¿Y María?¿Qué significado tiene su historia?
María es el paradigma de una bella relación entre Dios y la humanidad. María es el resplandor de la feminidad que se deja penetrar por el amor de Dios. Tanto la ama Dios que la toma como Madre y se acoge en su seno. María es signo vivo de la ternura inmensa de Dios y de su amor hacia sus criaturas. Es un modelo de ser humano transformado por la acción de Dios en su vida. Él ha hecho en mí maravillas, canta en el Magníficat. Y lo ha hecho porque ella, como niña en brazos de su Padre, se ha dejado querer: ha mirado la pequeñez de su hija y ha querido complacerse en ser espléndido y generoso con ella.
Cada persona puede seguir el itinerario
de María de Nazaret en su experiencia mística. Muchos santos y santas lo
han hecho. María Magdalena es igualada a ella, llamada inmaculada por la
penitencia. No somos Dios. Pero
podemos llenarnos de él. Podemos ser su morada, santuarios suyos en la tierra.
Esta actitud y esta experiencia profundamente
mística, de sentirse penetrada y transformada por Dios, inundada de su gozo, es
la actitud genuinamente cristiana. Los teólogos lo explican: la primera
cristiana es María. Una mujer que se siente inmensamente amada por Dios y deja
que éste la guíe. Solo de una mujer así podía nacer un hombre extraordinario
que, a la vez que humano, era el mismo Dios.
Ser cristos no es ser dioses
Autores gnósticos toman el evangelio de Juan (Juan 10, 31-36) y los escritos de Pablo para fundamentar su convicción de que todos los seres humanos podemos llegar a ser dioses. Es verdad que Pablo afirma, con palabras audaces, que ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí (Gálatas 2, 20), y que todos estamos llamados a ser de estirpe divina (Hechos 17, 28-29) al incorporarnos a la vida de Cristo. Las iglesias orientales también hacen hincapié en que la misión de Cristo no es tanto la salvación sino como la divinización del ser humano. Todos estamos llamados a una vida eterna, plena y similar a la de Dios.
Y es cierto: en
nosotros hay una semilla de divinidad que pide ser cultivada y florecer. El
potencial de nuestra alma es inmenso y milagroso, y se sustenta en el ser
infinito y eterno que es Dios. Pero hay una diferencia entre la semilla y el
sembrador, como hay una diferencia entre la música y el compositor, entre la
escultura y el artista. Nosotros no somos la fuente, el origen, el fundamento.
No somos el Padre ni la Madre de todo cuanto existe y vive en el
universo. Y aunque los hijos se parecen a sus padres y comparten con ellos
parte de su naturaleza, no son idénticos a ellos, no son ellos. Esta es la
diferencia fundamental, que nos permite asombrarnos ante nuestra maravilla pero
a la vez nos hace humildes: no nos hemos dado el ser a nosotros mismos. Hay un
Dios todopoderoso y todo-amoroso que nos ha hecho existir.
La buena, la hermosa
noticia, es que lo ha hecho por amor. Venimos del amor, vivimos por amor y
estamos abocados a reunirnos con el Amor de los amores en el final de los
tiempos. No estamos solos ni somos arrojados a una existencia sin sentido. Por
tanto, nuestra actitud vital no debería ser el orgullo o la prepotencia, ni la
amargura existencial, ni la lucha esforzada por ganar méritos, sino una alegre,
serena e inmensa gratitud.
Volviendo a lo femenino sagrado... No podemos
forzar una lectura gnóstica ni feminista del evangelio ni de las palabras de
Jesús. Somos grandes, pero limitados. Llamados a la divinidad, pero no dioses.
Más que hablar de masculino o femenino sagrado, hablemos de humanidad sagrada
por ser fruto de Dios... Lo que en todo caso es sagrado es la doble
naturaleza, la sexualidad humana, que nos impulsa a la unión y a formar la
imagen más bella y perfecta de Dios en el amor.
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