jueves, 20 de junio de 2013

Milagros y el misterio del dolor



El otro día, en nuestra sesión de lectura bíblica, el animador nos propuso leer y comentar dos milagros de Jesús relatados en Lucas 5, 12-26: la curación de un leproso y la curación de un paralítico ―el famoso episodio en que los que llevan al paralítico lo tienen que entrar en la casa abriendo un boquete en el tejado―.

Quique, nuestro animador bíblico, nos comentó que explicar los milagros es una de las tareas catequéticas más difíciles. Y a partir de aquí comenzó una interesante conversación en la que surgieron interrogantes y respuestas que trataré de explicar.


Algo difícil de explicar

¿Por qué es difícil explicar los milagros? Y ya no solo a los niños, sino a los adultos. En primer lugar, porque las personas tenemos una tendencia a buscar la milagrería y lo prodigioso: nos atraen las curaciones inexplicables, ese halo de maravilla que rodea a los milagros atribuidos a santos, o a lugares como Lourdes y Fátima. Fácilmente lo vemos como una especie de magia. Y, en segundo lugar, porque es muy fácil caer en la tentación de creer que Dios es un mago dispensador de favores. Cuando pensamos que el milagro es fruto de la mucha fe, o de las muchas oraciones y sacrificios, la conclusión que sacamos es: si Dios no hace milagros con esta o aquella persona es porque no tiene bastante fe, o porque no se lo merece. ¡Algo habrá hecho! Si Dios no me cura es porque no he reunido méritos suficientes... Así, caemos en una actitud muy similar a la de los fariseos. Convertimos nuestra fe en mercantilismo religioso: yo te doy ―sacrificios, promesas, oraciones, limosnas― y tú me das ―la curación, el milagro, lo que te pido―.

Y Dios no es así. Jesús tampoco es un milagrero y no le gusta utilizar su poder para asombrar y maravillar. ¡La segunda tentación de Satán en el desierto iba por aquí! Qué fácil sería atraer a las multitudes con la promesa de un milagro seguro. Qué fácil manipularlas, someterlas, hacerlas fieles. Jesús rechaza todo esto.

Los milagros de Jesús

En tiempos de Jesús, como en todas las épocas, había taumaturgos. Jesús no era el único que sanaba. En el evangelio leemos en varios pasajes que otros personajes también curaban y expulsaban demonios. Pero los milagros de Jesús, explicaba Quique, tienen dos características. La primera, se dirigen siempre hacia las personas más pobres, más pecadoras, más marginadas. Y, en segundo lugar, nunca son un puro prodigio, sino un signo. No tienen un sentido social, como lo pueda tener la labor de los misioneros, sino un significado teológico. El perdón del pecado está a menudo asociado al milagro. El mensaje es: Dios padre ama a los más débiles. A los más pecadores. A los más alejados. Los milagros de Jesús no son magia, sino manifestación del poder y la compasión de Dios.

Quizás el milagro más grande no sea pedir la curación, sino la fuerza para aceptar nuestros límites y la alegría para sobrellevarlos y aprender de ellos. Hágase tu voluntad: pronunciar esta frase de corazón, aceptando lo bueno y lo malo que nos sucede, poniéndonos en manos de Dios, es un milagro. Toda nuestra vida es tiempo de aprendizaje. Y la gran lección de la vida es aprender a amar.

El misterio del dolor

Nos decía Quique que el misterio del dolor es aún más difícil de explicar que el misterio del mal. ¿Cómo explicar el sufrimiento de un niño, una enfermedad terrible o un accidente que nos parece tremendamente injusto? 

No podemos comprenderlo todo. Y a Dios es imposible captarlo con nuestra mente limitada. Dios no explica el dolor, pero sí hace algo. Dios no da razones del por qué, pero extiende sus brazos en la cruz, sufre como humano y muere con nosotros. Dios asume el dolor del mundo.

Y resucita. Esta es su respuesta.

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