Celebramos la fiesta de
la Inmaculada Concepción. Se nos enseña que María, por ser madre de Cristo, ya
nació sin huella alguna del pecado original. Como casa de Dios, fue limpia,
inmaculada, siempre, desde que fue concebida.
Pero esa atribución de
María no es exclusiva suya. La tradición de la Iglesia reconoce a otra mujer
como inmaculada: María Magdalena. Jesús, dice el evangelio, sacó de ella siete demonios. Es una
forma metafórica de decir que sacó de ella todo mal. Por esto y por su amor
también quedó inmaculada, aunque no lo fuera desde el principio, como María de
Nazaret. Pero su blancura brilla junto con la de la Madre de Jesús. Ambas mujeres,
al pie de la cruz, son pilares de la Iglesia naciente.
La cualidad de ser inmaculada no se reduce a estas dos mujeres. Todos los cristianos estamos llamados a ser inmaculados. Dios nos ha creado para una vida plena y gloriosa, como la suya. Ser inmaculado significa que nuestra existencia esté libre de pecado y de mal. Pero… ¡qué poco entendemos estos conceptos!
Qué es pecado
De entrada, los cristianos
―y también los no cristianos― entendemos fatal esto del pecado. A lo largo de
los siglos se han inculcado una serie de nociones desviadas que han acabado
siendo grandes errores. Por eso los detractores de la fe y los psicoanalistas
atacan a la Iglesia. Dicen que fomenta en los fieles un sentimiento de culpa
enfermizo, que vuelve a la gente neurótica. Fomentando la culpa y la vergüenza,
la Iglesia ha conseguido dominar las conciencias de millones de personas, y
sigue haciéndolo. Tanto los detractores como los mismos cristianos hemos
cometido un error: confundir el sentimiento de culpa con la conciencia de
pecado.
Primero hay que saber qué
es pecado. El papa Francisco lo define muy bien: un pecado es una herida que
nos daña y que lesiona nuestra relación con nosotros mismos, con los demás y
con Dios. No es un mero sentimiento, es un hecho ―ya sea pensado, hablado o
realizado―. El pecado está ligado a una intención que no es positiva ni
benevolente. Siempre que pretendemos atacar a alguien, o menospreciarlo, o
rebajarlo, o utilizarlo para nuestros fines, estamos pecando. Incluso aunque
hagamos cosas aparentemente buenas.
El pecado divide, separa,
aísla y enferma. El pecado merma la vida. Al contrario de lo que suele
divulgarse, el pecado no es divertido, ni sano, ni natural. Cosas que decimos
que antes eran pecados hoy se
presentan como atractivas y deseables. ¡Todo es confusión! Porque el pecado,
disfrazado o no, siempre acaba dañando. Es como la adicción al dulce o a la
bebida. Puede ser satisfactorio en los primeros momentos, pero causa amargura y
muchas penalidades después. Y acaba destruyendo nuestra vida.
Todos pecamos. El pecado
no es ignorancia, como tantas veces se quiere vender. Tampoco es un simple
error. No confundamos los términos. El pecado es intencionado y deliberado, aunque
muchas veces queramos engañarnos diciéndonos que eso no es malo para cometerlo
tranquilamente. Pero nuestra conciencia no nos engaña… Eso sí, podemos anestesiarla.
La repetición y la costumbre hacen que la herida parezca menos herida, y el
daño menos daño.
La conciencia es como el
sistema inmune del alma. Si recibe ataques continuamente le sucede igual que al
sistema inmunitario: se adormece o se descontrola. El resultado de una
conciencia deformada es que acabamos creyéndonos las excusas mentales y las
justificaciones que nos fabricamos, una auténtica distorsión de la realidad. De
ahí vienen las ideas equivocadas sobre el pecado, o la actitud, tan frecuente,
de negarlo. Eso del pecado es un invento de los curas para controlarnos. No existe
el pecado. No hay daño. No hay heridas. El mal es una ilusión.
¿Es realmente así? Basta
echar una mirada al mundo para comprobar que en estas afirmaciones hay algo que
falla…
Qué es culpa
La culpa no es un hecho
objetivo, como el pecado. La culpa es un sentimiento interior. Puede estar
justificada si hemos cometido un mal y nos arrepentimos. Decimos que nos remuerde la conciencia. Ese sentimiento
de culpa justificada puede canalizarse en un deseo de reparación y perdón, y
entonces puede ser positivo.
Otras veces puede haber
una causa real, un mal cometido, y la persona, por el motivo que sea, no siente
culpa alguna. Cabe preguntarse por qué.
Lo malo es cuando el
sentimiento de culpa es una exageración o una distorsión de la realidad. A
menudo se da contra uno mismo. Nos hemos forjado una imagen de nuestro yo y nos
hemos impuesto unos ideales o unas metas casi inalcanzables, y cada vez que
fallamos, aunque sea sin mala intención, nos acusamos y nos sentimos abatidos
por la culpa.
Los santos hablaban de la
enfermedad de los escrúpulos. Para
santa Teresa era un mal temible, y sus pobres víctimas a menudo no sabían cómo
salir de él sin la ayuda de un buen confesor. Muchas veces los confesores
alimentaban este sentimiento culpable y la pobre persona languidecía cada vez
más.
La culpa sin causa real,
vivida así, es auténtica neurosis y necesita tratamiento y cura, por supuesto.
Pero si nos fijamos bien, este sentimiento de culpa se da hoy sin necesidad de que la Iglesia o los curas nos lo inculquen. Su origen es mucho más profundo y tiene que ver con la historia personal de cada uno, su familia, su educación, sus aspiraciones y su deseo de ser querido y aceptado. El sentimiento de culpa puede venir de una mentalidad que rinde culto al éxito, al reconocimiento y a la competitividad. Esto puede darse en todos los ámbitos de la vida. Si no estamos a la altura, nos sentimos culpables. ¡Y siempre estamos preparados para poner el listón más alto!
