Leyendo los testimonios
de Neil Vélez y Jorge Negrete, misioneros de Jesús, reflexiono despacio y con
agradecimiento algunas de sus palabras. Ellos, como muchas otras
personas, sintieron en un momento muy crítico de sus vidas que Jesús estaba con
ellos, y que ya los había salvado. Salieron de situaciones muy graves que
desde un punto de vista humano parecían desesperadas, incluso irreparables.
El problema que tenemos
los cristianos es que «sabemos» mucho de Dios. Leemos la Biblia, vamos a misa,
los más inquietos nos lanzamos a estudiar teología. ¡Sí, sabemos mucho! Pero
quizás… ¡lo conocemos muy poco!
Cuánto mejor sería
estudiar menos, leer menos, incluso hablar menos, y acurrucarnos, cada día un
ratito, en brazos de Dios. Y dejar que él nos hable. O no. Simplemente, en el
silencio, dejarnos amar por él.
¡Entonces comenzaríamos a
conocerlo! Y, en ese encuentro, nos daríamos cuenta de una verdad muy grande.
Una verdad que, de tanto oírla, es como si no la oyéramos y ni siquiera
creyéramos en ella.
«Cristo murió por ti y
entregó hasta la última gota de su sangre, también
por ti». ¿Qué significa esto? ¿Acaso es un recordatorio para sentirnos
culpables, o responsables, o temerosos, porque le debemos algo a Dios?
No, no le debemos nada a
Dios. Jesús dio su vida, y la dio porque quería. Nos quería tanto que murió de
amor y por amor. Dios nos ha dado el universo, y cuando no le ha quedado nada
más que darnos, se nos ha dado él, hasta la última gota de sangre. Lo ha hecho
porque quiere, porque nos ama, porque le da la gana y porque es así de grande,
espléndido, derrochón de amor.
No conocemos a Dios
porque no tenemos ni idea de cuánto nos ama. Si fuéramos un poco conscientes de
ello, nuestra vida daría un vuelco y tendríamos una alegría inagotable. Sí,
tendríamos un gozo tremendo, aún entre medio de dificultades y pasando momentos
de dolor y sufrimiento.
Otro problema que tenemos
los cristianos es que creemos que Dios nos ayudará… en el futuro. No creemos
que ya nos ayudó, ya nos salvó, ya nos ha sanado.
Imagina que te metes en
un negocio equivocado y contraes un montón de deudas. Andas abrumado y
afanándote por trabajar horas extra, ganar todo lo que puedes e ir pagando esas
deudas que te aplastan. Un buen día conoces a alguien. Te escucha, se compadece
de ti y al día siguiente viene a verte y dice: Mira, he pagado todas tus deudas.
¡Estás libre! No te lo quieres creer, pero él te muestra el comprobante de pago
con todas las cifras y letras. Es verdad, y lo mejor es que ese mecenas te dice: No
me debes nada. Olvídalo y empieza de nuevo. Lo hice porque podía y quería
hacerlo. Por ti.
¿Cómo reaccionarías?
¿Creerás en el amor y la gratuidad de ese amigo inesperado? ¿Aceptarás su
gratuidad? ¿No te sentirás mal, ni ofendido? ¿Seguirás angustiándote porque crees
que, ahora, le tienes que devolver a él todo ese dinero?
Así somos con Dios. Él ha
pagado todas nuestras deudas morales, psicológicas y espirituales. Todo cuanto
nosotros consideremos que tenemos pendiente: llámalo pecado, karma, herencia
del pasado, patrones aprendidos, lastre educacional, culpa, resentimiento,
venganza, temor, ofensa, errores cometidos… Todo está saldado. Como a la mujer
pecadora, Jesús nos dice: yo ya morí por ti. Lavé todas las manchas con mi
sangre. Lo pagué todo. Empieza una nueva vida y vete en paz.
¿Nos lo acabamos de
creer?
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