heridas. El mal es una ilusión.

¿Es realmente así? Basta echar una mirada al mundo para comprobar que en estas afirmaciones hay algo que falla…

Qué es culpa


La culpa no es un hecho objetivo, como el pecado. La culpa es un sentimiento interior. Puede estar justificada si hemos cometido un mal y nos arrepentimos. Decimos que nos remuerde la conciencia. Ese sentimiento de culpa justificada puede canalizarse en un deseo de reparación y perdón, y entonces puede ser positivo.

Otras veces puede haber una causa real, un mal cometido, y la persona, por el motivo que sea, no siente culpa alguna. Cabe preguntarse por qué.

Lo malo es cuando el sentimiento de culpa es una exageración o una distorsión de la realidad. A menudo se da contra uno mismo. Nos hemos forjado una imagen de nuestro yo y nos hemos impuesto unos ideales o unas metas casi inalcanzables, y cada vez que fallamos, aunque sea sin mala intención, nos acusamos y nos sentimos abatidos por la culpa. 

Los santos hablaban de la enfermedad de los escrúpulos. Para santa Teresa era un mal temible, y sus pobres víctimas a menudo no sabían cómo salir de él sin la ayuda de un buen confesor. Muchas veces los confesores alimentaban este sentimiento culpable y la pobre persona languidecía cada vez más.
La culpa sin causa real, vivida así, es auténtica neurosis y necesita tratamiento y cura, por supuesto. 

Pero si nos fijamos bien, este sentimiento de culpa se da hoy sin necesidad de que la Iglesia o los curas nos lo inculquen. Su origen es mucho más profundo y tiene que ver con la historia personal de cada uno, su familia, su educación, sus aspiraciones y su deseo de ser querido y aceptado. El sentimiento de culpa puede venir de una mentalidad que rinde culto al éxito, al reconocimiento y a la competitividad. Esto puede darse en todos los ámbitos de la vida. Si no estamos a la altura, nos sentimos culpables. ¡Y siempre estamos preparados para poner el listón más alto!

Conciencia de pecado y sentimiento de culpa


El sentimiento de culpa, si no tiene una justificación real, es realmente negativo. Conduce a la neurosis y enferma anímicamente a la persona. Es una esclavitud que impide crecer. Es una forma de atacarse a uno mismo, con crueldad y sin razón objetiva. Con la excusa de buscar una perfección inalcanzable, nos maltratamos sin piedad y vivimos en una queja constante. El sentimiento de culpa mal enfocado, si no hay causa, es una enfermedad y es, finalmente, un pecado. ¡Sí, lo es! Es un ataque contra la obra de Dios que es uno mismo, es una falta de compasión, de esperanza y de fe, una herida de estas que entristecen al Espíritu Santo.

La conciencia de pecado es otra cosa. En primer lugar, tiene una causa real: hemos hecho, dicho o pensado algo que nos daña y que perjudica nuestras relaciones, con nosotros mismos, con los demás, con Dios. Reconocer que hemos fallado es un ejercicio de sinceridad y autoconocimiento, que no lleva a la neurosis, sino a la lucidez y a la humildad. Si no fuera por esta conciencia de pecado, ¿cómo podríamos mejorar? El pecado es una mancha en el blanco lienzo de nuestra vida. Si no vemos la mancha, ¿cómo vamos a limpiar?

Es verdad que la educación moral y religiosa muchas veces ha fomentado una actitud de culpa, debido a una idea distorsionada del pecado. Pero hoy se fomenta lo contrario: no hay pecado, no hay mancha, no hay motivo para la culpa. Y eso no es verdad, porque la humanidad sigue siendo la misma, y todos cometemos pecados una y otra vez, con mayor o menor consciencia. 

Si antes se consideraba el pecado un problema ―por la culpa― hoy se elimina el problema de la manera más pedestre: negando su existencia. Si no hay mancha, no hay culpa. El problema es que la mancha sigue estando ahí, y si el mantel no se lava… ¿qué va a ser de él?

No es lo mismo. Culpa sin razón es neurosis inútil. Conciencia de pecado es autoconocimiento lúcido. La primera nos daña. La segunda nos ayuda a mejorar. Nos repara y nos cura. La culpa sin razón nubla nuestro entendimiento. La conciencia de pecado es una señal de alarma: ¡atención, algo sucede! Peligro. Si en vez de atender a esa señal apagamos la alarma, ¿qué será de nosotros?

Blancos como la nieve


Ser inmaculados es nuestra meta. Que no quiere decir ser mojigatos, perfeccionistas y puritanos. Nunca seremos blancos al cien por cien, pero podemos ir lavando nuestra alma y nuestra vida. Sin obsesiones. Un exceso de ascetismo y una histeria perfeccionista son como restregar demasiado: podemos rasgar la tela. Necesitamos paciencia, agua y jabón. Agua del perdón, agua de la vida que nos dan los sacramentos, agua viva de la palabra de Dios, el agua de Jesús. 

El mejor jabón, suave y potente, es el amor. Amor benevolente, desinteresado, completo y sin condiciones. Nosotros podemos echar un poco con nuestro esfuerzo, pero quien nos va a dar este amor es Dios. ¿Nos falta amor? Llenémonos de él en los espacios de oración silenciosa, en la eucaristía compartida con nuestros compañeros de fe, en esos tiempos de servicio a los demás, aunque no tengamos muchas ganas. Cada gesto de cariño, cada esfuerzo por amar a los demás a su manera, cada intento de hacer un poco más feliz al que tengo a mi lado, eso es una pastilla de jabón de la mejor calidad. 

Nosotros ponemos una parte del esfuerzo. Pero quien nos hace inmaculados es Dios. Nos lava Jesús. Su sangre quita nuestras manchas, su amor borra nuestras culpas. No hay mancha ni pecado lo bastante grande que no pueda limpiarlo. Creámoslo porque es así. Tu fe te ha salvado. En adelante, no peques más. Vete en paz. El amor de Dios, como dicen los teólogos, es infinitamente mayor que nuestros males. Los salmos cantan: su misericordia se extiende de un cabo al otro de la tierra y no tiene fin.

Ser inmaculados no es ser puritanos, ni timoratos ni rigurosos. Ser inmaculados es vivir el gozo de María, cuando fue visitada por el ángel y recibió aquel saludo inesperado: ¡Alégrate, llena de gracia! Nosotros también tenemos motivos de alegrarnos. Dios derrama su luz, su amor, sus dones, sobre nosotros. Ser inmaculados es dejarse llenar por Dios y salir, como María, corriendo, para proclamar al mundo esta noticia. Dios nos ama y nos quiere plenamente vivos. ¡No nos contentemos con sobrevivir! La vida a la que estamos llamados no es una vida a medias, sofocada, triste y mezquina. La alegría es inseparable de la inmaculatez.

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