Mateo 8, 1-4.
En el evangelio del viernes 30 de junio leímos la
curación de un leproso a manos de Jesús. El leproso se acerca a Jesús y le
pide: Si quieres, puedes limpiarme. Jesús se acerca, extiende su mano, lo toca
—¡a un impuro, un intocable!— y dice: Quiero, queda limpio. El leproso marcha
curado, y Jesús le pide que no diga nada a nadie pero que vaya al sacerdote y
haga la ofrenda debida por su curación.
Leo el comentario de José Pedro Manglano a este episodio.
Nosotros también podemos sentirnos como el leproso: miserables, sucios,
indignos de ser amados tal como somos.
Me impactan estas frases. ¿Cuántas veces no me he sentido
así por dentro? Indigna de amor, no merezco ser amada porque soy como soy. ¡Lepra
en el alma!
¿De dónde viene esta enfermedad? Los psicólogos se
lanzarían a investigar en los orígenes familiares, en traumas, en la educación
recibida, en los rasgos de temperamento… Algo o alguien nos hizo contraer esta
oscura enfermedad que devora la alegría y la fuerza interior. Pero, sea cual
sea el origen de esta lepra, lo importante es curarla. Y no es posible la
sanación sin ayuda. ¿Cómo cura Jesús? Tocando. Tocando la llaga, poniendo su
mano allí donde más nos duele, en ese rincón oscuro, en el pozo de nuestras
miserias. Nos toca y nos cura.
Esta es la experiencia sanadora y liberadora. Podemos
sentirnos mal, a disgusto con nosotros mismos, peleados con nuestros límites,
nuestros condicionantes, nuestros orígenes y nuestras ataduras. Jesús viene a
tocar nuestra herida. Quiero, sé limpio. Ante Dios, todos somos dignos y
merecedores de amor. Todos somos amables.
Él nos restaura la dignidad herida. Todos somos hijos de Dios. Él nos restaura
la realeza perdida.
Después de la curación, la ofrenda. ¿Qué podemos ofrecer a
Dios, que nos cura y nos restaura? ¿Cómo agradecerle que nos devuelva el gozo
de vivir, de ser nosotros mismos, de ser libres?
La mejor ofrenda es la de uno mismo. ¡Cuántas vocaciones
surgen de almas heridas y sanadas! De la sed pasamos a ser fuente, canal del
agua viva que nos limpió y nos devolvió a la vida.
Me sanaste y me llamaste. Mi ofrenda fui yo misma. Y tú la
transformaste. De sanada a llamada. ¡De sedienta a fuente!
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