Entonces le presentaron a un paralítico tendido en una camilla. Al ver la fe de esos hombres, Jesús dijo al paralítico: «Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados». (Mt 9, 2)
Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: «Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado». Y desde ese instante la mujer quedó curada. (Mt 9, 22)
Al llegar a la casa, los ciegos se le acercaron, y él les preguntó: «¿Creéis que yo puedo hacer lo que me pedís?». Ellos le respondieron: «Sí, Señor». Jesús les tocó los ojos, diciendo: «Que suceda como habéis creído». (Mt 9, 28-29)
Entonces Jesús le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla tu deseo!». Y en ese momento su hija quedó curada. (Mt 15, 28)
En los evangelios se relatan muchos milagros
de Jesús. En todos estos relatos aparecen tres elementos: la súplica del
enfermo, la respuesta de Jesús y la fe. Jesús insiste una y otra vez que es la
fe la que salva, y siempre pregunta al enfermo qué quiere, antes de curarlo.
Los médicos conocen bien el llamado efecto
placebo y el impacto de la sugestión en la salud; muchos terapeutas nos hablan
de la fuerza del pensamiento y su capacidad curativa. Todos hemos oído aquel
viejo dicho: querer es poder. Alguien
dijo: piensa sano y lo estarás. ¿Es tanta la fuerza de nuestra mente y de
nuestra voluntad?
Jesús así lo afirma, aunque él habla, en
concreto, de la fe. Creer en lo que todavía no es, creer en lo que se desea,
poner toda la confianza en que eso ocurrirá, parece acelerar o precipitar el
cambio, la curación. Pero en el evangelio no se nos habla de la fe en cualquier
cosa o persona, sino de fe en Jesús.
Quienes acuden a él para ser curados no confían en sí mismos ni en sus propias
fuerzas, sino en él, ese hombre que mira a los ojos y que transforma el alma de
aquel a quien mira. El hombre que desprende amor de Dios por todos sus poros. El
hombre cuyas manos abren el cielo y colman de bendición.
Los milagros, dicen algunos teólogos,
siguiendo fielmente el texto evangélico, son signos del Reino de Dios. La salud
es propia de este Reino. Dios nos quiere sanos, libres, en la plenitud de
nuestras capacidades. La liberación de la enfermedad, tantas veces ocasionada
por un alma rota o un corazón herido, es una parte de este Reino.
Por eso, tener fe en Jesús, tener fe en Dios, produce
milagros. No por nuestras fuerzas ni por el poder de nuestra mente, sino porque
nos convertimos en canal abierto, fuente por donde desciende una fuerza y un
poder bienhechor mucho más grande que nosotros mismos, del que somos
recipientes y transmisores. ¿Cómo adquirir esa fe tan grande? Yendo a la
fuente. Y llegar a la fuente pide emprender un camino, una búsqueda, y también
pide una sed. Solo quien está sediento ―deseoso― y quien se sabe pequeño y enfermo ―necesitado―
tendrá el ánimo suficiente para alcanzar ese manantial del que brota la Vida
con mayúscula. Allí verá su deseo colmado y su alma quedará sana.
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