El relato del diluvio universal, tal como lo cuenta la Biblia,
se presta a muchas interpretaciones. Desde la visión judía y cristiana,
representa una nueva creación. El mundo se ha corrompido, Dios se entristece y
se arrepiente de haber creado este mundo, tan hermoso y perfecto, que los
hombres han estropeado con su violencia y su orgullo. Y decide enviar una
inundación que lo barra todo para comenzar de nuevo. No obstante, salva a un
justo, Noé, con su familia y una serie de animales. Ellos serán el inicio de
una nueva generación de vida rescatada. Cuando cesa el diluvio y la tierra
firme emerge, Dios sellará una alianza eterna con Noé y su descendencia. Ya no
volverá a devastar la tierra. Ofrecerá su amistad al hombre para siempre.
Las causas del diluvio, tal como lo constata el Génesis, son
la violencia y la inclinación al mal en el corazón humano. Así es como los
autores bíblicos intentaron explicar la presencia del mal en el mundo. No es
que el mal sea un dios enemigo, o una entidad poderosa que se enfrenta a Dios. El
mal es fruto del uso erróneo de la libertad de los hombres, de su arrogancia,
de su pretensión de endiosarse y disponer de la vida y de la naturaleza a su
antojo.
Incluso podría hacerse una lectura ecologista de esta
historia. Cuando el hombre pretende explotar sin límites los recursos
naturales, cuando quiere dominar la naturaleza y forzarla para su beneficio, esta
puede vengarse. Sobreviene una catástrofe natural y nos sentimos pequeños y
humillados, insignificantes ante el poder de los elementos. La naturaleza nos
llama a la humildad. El mensaje ecologista del diluvio no puede ser más actual
en estos tiempos, en que vivimos la incerteza y las consecuencias de un cambio
climático que está provocando grandes migraciones y altibajos en la economía mundial.
El diluvio como respuesta de Dios nos puede parecer un
castigo desproporcionado. Pero si lo vemos en términos meramente naturales la
perspectiva cambia. La naturaleza puede parecernos despiadada… Pero no lo es. La
naturaleza no es bondadosa ni cruel: simplemente es como es, y conocerla nos debería
llevar a respetarla. Pero Dios es persona. Como persona, puede sentir ira y
compasión. Y sabemos que Dios, por encima de todo, es misericordioso y
compasivo. ¿Qué hace? Busca medios para salvarnos.
En la mentalidad del Antiguo Testamento, Dios era el
protector de Israel. Por eso Dios no salva a toda la humanidad, sino a un
justo, a un grupo de elegidos, que dará origen a su pueblo.
Pero, en el Nuevo Testamento, Dios no salva a un pueblo ni a
una minoría de fieles seguidores. Cuando Dios viene al mundo, encarnado en Jesús
de Nazaret, su misión es salvar a todos:
amigos y enemigos, fieles y no creyentes, judíos y gentiles, próximos y
alejados.
El diluvio es la historia de una catástrofe, una salvación y
un nuevo comienzo. Pues bien, en el Nuevo Testamento este relato encuentra su
eco en la vida de Jesús.
Yo soy el agua viva,
dice Jesús. Si en el Antiguo Testamento el diluvio lavó al mundo de sus
maldades, en el Nuevo es Jesús, con su sangre, el agua que lava todos los
pecados y heridas de la humanidad.
Si en el Antiguo Testamento Dios instruyó a Noé para que
construyera un arca, como lugar y refugio de salvación, en el Nuevo es Jesús
quien se convierte en el nuevo templo de la alianza. Su cuerpo nos salva.
Si en el Antiguo Testamento se salvaron unos pocos elegidos,
en el nuevo es toda la humanidad la que es rescatada.
Si en el Antiguo Testamento un arco iris en el cielo señaló
el pacto entre Dios y el hombre, en el Nuevo el pacto se cierra en el silencio
de un amanecer, con una tumba vacía.
Ya nunca más volveré a
destruir a todos los vivientes, dice Dios en el Génesis (8, 21). En el evangelio,
Dios nos promete a todos una vida plena, resucitada, que salta hasta la
eternidad.
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