El evangelio de la
expulsión de los mercaderes del templo nos llama mucho la atención. Vemos al
Jesús que creíamos tan pacífico lleno de genio, en un gesto profético airado.
¿Cómo entenderlo?
Es fácil hacer una
interpretación económica y frívola de este episodio: Jesús está en contra del
dinero. La iglesia no debería manejar mucho dinero, ni debería pedir tanta
limosna, ni organizar actividades para recaudar fondos. La economía es una
cosa, la fe otra. No se pueden mezclar las cosas mundanas con las espirituales…
Esta conclusión, además de ser equivocada, es peligrosa. Porque la iglesia,
siendo Reino de Dios, está formada por personas humanas, está en la tierra y
tiene necesidades terrenas. La iglesia necesita dinero para realizar su obra,
ha de pedirlo y debe gestionarlo con inteligencia. La economía no está reñida
con la fe. Lo que está en contra de Dios no es el dinero sino la injusticia y
la falta de caridad.
Pero volviendo a Jesús y
a su enérgico grito: ¡Habéis convertido
la casa de mi Padre, una casa de oración, en una cueva de ladrones! ¿Qué
nos quiere decir con esto?
Creo que podríamos
entenderlo con más profundidad si sustituimos la palabra templo por religión. El
templo es el lugar de oración y adoración, el espacio de encuentro con Dios,
allí donde los fieles elevan sus plegarias y Dios escucha, pero también allí
donde se nos invita al silencio para que Dios también pueda hablarnos. Del
mismo modo, la religión es el espacio donde nuestra vida se deja
penetrar por la presencia de Dios.
El problema es cuando el
templo se reduce a un mero lugar de cultos y rituales establecidos y cuando la
religión se convierte en una mera doctrina y una lista de preceptos morales y
mandamientos a cumplir.
Y la oración, ¿qué es?
Aquí está la clave para entender este evangelio. Oración no es una ristra de
súplicas, ni una colección de alabanzas, ni una serie de plegarias aprendidas
de memoria. Sí, ya sabemos que es más que eso, sabemos que orar es hablar con Dios… Pero ¿qué clase de
conversación tenemos con Dios? ¿Qué relación entablamos con él? ¿Cómo lo
tratamos?
¿Es nuestra oración un
mero pedir, agradecer o reprochar?
¿Hablamos mucho y no
dejamos que Dios nos hable?
¿Le damos tiempo a Dios
para que nos escuche? ¿Sabemos callar para oír su voz?
¿Está nuestra relación
con Dios condicionada por lo que nos da o nos deja de dar?
Para muchos creyentes, no
sólo cristianos, sino de otras religiones, la oración es un toma y daca. Te doy
para que me des. Te ofrezco mi plegaria, mi limosna, mi vela, mi culto, mi
tiempo… para que me ayudes, me favorezcas, me cures, me des lo que te pido. Si
no, me enfadaré y a lo mejor dejaré de creer en ti. Te olvidaré. Dejaré de
hablar contigo. O quizás me resigne, pero será una conformidad amarga. Cuando
la oración se convierte en un pedir a
cambio de, la religión se ha convertido en un regateo. Esta es la cueva de
ladrones contra la que clama Jesús: una religión convertida en mercadeo
espiritual. Una religión condicionada por nuestros deseos más inmediatos. Si me
llena, si me da, si me complace, seré devoto. Si no, volveré mi atención a otra
cosa. O buscaré otro culto, otra religión, otro consuelo o un remedio más
eficaz.
La relación con Dios no
es esto. No es un mercado. Pero si alguien nos recuerda esto solemos pensar:
claro, es que a Dios hay que dárselo todo sin esperar nada a cambio.
Gratuitamente, abnegadamente. ¡Qué sacrificio tan grande! No hay quien pueda
hacer algo tan heroico. Solo los santos, o unos pocos elegidos… Así, pronto nos sacamos de encima la responsabilidad. Si
seguimos creyendo, lo seremos por tradición, por rutina o por un reverente temor.
Más vale seguir para no perdernos… Pero ya no creemos con ardor. Dejamos de
amar para pasar a cumplir. Del amor a la obediencia. De la entrega a la
sumisión. ¡Y esto no es lo que quiere
Dios!
No nos damos cuenta de
que, en realidad, es al revés. No es que Dios lo exija todo sin dar nada, ¡es
que Dios nos lo ha dado todo sin pedirnos nada a cambio! Lo único que pide es…
¡que aceptemos su regalo! Lo único que necesitamos hacer es entablar con Dios
otra relación: no de amo-siervo, no de proveedor-cliente, sino de padre-hijo.
Más aún: de amigos que se aman. Dios nos lo da todo. Todo sucede para bien de los que le aman. Y si nos suceden cosas
que parecen malas, o nos vienen dificultades, quizás es porque de ellas ha de
surgir un mayor bien, una lección que hemos de aprender para vivir en mayor
plenitud. Si no sabemos verlo así es porque quizás nos falta oración. En la
oración aprendemos a ver nuestra vida desde Dios y muchas cosas, incluso los
problemas y las dificultades, aparecen bajo nueva luz, y vemos que no son
maldiciones, sino enseñanzas. La oración no sólo da sentido a lo que nos
ocurre; nos da fuerzas y lucidez para afrontarlo y vivirlo de la mejor manera
posible.
La religión no es un
intercambio comercial de favores con Dios. La religión es templo: espacio de
encuentro con Dios. Espacio de silencio, de escucha, de diálogo confiado y
amoroso. Cuando deja de ser esto, se convierte en un mercado. Contra esto es
contra lo que se rebela Jesús. Y lo hace con toda su fuerza, airado y dolido,
sintiendo en su corazón la herida de Dios ante el hombre que no comprende tanto
amor.
Pero el corazón de Dios
es grande. Aún en este templo mancillado Jesús predica. Aún en una iglesia
llena de pecado Dios sigue hablando. En un mundo turbulento y lleno de mal,
Dios sigue presente y actuando. A Dios no
se le caen los anillos. No le importa mancharse ni hundirse hasta el fango.
Porque nos ama. No quiere estar lejos de nosotros. El grito y el látigo de
Jesús ante los mercaderes del templo no son violencia gratuita. No son mal
genio, no son una exhibición de poder y autoridad. Son el grito de un Dios que
pide amor, y no favores. Un Dios que no pide nuestras obras, ni nuestro dinero,
ni nuestro sacrificio. Solo pide nuestro corazón… para llenarlo de amor. Solo
eso. ¿Dejaremos que nuestro corazón se convierta, también, en cueva de
ladrones? ¿O dejaremos que sea templo del Espíritu?
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