Las plantas necesitan espacio
y tiempo para crecer. Y silencio. En el silencio crece la hierba, brotan las
hojas, maduran los frutos.
Las personas necesitamos
lo mismo para crecer. Espacio y tiempo. ¡Y silencio! Porque en el silencio
nuestra naturaleza reposa, arraiga, se alimenta y se expande. Necesitamos espacios
en blanco, de no pensar, no decir, no hacer… Espacios de quietud, física y
mental. De quietud espiritual, también, donde no hagamos nada más que estar,
presentes, vivos, respirando. Como las plantas que reciben sol, viento y
lluvia.
En el silencio, en la quietud
física, recibimos un sol mayor que el astro, y un viento más vivificante que la
brisa, y un agua viva que no se agota. En el silencio y la quietud somos
mirados por Dios, su Espíritu sopla sobre nosotros y nuestras raíces absorben
el agua de la vida.
¿Quieres crecer? Busca
espacios de silencio y calma. ¿Quieres vivir? Haz un hueco de silencio cada
día. ¿Necesitas cambiar? No te esfuerces en esculpir tu vida a golpe de
voluntad. El silencio te cambiará: te cambiará pasar tiempo de quietud bajo la
mirada amorosa y penetrante de Dios.
En el silencio es posible
la escucha. Si logras hacer silencio interior, si logras que cese tu parloteo
interno, entonces podrás oír otras
voces, otra música, otro viento.
En la quietud podrás
sentir y sentirte vivo. En ese sentir escucharás un mensaje.
Tanto como el alimento,
tanto como el afecto, tanto como la compañía, necesitamos, a diario, el
silencio.
Pídelo como pides un vaso
de agua, un plato de comida, unas horas de sueño. Pídelo y búscalo. Y vive esos
minutos ―¡ojalá horas!— de silencio como un regalo, en el que no haces nada y a
la vez haces lo más importante: ser, crecer, florecer.
En el silencio eres.
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