Jesús les respondió: Os aseguro que si tenéis fe y no dudáis, no solo haréis lo que yo acabo de hacer con la higuera, sino que podréis decir a esta montaña: levántate de ahí y arrójate en el mar, y así lo hará. Todo lo que pidáis en la oración con fe lo conseguiréis. (Mt 21, 21-22)
Cuando leemos este pasaje, en seguida se nos hace evidente nuestra falta de fe. O quizás nos parecen palabras inalcanzables, casi mágicas, o simbólicas. ¿Es posible obrar tales prodigios? Jesús podía, sí, porque era Dios, pero nosotros…
Y, sin embargo, Jesús nos asegura que con fe podríamos hacerlo. En un pasaje evangélico dice que sus discípulos harán cosas «aún mayores que él». ¿Nos está enredando o nos habla en clave?
El evangelio nos da pistas. Sus discípulos, hombres de carne y hueso, cargados de defectos, como nosotros, pudieron. En su momento, curaron enfermos, expulsaron demonios e incluso de San Pedro se cuenta que resucitó a un muerto, durante sus andanzas apostólicas. Podemos. Porque el poder de Dios no nos está vedado. Somos nosotros quienes le ponemos obstáculos y barreras con nuestra falta de fe.
En todo caso deberíamos preguntarnos cuántas cosas podríamos mejorar en nuestra vida diaria, contando con la ayuda de Dios y una fe inquebrantable, y cuántas cosas dejamos de hacer simplemente porque antes de intentarlo ya nos damos por vencidos. Pero la fe pide coraje. Y pide confianza sin límites. Pide saber caminar a oscuras, sin ver lo que sucederá. Es, quizás, ese gesto confiado de «lanzarnos al vacío», sabiendo pero sin saber, creyendo sin certezas. No a ciegas ni a locas, porque sabemos que Dios todo lo puede, pero no tenemos la evidencia científica, la seguridad, la garantía que tanto nos gusta reclamar desde nuestra mentalidad positivista y cobarde.
Creamos. Y sepamos esperar, porque algunos frutos piden tiempo para madurar. Lo que es de Dios florecerá un día u otro, en su momento, cuando él lo vea más oportuno. Y siempre será para nuestro bien.
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