He tenido la ocasión de
pasar unos días en Poblet, monasterio anclado en el corazón de Cataluña. Para muchos
es el paradigma de un convento cisterciense. Cumple las características ideales
que San Bernardo señaló: está en un lugar tranquilo, pero bien comunicado, con buena tierra para el
cultivo y agua abundante. Así es Poblet: se levanta a los pies de la sierra de
Prades, mirando a la conca de Barberà. A oriente del monasterio se elevan los
montes, a poniente se extienden amplios campos de labor. El conjunto monástico,
en piedra caliza de color tostado, brota en medio del verdor de los viñedos y
en seguida atrae al visitante por su elegancia, por la solidez que no se hace
pesada, por la paz que se respira entre sus muros, por la luminosidad. Si tuviéramos
que resumir Poblet en dos palabras podríamos decir que es piedra y luz. Y dentro
de esas piedras late un alma muy viva.
Un pequeño grupo de
visitantes hicimos la visita del monasterio guiados por un monje, Fray Marc. La
mayoría de visitas guiadas se centran en la historia del lugar, nos dan nombres
de reyes y abades, nos hablan de los estilos arquitectónicos y nos cuentan anécdotas
curiosas de este o aquel otro personaje. Y los turistas nos quedamos
satisfechos por haber explorado la epidermis del lugar. Pero nuestra visita fue
algo diferente. Fray Marc no se detuvo en mostrarnos la piel del monasterio,
por así decir. Pasó muy por encima de su azarosa historia, aunque también nos
contó algunos episodios memorables. Con preguntas, acertijos y no pocos desafíos
mentales, sin prisa alguna, nos fue guiando hasta descubrir el mismo corazón
del monasterio.
Construido sobre una idea
Poblet, comenzó, fue
construido por unos hombres que creían en Dios y tenían una idea del mundo. Lo
primero que hizo nuestro guía es mostrarnos cuál es la cosmovisión del monje
cisterciense. Con los pies bien anclados en tierra, consciente de estar en el
momento presente, abierto al mundo, conviviendo en una comunidad y orientado
hacia Dios. ¿Su actitud vital? Entre risas, enigmas y preguntas un tanto filosóficas,
fray Marc nos enseñó que la actitud vital del monje, deseable para toda persona
humana, es esta: respirar, vivir con plenitud el presente… y dar gracias.
Consciencia plena y
gratitud a Dios: de aquí se deriva toda una arquitectura y una organización del
tiempo y el espacio. A lo largo de nuestro periplo por las diferentes zonas del
monasterio fuimos descubriendo cómo se manifiesta esta visión existencial, paso
a paso.
El círculo y el cuadrado
¿Por qué los claustros son
cuadrado?, nos preguntó el monje. ¡Buena pregunta! Tras aventurar algunas
respuestas, entre lo obvio y lo filosófico, Fray Marc nos precisó que la forma
cuadrada representa el ser humano: delante, detrás, un lado y otro. Es el
cuerpo, finito y limitado. No podría ser circular, pues daríamos vueltas sin
cesar ―el infinito― ni triangular, pues nos estrellaríamos en las aristas. En cambio,
la fuente del claustro, donde el agua canta sin cesar, es circular, enmarcada
por el cuadrado. El hombre finito contiene en sí una ventana hacia el infinito.
La elevación del gótico
¿Qué es lo primero que
haces cuando entras en una catedral gótica? Mirar hacia arriba, respondimos,
temiendo que tampoco esta sería la respuesta “correcta”. Nuestro guía replicó,
y tuvimos que darle la razón: cuando entras en un templo gótico avanzas sin
pensar dos veces hasta donde te lleva el mismo edificio, hasta el altar, ante
el ábside iluminado por el sol naciente, allí donde se hace presente Dios.
Y el gótico, ¿sube o
baja?, nos preguntó. De nuevo intentamos respuestas más o menos argumentadas. Asciende
hasta lo divino, nos eleva, es un arte espiritual… El fraile se rio de nuestras
presunciones místicas e intelectuales. Resulta que el gótico, en realidad, es
un descenso. No es el hombre quien se eleva, sino Dios quien desciende hacia él.
De las alturas a la tierra. Baja la gracia divina, pero sube, también, la
alabanza del hombre que… toca de pies en tierra, respira, y da gracias.
La conciencia del siete
Nos detuvimos en la
girola, detrás, y no delante, del famoso retablo de piedra de Damià Forment,
una maravilla gótica que nuestro guía desmitificó: este altar, afirmó, rompe la
armonía del conjunto de la iglesia pues tapa lo más importante, el fondo, el
lugar por donde entra la luz.
Allí, ante la capilla
central, nos retó nuevamente. Y hablamos de números.
