En las últimas décadas,
con la eclosión del feminismo místico y teológico, se ha venido a subrayar que
Dios, más que padre, es madre. La Biblia nos da muchas expresiones del amor
materno de Dios: águila que lleva a sus polluelos, clueca que protege a sus pollitos
en sus alas, madre que amamanta a su bebé, leona que protege a sus crías…
También se dice que el
amor del padre siempre es más condicional, porque el padre educa y prepara al
niño para que se amolde a su sociedad. Por tanto, el amor paterno es más
exigente, da pero pide a cambio, estira, corrige, orienta. En cambio, el amor
materno, más nutridor, se dice que es incondicional. La madre ama a sus hijos
sean como sean, tanto si se portan bien como si no, tanto si responden a sus
expectativas como si salen originales, rebeldes o bichos raros.
El feminismo, que ha
asociado la imagen de Dios con una sociedad patriarcal y autoritaria, también
busca esa imagen femenina de Dios para promover una sociedad más maternal y
solidaria, donde los valores femeninos ―cuidado, ternura, cooperación― primen
sobre la lucha y la competitividad. Si Dios es el ser supremo que crea por
amor, ¿no sería más adecuado hablar de una Madre, antes que de un Padre? Si es
compasivo y amoroso, ¿no sería mejor hablar de la Diosa?
El amor incondicional es
básico para vivir. Todos los niños necesitan ser amados y aceptados. Pero a
medida que crecen también necesitan un amor educador, no represor, pero sí
orientador, que sepa exigir en la medida justa para que el niño acepte retos y
pueda desarrollarse. Si el amor paternal educador corre el riesgo de caer en el
autoritarismo y la represión, el amor maternal corre otro riesgo: el de no
cortar jamás el cordón umbilical y convertirse en una eterna dependencia.
Los padres pueden
proyectar su ideal y sus frustraciones en sus hijos. Pero las madres también
pueden proyectar en ellos sus carencias y su necesidad de ser amadas y
valoradas. Si la madre se convierte en una diosa nutridora y se aferra a su
papel, dificultará que sus hijos se independicen y vuelen fuera del nido. El
padre puede pecar por autoritario; la madre puede pecar por posesiva y
devoradora de sus hijos. Ambas tendencias hacen daño e impiden crecer. En ambas
los padres, quizás inconscientemente, están utilizando a sus hijos para compensar
sus traumas y vacíos.
Por supuesto, este cliché
sobre los padres y las madres, aunque muchas veces se aproxima a la realidad,
no deja de ser un patrón. En la vida real, a veces son ambos progenitores los
que se muestran exigentes; otras veces es el padre quien ama
incondicionalmente, y quizás la madre presione a sus hijas para que sean copias
de ella misma, o de su ideal femenino. A muchas madres les cuesta admitir que
no poseen a sus hijos. Llegará un momento en que los hijos ya no las necesitaremos. Podemos
quererlas con gratitud, como mujeres y amigas, pero ya no como eternas nutridoras.
No hay dos historias
familiares iguales, ni dos padres ideales, y es difícil encontrar una persona
que nos ame perfecta e incondicionalmente. Con todo este bagaje, todos nacemos,
crecemos, nos educamos y vamos abriéndonos paso en la vida como podemos.
Algunos mejor, otros peor.
Y llega un momento, en la
adolescencia o quizás en la edad adulta, en que nos cuestionamos todo: nuestra
educación, nuestra familia, nuestra religión, nuestra sociedad y a nosotros
mismos. En el fondo, es una llamada acuciante que surge de nuestro interior más
íntimo: el anhelo de ser plenamente nosotros mismos.
En ese anhelo por
florecer, por desplegarnos según nuestra naturaleza, necesitamos apoyo. Solos
no crecemos; solos no nos desarrollamos ni somos nosotros mismos. Necesitamos
amigos, compañeros, mentores que nos amen incondicionalmente y nos ayuden a ser
quienes somos. Personas que, en algún momento, también nos dirán lo que no
queremos escuchar. ¡Porque las verdades a veces duelen, y mucho!
¿Qué pinta Dios en todo
este proceso?
Dios Padre creador no es hombre ni mujer, pues es espíritu puro. Por
tanto, compararlo con los padres tiene limitaciones. Convertirlo en una imagen
patriarcal y tirana es absurdo, pero tampoco podemos reducirlo solamente a una imagen maternal y
provisora. Sí, Dios es provisor y maternal, pero es mucho más. Y Dios, a
diferencia de muchas madres, sabe cortar el cordón umbilical.
Dios nos quiere como él.
¿Y cómo es él? Libre. Creador y creativo. Desbordante de amor. Es él mismo. Sin
trabas, sin miedos, sin complejos. Sin límites. Nosotros tenemos unos límites
―espacio, tiempo, cuerpo―, y no somos omnipotentes, pero también somos libres,
creativos y capaces de entregarnos por amor. Tenemos un potencial inmenso por nacimiento,
y estamos inclinados, como las plantas, a crecer siempre y a dar fruto.
Dios no nos quiere
modelar ni esculpir conforme a un cierto canon. Dios solo quiere que
florezcamos. En ese proceso, Dios es el sol dador de vida, la nube que llueve
agua bienhechora, la tierra que nos sustenta y nos alimenta, el aliento que
infunde vida en nuestra carne. Y es mucho más. Por eso su amor, infinitamente
más tierno y grande que el de una madre, es al mismo tiempo respetuoso de
nuestra libertad. No nos educa a golpes, sino a besos. No nos castiga con
cuartos oscuros, sino que nos envía luz para atisbar nuestro camino. No nos
deja abandonados, pero tampoco nos sobreprotege ni nos ata, como esas mamás que
llevan a sus niños de una brida para que no se pierdan entre la multitud
urbana. No nos enseña inyectándonos conocimientos, sino mostrándonos el
esplendor de la verdad. No nos llama a gritos, nos enamora invitándonos. Y
espera. Confía. Tiene paciencia. Perdona siempre. Olvida siempre. Ama siempre.
Las madres son
maravillosas. La mayoría de ellas nos han amado. Como sabían, con sus defectos
y sus traumas. Con sus carencias y necesidades. Muchas de ellas nos enseñaron a
rezar y nos abrieron la mente al infinito. Nos han dado lo mejor y lo peor que
tenían. De ellas venimos y es bueno amarlas, perdonarlas, respetarlas… y también
liberarlas. Y después, liberarnos nosotros. Ojalá muchas madres, como las
águilas y las golondrinas, nos empujaran con decisión fuera del nido. Después
del vértigo inicial, descubriríamos que ¡sabemos volar!
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