Una de las letanías que
más me llama la atención al rezar el Rosario es la que llama a la Virgen María Ianua coeli, puerta del cielo. Es un
elogio hermoso que convierte a María en un lugar sagrado, en un puente entre
lo humano y lo divino, umbral donde la materialidad y el espíritu se abrazan.
Puerta del cielo. Sí,
para muchos creyentes María es camino, faro, guía y puerta hacia el cielo que
es Cristo, su Hijo. María es una ruta segura, fiable, amorosa y maternal.
Cuando nos sentimos desorientados o perdidos, cuando las devociones fallan o la
fe flaquea, María siempre está ahí, sosteniéndonos como madre que es. Cuando el
engaño se disfraza de luz angelical, siempre hay una forma segura de limpiar
las falsas impresiones: seguir el camino de María.
María como modelo humano
es asombrosa. No por su grandeza ni por la hazaña irrepetible de su maternidad,
sino porque ¡es tan sencilla! Cualquiera, en el lugar o estado que se
encuentre, puede seguirla. María no hizo grandes proezas, no llevó una vida
destacada, no sobresalió en especial. Simplemente estuvo ahí, como esposa, como
madre, como ama de su casa, como mujer fiel. No hizo nada que no esté al
alcance de cualquiera de nosotros. Pero, al mismo tiempo, hizo algo que nadie
ha podido igualar: dar un sí a Dios, tan total, tan absoluto y abierto, que
hizo posible que entre el cielo y la tierra se abriera una puerta luminosa.
María es, para toda la
humanidad, puerta del cielo. El sí de María hace posible que Dios se haga
humano; el sí de María hace posible que lo humano se empape de divinidad. El sí
de María levanta el reino de Dios en la tierra. El sí de María tiende un puente
hacia la resurrección.
Para nosotros María es
puerta del cielo. Una puerta bella, amable, cariñosa y cercana. Pero ¿y para Dios?
Pienso que para Dios María fue la puerta de la tierra. Por ella, por su alma y
por su cuerpo, Dios entró en este mundo nuestro. Por ella Dios acampó entre
nosotros, haciéndose niño. Por ella anticipó un milagro, convirtiendo el agua
en vino; por ella adelantó la promesa de una vida eterna, resucitando a su
Hijo.
María es puerta para
nosotros y puerta para Dios. Para el Padre, que la creó con amor, para el Hijo,
que se alojó en su cuerpo, para el Espíritu Santo, que aleteó siempre en sus
entrañas.
¡Puerta del cielo! Ruega
por nosotros y guíanos. Puerta del cielo, enséñanos a abrir nuestras puertas al
Espíritu que nos transforma. Puerta del cielo, ayúdanos a ser, también,
pequeños portales por donde la luz de Dios pueda derramarse en el mundo.
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