Galileo Galilei utilizó
una imagen muy bonita y conocida en su tiempo para explicar cómo Dios se
comunica con los hombres. Dios nos habla a través de dos libros: el de la
naturaleza y el de la revelación. Podemos conocer a Dios contemplando las
maravillas del universo, y podemos conocerlo leyendo las sagradas escrituras,
donde los profetas y muchas voces inspiradas han querido transmitir su mensaje.
Para comprender los dos
libros, no obstante, decía Galileo que había que saber leer. Un científico
necesita estudiar para entender la belleza y la armonía del universo, sus
leyes, su perfección. Un teólogo igualmente estudia las escrituras para
descifrar el mensaje de amor que Dios quiere enviar a los hombres. A veces es
fácil quedarse en el libro mismo, en sus detalles y en su propia hermosura, y
perderse el significado más profundo de la realidad. Por ejemplo, cuando contemplando
un paisaje alguien puede pensar que la misma naturaleza es Dios, y que todo el
cosmos es Dios. O leyendo un pasaje bíblico alguien puede creer literalmente lo
que dice, y pensar que Dios creó el mundo exactamente en siete días. Estas son
dos formas superficiales y equivocadas de leer los dos libros.
Pero hay un tercer libro
mediante el cual Dios nos habla y se nos comunica constantemente. ¿Cuál es?
Eres tú. Soy yo. Somos
nosotros: ¡las personas humanas!
Este tercer libro es todavía
más próximo y certero que los otros dos. ¿No dice la Biblia que estamos hechos
a imagen y semejanza de Dios? Lo más parecido a Dios que existe… es cada uno de
nosotros.
Dice Tomás de Kempis en La imitación de Cristo: «El humilde
conocimiento de ti mismo es más cierto camino para Dios que escudriñar la
profundidad de la ciencia» (III, 4).
Conócete a ti mismo,
decían los sabios clásicos. Conócete y te acercarás a Dios. Y podemos pensar:
¡qué desastre! Si Dios es como nosotros, tan lleno de defectos, tan voluble,
tan cargado de miedos, violencias, caprichos y miserias… ¡Qué poco nos podemos
fiar de este Dios! Los más avispados pensarán: Este Dios es un invento.
Pero las personas no nos
parecemos a Dios en nuestros defectos, fallos e ignorancias. Eso es la superficie,
la corteza de nuestro ser. Si ahondamos en nuestra realidad, sin miedo, vamos a
encontrar un panorama distinto.
Santa Teresa habla de la
morada interior, ese «castillo de claro cristal» cuya belleza y profundidad es
tal que asusta. ¡Nunca llegaremos a conocer la hondura y la inmensidad de
nuestra alma! Que es inmortal y posee un caudal inagotable de dones que en
buena parte desconocemos.
No tenemos ni idea de
cómo somos al poseer un alma inmortal, creada por Dios a semejanza de él. Pero tenemos
muchos atisbos. Es nuestra alma la que nos permite amar sin límites, superar
nuestros fallos y recomenzar de nuevo. Es nuestra alma la que nos permite
perdonar, perseverar, entregarnos, lanzarnos a las mayores proezas. Es nuestra
alma la que nos hace creativos ―a imagen
del Dios creador― y generar belleza. Cuando contemplamos a una bailarina
danzando, a un atleta olímpico ejecutando sus ejercicios, a un surfista sobre
las olas; cuando escuchamos la música de un compositor, una canción de amor;
cuando admiramos el cuadro de un pintor, la escultura de un artista, o cuando leemos
una poesía o un relato que nos fascina, estamos viendo los frutos de esa
capacidad creativa que se parece a Dios. Cuando vemos a un misionero, a un
cooperante, a un voluntario derramando amor en esos lugares del mundo donde
Dios parece ausente, estamos viendo un espejo de Dios. Una madre abrazando a su
hijo es imagen de Dios. Un niño jugando es imagen de Dios. Cuando nos quedamos
solos y nos adentramos en nuestro yo, y descubrimos nuestros deseos y sueños
más hondos, anhelos de amor, de belleza, de bondad y alegría, estamos viendo un
destello del sueño de Dios.
Sí, Dios nos habla a
través de nuestra alma, de nuestra conciencia, de nuestros deseos y nuestras
fragilidades. Todos somos un libro de Dios. Más o menos cifrado, más o menos grande, discreto, nuevo
o roto. Pero siempre imagen de Dios. ¿Quieres ver a Dios? Mira a tu prójimo. Y si
te resulta difícil ver a Dios en una persona cargada de defectos que a lo mejor
te molesta o no te cae bien, aprende a leer. Lee entre líneas, escudriña detrás
de las páginas sucias y de la tinta corrida. Hay un mensaje de amor escrito en
ese libro. Aunque sea un amor herido y arrastrado por el fango. Aprende a leer
y te abrirás al don de una inteligencia mucho más penetrante que todas las
ciencias.
¿Quieres ver a Dios?
Mírate al espejo. Deja de castigarte y juzgarte y ve en ti una obra maravillosa
de Dios. Única y amada por él. Ámate así, tal como eres, como él te hizo y te
ama. Mírate a los ojos y descubre en ti esa morada de claro cristal, hecha por
manos divinas y donde la luz infinita quiere habitar.
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