Sé que con este título
estoy siendo provocadora. Estoy desafiando una imagen que los creyentes tenemos
grabada muy adentro: Dios es padre. Dios es papá. Dios es bueno como un padre y
una madre…
Y sí, es verdad que Dios
es Padre, lo creo y lo siento así desde que era muy niña y sé que es una bella
imagen para intentar comprender un poco, sólo un poco, cómo es Dios.
Finalmente, Jesús llamaba a Dios Abba,
que vendría a ser como llamarle papá. Pero la verdad es que Dios es mucho,
mucho mejor que nuestros padres.
Para los niños los padres
son dioses. Sean más o menos buenos, cariñosos, protectores o exigentes, los
niños adoramos a nuestros padres. Y la mayoría de padres, a su manera, nos
quieren. Pero ¿qué ocurre cuando esto no es así? Para un niño maltratado o
abandonado por sus padres, decirle que Dios es como un padre no es una
comparación muy acertada.
Las comparaciones siempre
se quedan cortas. Y más aún cuando intentamos definir con términos humanos a
alguien tan inmenso e inabarcable como Dios. Por eso podemos decir que Dios es
un padre bueno, que nos ama incondicionalmente y nos quiere dar todo lo bueno
del mundo. En ciertas cosas, Dios no es como nuestros padres.
Por ejemplo, muchos
padres humanos proyectan sus sueños, sus necesidades y sus frustraciones en sus
hijos. No lo hacen por mala voluntad, incluso muchas veces no se dan cuenta de
ello. En su deseo de que los hijos los superen, en realidad están cubriendo sus
carencias y el rigor que quizás ellos tuvieron que soportar cuando eran niños.
Por eso quieren que el niño sea una imagen de su ideal y, sin darse cuenta,
pueden ejercer una presión inconsciente sobre sus hijos, pidiéndoles que
respondan a esta imagen. El hijo, para buscar la aprobación y el amor paterno,
aceptará esta exigencia y dejará de ser él mismo. La psicoanalista Alice Miller, habla de la verdad olvidada, el ser auténtico
que se ve reprimido para poder encarnar ese modelo que satisface a los padres.
Cuando el niño llegue a ser adulto, repetirá la historia con sus propios hijos
o con las personas que dependan de él. Esperará que colmen sus expectativas y
se sentirá traicionado si no es así. También sentirá un vacío y una angustia interior
porque no acaba de sentirse bien consigo mismo. Este vacío se llenará con
cualquier tipo de actividad o sustancia, a veces dañina: ya sea una conducta
compulsiva, una droga o una persona que quizás le maltrate. Por otra parte,
puede ser que los hijos se reboten y rechacen adecuarse al modelo que les
imponen los padres. ¡Entonces saltarán las chispas en el ámbito familiar! Cuando
la situación llegue a ser muy dolorosa, el hijo o el padre verán la necesidad
de buscar ayuda. Si encuentran un buen terapeuta o un amigo sincero quizás
podrán desentrañar el drama de su infancia y reencontrarse ambos con su yo
auténtico, reenfocando su vida y comenzando a vivir con autenticidad.
La psiquiatra Jean Shinoda Bolen habla del mito griego
del lecho de Procusto. Era una cama de hierro en el que cabía un hombre
con las proporciones físicas que se consideraban ideales. Procusto invitaba a
los viajeros a su posada y de noche los acostaba en el lecho. Entonces cortaba
con un hacha las partes del cuerpo que sobresalían; las que eran cortas las estiraba
a martillazos hasta que el cuerpo correspondía con las medidas del lecho. Esto,
simbólicamente, refleja los patrones que una sociedad impone en el individuo.
Se potencia lo que se considera bueno, se corta o reprime lo malo. Así, la
persona que encaja idealmente no es ella misma, sino un sujeto mutilado por un
lado y forzado a estirarse por otro. La psique maltratada así duele y termina
dando problemas. Reclama su lugar, su naturaleza propia: la persona quiere
liberarse y ser ella misma.