Pero si nos fijamos bien, este sentimiento de culpa se da hoy sin necesidad de que la Iglesia o los curas nos lo inculquen. Su origen es mucho más profundo y tiene que ver con la historia personal de cada uno, su familia, su educación, sus aspiraciones y su deseo de ser querido y aceptado. El sentimiento de culpa puede venir de una mentalidad que rinde culto al éxito, al reconocimiento y a la competitividad. Esto puede darse en todos los ámbitos de la vida. Si no estamos a la altura, nos sentimos culpables. ¡Y siempre estamos preparados para poner el listón más alto!
Conciencia de pecado y sentimiento de culpa
El sentimiento de culpa,
si no tiene una justificación real, es realmente negativo. Conduce a la
neurosis y enferma anímicamente a la persona. Es una esclavitud que impide
crecer. Es una forma de atacarse a uno mismo, con crueldad y sin razón
objetiva. Con la excusa de buscar una perfección inalcanzable, nos maltratamos
sin piedad y vivimos en una queja constante. El sentimiento de culpa mal
enfocado, si no hay causa, es una enfermedad y es, finalmente, un pecado. ¡Sí,
lo es! Es un ataque contra la obra de Dios que es uno mismo, es una falta de compasión,
de esperanza y de fe, una herida de estas que entristecen al Espíritu Santo.
La conciencia de pecado
es otra cosa. En primer lugar, tiene una causa real: hemos hecho, dicho o
pensado algo que nos daña y que perjudica nuestras relaciones, con nosotros
mismos, con los demás, con Dios. Reconocer que hemos fallado es un ejercicio de
sinceridad y autoconocimiento, que no lleva a la neurosis, sino a la lucidez y
a la humildad. Si no fuera por esta conciencia de pecado, ¿cómo podríamos
mejorar? El pecado es una mancha en el blanco lienzo de nuestra vida. Si no
vemos la mancha, ¿cómo vamos a limpiar?
Es verdad que la
educación moral y religiosa muchas veces ha fomentado una actitud de culpa,
debido a una idea distorsionada del pecado. Pero hoy se fomenta lo contrario:
no hay pecado, no hay mancha, no hay motivo para la culpa. Y eso no es verdad, porque
la humanidad sigue siendo la misma, y todos cometemos pecados una y otra vez,
con mayor o menor consciencia.
Si antes se consideraba
el pecado un problema ―por la culpa― hoy se elimina el problema de la manera
más pedestre: negando su existencia. Si no hay mancha, no hay culpa. El problema
es que la mancha sigue estando ahí, y si el mantel no se lava… ¿qué va a ser de
él?
No es lo mismo. Culpa sin
razón es neurosis inútil. Conciencia de pecado es autoconocimiento lúcido. La
primera nos daña. La segunda nos ayuda a mejorar. Nos repara y nos cura. La
culpa sin razón nubla nuestro entendimiento. La conciencia de pecado es una señal
de alarma: ¡atención, algo sucede! Peligro. Si en vez de atender a esa señal
apagamos la alarma, ¿qué será de nosotros?
Blancos como la nieve
Ser inmaculados es
nuestra meta. Que no quiere decir ser mojigatos, perfeccionistas y puritanos.
Nunca seremos blancos al cien por cien, pero podemos ir lavando nuestra alma y
nuestra vida. Sin obsesiones. Un exceso de ascetismo y una histeria
perfeccionista son como restregar demasiado: podemos rasgar la tela. Necesitamos
paciencia, agua y jabón. Agua del perdón, agua de la vida que nos dan los
sacramentos, agua viva de la palabra de Dios, el agua de Jesús.
El mejor jabón, suave y
potente, es el amor. Amor benevolente, desinteresado, completo y sin condiciones.
Nosotros podemos echar un poco con nuestro esfuerzo, pero quien nos va a dar
este amor es Dios. ¿Nos falta amor? Llenémonos de él en los espacios de oración
silenciosa, en la eucaristía compartida con nuestros compañeros de fe, en esos
tiempos de servicio a los demás, aunque no tengamos muchas ganas. Cada gesto de
cariño, cada esfuerzo por amar a los demás a su manera, cada intento de hacer
un poco más feliz al que tengo a mi lado, eso es una pastilla de jabón de la
mejor calidad.
Nosotros ponemos una
parte del esfuerzo. Pero quien nos hace inmaculados es Dios. Nos lava Jesús. Su
sangre quita nuestras manchas, su amor borra nuestras culpas. No hay mancha ni
pecado lo bastante grande que no pueda limpiarlo. Creámoslo porque es así. Tu fe te ha salvado. En adelante, no peques
más. Vete en paz. El amor de Dios, como dicen los teólogos, es
infinitamente mayor que nuestros males. Los salmos cantan: su misericordia se
extiende de un cabo al otro de la tierra y no tiene fin.
Ser inmaculados no es ser
puritanos, ni timoratos ni rigurosos. Ser inmaculados es vivir el gozo de
María, cuando fue visitada por el ángel y recibió aquel saludo inesperado:
¡Alégrate, llena de gracia! Nosotros también tenemos motivos de alegrarnos. Dios
derrama su luz, su amor, sus dones, sobre nosotros. Ser inmaculados es dejarse
llenar por Dios y salir, como María, corriendo, para proclamar al mundo esta
noticia. Dios nos ama y nos quiere plenamente vivos. ¡No nos contentemos con
sobrevivir! La vida a la que estamos llamados no es una vida a medias, sofocada,
triste y mezquina. La alegría es inseparable de la inmaculatez.
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