¿Qué es el uno? La unidad,
dijimos. Pero el uno, más concreto, eres tú, soy yo. Es la persona. El hombre
anclado en tierra, consciente.
¿Y el dos? Fray Marc casi
me riñó cuando comencé con mis elucubraciones sobre el dualismo y la oposición
de contrarios. ¡El dos es el otro!, contestó uno de mis compañeros. El tú y el
yo. El dos, precisó el monje, son tus padres. Tú no has venido solo a este
mundo: desciendes de dos.
¿El tres? La trinidad,
salté. Fray Marc matizó: el tres sois tú y tus padres, la relación. Y sí, Dios,
que es trinidad, es relación.
¿El cuatro? Es la
persona, dijimos, recordando la lección del claustro. Y nos acercamos más. El
cuatro es el cuerpo y la casa.
¿Y el cinco? Según fray
Marc, el cinco son los demás: los hermanos, la comunidad. El cuatro es uno
mismo, el cinco nos abre a la fraternidad con los demás. Cinco son las capillas
que se abren en la girola de las iglesias góticas.
¿Qué significa el seis? El
seis, con ese brazo que se alza sobre el círculo, es la relación abierta ya no
solo hacia los demás, sino hacia el trascendente, hacia Dios.
Y por último, ¿qué es la
conciencia del siete? Ya no supimos qué responder. El siete simboliza la
plenitud, dije tímidamente… ¿Y qué es la plenitud? Nuestro guía terminó de
explicarlo: el siete es el hombre, uno e íntegro, anclado en tierra,
relacionado con los demás ―el brazo transversal del número―, abierto al mundo y
a la trascendencia.
Libros y patatas
Poblet es conocido por su
biblioteca. Los monjes, pese a su aparente aislamiento, viven muy conectados al
mundo. La suya fue una de las primeras salas que tuvo ordenadores e Internet,
en Catalunya. Gestionan una editorial, algunos monjes dan clases y
conferencias, y su biblioteca, recuperada desde los años 40 tras las quemas y
las destrucciones pasadas, cuenta con más de ciento cincuenta mil volúmenes.
La regla de San Benito
prescribe varias horas de lectura y estudio y, ciertamente, la imagen que solemos
tener de los monjes es la de personas muy intelectuales. Pero nuestro guía nos
mostró que eso no es, en absoluto, lo más importante. Y nos contó el caso de un
joven novicio que llegó un buen día al monasterio con dos maletas enormes
cargadas de libros. ¿Por qué llevas todo eso?, le preguntó Fray Marc, cuando quiso
ayudarlo a llevarlas hasta su celda. Me gusta mucho leer, contestó el muchacho.
Al día siguiente, el abad lo envió a sacar patatas a los campos del monasterio.
Y así un día tras otro, trabajando duro y conversando con los labradores, hasta
que el joven se dio cuenta de que había más sabiduría en las frases parcas de
un hombre de campo que en muchos de los libros que había idolatrado.
¿Dónde está el monasterio más importante?
Tras visitar la iglesia y
el claustro, la sala capitular, el antiguo dormitorio, el refectorio y la biblioteca,
fray Marc nos llevó a una sala con bóveda de arista donde vimos una maqueta de Poblet que
los alumnos de una escuela construyeron y regalaron al monasterio. Una curiosa maqueta que nos
permitió ver el conjunto arquitectónico sin tejados. Entonces nuestro guía nos
preguntó: ¿dónde está el monasterio más importante de Catalunya, aparte de
Poblet?
Y de nuevo nos perdimos en
conjeturas, ante la sonrisa pícara del fraile. Surgieron varios nombres
sin éxito. ¿Dónde está ese monasterio? ¿Dónde?
Sois vosotros, nos dijo
fray Marc. Cada uno de vosotros es un monasterio viviente, donde Dios habita,
mucho más importante que este montón de piedras que acabáis de visitar.
Nos quedamos de piedra. Y sí, pensé, ¡cuánta verdad
en esta última lección del monje! Somos piedras vivas, habitadas por la
divinidad. Y toda la paz, todo el silencio, toda la gratitud y la alabanza están
dentro de nosotros, sin necesidad de retirarnos del mundo, siempre que lo queramos.
Incluso en medio de la vorágine de una gran ciudad.
Mirando la maqueta, bajo
el palmeral de piedra y en el silencio de aquel lugar, comprendí que un
monasterio, en realidad, no es otra cosa que la proyección, en piedra, de la
realidad del ser humano: con los pies en tierra, abierto al mundo, a los demás
y a Dios, respirando y dando gracias.
Ahora lo has resumido
perfectamente, me dijo Fray Marc. Por eso, dije, cuando uno viene a un
monasterio se siente tan a gusto. Porque está en armonía con lo que es y con
todo lo que le rodea. Y él respondió: así es.
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