¿Dónde está Dios, en todo
esto? Para los psiquiatras y filósofos ateos, Dios es una proyección humana que
representa justamente esta fuerza represora del padre y la sociedad. El
feminismo místico también mete a Dios en este esquema patriarcal, donde se
exige a la persona que se someta a unos cánones de conducta para encajar en la
comunidad y se la priva de ser ella misma, valiéndose de los sentimientos de
culpa y vergüenza, y utilizando una metodología autoritaria: el premio y el
castigo.
Pero ¡qué lejos queda
Dios, el auténtico Dios, de estas simplificaciones! Pobre Dios, queremos
hacerle lo mismo que nos han hecho a nosotros: queremos encorsetarlo en
nuestros esquemas humanos y acabamos reduciéndolo a una caricatura grotesca y
cruel. El mismo miedo que nos da ser nosotros mismos y reconocer la grandeza de
nuestra alma nos lo produce pensar en un Dios que no se deja domesticar, ni
poseer ni comprender del todo, porque sencillamente nos es imposible. ¡Nos
asusta el misterio! Ante el miedo, lo reducimos a una imagen represiva. Y
después destruimos esa imagen porque es mala y nos molesta.
Pero Dios, como nuestra
propia alma, ¡se escapa a todas estas maniobras!
Dios no es como papá.
Dios no quiere que seamos así o asá. No nos quiere modelar, estirar, cortar y
encajar en un molde ideal. Dios no nos castiga cuando somos nosotros mismos, ni
nos premia cuando nos esforzamos por agradarle. Dios nos ama siempre, porque
somos. Porque nos ha hecho y nos sostiene en el ser. Porque no puede hacer otra
cosa que amarnos, independientemente de nuestra respuesta. Nos ama con el amor
incondicional que conocen algunas madres ―no todas―. Nos ama como no nos
atrevemos a imaginar. Nos ama… quizás, demasiado. En realidad, demasiado no existe para Dios. Para él
no hay mesura.
Dios quiere que
florezcas. Dios quiere que seas tú mismo. Dios te ama como eres. Dios te desea
libre, completo, feliz y pleno. Dios te ama más que tú a ti mismo. No te juzga.
No te reprime. Y si te equivocas y te haces daño a ti mismo, o a otros, siempre
está dispuesto a borrar tus faltas y a darte el impulso y la fe que necesitas
para empezar de nuevo.
Tú quizás no crees en
Dios, o desconfías de él. Dios cree en ti. Pero es tan respetuoso de tu
libertad, tan delicado para no avasallarte, que se mantiene a la justa
distancia. No se desentiende de ti, pero espera a que tú le abras la puerta.
Espera que tú le invites. No quiere forzarte ni obligarte, ni siquiera a amar.
Pero él te ama. Te ama, te espera y confía en ti, siempre.
Dios no es como papá. Es
mucho, muchísimo más.
* * *
Dicho esto, ¡cuánto debo
agradecer a mis padres, a pesar de todo! Pues ellos también sufrieron, ellos
también recibieron las proyecciones y sueños de sus propios padres ―mis
abuelos― y también lucharon por ser ellos mismos y por forjar su futuro. De
ellos he recibido la vida, ellos me enseñaron lo mejor que sabían, me dieron lo
mejor que tenían y con ellos aprendí a pronunciar el nombre de Dios. Mirándome
en ellos aprendí qué es el amor, amor humano, sí, en su versión defectuosa y
condicionada, pero no por ello menos amor. Y gracias a ellos también se
despertó en mí el deseo de plenitud, de ser yo misma y de poder encontrarme
para darme, luego, a los demás.
La Biblia compara el amor
a Dios con el amor a los padres. No es porque sí. Aunque el de Dios sea
infinitamente mayor, más amplio, más profundo y más bello, este amor siempre
nos llega encauzado en historias y vidas humanas. Por eso, aunque estén heridas
o enfermas, débiles o fuertes, es bueno acoger y amar nuestras raíces. Es bueno
perdonar, sí, aunque esto no signifique someterse. Es bueno amar y bendecir
nuestro suelo y nuestro subsuelo, del que nacimos. Pero sin olvidar que todos
crecemos hacia arriba, respirando aire, buscando el sol.
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