En estos días próximos al fin de curso las fiestas se
multiplican. En las calles, en los barrios, en los parques y las plazas…
¡También en los colegios! Vivo cerca de una escuela de primaria y hace pocos
días todos los vecinos supimos que celebraban su fiesta de fin de curso. ¿Por
qué? No sólo por los carteles, la bonita decoración o la afluencia de niños y
papás a las puertas de la escuela, sino por el ruido.
La música empezó a media tarde, amplificada por una
potente megafonía, y se alargó hasta más de medianoche. Más de un vecino debió
sufrirla. Potente, avasalladora y estridente, como en cualquier otra fiesta
donde parece que lo más importante es ese volumen elevado que todo lo envuelve
y que hace imposible otra cosa que no sea bailar, dejarse arrastrar por el
ritmo o gritar.
Imagino que los profesores y el ampa del colegio lo han
preparado con dedicación y cariño. Imagino que habrán invertido tiempo,
creatividad y no poco dinero en preparar una fiesta así. Una fiesta casi como
las de los adultos. La mejor fiesta para sus hijos. Una fiesta que pretende ser
divertida, pero que en realidad los está iniciando en la estridencia y la
desmesura de las juergas de fin de semana a las que se entregan tantos
adolescentes, jóvenes y adultos. El colegio enseña y prepara para la vida.
Parece que también quiere preparar a los niños para dejar de ser niños. Dentro de unos años, esos
mismos padres se angustiarán porque su hijo o su hija no regresan a casa a
horas razonables, o regresan colocados con quién sabe qué sustancias, o
frecuentan lugares y amistades poco recomendables. Les preocupará su depresión,
su adicción, el dinero que gastan o los riesgos que corren.
Quizás no han pensado todo esto a la hora de organizar la
fiesta infantil de final de curso en el colegio.
A mí me preocupa. Me da que pensar que las escuelas, lugar
de educación y formación de nuestros niños, sean también el lugar iniciático
donde aprenden lo contrario de la educación. Me da que pensar que se fomenten
los valores humanos, el respeto y la inteligencia emocional y, al mismo tiempo,
se les dé como premio de final de curso una dosis generosa de casi lo
contrario.
Porque… ¿nos hemos parado a pensar en qué significa el
exagerado volumen de la música y su ritmo machacón en las fiestas? No seamos
ingenuos. No se trata de algo inofensivo. En primer lugar, la música a un
volumen excesivo es dañina para la salud. Lesiona los oídos y es especialmente
perjudicial para los niños. Comprobadlo: ningún niño sano, cuando es expuesto a
una música estruendosa, reacciona con gusto. Se asusta, le molesta, le genera
incomodidad. Con el tiempo se puede habituar, pero su reacción inicial es de
rechazo. Las lesiones de oído causadas a edades tempranas ya no se recuperan.
¿Queremos que nuestros hijos se queden sordos o medio sordos antes de alcanzar
la madurez?
Pero vayamos más allá de los daños físicos. La música
elevada crea un estado de conciencia. El ambiente generado en las discotecas,
en los conciertos, en las salas de fiestas e incluso en los centros comerciales,
con esa música arrolladora que todo lo sumerge, está pensado para crear
sensaciones, emociones y una actitud de abandono, desinhibición y pérdida de
control. El ruido induce una actitud compulsiva, instintiva, primaria. Puede
desahogar pero también puede exacerbar. Todo está calculado. La música a todo
gas dispone al exceso, al no pensar. Arrastra, literalmente. Es una forma de
manipulación tremendamente eficaz.
Música, ritmo, sonido, sensaciones… No parar, no parar, no
parar, dejarse llevar, gritar, reír. Sí, es liberador,
pero es peligroso si no se ponen cauces. Quien se deja llevar no piensa, y
quien no piensa no es libre. ¿No resulta
curioso que la escuela, que en teoría se propone educar a ciudadanos libres,
termina su curso con una fiesta que fomenta el aborregamiento? ¿No parece
contradictorio que después de un curso enseñando a los niños a pensar acabemos
fomentando en ellos la compulsión ciega? ¿No es preocupante que por un lado
fomentemos el respeto y por otro estemos alimentando el desmadre?
Esta ambigüedad se cobra su precio. Los padres y
educadores no podemos quedarnos de brazos cruzados ni resignarnos. No podemos
decir: Es que la sociedad es así y nos arrastra.Es lo que hay. Seguimos siendo
personas. Seguimos siendo libres, si queremos. Seguimos pudiendo pensar e
imaginar algo mejor. Aún podemos inventar fiestas que sean divertidas, liberadoras,
creativas y que no fomenten esos antivalores que destruyen toda la labor
educativa de un curso escolar.
El ruido y el volumen son un síntoma… Alfo falla en el
sistema educativo. No sólo en los planes de estudios, sino en los valores
profundos que sustentan nuestros colegios. ¿Qué queremos enseñar y transmitir a
nuestros niños? Seamos honestos y atrevámonos a cambiar. ¿Se pueden hacer
fiestas sin exceso de decibelios, sin exceso de ruido, sin excesos de ningún
tipo que dañen la salud, física y mental? Estoy segura de que sí. Escuelas,
¡tenéis un buen reto!
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