Se dice que la virtud es
el justo medio entre dos extremos. Los extremos son un exceso o un defecto y
ambos son viciosos; en el equilibrio se encuentra la virtud.
Por ejemplo, entre la
tacañería o la prodigalidad, está la generosidad. Entre la angustia y la
negligencia, está la responsabilidad. Entre el frenesí y la pereza está la
diligencia.
La virtud es bella y nos beneficia. Pero, como todo equilibrio,
requiere entrenamiento y práctica diaria. Es como aprender a caminar sobre una
cuerda floja. ¡Es tan fácil caer hacia uno u otro lado!
Hoy quiero hablar de tres
actitudes muy frecuentes. Comenzaré por los dos extremos. Cuando nos suceden
desgracias, accidentes o caemos enfermos solemos adoptar una de estas dos
posturas.
Muchas veces achacamos la
culpa a alguien, o a una circunstancia externa. El mal nos ha caído de manera
inesperada, injusta y cruel. Somos pobres víctimas.
Esta postura es cómoda, pues nos exime de toda responsabilidad y llama a la
compasión. Pero al mismo tiempo es desesperante, porque nos quita todo poder
sobre la situación que padecemos. En realidad, estamos renunciando a nuestro
poder y se lo estamos dando al otro: a la persona que creemos culpable, a los
tiempos que corren, al medio ambiente, a nuestros antepasados o a una especie
de destino fatal. Lo triste del victimismo es que nos inmoviliza. Estamos mal,
pero nos sentimos impotentes para hacer algo al respecto. Nos negamos a
cambiar, nos falta fe en nosotros mismos, no confiamos en que las cosas puedan
mejorar y esto nos impide crecer.
La otra postura es hacer
recaer las culpas en uno mismo.
Nadie más que nosotros tiene la culpa. Pero nos atacamos con crueldad, nos
castigamos y nos repetimos una y otra vez que somos malos, incapaces,
irremediables… Esta actitud tampoco nos hace crecer ni facilita el cambio. Puede
ser comodidad disfrazada de angustia. Es el fatalismo aplicado a uno mismo. De
nuevo el destino nos encadena.
¿Cuál es el punto medio?
Ni acusar a los demás de todos nuestros males, echando balones fuera del campo,
ni castigarnos a nosotros mismos machacándonos sin piedad. La postura virtuosa
es la responsabilidad. Sí, hay veces
en que nosotros somos responsables de lo que nos ocurre. Nuestra enfermedad,
accidente o mala suerte es fruto de nuestras acciones. Lo que hacemos y cómo
vivimos tiene consecuencias, y esto es hacernos responsables. Pero no
«culpables». Responsable es el que asume su parte en los hechos pero está
dispuesto a hacer algo para remediarlo. Responsabilidad es tomar las riendas. Hasta
donde yo puedo hacer algo, ¿por qué no hacerlo? Si puedo cambiar algo de mí,
¿por qué no intentarlo? De la misma manera que tengo poder y capacidad para
hacerme daño, lo tengo igual para hacer el bien y ayudarme. La misma energía
que empleo para castigarme y odiarme puedo utilizarla para amarme, cuidarme y
animarme a crecer. ¡Tan sólo se trata de dar un giro de 180 grados!
Cuando adoptamos la
postura virtuosa, la responsabilidad, estamos siendo benevolentes con nosotros
y con los demás. No tiramos culpas a nadie, pero nos hacemos cargo de aquello
que está en nuestras manos cambiar. Y nos ponemos manos a la obra. La
responsabilidad pide acción, y no
inmovilismo ni queja inútil.
La responsabilidad es libertad: ejercer nuestra capacidad de
querer algo distinto, algo bueno, y actuar según esta voluntad, eso es ser
libre. No hay fatalidad ni herencia del pasado que nos aten. Nos pueden
condicionar, pero no pueden predeterminar nuestro presente y nuestro futuro.
Somos libres y dueños de nuestro destino.
Pero ¿qué ocurre cuando
nos acaece algo que realmente está fuera de nuestras manos? ¿Qué sucede cuando
realmente somos víctimas de un hecho en el que no tenemos arte ni parte, ni
culpa ninguna? Por ejemplo, sufrir un terremoto, un accidente de avión, un
atentado terrorista o la muerte violenta de un ser querido.
Es en estos momentos
cuando la única actitud que puede liberarnos y hacernos crecer, pese a la desgracia, es el perdón. Perdón hacia nosotros mismos:
¡no somos culpables! Perdón hacia los que sí tienen una responsabilidad directa
o indirecta en la desgracia. ¡Y esto cuesta muchísimo más! En los momentos de
rabia y dolor desearíamos la muerte del culpable, el castigo riguroso, la
venganza. Pero la venganza no repara el mal cometido, y el odio no cura la tristeza.
El rencor tampoco cicatriza la herida: la mantiene abierta y sangrante y nos va
corroyendo por dentro. Una catástrofe mal curada nos puede torcer y arruinar la
vida.
La noticia esperanzadora
es que, por mucho que cueste, se puede
curar esa herida. La única respuesta ante la muerte es la vida. La única
salida al sufrimiento inicuo es el perdón. Perdonar y conceder el perdón es un
acto de enorme fuerza interior. Puede sanar al otro, pero sobre todo, y de
manera muy especial, nos sana a nosotros.
Es el camino arduo, lo
sé. La virtud nunca fue una pista de fácil recorrido. Pero es el camino bello,
el camino bueno, el que lleva a una verdadera vida. Hacernos responsables y
tener el valor de perdonar nos hace crecer, nos eleva por encima de la
desgracia y nos acerca a Dios.
Recuerda: entre el
victimismo y la culpa, la responsabilidad. Entre la desesperación y la
venganza, el perdón. Toma las riendas. Tú no diriges los vientos ni puedes
detener las tempestades, pero puedes, siempre, manejar las velas.
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